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ERIK PETERSON TRATADOS TEOLOGICOS t EDICIONES CRISTIANDAD

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  • E R I K P E T E R S O N

    T R A T A D O S T E O L O G I C O S

    t E D I C I O N E S C R I S T I A N D A D

  • Public estos libros KOSEL- VERLAC, M u n i c h , 1951 y 1956

    con el ttulo THEOLOGISCHE TRAKTATE

    y

    MARGINALIEN ZUR THEOLOGIE

    a * *

    Los trodujo al espaol AGUSTIN ANDREU

    CON CENSURA ECLESIASTICA

    Depsito legal: M. 105521966

    Copyright by

    E D I C I O N E S C R I S T I A N D A D . - M A D R I D , 1 9 6 6

    Impreso en Espaa por E. Snchez Leal, S. A., Dolores, 9. Madrid

  • TESTIGOS DE LA VERDAD

    LOS MARTIRES Y LA IGLESIA

    Cuando entramos en una iglesia y dirigimos nuestra mirada al altar, nos acordamos pocas veces de que el altar sobre el que se cele-bra el Santo Sacrificio contiene reliquias de mrtires; que de ordi-nario el altar se levanta sobre los huesos de un mrtir. No ser intil reflexionar un momento sobre ello. La costumbre eclesistica de cele-brar el Sacrificio de Cristo sobre la tumba de un mrtir es expresin de una manera de ver la relacin entre el mrtir y la Iglesia. A la vista de esa costumbre eclesistica, uno se siente inclinado a formular de pronto la relacin que media entre el mrtir y la Iglesia, diciendo: La Iglesia est edificada sobre el fundamento de los mrtires. Pero apenas se ha hecho esta formulacin, ocurre un reparo: Nosotros, en el smbolo de la Fe, no decimos: Creo en la santa Iglesia de los mrtires, sino creo en la santa Iglesia apostlica. El concepto de Apstol se antepone al de mrtir, y por eso, en el Te Deum, se nom-bra primero a aqullos y a los profetas, y luego se dice:

    Te martyrum candidalus laudat exercitus.

    Si, pues, el concepto de Apstol se antepone al de mrtir, quie-re decir eso acaso que los Apstoles no fueron mrtires? No hace mucho tiempo que la historiografa protestante -en franco contraste con lo que haba enseado la tradicin catlica expuso la opinin de que los Apstoles fueron hechos mrtires en el siglo ni y IV, bajo el influjo del contemporneo culto eclesistico a los mrtires. En tanto, la teologa protestante ha revisado su punto de vista tambin en este asunto. La exgesis protestante ha afirmado 1 que San Pablo,

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    especialmente en la Epstola a los Filipenses, desarroll una teologa del martirio. Y un telogo protestante ha mantenido recientemente que el concepto eclesistico de mrtir, y el vocablo mismo, son una creacin de los escritos jonicos2 . Pero sean cuales fueren en su detalle las posiciones de los telogos protestantes, una cosa me parece cierta, a saber: que en los escritos del Nuevo Testamento se reserva a los mrtires un lugar privilegiado, y que la Sagrada Escritura con-tiene evidentemente el dato martirial por lo que hace a los Apsto-les 3 . Aqu, pues, estaramos ante un punto en el que la teologa pro-testante moderna, superando los prejuicios dogmticos del siglo XVI, podra encontrar4 de nuevo el camino que conduce a entender el concepto catlico de mrtir y, con ello, el concepto catlico del culto a los santos en general; en el supuesto s, en el supuestot de que esa teologa estuviera dispuesta a sacar consecuencias teolgicas de sus conocimientos cientficos, lo que desgraciadamente no es el caso.

    En la alocucin que dirigi Jess a los Doce cuando los envi en misin se dice: Mirad, os envo como ovejas entre lobos. Sed, pues, prudentes como serpientes y sin malicia como palomas. Y tened cuidado con los hombres, porque os llevarn ante el sanedrn y os azotarn en sus sinagogas. Y os conducirn ante gobernadores y reyes para que testimoniis sobre ellos y sobre los gentiles. Pero cuando os entreguen, no os preocupis por lo que tenis que decir. En ese momento se os dar qu decir. Que no seris vosotros quienes hablaris, sino el Espritu de vuestro Padre ser quien hablar en vosotros. . . . todos os odiarn por mi nombre, mas quien resista hasta el fin, se ser salvo... No es el discpulo mayor que el maestro ni el esclavo ms que el Seor. Ya es bastante con que el discpulo sea como el maestro y el esclavo como su seor. Si al amo de casa le llamaron Belzeb, qu no llamarn a la servidumbre! . . . No temis a quienes matan el cuerpo y no pueden matar el alma. Temed ms bien a quien puede arrojar cuerpo y alma al in-fierno... A quien me confiese pblicamente ante los hombres, le confesar yo pblicamente ante mi Padre en el Cielo. Pero a quien me niegue, tambin lo negar yo ante mi Padre en el Cielo. No creis que he venido a traer paz a la tierra; no he venido a traer paz, sino a traer la espada... Quien ame a su padre y a su madre ms que a m, no es digno de m. Quien encuentre su vida, la per-der, y quien la pierda por m, la encontrar.

    He ah dos puntos capitales de la gran alocucin, cuando envi

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    Jess a los Doce (Mat., 10). En primer lugar, es significativo que, segn las palabras de Jess, los Apstoles no son enviados a una humanidad que percibir su mensaje de modo neutral; una huma-nidad cuyas ansias religiosas la predispondrn a recibir con los brazos abiertos el anuncio apostlico del Reino de Dios. No ser as; andarn como ovejas entre lobos. Donde, por cierto, como ob-serv San Agustn en uno de sus sermones, se da por supuesto que los lobos estarn en mayora. Inicialmente hay que ver los lobos entre los judos, pues los Apstoles sern llevados a los sanedrines y a las sinagogas de los judos. Luego hay que verlos en los gober-nadores romanos y en los reyes, de suerte que el proceso que se les incoa ante stos es una buena ocasin para rendir testimonio sobre los gentiles. Como Jess, los Apstoles sern llevados a los tribunales de los judos y los gentiles. El propsito ltimo de los judos y los gentiles se manifiesta en la historia de la Pasin de Jess y en los procesos de los Apstoles y los mrtires. Judos y gentiles son cul-pables. Tiene, pues, sentido que los Apstoles hayan de tener cuidado con los hombres; es decir, concretamente con judos y gentiles. La doctrina apostlica tropieza con la enemiga y oposicin porque con la Epifana de Cristo irrumpen los ltimos tiempos, los crticos: tiempo que implica decisin, no conciliacin; espada, y no paz. En ese tiempo crtico que irrumpe con la Epifana de Cristo, cuando se derrumban todos los rdenes naturales e incluso la sangre es in-capaz de mantener juntos a los hombres, pues, segn las palabras de Cristo, el hermano entregar a la muerte a su hermano, y los hijos a sus padres; en ese tiempo en que se anuncia el final del en presente, puede exigir Jess: Quien ame a su padre y a su madre ms que a m no es digno de m. Es cosa clara que quien trae la espada no puede predecirles a sus discpulos ms que sern odia-dos por todos a causa de su nombre. El sabe que se mofarn de ellos, que los maltratarn y los matarn; que les aguardan perse-cuciones y que tendrn que escapar huyendo de una ciudad a otra. Y si perseveran hasta el final, sea de su vida, sea de este en, reci-birn la promesa de su salvacin y bienaventuranza. Quien aban-done su casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o campos por m y por el Evangelio, recibir el ciento por uno (Mac., 10, 29 s.). S, y quien d un vaso de agua fresca a uno de sus perseguidos discpulos, puede estar cierto de que le ser re-< (impensado (Mt., 10, 42), porque quien recibe a un enviado recibe

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    a quien le enva. As, entre el Apstol y Jess hay un vnculo es-trecho, que podra llamarse en general la comunidad de sufrimiento y destino. Al discpulo le toca la misma suerte que al maestro. Si a Jess, amo de la casa, se le ha llamado demonio, cmo podr ser que sus discpulos se oigan decir cosas menos duras? Jess fue arrastrado al tribunal de jueces judos y gentiles; a los Apstoles se les hace presente el mismo destino. Las palabras de Jess ponen de relieve todava una situacin: la situacin de que se deriv la voz mrtir. Cuando los discpulos estn en un juicio, puede sobre-venirles la preocupacin de lo que han de decir y contestar. No deben pensar en ello. El Espritu Santo, el Espritu del Padre, hablar desde ellos y convertir sus palabras en algo ms que una defensa, en un testimonio contra judos y gentiles, de manera que quienes testimonien ante un tribunal se convertirn en testigos en griego, mrtiresEsta sola es la ltima exigencia de Jess, que sus dis-cpulos confiesen pblicamente su persona, su nombre. A quien lo confiese en pblico en la tierra, Cristo le confesar en el Cielo ante su Padre. Porque en el tiempo escatolgico, en el tiempo de la deci-sin, no hay ms que una alternativa: o confesar a Jess o negarlo. Queda excluido todo juego al escondite de una piedad general, todo ambiguo sube y baja, no ciertamente como posibilidad humana, sino por quien trajo la espada, y cuyo nombre o h dulce nombre de Jess!> provoca una divisin que no se detiene siquiera ante la esfera privada de la familia, pues separa al hijo del padre y a la hija de la madre (Mt., 10, 35).

    Estas palabras de Jess muestran claramente que el concepto de Apstoles se antepone al de mrtir, pero que, por otra parte, no se puede separar sin ms el concepto de mrtir del de Apstol. Los dichos relativos a la persecucin afectan en primera lnea a los Doce, mas casi inadvertidamente se introduce una ampliacin: Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de m. Esa frase no se refiere en absoluto a los Apstoles slo. El apostolado es una magnitud limitada (hasta numricamente); en cambio, el concepto de mrtir no se limita al de Apstol: no se podra contar el gran nmero, visto por San Juan en el Apocalipsis, de los vestidos de blanco que llevan palmas en sus manos. Qu significa esto para nuestro tema? En primer lugar, lo general: la Iglesia apostlica, basada sobre los Apstoles, que son mrtires, es tambin la Iglesia doliente, la Igle-sia de los mrtires. Una Iglesia que no sufra no es la Iglesia apos-

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    tlica. Mas como el concep'.o de mrtir no est contenido dentro del concepto de Apstol, el sucesor del Apstol en sentido jurdico no es necesariamente el sucesor de los sufrimientos del Apstol. Los su-frimientos del Apstol pueden muy bien renovarse en un mrtir que no sea sucesor de ese Apstol en un sentido jurdico. Igual que un hombre que 110 sea jurdicamente sucesor de los Apstoles puede hacer los milagros que hacan stos. Es decir, el martirio es un carisma que no est vinculado en principio a un ministerio en la Iglesia. Es una gracia especial de Dios que no puede producir un hombre por propia voluntad. El ministerio y el carisma aparecen reunidos en los Doce, que son al mismo tiempo Apstoles y mrtiresj en sus sucesores, no sucede as. Y ello porque el sucesor del Apstol no es un nuevo Apstol, sino un sucesor de los nicos Apstoles, de los Doce Apstoles. De lo contrario, hoy en la Iglesia no tendra-mos obispos, sino Apstoles, como sucesores de los Doce. Por tanto, lo que acaece es que el concepto de mrtir tiene que desarrollarse en la Iglesia como categora independiente del de Apstol. Esta separa-cin de apostolado y mrtir, mejor dicho, de sucesores de los Aps-toles y mrtires, producir siempre escndalo. Unos quieren que todos los sucesores de los Apstoles en sentido jurdico sean tam-bin mrtires; otros, al contrario, no quieren saber nada del mrtir como categora independiente. Ambas opiniones yerran, porque des-conocen la especial situacin de los Apstoles en la Iglesia. Hay que doblarse sin ms ante estas dos realidades: los sucesores de los Aps-toles no son Apstoles, y el concepto de mrtir, como categora inde-pendiente en la Iglesia, es necesario en el caso de que la Iglesia represente la continuidad de los carismas apostlicos, no slo en su doctrina, sino tambin en su vida, y tanto los sufrimientos como el martirio de los Apstoles forman parte de los carismas apostlicos.

    Quien piense que los sucesores de los Apstoles tienen que ser necesariamente mrtires, acabar encerrando su vida en una secta. Quien rechace la categora independiente del mrtir en la Iglesia con el pretexto de que en los tiempos apostlicos todava no exista, no guardar realmente la doctrina apostlica. Rechazando el concepto de mrtir, habr eliminado el sufrimiento, que es algo inseparable de la Iglesia. Mas como ese sufrimiento va necesariamente vinculado a la predicacin de los Apstoles, habr hecho perder con ello su -.cutido originario a la misma predicacin del Evangelio. Hace falta leer el Ataque a la Cristiandad, de Kierkegaard, que en realidad es

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    un ataque al protestantismo, para comprender las consecuencias que ha tenido en la predicacin del Evangelio el abandono protestante de los conceptos de mrtir y de santo. El aburguesamiento del pro-testantismo, tan apasionadamente combalido por Kierkegaard, y al que ste opuso el concepto de testigo de la Verdad, o sea de mrtir, es slo una consecuencia fatal del abandono del culto de los mrtires y los santos. As, pues, nuestra primera tesis dice que el mrtir ocupa en la Iglesia un lugar carismtico, porque hemos de distinguir el concepto de mrtir del de Apstol, aunque los mismos Apstoles fuesen mrtires.

    Lo segundo que se desprende de las palabras de Jess es que el mrtir pertenece necesariamente al concepto de Iglesia. Existe una suerte de espritus humanitarios, siempre propensos a ver meros equ-vocos en todo cuanto en este mundo sucede. Si les hicisemos caso, tendramos que ver un equvoco en la misma crucifixin y en el martirio de los Apstoles. Esos espritus, cuando le llega a la Igle-sia la hora del martirio, tienden a reducirlo todo a meros equvocos. Pero las palabras de Jess muestran lo contrario: los mrtires no son un producto de los equvocos humanos, sino de una necesidad divina. La frase de Jess: No tena que pasar el Hijo del Hombre por un sufrimiento semejante?, vale de los sufrimientos de la Igle-sia. Mientras se predique el Evangelio en este mundo es decir, hasta el fin de los tiempos, tendr mrtires la Iglesia. Si el men-saje de Jess consistiera en una filosofa no ms, acerca de la que hubiera que discutir durante aos y siglos, no habra mrtires ni seran mrtires los hombres que afrontaran la muerte a causa de esa supuesta filosofa de Cristo; no seran mrtires en el sentido cris-tiano de la palabra. Porque hay que decirlo expresamente: las con-vicciones y opiniones humanas no hacen al mrtir; no es el humano celo por la fe lo que hace los mrtires 5, sino Cristo mismo, que llama al martirio y lo convierte en una gracia especial: el Cristo predicado por la Iglesia, ofrecido en el Sacrificio del altar y cuyo nombre estn obligados en conciencia a confesar en pblico todos los bautizados en el nombre de Jesucristo. Se olvida a menudo que en este mundo el Evangelio es predicado por corderos a lobos y que, segn las palabras de Jess, el mensaje del Reino de Dios se dirige .-entonces y hoy a una generacin adltera y pecadora (Me., 8, 38). Cmo es posible esperar que los lobos no se lancen sobre las ovejas? Ms bien habra que esperar quiz que se avergonzaran de

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    sus palabras y de las de su maestro ante esta generacin adltera y pecadora. En cambio, quien predijo la traicin de Pedro contaba por lo visto con esa posibilidad. Cierto que puede haber tiempos en que abunden y tiempos en que escaseen los mrtires; empero, supo-ner que llegarn das en que no habr ya mrtires, eso equivaldra a negar que entonces seguir existiendo la Iglesia. Por qu sern odiados por todos (Mat., 10, 22), los discpulos, a causa del nom-bre de Jess? Quines son esos todos? Son los hombres de quienes se han de guardar los Doce: judos y paganos. No son los hombres en general en el sentido de un mero concepto abstracto; son los hombres que en su concreta y entera existencia estn ah, en este mundo, como judos o gentiles. Y qu otras posibilidades quedan para quien no haya recibido la gracia de Cristo? Jess nombra prime-ro a los judos como perseguidores de la Iglesia, y de ellos se habla de ordinario, pues que el judo es enemigo de Cristo en un sentido ms radical, y distinto, que el pagano. Es un hecho que los judos han tomado parte en todas las persecuciones de la Iglesia desde los tiempos de los Apstoles hasta hoy. Pero los gentiles colaboraron con los judos en la condena de Jess, y eso que acaeci ejemplar-mente en aquel proceso se sigue cumpliendo en el mundo hasta hoy mismo. Aunque los gentiles se sientan separados de los judos -baste pensar en ciertas manifestaciones antijudas del pagano Cel-so, enemigo de los cr ist ianossin embargo, colaboran con ellos cuando se trata de luchar contra el Ungido de Dios. De modo que ambos, judo y gentil, por voluntad de Dios, han venido a ser ene-migos del Evangelio para que Dios se apiade de entrambos.

    Lo tercero que cabe deducir de las palabras de Jess es que el mrtir da expresin a la pretensin pblica de la Iglesia de Jesu-cristo. Al concepto de mrtir pertenece el que sea llevado a rendir cuentas ante los poderes pblicos estatales -^sanedrines y sinagogas, gobernadores y reyes; pertenece el que sea sometido a los tribu-nales pblicos y a los castigos del derecho pblico. E igualmente pertenece al concepto de mrtir, esencialmente, la confesin pblica

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    mrtir, que confiesa pblicamente a Jess en la tierra, es reconocido en el instante de su confesin por Jess en el Cielo. Al acto de la confesin en la tierra corresponde la solemne confesin del nombre del confesor, por parte de Jess, ante Dios y los ngeles (cfr. Luc., 12, 8). Y como se trata de una confesin, que no de una declaracin, las palabras que pronuncia el mrtir ante los rganos del poder pblico no son palabras humanas, sino palabras que dice en el confesor el Espritu Santo del Padre que est en el Cielo. Puede que el mundo vea en las palabras del confesor una declaracin y no una confesin; la Iglesia sabe que en la llana confesin: Yo soy un cristiano, ren-dida ante los representantes del poder pblico, habla el Espritu Santo de Dios, porque esas palabras anuncian la pretensin pblica del reinado de Jesucristo. La Iglesia sabe que cuando el mrtir da testimonio de Cristo se abren los cielos, como en la lapidacin de Esteban, y se hace visible el Hijo del Hombre, que no slo confiesa ante los ngeles en el Cielo a su confesor, sino que, sentado a la diestra de Dios, anuncia cul ser el futuro tribunal del que reci-birn un da su sentencia los jueces de este mundo, sean judos o gentiles.

    Lo ltimo que podemos colegir de las palabras de Jess es que el mrtir, como miembro del Cuerpo mstico de Cristo, sufre con Cristo 6. Cuando decimos que el mrtir sufre con Cristo, queremos decir que su sufrimiento no consiste meramente en que sufre por Cristo. Muchos soldados murieron en la guerra por su rey; mas la muerte del mrtir difiere de la del soldado en que el mrtir no slo padece por Cristo, sino que es conducido a su propia muerte por medio de la muerte de Cristo. El sufrimiento mortal de Cristo ha descendido sobre la Iglesia como su Cuerpo mstico, porque el que sufre es el Hijo del Hombre, el que se ha hecho hombre. Por ello, quien confiesa a Jess por el bautismo es bautizado en la muer-te de Jess. Por ello, quien le agradece a Dios en la Eucarista el habernos mandado a su Hijo se hace partcipe de Jess comiendo del Cuerpo partido del Seor y bebiendo el cliz con la sangre del Nuevo Testamento. Es inevitable que participe en el sufrimiento de Cristo quien pertenece a la Iglesia, porque estamos bautizados en la muerte del Seor y alimentados con su sangre. Es verdad que los miembros del Cuerpo de Cristo pueden sufrir con la Cabeza de di-versas maneras. El sufrimiento de Cristo, dice Santo Toms, S. Th., III, 66, 12, opera en el agua bautismal en virtud de una represen-

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    tacin figurada (per quandam jiguralem representationem), y en el bautismo de sangre, en cambio, en virtud de una imitacin de la accin (per imitationem operis); y no le cabe duda a Santo Toms de que el bautismo de sangre es el superior 7. Pero hay que retener firmemente que la posibilidad del martirio, abierta a todos nosotros, se enraiza en la misma realidad del bautismo en la muerte de Jess, en la que fuimos bautizados por el agua bautismal. Todos nosotros, como dice San Pablo (Rom., 6, 3), hemos sido bautizados en la muerte de Cristo. Y hay que comprender que la posibilidad de que un da tengamos que ofrecer tambin el cuerpo y la sangre por Cristo reside en el hecho de que el cuerpo y la sangre del Seor, de que participamos, nos es ofrecido en aquel cliz que el Seor recibi en Getseman. As, pues, el bautismo de agua y el de sangre pro-vienen del mismo Seor, prefigurados, como dijo San Cirilo de Jerusaln, en la sangre y el agua que man del costado de Jess 8.

    Mas dir alguien: Si es verdad que los sufrimientos de Cristo se han extendido a toda la Iglesia, su Cuerpo mstico, nosotros, que no somos mrtires, ni mucho menos, no estaremos acaso fuera del Cuerpo de Cristo? El Seor ya respondi a esta cuestin cuando, en relacin con los dichos acerca de la persecucin, habl tambin de su imitacin y de la aceptacin personal de la Cruz. Todos no pueden ser mrtires, porque el martirio presupone una vocacin espe-cial; es, como dijimos, un carisma en la Iglesia. Pero en cierto sentido podemos, mejor, debemos, seguir todos al Seor en el sufri-miento, y por eso la Cruz no es un smbolo slo para los mrtires, sino para toda vida cristiana. No es, pues, un desarrollo histrico casual, como quiere la historiografa protestante, antes bien, se funda en la naturaleza de las cosas, el hecho de que los santos, que pa-saron por mortificaciones y sufrimientos, llegaran a ser considerados como un paralelo de los mrtires. Y si no somos ni mrtires ni santos, debemos andar alguno de los caminos de la asctica. Ahora bien, para nosotros, que, como dice Pablo (II C., 4, 10), llevamos en nuestro cuerpo la mortijicatio Christi, no cabe en el fondo otro recurso que el del principio de la asctica cristiana.

    Ese principio es el del sufrimiento con Cristo, el de la mortifica-cin con quien fue muerto por nosotros9. El, que di jo : Padre, si es posible, que pase de m este cliz (Mt., 26, 39), conoce nuestra poquedad, nuestro miedo ante el dolor y la muerte. El sabe que nos acobarda la perspectiva de su imitacin, que somos dbiles, que nos

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    resistimos a tomar sobre nosotros la Cruz, que tememos a la pobreza, a la calumnia, a las afrentas, a los golpes y a la muerte. Mas El, que llev esta carne cobarde, asumi nuestra cobarda en la suya, como dice expresamente San Atanasio 10. Pues cuanto acaece en la Iglesia presupone no slo la muerte, sino tambin la resurreccin de Cristo; de manera que no slo se han extendido sobre toda la Igle-sia como Cuerpo de Cristo sus sufrimientos, sino tambin la fuerza de su resurreccin. Por eso somos bautizados en la muerte de Cristo y recibimos tambin al Espritu Santo. Por eso la vida asctica y espiritual del cristiano, adems de ser una mortificacin, es un ven-cer y un vivir y un andar en el Espritu Santo. Y por eso, finalmente, no es lo ltimo el dolor fsico, el sufrimiento y la muerte del mrtir, sino la victoria que ha obtenido ste, ms all de este mundo, en la gloria de Cristo 11 ; una victoria que lo lleva directamente desde este mundo al Paraso. El, que ha imitado con obras el sufrimiento de Cristo, clama bajo el altar en el Cielo: Hasta cundo, Seor, Santo y veraz, dejars sin juicio y venganza nuestra sangre de los que moran en la tierra? (Apoc., 6, 10). El recibe la blanca vestidura, que le permite entrar en el Paraso. La plenitud de Paraso que se concede al mrtir desde luego, y que lo diferencia del fiel comn, es la fuerza de la resurreccin, otorgada en el Cuerpo mstico a quienes mueren con Cristo en sentido real. Si sufrimos con Cristo, participaremos tambin de su gloria, se dice en Rom., 8, 17. Dice San Agustn que la gloria del mrtir es la gloria de Cristo, que precedi al mrtir, que lo cumple, que lo corona (Augustini Ser-mones post Maurinos reperti, ed. Morin, p. 57, 1). Qu funesta aparece a esta luz la polmica protestante contra el culto al mrtir y al santo que practica la Iglesia catlica! El temor de menoscabar la gloria de Cristo con la del mrtir y el santo, acaba atentando con-tra el Cuerpo mstico de Cristo. Y cmo es posible atentar contra el Cuerpo mstico de Cristo sin atentar tambin contra la Cabeza, de donde procede la gracia de los miembros?

    A quien haya ledo el epigrama que el Papa Dmaso compuso en Roma en honor a los mrtires, le habr llamado la atencin eso que se repite en l hablando de las aersecuciones de la Iglesia:

    Mas, cuando la espada traspas el corazn de la madre. Como el Cuerpo de Cristo es quien padece en los mrtires, que

    cumplen en su cuerpo lo que resta de las tribulaciones de Cristo por la Iglesia (Col., 1, 24), tambin padece la madre con los mrti-

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    res, y por eso la Iglesia llama a Mara con razn regina martyrum. Ahora comprendemos a San Pedro cuando dice: No os maravi-llis por la prueba del fuego que soportis como si os pasara algo inslito (I. P., 4, 12). No, los sufrimientos de la Iglesia no pro-ducen extraeza cuando son vistos a la luz de los sufrimientos de Cristo. No son motivo para perder la tranquilidad, ms bien son un motivo para dar gracias a Dios.

    Alegraos de poder participar en los sufrimientos de Cristo dice San Pedro en su primera carta, a continuacin del texto ya citado, para poderos regocijar y dar gritos de jbilo el da de la manifestacin de su gloria.

    De los sufrimientos que experimente la Iglesia, dijo el Seor aquella bienaventuranza:

    Bienaventurados sois si os odian los hombres, si os rechazan e injurian y os calumnian por el Hijo del Hombre; alegraos aquel da y regocijaos, que vuestro premio es grande en el Cielo.

    LA REVELACION Y EL MARTIR

    El Apocalipsis es uno de los escritos menos conocidos del Nuevo Testamento. Es cierto que los sectarios de todos los tiempos han re-currido a gusto a ese libro. Puede que ste sea el motivo de que en la Iglesia se haya mirado siempre con cierto recelo a sus lectores. De suerte que es lgico que, por razn de sus imgenes, al parecer fantsticas, nos resulte oscuro, y aun en parte directamente ininteli-gible; en cierta proporcin seguir siendo siempre incomprensible. Pero todava puede decirse algo ms. Por qu se recata la gente de entrar en contacto con ese libro? Same permitido expresar esta impresin con un relato de mi infancia. Siendo muchacho, encontr una vez una Biblia en una caja de libros de mi abuelo. Cuando la abr, tropec con aquel captulo 6 del Apocalipsis en que se des-cribe la aparicin de los cuatro jinetes apocalpticos. Al acabar el captulo sal escapado de la buhardilla, presa de pnico. Era como si hubiera echado una mirada en un misterio terrible y real a la vez, pero vergonzoso, que hubiese debido quedar todava secreto. Puede ser que tenga un sentido objetivo, incluso que sea bueno, que el recato del misterio de las postrimeras aparte a muchos de la lectura de ese libro. Porque digmoslo en seguida ese libro, que trata

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    de las postrimeras, es un libro peligroso. Nos permite lanzar una mirada en un abismo que nos rodea y que nos esforzamos por en-cubrir, con la esperanza de que no sea todo tan terrible o que no llegue la sangre al ro. Todava hay otro sentido en que es peli-groso el libro, pues nos muestra de manera terrible a qu estamos comprometidos en ocasiones, qu pueden exigirnos eventualmente Dios y su Cristo. Quin no piensa con una cierta desazn en los molestos acreedores que nos pueden recordar un compromiso que no sabemos si podremos mantener?

    As, pues, se dan cita muchas cosas, unas queridas por Dios y otras aadidas por nuestra flaqueza, para mantenernos alejados del Apocalipsis. La ocupacin de la Iglesia con ese libro como con cada uno de los de la Biblia* tiene su tiempo y hora establecidos por Dios. Una de esas horas fue aquella en que el Estado romano pagano exigi de los cristianos la prctica del culto al csar. La Iglesia de los mrtires tom ese libro en sus manos en tiempos de persecucin 12. Otra de esas horas fue la del hundimiento del Impe-rio romano ante los ataques de los pueblos jjerifricos. Entonces ley San Agustn el Apocalipsis para interpretar el sentido de ese aconte-cimiento y de la historia en general13. Mas tambin fue una hora dispuesta por Dios, la hora en que se escribi ese libro. Bajo la impresin que nos produce la doctrina de que todos los libros del Antiguo y Nuevo Testamento han sido inspirados por el Espritu Santo, somos proclives a pasar por alto que el Espritu Santo tiene sus tiempos y horas, sus oportunidades, si se puede hablar as. San Juan, en cambio, no olvid que el Apocalipsis tuvo su tiempo y hora cuando fue redactado. Yo, Juan, vuestro hermano y par-tcipe en la tribulacin y en el reino y en la paciencia en Jess, estaba en la isla llamada Palmos a causa de la palabra de Dios y el testimonio de Jess. Yo estuve en Espritu un da del Seor (Apoc., 1, 9 y 10). Con esas palabras se nos da a conocer la opor-tunidad del Espritu. Juan ha sido desterrado a Patmos porque ha dado pblicamente testimonio de Jess. Participa de la tribu-lacin de otros cristianos, pero con ellos resiste y con ellos est ya en el reino de Cristo. En esa concreta situacin del confesor y el mrtir 14 se llega a la revelacin de Jesucristo, pues se es el ver-dadero ttulo del libro, que no, como solemos decir, revelacin de San Juan. No se trata de que San Juan haya tenido unas revela-ciones privadas, sino de que Jesucristo se ha revelado. No se ha

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    revelado, es cierto, de la misma manera que se manifest en su pri-mera venida sta sucede esencialmente en misterio 15, sino como se revelar en su segunda venida. As como Juan --por ana-loga con Jess, el fiel testigo (1, 5, y 3, 14); se lia revelado a raz de su testimonio jsblico, as, a esa salida desde la esfera pri-vada a la pblica, corresponde tambin una revelacin de Jesucristo desde el misterio de su primera venida a la pblica revelacin de su segunda venida. No es casual que San Juan destaque ia tribulacin que comparte con los destinatarios de su libro, ya que, segn el cristianismo primitivo, la tribulacin es, a la vez, una participa-cin en los sufrimientos de Cristo 16, en su ocultamiento, y una fuerza que conduce a su gloria, a su poder, a su soberana y a su revelacin. La participacin en la tribulacin, que comparle San Juan con otros cristianos y la tribulacin, el dolor, no son jams para el cristianismo primitivo cosa meramente individual, sino tri-bulacin siempre vivida en comn 17, la coparticipacin 18 en la tribulacin, es algo que empapa al mundo entero19 : toda la crea-cin participa de esa tribulacin (Rom., 8, 19). Mas como el hombre se sobrepone a la tribulacin por medio de la esperanza 20, as la criatura anhela para servirme de una potente metfora paulina de Rom., 8, 19 2 1 y espera por su parte el cumplimiento, la re-velacin de los hijos de Dios. En este cosmos el sufrimiento es uni-versal, porque es un sufrimiento con el sufrimiento de Cristo, que lia entrado en este mundo y lo hizo saltar cuando resucit de los muertos y ascendi a los Cielos. La gloria de Cristo, de marera an-loga a la condicin pblica de lo estatal, se hace pblica y manifiesta cuando se hace pblico el sentido del sufrimiento con Cristo, a sa-ber: en el mbito pblico de un tribunal pblico del Estado22, y ello es una condicin esencial para el concepto de mrtir. En con-secuencia, el mrtir San Esteban, segn Hechos, 7, 56, no mira tanto al Cristo resucitado cuanto a la gloria del Hijo del Hombre que est en el Cielo a la diestra de Dios. Y exactamente igual ve San Juan en sus apariciones al Hijo del Hombre en toda su majestad i n el cielo (1, 22 ss.). Pero el confesor, segn las palabras de Jess l Mt., 10, 19 s.; cfr. Le., 21, 14 s.), no tiene que preocuparse de lo que ha de responder en el juicio, porque el Espritu del Padre habla cu l; e igualmente la unin sacramental, la fe en el Cristo cruci-ficado y resucitado si se puede decir as, son traducidos en el mrtir por el Espritu Santo en la visin del Hijo del Hombre en

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    su gloria 2S. Es evidente, sin ms, que aqu es todo gracia, tanto la pblica confesin como el pblico sufrir, y finalmente, la eventual visin subsiguiente de la gloria de Aquel con quien se pa-dece, por quien se rinde testimonio.

    La revelacin de Cristo en la gloria significa que al Seor le corresponde una condicin pblica * por analoga con la con-dicin pblica de lo poltico. As se echa de ver con evidencia en la atribucin a Cristo de los smbolos de la soberana poltica que lleva a cabo el Apocalipsis. Las siete luminarias que rodean en el Cielo al Hijo del Hombre corresponden a los candelabros colocados en las cortes de los soberanos helenistas y romanos para expresar con el fuego la e'erna duracin de su mandato poltico. Las siete estrellas que tiene Cristo en la mano las encontramos tambin en las mone-das de los Csares romanos como signo de la universalidad de su soberana. La proskynesis que se practica ante el Hijo del Hombre y la aclamacin que se le tributa guarda analoga con el mundo poltico desde el que se manifiesta el Hijo del Hombre. Por eso el Apocalipsis llama a Cristo seor de los reyes de la tierra (1, 5) y rey de reyes y seor de los que dominan (19, 16, y 17, 14). Es el rey sacerdotal, que se manifestar, como diremos despus, en los ltimos tiempos. Pero es importante sealar que con el mrtir no slo se manifiesta el Hijo del Hombre en el Cielo; tambin se manifiestan con el Hijo del Hombre, necesariamente, los hom-bres que habitan la tierra. En el c. 7 se cuenta que viene un ngel del cielo para sellar en la frente a los esclavos de Dios, los 144.000 ele-gidos (7. 2). Es sabido que la antigua Iglesia us la expresin se-llar en el bautismo (y confirmacin). Si el bautismo en s es tam-bin un martirio, con el concepto de sello se rompe el secreto que hay en todo misterio. Eso es lo que expresa la idea del sello (pie acua las frentes 24. La Revelacin nos muestra que esa manifesta-cin hecha con el sellamiento se corresponde con la manifestacin del Hijo del Hombre. En esa manifestacin del misterio del bautis-mo como sello estriba tambin naturalmente la posibilidad de un riesgo para los bautizados. Los signados, los signados en la frente, son visibles y pueden ser perseguidos. Mas no estn signados solamente los elegidos; tambin lo estn los partidarios del Anti-

    * El autor juega con las palabras Offenbarwerden y Oeffentlichkcit a lo largo de estas pginas. (N. del T.)

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    cristo. No llevan un signo, pero s una mancha, una marca de fuego en la frente y en la mano (13, 16). La idea no ofrece dudas: dada la manifestacin de Cristo, ya no es posible que haya un hombre desconocido. Todo hombre est sealado, o con el sello de Cristo, o con la marca de fuego del Anticristo.

    No es slo el hombre quien resulta cognoscible en virtud de la Revelacin de Cristo, no ; tambin el Cosmos se manifiesta aho-ra25. En el c. 12 se cuenta que en el cielo se ve una gran seal: una mujer, vestida con el sol, con la luna bajo los pies y una corona de estrellas en la cabeza. Es la que dar a luz al que con vara de hierro apacentar a todos los pueblos. Es la Madre de Dios. Pero apenas fue entrevista en el cielo, antes de que concibiera al Hijo, ya aparece (1 dragn para devorar al nio cuando nazca. La manifestacin de Cristo, expresada con la imagen de su nacimiento en el cielo, tiene como secuela inmediata la manifestacin del poder demnico que manda en el cosmos. Tambin al dragn se le puede ver en el cielo. Entonces el dragn es derribado del cielo a la tierra. Con ello pa-rece que el dragn pierde su carcter pblico; pero lo parece slo, porque ahora se levanta una bestia del mar, la cual ha recibido del dragn su poder (13, 1). En vez del dragn, del demonio, se mani-fiesta ahora el Anticristo, simbolizado por esa bestia. Y todava hay ms: a continuacin se levanta otra bestia de la tierra (13, 11): es el falso profeta, el telogo del Anticristo, si se puede decir as. Tam-bin ha sido visible l, como el demonio y el Anticristo, en virtud de la aparicin de Jesucristo. Ello es grficamente expresado por la imagen del subir del mar o de la tierra. Es evidente que no puede haber un Anticristo si no hay un Cristo; pero ahora es evidente, adems, que el Anticristo se manifiesta en la medida en que se mani-fiesta Cristo. Con ello se echa de ver que no puede haber Anticristo ms que en los ltimos tiempos. Hijos, lleg la ltima hora, y, como habis odo, viene el Anticristo, se dice en la I. Jn., 2, 18. En la misma carta, 4, 1, se dice que han aparecido en el mundo muchos falsos profetas (a los que en 2, 18, se llama anticristos). Aqu se ve claro: tambin el falso profeta, el hereje, el telogo del Anticristo, son algo que se hace visible para el mrtir en virtud de la mani-festacin de Cristo. Antes de Cristo ya hubo filsofos enredados en disputas, pero falsos profetas como telogos del Anticristo, o, con otras palabras, herejes, los hay desde que se manifest Cristo, y con ello han sido visibles tambin el Anticristo y sus telogos. Esto hace

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    comprensible el palhos con que la Iglesia, en la figura de sus santos, persigue al hereje. No se trata de que rechace al representante de otra opinin, de una falsa concepcin, en nombre de un concepto abstracto e intemporal de ciercia; se trata de que el que yerra en la doctrina es visto al servicio del poder demnico, tal como ha hecho patente la manifestacin de Jesucristo. Por eso el cristianismo pri-mitivo anatematiza al que yerra en la doctrina (Col., 1, 8) o le entrega a Satn (I C., 5, 5 ; I Ti., 1, 20) cosa que viene a ser lo mismo; y segn Apoc., 2, 23, incluso se le mata, porque el que yerra en la doctrina muestra, por eso mismo, que es de Satn, por-que su conocimiento lo es de las profundidades de Satn (Apoc., 2, 24) y no de las profundidades de Dios (I Cor., 2, 10). Como des-pus de la manifestacin de Cristo no es ya posible un desconoci-miento del hombre, pues que todos estn sealados, todos han sido desvelados; as, despus de la manifestacin de Jesucristo, tampoco es posible que el conocer del hombre ande encubierto: ser siempre o un conocer que procede del Espritu Santo, del Pneuma que lo investiga todo, incluso las profundidades de Dios (I C., 2, 10), o un conocer las profundidades de Satn. Desde este punto de vista, un supuesto conocimiento puro sera una abstraccin de la Reve-lacin de Jesucristo. Despus de la Revelacin, todo conocer es un conocer cristiano o anticristiano. Desde aqu se comprende que el mrtir que, por analoga con Cristo, se ha manifestado, tiene tam-bin un ojo perspicaz para detectar al hereje. Y ello explica las advertencias de San Juan o de San Ignacio sobre los herejes.

    Es significativo que el falso profeta venga detrs del falso Cristo. El Anlicristo por s mismo ni hace filosofa ni hace teologa; es una magnitud perteneciente al mundo poltico, destinada a hacer la guerra contra el Cordero y contra los santos. Pero el pensa-miento de los falsos profetas se edifica sobre el supuesto de un orden poltico pervertido, que es obra del Anlicristo. Pues que el pensamiento de los hombres no es nunca independiente del liic et nunc de un orden poltico: o est bajo el poder del Anticristo, o bajo el de Cristo. Recurdese el c. 5 del Apocalipsis, que relata cmo el Cordero abre el libro del destino. Nadie puede abrir el libro que est en la mano de Dios, nadie puede quitar el sello. Ningn ngel, ningn hombre, ningn demonio: slo el Len de Jud, que ha vencido, es capaz de hacerlo. Ello presupone la idea de que una victoria en el orden poltico funda tambin un conocimiento. El

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    orden poltico determina al pensamiento. Mas, como la victoria del Len de Jud trasciende todas las victorias del orden meramente poltico, por lo mismo el pensamiento que se apoya en la victoria del Cordero trasciende tambin todo pensamiento que provenga de un orden meramente poltico. Importa, empero, que quede claro que el hecho de la Revelacin de Cristo da lugar a un tipo de reflexin que, como verdadero conocimiento que es, es abierta y se prolonga por tan!o en una sabidura accesible a los solos iniciados.

    Al establecer una relacin entre hereja y el pervertido orden poltico del Anticristo, el Apocalipsis se hace cargo de antemano de la experiencia de muchos siglos cristianos. Todo lo que en el curso de la historia eclesistica acab o acaba en verdadera hereja no hablemos aqu de meras disputas estuvo y est siempre en ltima relacin con un orden poltico de impronta anticristiana 2B.

    Y ahora unas palabras sobre la figura del Anticristo. El mundo en que han sido puestos Cristo y sus mrtires es simbolizado por el dragn, la bestia y la otra bestia. Los tres son visibles para el mrtir, en virtud de la Revelacin de Jesucristo: el demonio, en el orden metafsico; el Anticristo, en el orden poltico, y el falso profeta, en el orden intelectual.

    As como en el orden intelectual ya no se da un puro conocer, sino o un conocimiento de las profundidades de Satn, o una inves-tigacin de las profundidades de Dios por medio del Espritu Santo; as, en el tiempo del martirio, tampoco hay posibilidad de una accin poltica basada en el concepto de la pura neutralidad. Ante la Reve-lacin de Jesucristo tiene que desvelarse tambin la esfera de lo poltico 27. Ello se echa de ver a todas luces en la cuestin del poder. Pues el poder es algo muy misterioso quin tiene que mandar: la fuerza csmica de Satn, quien se la otorga al Anticristo, o Dios, (ue ha hecho donacin del poder a su Hijo?

    Y an ms. El poder, como misterioso, exige en ltima instancia que se le adore. Mas resta por ver si hemos de adorar el poder leg-timo del Omnipotente o el poder usurpador de quien se hace igual a Dios. Segn el Apocalipsis, el falso profeta induce a los hombres a erigir una estatua del Anticristo y a rendirle culto (13, 14). El sm-bolo poltico se convierte en objeto de culto y, como tal, llega a hacer incluso milagros (13, 15). Pero los hombres se dividen ante el smbolo poltico como objeto de culto. Quienes no se doblegan ante

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    la estatua de la fiera, son matados (3, 15) o boicoteados econmica-mente (13, 17).

    En el c. 17 tenemos otro simbolo del mundo de lo poltico; mundo que est ahora al descubierto. Babilonia aparece como una cortesana, vestida de prpura y escarlata, sentada sobre una fiera roja escarlata. San Juan se asombra cuando ve a la cortesana, toda esplndida. Como siempre, una mujer simboliza aqu la polis, la tyje, la fortuna de la existencia poltica. Slo que esa mujer ha quedado al descubierto como cortesana, que se sabe no ligada a nadie, que se entrega a todos. Porque la Revelacin de Cristo le hace patente al mrtir tambin la desorientacin metafsica del falso orden poltico; y a la poltica, que tiene su campo de accin en el mundo del pluralismo, la pone siempre en la tentacin de perder su ltima orientacin metafsica y de buscar sus dioses en el mundo de lo plural. El Apocalipsis expresa su conviccin de que el falso orden poltico busca sil ltimo compromiso en el mundo de lo plural, di-ciendo que los reyes del mundo han venido para fornicar con la cor-tesana. La desorientacin metafsica ltima de un orden poltico que no recibe de Dios su poder, se expresa plsticamente con la imagen de Babilonia sosteniendo en la mano la copa de vino. El pluralismo del mundo poltico, que, durante el tiempo de su manifestacin, pue-de ir en auge hasta llegar al pluralismo metafsico, se ha convertido en una embriaguez que trastorna a todos los pueblos de la tierra (18, 3).

    La revelacin de Jesucristo hace patente para sus testigos)) otra caracterstica de lo poltico. Cuando cae Babilonia como gran cor-tesana, los economistas, los comerciantes y los armadores de barcos rompen en un canto de lamentacin (18, 11-19). Es curioso ver con qu detalle reproduce el Apocalipsis esas lamentaciones. Cuando cae Babel, el esplendor poltico se revela como el provecho econmico del comercio internacional.

    A la Babel cortesana se contrapone la virgen Jerusaln, dispuesta a desposarse con un solo hombre, como dice San Pablo (II C., 11, 2) ; con Cristo, el Cordero, como dice San Juan (c. 21). En esa virgen se simboliza una soberana que ha superado la tentacin aneja al pluralismo poltico. Como se ve, la virgen no tiene nin-guna copa de vino en la mano. Donde est Jerusaln, donde est la Iglesia de los mrtires, reina la sobriedad, el Logos. Porque la virgen, preparada para los esponsalicios con el Cordero, sabe el

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    camino que lia de seguir. Donde est Jerusaln es posible la senci-llez, y aun la pobreza; la virgen brilla en el Cielo ante Dios y ante el Cordero; ni necesita que la tierra le preste un brillo que, en defi-nitiva, no sirve ms que para enriquecer a los comerciantes.

    Ante el mrtir se revelan ambas: la cortesana y la virgen. Una y otra son visibles porque la revelacin del Hijo del Hombre en el mrtir ha puesto al mundo y al cosmos a plena luz.

    La Revelacin de Jesucristo no le manifiesta al mrtir sola-mente el abismo demnico del mundo, que se abre ante nosotros como consecuencia de la revelacin del Hijo del Hombre; tambin hace manifiesto el destino y el compromiso de los fieles en la gran hora de la tribulacin. No se trata de que el sufrimiento y la aparente derrota le sean evitadas al fiel, en virtud de la victoria del Cordero. No, los dos testigos, que, segn el Apocalipsis, se presentan en Jerusaln, sern derrotados y muertos por la bestia que sube del abismo. Y sus cadveres yacan en el callejn de la gran ciudad, simblicamente llamada Sodoma y Egipto, en que tam-bin su Seor fue crucificado (11, 7 s.). Segn 13, 7, a la bestia, es decir, al Anticristo, le fue dado luchar con los santos y poderles. Segn 16, 5 s., un ngel encuentra justificado el castigo del mundo por Dios 28, porque el mundo ha derramado la sangre de los santos y los profetas. As, pues, la manifestacin de los signados se pro-duce a travs del sufrimiento. No hay otro camino para que se manifieste su fe ms que el sufrimiento; se es el conocimiento actual del mrtir. El sufrimiento es una configuracin (Fil., 3, 10) con el sufrimiento de Cristo, y toda derrota infligida por los pode-res demnicos no es ms que una semejanza con la derrota de Jess, el testigo fiel 29. Es importante notar que, segn San Juan, en la Revelacin de Jesucristo a nadie se le dispensa de ese sufrimiento. En 6, 9 ss., se describe una escena conmovedora. Juan ve en el Cielo, bajo el altar, las almas de quienes fueron sacrificados por la palabra de Dios y por el testimonio que de ella dieron. Los mrti-res que yacen bajo el altar, dicen en alta voz: Hasta cundo, Se-or; hasta cundo, T, el Santo y el veraz, demorars el juicio y la venganza de nuestra sangre, de los habitantes de la tierra? Y se les dio, sigue diciendo el v. 11, un vestido blanco, y se les dijo que tenan que esperar un poco todava hasta que se completase el n-mero de los consiervos y hermanos, que tambin sern sacrificados.

    Quin tengo odos para or que oiga; el que lleva al cautiverio

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    va al cautiverio, y quien a hierro mata a hierro muere (13, 9 y 10). Esto hay que entenderlo de la perseverancia y la e de los santos. En el c. 7 ve San Juan una larga hilera de gente vestida de blanco en el Cielo. Uno de los ancianos le dice quines son: Esos han venido de una gran tribulacin y han lavado sus vestidos en la sangre del Cor-dero (7, 14). Con sangre han limpiado los vestidos que llevan y los han dejado blancos; con la sangre que derramaron y que no era su sangre, sino la del Cordero. San Pablo dice en Col., 1, 24, que l completa con sus padecimientos lo que resta de las tribulaciones de Cristo. El mismo pensamiento se repite sin cesar: todo sufrimiento es un sufrimiento escatolgico, es un sufrimiento configurado con el sufrimiento de Cristo, y por eso alcanzar la gloria de Cristo quien haya sufrido con El.

    El hombre, tan cobarde, se rebela contra este anuncio heroico. Tomemos del Apocalipsis, de la misiva de San Juan a Laodicea, el juicio de Jess sobre los cobardes: Conozco tus obras; que ni eres fro ni caliente. Si fueras fro o caliente! Pero como eres libio, como no eres ni fro ni caliente, te voy a vomitar de mi boca ! (3, 15, 16). Igualmente, en 21, 8 : A los cobardes les tocar la parte de los asesinos y adlteros y otros: la charca de fuego y azufre. Porque, a juicio del mrtir, en la vida lo que importa es una cosa: vencer, vencer con Cristo. A quien venza as habla quien tiene en su diestra las siete estrellas le dar a comer del Arbol de la Vida en el Paraso de Dios (2, 7). Quien venza, reinar sobre pueblos (2, 26, s.). Quien venza, ser un pilar del templo de la Jerusaln celes-tial (3, 12). Quien venza como Cristo ha vencido, se sentar con Cristo y el Padre en el trono (3, 21). Quien venza lo heredar todo (21, 7).

    No se trata, pues, de que los mrtires constituyan una categora completamente aparte, y de que el resto de los fieles se puede tran-quilizar, diciendo: Gracias a Dios que hay mrtires. No, las almas de los mrtires que yacen en el Cielo bajo el altar, como dice San Juan, no descansan hasta que sus hermanos las sigan en el martirio. En potencia, todos los fieles estn comprometidos a ser mrtires, por-que todos estn signados con el sello de Dios, que manifiesta su per-tenencia al Cordero inmolado. Tienen que vencer, porque se les impone un combate, porque el dragn acosa a la descendencia de la mujer, que no es slo Jess, sino tambin todos nosotros todos somos hijos de Mara (Apoc., 12, 17). Tienen que vencer, porque

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    el Anticristo guerrea contra los santos, porque son su smbolo pol-tico como objeto de culto, provoca una decisin contra ellos. Tienen que vencer al manifestarse, al manifestarse en el testimonio del nombre de Jess. Porque en los ltimos tiempos del cumplimiento del misterio de la iniquidad 30, todos son instados a dar testimonio en pro de Dios: el ngel que ratifica que Dios tiene razn, cuando castiga al mundo (16, 5) ; el altar del Cielo, al que son llevadas las oraciones de la Iglesia (16, 7) ; y, en fin, el hombre: todos son llamados a testificar en pro de Dios y contra este cosmos en que impera el dragn y en que surgen el Anticristo y el falso profeta. I'ues ninguno de nosotros vive una vida privada y ninguno de nosotros muere una muerte privada dice San Pablo en Rom., 14, 7, s. . . . ; sino que, cuando vivimos, vivimos para el Seor, y cuando morimos, tambin morimos para el Seor. Vivamos o muramos, siempre somos del Seor. Siempre estamos comprometidos con la condicin pblica del Seor, con la revelacin del Seor.

    En la revelacin de Jesucristo, la vida es una vida en gran tribu-lacin, pero bienaventurado quien llora ahora, porque se reir, dice Jess en el Sermn de la Montaa (Luc., 6, 21); porque ser enjugada cada lgrima de sus ojos, dice San Juan en el Apocalip-s, 21, 4. Bienaventurados los que ahora se entristecen se dice

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    sollozo; lo ltimo es el canto de los que estn en el mar cristalino del ocano celestial y, como un da los judos a travs de las aguas,, como vencedores sobre la bestia, entonan el canto del siervo de Dios, Moiss, y la oda del Cordero: Tus obras son grandes y maravillosas, Seor Dios, Omnipotente. Tus caminos son dere-chos y veraces, Rey de los pueblos. Quin no te temer, Seor; quin no honrar tu nombre? T eres el solo santo! Vendrn todos los pueblos y te suplicarn, porque ha quedado manifiesto que tus obras son rectas.

    En el canto se extingue todo, porque la gran tribulacin de este mundo no es un dolor sordo, sino una tribulacin iluminada y espi-ritualizada en el mrtir por medio del sufrimiento de Cristo una tribulacin que se extingue en la espiritualidad de la nueva oda-. El mrtir no dice palabra contra la creacin de Dios3 1 , aunque Satn haya ido suelto por el cosmos: Tus obras son grandes y maravillosas, Seor Dios, Omnipotente. Y aunque el camino del sufrimiento del sufrimiento con Cristo fue amargo, tus cami-nos son derechos y veraces, Rey de los pueblos.^ Y aunque es espan-toso el abismo que se abre ante nosotros con la revelacin de Jesu-cristo, quin no te temer, Seor; quin no honrar tu nom-bre? Porque t eres el solo santo... ha quedado manifiesto que tus obras son rectas. Ha quedado manifiesto en el sufrimiento de Cristo y en el de la Iglesia, que sufre con Cristo.

    Tenemos el valor de decir con San Juan: S, ven pronto. Amn, ven, Seor Jess? Ya sabemos lo que significa la venida de Jess: su revelacin. Que Dios nos d su Espritu Santo para que podamos decir desde El con verdad y rectitud: S, ven, ven, Seor Jess.! Ven a nosotros en tu sufrimiento, para que vengas, a nosotros en tu Reino!

    LOS MARTIRES V LA REALEZA SACERDOTAL DE CRISTO

    Cuando Jess naci en Judea en los das del rey Herodes, he aqu que aparecieron en Jerusaln unos sabios de Oriente, y pregun-taban Dnde est el recin nacido rey de los judos? Vimos brillar su estrella y nos hemos venido a rendirle homenaje. El rey Herodes se alter al, or eso, y toda Jerusaln con l. Esos son los versculos con que San Mateo describe el nacimiento del rey sacerdotal (2, 1-3).

  • TESTIGOS DE LA VERDAD 9 3

    I i|tit' sigue tambin es conocido. Mientras que de los sabios se dice |ii< ''ntraron en la casa y vieron al nio con Mara, su madre, se Imih ilion de hinojos y le rindieron pleitesa, abriendo sus cofres y

    lu indole regalos: oro, incienso y mirra (2, 11); de Herodes menta que estall en ira e hizo matar en Beln y sus alrededores

    ,i i tos los nios de dos aos de edad y menores (2, 16). Cuando h H r romo hombre el que quiere ser sacerdote en la asumida natu-i 1 /a humana, se puede reconocer al punto su dignidad en las ni iones de los que son un tipo de la f e y un tipo de la infidelidad. I ibios ofrecen oro, incienso y mirra. Oro dice el oficio de la I |nina, para mostrar su realeza; el incienso alude al sumo

    icrrdote; y la mirra, a la sepultura del Seor. As, por medio de i dones de los sabios venidos de Oriente, que son un tipo de la luir i a fiel de la gentilidad, que se extiende de Oriente a Occidente, i iniinifiesta en su universalidad, transformadora de pueblos, la

    H il'/.a sacerdotal de Cristo32. El rey terreno, presa de miedo ante I rey eterno, recurre al expediente de la matanza de nios; pero

    . n nios muertos se convierten involuntariamente en mrtires de < n'lo, a quien todava no pueden confesar con sus labios33, y con rlln en testigos de la realeza sacerdotal del Cordero inmolado, al |in lian seguido a dondequiera que vaya (Apoc., 14, 4. Lectura

    Ir ln festividad de los Santos Inocentes). El rey terreno teme; el rey rli lial podra arrebatarle el reino, pero el himno de la Epifana llcr 3 4 :

    Crudelis Herodes, Dcum Regem venire quid times? Non eripit mortalia, qui regna dat coelestia *.

    I I equvoco del Reino de Cristo se repite sin cesar. En el evan-lio de San Juan (c. 6) se cuenta que5 cuando aliment Jess mila-

    i' mente a los cinco mil, la turba quiso llevrselo y proclamarlo H \ ('uando Jess lo not, se retir solo a la montaa (6, 15). Ni Un mies, ni el jueblo judo; ni el representante de la monarqua,

    i 11 pueblo que busca un jefe y un rey para hartarse, entienden la

    Cruel Merodee, por qu t e m e s la venida de Dios, el rey? No arrebata reinos terrenos quien da el Reino de l o s Cielos.

    i i

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    realeza de Cristo. Mara y Jos huyen con el nio a Egipto, ante Herodes. El Seor se retira a la montaa, ante el pueblo.

    La ltima vez que se plantea la cuestin de la realeza de Cristo durante su vida, es ante Pilatos 35. Pilatos deja acercarse al Seor, y le pregunta: T eres el rey de los judos? (J., 18, 33). Y Je-ss di jo : Mi reino no es de este cosmos. Si fuera de este cosmos, mis ministros lucharan por m, para evitar que se me entregue a los. judos. Pero mi reino no es de aqu. Entonces le dijo Pilatos: Luego eres rey? Y respondi Jess: T dices que yo soy rey. Para eso he nacido y venido al mundo, para ser testigo (como mr-tir) de la Verdad. Quien es de la Verdad, oye mi voz. Pilatos le di jo : Qu es la Verdad? Y cuando dijo esto, sali fuera y les dijo a los judos: No encuentro culpa alguna en l. Es costumbre que yo libere a alguien con motivo de la Pascua. Os suelto al rey de los judos? Entonces se pusieron a gritar, diciendo: A se, no ; a Barrabs. Barrabs era un ladrn (J., 18, 36-40). Despus de azotar a Cristo intent por ltima vez Pilatos liberar al Seor. Pero los judos gritaban: Si le das la libertad a se, no eres amigo del csar. El que se hace rey, es un rebelde contra el csar (19, 12). Pilatos pregunt por ltima vez: Tengo que crucificar a vuestro rey? Y los sumos sacerdotes gritaban: No tenemos ms rey que el csar. Entonces les entreg a Jess para que fuera crucificado (19, 15). Lucas cuenta, adems, que en las negociaciones sobre Jess, Pilatos mand al Seor a Herodes, que tambin se encon-traba por entonces en Jerusaln, y que Herodes y Pilatos se recon-ciliaron con ocasin de esto.

    No slo Son los representantes de la monarqua y de la demo-cracia quienes no entienden la realeza de Jess; tampoco la entien-de el representante del Imperio. Este podra imaginarse todava algo as como un reino nacional judo. Pero qu ser eso de un reino que no viene de este cosmos? Qu suerte de rey es el venido a este mundo para ser testigo de la Verdad, para ser mrtir, en concreto? Qu es la Verdad? La dubitativa cuestin: Qu es la Verdad?, que surge ante la pretensin de Jess de haber venido al mundo a dar testimonio, subyace como presupuesto metafsico, consciente o inconsciente, a toda accin poltica que no se deja influir por el Reino de Cristo. Mas es profundamente simblico que, cuando el representante del Imperio pagano pregunt: Qu es la Verdad?, en vez de encaminarse a Jess, lo hiciera a los judos para tratar

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    i i ni ellos del destino de quien se acababa de confesar rey ante l. Su dubitativa cuestin: Qu es la Verdad?, se prosigue igual-mente cuando les propone a los judos la eleccin entre Jess y Barrabs. Barrabs, el ladrn, es el rebelde poltico en quien lo 'i.ilic Pilatos1 estn los judos ms interesados que en el rey que ha venido al mundo a dar testimonio de la Verdad. Los judos se deci-den por el rebelde poltico, que viene de este mundo, y en contra de la realeza de Cristo, que no es de este mundo. Pero es sinto-mtico que el representante del imperialismo pagano, en cuyo esp-t i tu se suscit la cuestin ltima sobre qu sea verdad, cuando iluvo ante aquel que es la Verdad; es sintomtico que ahora tolere lina decisin en favor del rebelde poltico y en contra del rey. I'ilatos da a entender, ciertamente, que ha estado ante la Verdad V que ha procurado sustraerse; porque al formular la cuestin te-i iea: Qu es la verdad en general?, se sustrae a la decisin prctica mi favor del rey que ha venido al mundo a dar testimonio de la Verdad. As, con la objecin terica de que no se puede saber lo que ' verdad en general, se busca eludir la decisin de la fe, ligada indisolublemente a la realeza de Cristo. Pero esa objecin terica 110 puede ocultar el hecho de que se ha estado ante aquel que ha venido al mundo para dar testimonio de la Verdad. La falsa actitud di' I'ilatos, que, contra su conciencia y su leal saber, entrega a |. s a los judos y tolera la decisin de stos en pro del rebelde I Mil i i ico y contra la realeza de Cristo decisin inaceptable desde un punto de vista romano, por el temor ridculo de perder su l"inien de amigo del csar; esa actitud de Pilatos prueba que ha i ido ante la Verdad, que es Jesucristo, y que la ha eludido.

    Por lo que se ve en la escena de Pilatos, la situacin de los indios ante la realeza de Cristo es diferente de la de los paganos. I >'t judos, en su ciego odio contra la realeza de Cristo, que no es de i lLn situacin de los paganos es otra. Puestos en la persona de

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    Pilatos ante el rey cuyo reino no es de este mundo, entregan a Jess a los judos para que sea crucificado, y liberan al revoltoso. Pero, al tracionar su leal saber y su conciencia acerca del rey venido al mundo para dar testimonio de la Verdad, pierden su propia auto-ridad poltica. Al proceder en la esfera poltica entregando a los judos al rey, cuyo reino no es de este mundo, para que sea cruci-ficado, y concediendo la libertad al rebelde, actan contra el sentido de su misin poltica y, adems, falsean su actitud poltica para con el csar, pues que lo reducen a la esfera privada y orientan sus decisiones por el provecho que obtengan en cada caso JPilatos no quiere perder su posicin como amigo del csar.

    Ambos, judos y gentiles, se unen para crucificar al rey, cuyo reino no es de este mundo 3e. Pero, al derramar Jess en la cruz su sangre por judos y gentiles, su realeza sacerdotal se manifiesta ms abiertamente an como superior a todas las soberanas y poderes. Es notable que la cuestin de la realeza de Cristo se decida ante Poncio Pilatos, y no ante un tribunal judo. Ante Herodes, huyen a Egipto Mara y Jos, y ante la masa juda, el Seor se retira a la soledad. La cuestin de la realeza de Cristo no poda ser tratada ante los judos, porque stos haban declarado que no tenan ningn rey. Slo se puede hablar del reino de Cristo ante los romanos, que tenan un csar: slo se puede dar testimonio del reino que no es de este mundo, ante quienes tienen 1111 reino de este mundo. El testi-monio que da el rey que ha venido a este mundo, es un testimonio pblico (I Trin., 6, 13). Como tal, presupone la poltica condicin pblica del Imperium Romanum. Sin embargo, en tanto testimonio por la Verdad, que slo puede ser odo por los que son de la Verdad, trasciende automticamente la condicin pblica de lo poltico y se convierte en un testimonio frente a todas las soberanas y poderes de este mundo, en virtud de la entrega del testigo a los judos por los paganos. No es casualidad que el nombre de Poncio Pilatos haya encontrado cabida en el Credo de la Iglesia 37. Ello no sucedi con miras a conservar un dato histrico. Lo que interes fue fijar para siempre un suceso de tipo histrico-simblico para quienes confiesan pblicamente a Cristo por medio del bautismo, a saber: que la rea-leza que no es de este mundo fue objeto de repulsa por los poderes polticos de este en; que el Seor de la gloria (1 Cor., 2, 8), el rey que da testimonio de la Verdad, fue crucificado, muerto y se-pultado, bajo el poder de Poncio Pilatos, y que, bajo su poder,

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    resucit glorioso y ascendi a los Cielos38. Cuando San Pablo, en la primera Carta a los Corintios, habla del misterio oculto en la sabidura de Dios, que no conocieron los soberanos de este mundo, porque si la hubiesen conocido no hubiesen crucificado al Seor de la gloria; piensa en la situacin de Cristo ante Pilatos: Jess se present como testigo del reino que no es de este mundo, y los que detentan el poder poltico en este en desconocieron la sabidura divina mandando a la muerte de cruz al Seor de la gloria, al rey del en futuro (1 Cor., 2, 8).

    Las palabras de San Pablo, que acabamos de citar, indican como hemos de entender ulteriormente el giro que usa Jess: mi reino no es de este mundo, no es de este cosmos. El reino de Jess no es de este cosmos porque no est vinculado al en presente, sino al venidero. No se puede separar la realeza de Cristo del carcter escatolgico del Evangelio. Lo que eso quiere decir nos lo pondre-mos en claro si prestamos atencin a algunas manifestaciones de San Juan en el Apocalipsis.

    En el c. 1, San Juan desea a la Iglesia de Asia paz y gracia de parte del que es y fue y vendr; de parte de los siete espritus que estn ante el trono de Dios, y de parte de Jesucristo, el testigo fiel, primognito de los muertos y soberano de los reyes de la tierra. A El, que nos ama y nos libr con su sangre de nuestros pecados, (pie nos introdujo en su reino y nos hizo sacerdotes de su Dios y Padre: a El sean dados gloria y poder por los siglos de los siglos. Amn (1, 4,-6). Lo que nos importa ahora en primera lnea es la serie de afirmaciones sobre Cristo. Jess se encuentra en el Cielo, donde moran el Dios eterno y los siete espritus que estn ante el trono de Dios. Ese Jess que resucit de entre los muertos, fue llamado al punto el testigo fiel y el soberano de los reyes de la tierra. La llamativa yuxtaposicin de ambos conceptos, es comprensible desde el evangelio de San Juan, si no se olvida que en ese evangelio declara Jess ante Pilatos que El es rey de un reino que no es de este mundo y que ha venido al mundo para dar testimonio de la Verdad 39. El Apocalipsis evoca, pues, la situa-cin de Jess ante Pilatos. Tambin se pone de manifiesto que la crucifixin, enlazada con el testimonio rendido ante Pilatos, repre-senta un sacrificio cuya sangre nos ha librado de nuestros pecados, o, como se dice en 5, 9, nos ha adquirido para Dios de entre todas las tribus, lenguas, pueblos y naciones, de suerte que hemos

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    sido constituidos reyes y sacerdotes (1, 6, y 5, 10). El Apocalipsis confirma expresamente lo que ya hubiese podido deducirse de un anlisis de la escena de Pilatos en el evangelio de San Juan. La rea-leza de Cristo se impone actualmente en este cosmos, en virtud del testimonio que da Jess sobre su realeza que no es de este mundo, y en virtud de la crucifixin y resurreccin; pues su muerte repre-senta un sacrificio que libera a los hombres de su pecadora sujecin a los soberanos y poderes del en presente, y los llama a participar del sacerdocio y realeza de Cristo, del en venidero. En esa presente actualizacin de la realeza de Cristo, se hace la doxologa a El gloria y poder por los siglos de los siglos. Tal vez no haya cosa que se pronuncie en el culto eclesistico con menos advertencia de lo que se hace, que las doxologas; y, sin embargo, valdra la pena de avivar su sentido primitivo. La doxologa del Apocalipsis, que atribuye gloria y poder por los siglos al soberano de los reyes de la tierra, es la expresin viviente, en cierto modo el acompa-amiento al trono. Cristo, como rey, cuyo reino no es de este mundo, se ha mostrado superior a todos los reyes de este mundo: ahora, en la aclamacin, quienes se saben llamados al sacerdocio y a la realeza en el nuevo en, le atribuyen la gloria y el poder que hasta ahora se atribua a los reyes de la tierra. La universalidad de la realeza de Cristo 40, que los Padres de la Iglesia vieron aludida en el hecho de que los sabios que ofrecieron sus dones al futuro rey sacrdotal, vinieron del Oriente al Imperio romano; es formulada ex-presamente en el Apocalipsis diciendo que la nueva raza sacerdotal y real ha sido adquirida de entre todas las tribus, lenguas, pueblos y naciones (5, 9). Mas el verso siguiente del Apocalipsis (1, 7) indica un ulterior hecho perteneciente a la realeza de Cristo. He aqu que viene sobre las nubes, y lo ver todo ojo, y los que le traspasaron; y todos los linajes de la tierra se lamentarn sobre El. As sea. Amn. A la realeza de Cristo no pertenece slo el que El haya dado testi-monio sobre la realeza que no es de este mundo y haya muerto por su testimonio; tampoco pertenece solamente el que su muerte sea un sacrificio, y el que su resurreccin, ascensin y entronizacin a la diestra de Dios hayan supuesto el triunfo real del Hijo del Hombre, del Humanado. A esa realeza pertenece tambin el que el Hijo del Hombre ha de volver en la gloriosa condicin de su rea-leza, sobre las nubes del cielo, para juzgar. De modo que en este tema de la realeza de Cristo ocupa un lugar la respuesta que le dio

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    Jess al sumo sacerdote cuando le pregunt si era el Mesas: Un da velis al Hijo del Hombre a la diestra del Omnipotente y vi-niendo sobre la nubes del cielo (Mat., 26, 64 y par.). Esteban, al morir, contempla en visin al Hijo del Hombre que est a la diestra de Uios, y del que habl Jess ante el sumo sacerdote (Hechos, 7, 56): es el Cristo que reina con Dios, el rey que volver a juzgar y al que no vio slo el mrtir Esteban, sino tambin el mrtir Juan que estuvo en la isla de Patmos a causa de la palabra de Dios y de su testimonio en favor de Jess (Apoc., 1, 9). Resulta muy instructivo para advertir la relacin ntima de las ideas que hemos expuesto, recordar cmo San Juan describe al Hijo del Hombre en el Cielo, entre siete candelabros de oro. Estaba cubierto con un vestido sacerdotal dice el Apocalipsis en 1, 12, ceido por el pecho con un cinturn de oro. El vestido sacerdotal alude a su dig-nidad sacerdotal: el cinturn de oro, a su dignidad de rey. Quien nos hizo un reino y sacerdotes jara su Dios y Padre (1, 6), aparece ante el mrtir, lgicamente, como el Sumo Sacerdote real-lgica-mente, porque el mrtir se sacrifica sacerdotalmente con Cristo para dominar como rey, con El. Sacrificio y dominio, sacerdocio y rea-leza, son conceptos correlativos en el Hijo del Hombre, venido al mundo para dar testimonio de la Verdad, como mrtir. De esos conceptos participan despus en la Iglesia cuantos sacrifican sacer-dotalmente con Cristo para reinar con El. Los mrtires en primer lugar, y despus el resto de los santos. Pero es altamente significa-tivo que el rey sacerdotal en el Cielo, cuyo aspecto describe San Juan en el Apocalipsis, sea visto por analoga con el emperador romano, segn da a entender la descripcin de los detalles de la visin. La respuesta que dio Jess a los judos no hablaba del rey, sino del Hijo del Hombre que est a la diestra del Dios omni-potente y (jue volver sobre las nubes del cielo. En cambio, en la respuesta que dio Jess a Pilatos, hablaba de su realeza. El ttulo de Hijo del Hombre se acomoda a los judos, que no tienen rey segn confesin propia; el de rey se acomoda a los gentiles, que no tienen ahora un rey, sino un csar. Hay que notar que el pagano, que tiene un csar, entrega al rey que no es de este mundo a los judos para que lo crucifiquen. Quien est sometido a una soberana que, como cesrea, carece de legitimacin, hace crucificar a quien, como rey, cuyo reino no es de este mundo, confiere su legitimacin a todos los reyes de la tierra. Para San Juan, Cristo, comparado

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    con el csar, es imperator, porque quiere recondueir hacia la realeza del nuevo en a los gentiles, que no tienen rey, pues tienen no ms que un csar41. Pero hay que reflexionar todava sobre la relacin entre realeza y sacerdocio. El Hijo del Hombre es rey porque se ofrece al Padre como sacrificio, con talante sacerdotal. Los judos, al clamar ante Pilatos durante las negociaciones sobre la realeza de Cristo: no tenemos rey; con la crucifixin de Jess, no slo han perdido la realeza, sino tambin el sacerdocio y el sacrificio. Y al entregar el representante del csar al rey que da testimonio de la Verdad, a los judos, para que lo crucifiquen, los paganos han puesto de manifiesto, no slo lo problemtico de su cesarismo, sino que han hecho imposible, desde un punto de vista metafsico, la vinculacin del principado y del sumo pontificado, tal como andaba planteada desde Augusto (12 a. de C.).

    Desde la muerte de Cristo, desde su ascensin a los Cielos, es decir, desde que el Verbo, hecho hombre, fue constituido sacer-dote y rey segn su naturaleza humana; se ha intentado muchas veces reunir realeza y sacerdocio, el sumo poder estatal y el nuevo poder poltico. Y sera incomprensible que no se llevara a cabo semejante intento. Es sabido que los emperadores alemanes del Medievo apelando al sacramental de la uncin regiatuvieron la pretensin de reunir en su persona el Regnum y el Sacerdolium. Pero ya en los siglos VIII y IX se rechaza semejante intento, y los concilios del siglo IX recalcan con razn que solamente Cristo es rex y sacerdos en uno4 2 . Que se haya hecho continuamente el intento de reunir realeza y sacerdocio, el sumo poder estatal y el sumo poder sacerdotal, se explica por el hecho de que la realeza sacerdotal de Cristo, al trascender la realeza terrena, no slo le exige renunciar al ejercicio del poder sacerdotal, sino, adems, exige que el poder poltico no sea ejercido con independencia del poder que el Padre entreg al Hijo. Esto tiene el aspecto de una debilitacin del poder humano, y lo es en cierto sentido. Cuando dice San Pablo (Col., 2, 15) que Cristo despoj a los principados y las potestades, que los sac a vergenza pblica, triunfando de ellos en su persona si prescindimos de la significacin de ese prrafo en el contexto de los discursos de la Epstola a los Colosenses, es evidente que se alude al hecho de que la realeza de Cristo ha despojado a los principados y potestades de este en, de su carcter demnico. El Seor los ha desenmascarado, por cuanto los soberanos de este en se dejaron

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    inducir a crucificar al Seor de la gloria (I Cor., 2. 8), con lo que se enervaron a s mismos. Y lia triunfado de ellos, por que su ascensin, su sesin a la diestra del Padre y su vuelta para el juicio, representan el triunfo del reino que no es de este mundo, sobre todos los soberanos y poderes de este en.

    Desde que Cristo es sacerdote y rey, el poder terreno ha sido despojado de su carcter demnico, y no puede tener la pretensin como quiere el paganismo de ser portador de funciones sacrales. Desde que Cristo es sacerdote y rey, no puede haber realeza sacer-dotal ms que en el pueblo de Dios, que celebra en la Ekklesia los misterios del rey sacerdotal. Todos los ungidos con el sancto crisma del bautismo son ungidos en la Iglesia para una realeza sacerdotal San Agustn recalc a menudo es'a idea 4 3 Q u e podamos reinar con Cristo un da en el Cielo cuantos nos gloriamos de servir como soldados bajo su bandera!, reza el postcommunio de la festi-vidad de Cristo-Rey.

    En efecto, una es la participacin en el sufrimiento y el sacer-docio de Cristo por la representacin figurada del sacramento, y otra la participacin por la imitacin de su obra (S. Tilomas, S. Theol., III, 66, 12). Y por ello es distinta la participacin de la gloria y la realeza de Cristo, en la Iglesia. Los santos mrtires que participan en el sacrificio del eterno y nuevo Sacerdote por la imi-tacin de su obra, participan de la realeza de Cristo en un sentido especial. Ellos, (pie han bebido el cliz con Jess, se sientan con El ya ahora en el trono, para juzgar no slo a las doce tribus de Israel (Mat., 19, 28), sino tambin al cosmos y a los ngeles (I Cor., 6, 2, s.). Los mrtires, que han seguido al Cordero adonde-quiera que vaya (Apoc., 4, 4), han mostrado con su muerte que no hay realeza de Cristo sin sacerdocio de Cristo; que la muerte y gloria del mrtir no son ms que la forma adecuada de realizarse la realeza sacerdotal de Cristo en los miembros de su cuerpo ms-tico.