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MISIONERO Breve semblanza de PEDRO ARRUPE i Ignacio Iglesias, SJ Mensajero SALTERRAE

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MISIONERO Breve semblanza de PEDRO ARRUPE

i

Ignacio Iglesias, SJ

Mensajero SALTERRAE

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Colección

«PRINCIPIO Y FUNDAMENTO» -3-

Ignacio Iglesias, SJ

Misionero Breve semblanza de Pedro Arrupe

editorial Esas

S A L TERRAE

Ediciones mMm Mensajero #

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misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser cons­titutiva de delito contra dicha propiedad (arts. 270 y s. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprograficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Imprimatur:

* Vicente Jiménez Zamora Obispo de Santander 12-05-2010

Diseño de cubierta: María Pérez-Aguilera [email protected]

© Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, PARCELA 14-i 39600 Maliaño (Cantabria) Apar tado 77 - 39080 Santander E-mail: [email protected] www.salterrae.es ISBN: 978-84-293-1878-4

© Ediciones Mensajero, S.A.U. Sancho de Azpeitia, 2, Bilbao Apar tado 73 - 48014 Bilbao E-mail: [email protected] www.mensajero.com ISBN: 978-84-271-3140-8

Depósito Legal: BI-2014-2010 Impreso en España. Printed ¡n Spain

Impresión y encuademación: Grafo, S.A. Basauri (Vizcaya)

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ÍNDICE

Prólogo 11

Saludo 15

Presentación 17

Nuestro carnet de identidad 17 ¡Ese hombre soy yo hoy! 17 Este pobre Superior General 19

Carnet de identidad del que suscribe 20

1. Nace un misionero 25

«Fue una época feliz» 25 14 de noviembre de 1907,

a las nueve de la mañana 26 Los Escolapios 27 Los Kostkas 29 Seis golfillos de Vallecas 30 Un nuevo desgarrón 33 «La vida de Lourdes es el milagro» 34 Un violento cambio de dirección 37

2. Cómo se hace un misionero 41

«Mi único motivo misionero fue la Voluntad de Dios» 41

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¡sionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

¡Tú irás a Japón! 43 «No fue una línea recta...» 46 «Un buen "conejillo" de Indias» 49 «El día tan suspirado» 51 «Me encontraba muy cansado» 52

3. Misionero (I) 57

¿Pescador de red o de anzuelo? 59 «Me encuentro aquí verdaderamente

en mi centro» 63 Dos meses en la cárcel 65

4. Misionero (II) 69

Por Ti lo hice, por Ti la dejo, a Ti te la doy . . . . 69 El Maestro discípulo 70 Amanecer de muerte en Hiroshima 72 La bomba que no explotó 78 «Configurar con Cristo...» 79 Balance de un misionero 83 «Un atrevido golpe de timón» 87 «¡Estrategia!» 89 «La niña de los ojos» 92 Occidente - Oriente: Doble paganismo 99 Misión de emergencia 101

5. Misionero (III) 105

Roma 105 Un 22 de mayo 107 Los tres «todavía» de Pablo VI 113 Hubo un Concilio 118 Norte - Sur - Este - Oeste 122

índice

Arrupe ante las «crisis», o el control del cambio 126

En las fronteras 131 Acelerar 133 «Magis» 136

6. La misión de la fe y la justicia 145

«La decisión mayor de todo mi generalato» . . . 145 «...crecer cuanto podamos

en fidelidad al Sumo Pontífice» 152 Fidelidad 156 «Un profundo y claro planteamiento de fe» . . . 165 El corazón de nuestra identidad 168 «...vuestra Compañía y la mía...» 170 Un nuevo Papa 177 Mística trinitaria y «noche oscura» 184 «El amor, cuanto más se sufre, más se inflama» 187

7. El Misionero rinde viaje 193

«...quizá mi canto del cisne» 193

«Hoy toda la iniciativa la tiene el Señor...» . . . . 202 Su testamento misionero 209 La última misión 211

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Prólogo

Las historias, grandes y pequeñas, las van tejiendo las personas con sus decisiones, sus gestos, palabras, en­crucijadas, encuentros y desencuentros. Cuando se junta el paso de hombres de talla podemos intuir grandes logros. Algo así ocurrió durante el período en que Pedro Arrape llevó las riendas de la Compañía de Jesús. Arrape fue capaz de creer en la gente y ayu­darles a sacar lo mejor de sí mismos. Y se supo ro­dear de un equipo de jesuítas excepcionales. Hom­bres dispuestos a remar en una barca zarandeada por las turbulencias sociales, eclesiales y jesuíticas de los años 60 y 70, conscientes de la necesidad de cambios profundos para mantener la fidelidad a lo esencial; valientes para adentrarse en terrenos difíciles; humil­des para aceptar lo que de fracaso pudiera haber en su intento; honestos para obrar en conciencia, en un tiempo de decisiones complicadas, donde lo cómodo tal vez hubiera sido esperar.

Uno de esos hombres fue Ignacio Iglesias, que en­tre 1972 y 1981 desempeñó su labor como Asistente de Arrape en Roma. Cuando, el 11 de septiembre de 2009, fallecía Ignacio, dejó entre sus escritos no pu­blicados esta biografía. Un relato diferente. No es una narración exhaustiva y pormenorizada de la vida de

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iionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

Pedro Arrupe, sino el eco de sus palabras a lo largo de un itinerario vital. Un eco que tiene valor especial por cuanto Ignacio fue un estrecho colaborador del General de los jesuitas, uno de los hombres que llegó a conocerle bien, que pudo llamarle amigo, y que compartió con él la tarea difícil de sujetar el timón de una Compañía que se convulsionaba con la novedad del posconcilio.

Y así, en estas páginas, desgrana Iglesias, en pin­celadas precisas, el itinerario interior y exterior de una figura excepcional en la Iglesia del siglo XX. Una crónica que va rescatando las palabras del propio Arrupe, en sus escritos íntimos y en los públicos, en sus conferencias, homilías... para ir trazando el perfil de un misionero en el sentido más amplio del término. Misionero es aquel que, allá donde está, siente que tie­ne una buena noticia que anunciar: Cristo en las vidas de cada hombre y mujer. Esa es su misión. Y eso es lo que hizo Arrupe. Y lo que inquieta al lector, que tal vez, a través de estas páginas, sienta nacer preguntas sobre sus propias convicciones.

Hay otras biografías de Arrupe. Con motivo del centenario de su nacimiento vieron la luz abundantes obras glosando su legado, y en alguna de ellas, como la obra editada por Gianni La Bella, Pedro Arrupe, General de la Compañía de Jesús, se adivina la labor de Iglesias. Sin embargo, estas páginas que ahora presentamos tienen una riqueza especial. Al dejar ha­blar al propio Arrupe y posicionarse como un testigo discreto, Ignacio realizó un trabajo de artesano. Y por ser él uno de los que sabía dónde debía buscar, su crónica resulta apasionante. Toda ella. Pero especial­mente el relato de los años de Arrupe como General.

Prologo

Es tanto lo que se cuenta como lo que se intuye, y sin duda deja al lector, a cualquier lector, con la sensa­ción de haberse asomado un poco más al interior de un hombre grande.

A quien no conozca a Arrupe, esta obra le desper­tará el hambre por aproximarse más a él. Y a quien ya lo conozca le revelará matices, inquietudes e ideas con las que ir enriqueciendo el cuadro.

Gracias, Ignacio, por tu entrega, por tu labor y por haber compartido tanto con tantos, hasta el final.

JOSÉ MARÍA RODRÍGUEZ OLAIZOLA, SJ

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Saludo

¿Cómo hacer entrar tanta historia en tan pocas pági­nas? Ése es mi problema principal desde estas prime­ras líneas. Sobre todo, historia de un hombre, todo él anécdota viva por dentro y por fuera.

Pretensión casi imposible, al menos para mí. No he encontrado otro camino más que ir a la raíz de esa anéc­dota y dejar -lo más posible- que se cuente él mismo. Porque hay largas páginas autobiográficas de esta his­toria, irrepetibles e insustituibles, que no basta sugerir. Y tantas otras cuya historia-madre es una audacia ex­plorar. Intento que estas páginas puedan, al menos, acu­mular claves para entender la verdadera historia com­pleta de Arrupe cuando se escriba. Y para entender y valorar mejor las historias que ya se han escrito.

Soy deudor en este intento a ellas y a quienes, in­vestigando en la selva inacabable de lo concreto, han ido roturando y configurando ya, y bien configurada, esa historia. Al final tenéis sus nombres y sus obras. Me sentiría sumamente gratificado si estas páginas os abrieran el apetito de leerlas. O, por lo menos, si es­tas páginas no defraudasen a los que ya las han leído. Unas y otras han nacido de un mismo deseo: el de ser para todos Buena Noticia, aunque siempre limitada y pequeña, de un gran cristiano.

IGNACIO IGLESIAS, SJ

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Presentación

Nuestro carnet de identidad

El de Pedro Arrupe y el del que suscribe. El suyo es enteramente suyo. Muchos otros podrían sinceramen­te mejorar el mío.

¡Ese hombre soy yo hoy!

Roma, invierno 1977. Quince de enero. Seis de la tar­de. La iglesia «madre» de la Compañía de Jesús, el Gesú, en pleno centro histórico de Roma, luce su es­plendoroso barroco, en una concelebración eucarísti-ca. Además de los 300 concelebrantes jesuítas, llenan la iglesia más de setecientos autoinvitados de todo el arco del Pueblo de Dios. Porque no se ha hecho pro­paganda. Lo demás, lo importante, todo, es, por de­seo expreso del que preside, sencillísimo.

Preside la Eucaristía una figura menuda, que hace cincuenta años, a esa misma hora atravesaba el por­tón del noviciado de Loyola.

«Como mis padres habían muerto ya, no tenía que pedir a nadie consentimiento para entrar en el No­viciado. Para no amargar a mis hermanas los úl-

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe Presentación

timos días que íbamos a vivir juntos, preferí no de­cirles nada hasta el último momento. Mucho llo­raron, porque la separación era muy dura. Pero no tengo que reprocharles ni el menor esfuerzo por retenerme en contra de una voluntad que era claramente la de Dios. Sacrificio y generosidad que nunca agradeceré bastante.

Cuando crucé el portalón adusto de la casa solariega de hoyóla, me sentía medio embotado por las emociones del momento. Mi voluntad era más firme, más decidida que nunca. Pero esa re­ciedumbre que Dios vincula a la vocación que da, aunque ayuda a dar el paso decisivo en la gran se­paración, que arranca sangre, no disminuye en nada el sufrimiento encerrado en el adiós».

Lo había escrito Pedro Arrupe y lo recuerda esta tarde, cuando agradece la historia de cincuenta años que empezó así. Para agradecerla está él allí envuel­to en una casulla blanca sin historia, flanqueado por los PP. Cecil McGarry y Jean-Yves Calvez, dos de sus más directos colaboradores. Y está tanta gente que considera esa historia, en alguna medida, suya. Es una de esas historias en las que al contarlas -em­pieza diciendo Arrupe- se percibe que hay algo que no se dice, porque no se puede decir: es un secreto personal que ni uno mismo a veces alcanza a percibir completamente.

Poco a poco va tomando valor para levantar el ve­lo sobre «esa parte oculta o semioculta aun para nos­otros mismos, la verdaderamente interesante, porque es la parte más íntima, más profunda, más personal; es la correlación estrecha, entre Dios que, es amor y que

ama a cada uno de modo diverso, y la persona, que en el fondo de su esencia, da una respuesta que es única, pues no habrá otra idéntica en toda la historia».

Este pobre Superior General

O, más simple aún, este pobre hombre, como se auto-definirá a menudo. También ahora, cuando relata con estupor y gratitud los beneficios de Dios. Su Evange­lio. Cómo en esta historia ha descubierto tres mode­los «que me ayudan y me enseñan», Abraham, Pablo y Javier, y cómo le han ido creciendo tres amores es­peciales, «con la característica propia de todo amor: cuanto más se sufre, más se inflama»: la Compañía de Jesús, la Iglesia, Jesucristo, que incluye el de Ma­ría. Y en las bóvedas solemnes del Gesú resuena sin­cera esta confesión: «El amor de María, si lo tuve desde niño, ha ido aumentando a lo largo de la vida, sin por ello perder ese carácter infantil que tenía cuando, al morir mi madre (tenía yo diez años), mi padre me dijo conmovido: "Pedro, has perdido una santa madre, pero tienes otra aún más santa en el cielo"».

Para desembocar, finalmente, haciendo suya la ora­ción de Ignacio de Loyola, «desde el fondo de mi debi­lidad: ¡Padre eterno, confírmame; Hijo eterno, confír­mame; Espíritu Santo eterno, confírmame; Santa Tri­nidad, confírmame; Un solo Dios mío, confírmame!».

Aquella tarde todos sentimos que era verdad lo de su debilidad confirmada. Como lo era también que el tener que diluirse a continuación en honor de multi­tudes, que le habían seguido y habrían de seguirle hasta su funeral, catorce años después en ese mismo

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MWontro, Ireve lamblanzo de Padre Arrupe

escenario del Gesú romano, fue una de sus cruces, que no rehusó, que incluso soportó con la mejor de sus sonrisas.

Acompáñame, querido lector, a conocerle. Pero, antes, permíteme que me presente.

Carnet de identidad del que suscribe

Mis hermanos jesuítas de Perú me pidieron hace tres años dos páginas sobre Pedro Arrupe. Las titulé «Pe­dro Arrupe, hombre de todos». Con levísimos reto­ques formales, decía entonces y digo hoy:

«Le conocí personalmente en mayo de 1965. En el momento mismo de ser elegido General de la Com­pañía de Jesús. Tenía entonces 58 años. Yo 40. Traía sobre sí una historia movidísima: alumno de los Escolapios (Bilbao), universitario (Madrid), jesuita en formación (Loyola, Oña, Bélgica, USA), jesuita en activo, veintisiete años misionero en Japón (maestro de novicios, Viceprovincial, Provincial, etc.).

Le había conocido antes por las páginas de su autobiografía "Este Japón increíble. Memorias del P. Arrupe"', que me cautivaron. Sobre todo co­mo retrato de un hombre capaz de vivir en "encar­nación permanente", "haciéndose todo a todos". Eso que luego divulgaría como "inculturación" y sobre lo que, desde la hondura de esta experiencia personal, escribiría páginas definitivas. Me impre­sionó su primer gesto, apenas llegado al Japón: el de arrinconar definitivamente sus apuntes de filo­

sofía y de teología, laboriosamente preparados en Occidente para la evangelización que imaginaba, porque "a esta gente sólo le interesa experimentar cómo viven ésos que dicen que creen en Dios ". Y simplemente se dedicó a eso: a vivir su fe vivien­do como vivió Jesucristo.

Así lo encontró el estallido de la primera bom­ba atómica. Y no pensó en otra cosa, que en des­vivirse hasta la extenuación. Como había apren­dido contemplando muchas veces en el autorre­trato de Jesús, el buen samaritano de la parábola (Le 10,29-37).

Pude conocerle más en la Congregación Gene­ral XXXI, y ya más despacio, en el día a día, du­rante nueve años y medio -sus últimos años como General en activo-, hasta el umbral mismo de su enfermedad terminal.

Necesito afirmar que, después de la fe (en la que incluyo la llamada del Señor a la Compañía de Jesús) estos años viviendo con Arrupe han sido la gracia más importante de mi vida. Porque:

- es una gracia vivir con un hombre apasionado del mundo -de éste-, apasionado de un Dios que no tiene otra voluntad que salvarlo, liberando su liber­tad, la huella más divina que todo ser humano lle­va dentro de sí. Por lo que esta salvación no se im­pone por ningún tipo de violencia, se ofrece, se "derrocha" (Ef 1,8) y ha de ser libremente recibida;

- es una gracia vivir con un hombre humilde que, porque cada día experimenta la opción de Dios por él, por su pobreza, es decidido y valiente a la hora de su opción por todos los pobres de todas las po-

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

brezas y vive continuamente arriesgándose por en­cima de todo cálculo y de todo interés personal. Como evangélicamente pequeño que es, todo lo debe, todo lo tiene, todo lo da;

- es una gracia vivir con un servidor voluntario, a quien no hace falta decirle dónde está la necesidad, porque él mismo se anticipa a descubrirla y moviliza toda su capacidad de respuesta y de recursos en ello (refugiados, ateismo, inculturación, ecumenismo, problemas teológicos de la naturaleza y la transmi­sión de la vida, marxismo, diálogo interreligioso...);

- es una gracia vivir con un hombre que rebosa el op­timismo de la misericordia, que no cierra los ojos al mal, pero los abre, penetrantes, al bien que obra Dios presente y activo en el corazón de todo ser hu­mano. Por eso cree en el hombre, se fía, aunque le engañen -¡y le engañaron!-, hace crecer a todos a costa de sí mismo. A su lado se crecía;

- es una gracia vivir con un "amigo fuerte" de Dios, un apasionado de Jesús, a quien se remite y refiere de continuo, sobre el que ha dejado páginas bellísi­mas. Como quien se explica por Él, no se explica a sí mismo sin Él, se justifica únicamente por Él y necesita decirlo, con la vida y con la palabra, como la razón de su esperanza. "En el solo la esperanza " fue lema de Ignacio de Loyola y suyo, y acabará siendo más tarde título de un compendio de pági­nas íntimas suyas;

- es una gracia vivir con un seguidor de Jesús que, por serlo, no se reserva, no discrimina, busca abier­tamente a los discriminados;

- es una gracia vivir con un hermano de todos, a quien todo lo humano le resuena como propio, lo registra en el corazón -como María- y lo recuerda y lo revive en el momento oportuno, como algo siempre fresco, personal, a punto;

- es una gracia vivir con un hijo de la Iglesia a quien le duelen las debilidades de su madre, pero no me­nos las críticas de quienes -siendo, de hecho, y di­ciéndose hijos suyos- la miran y la maltratan como realidad ajena. Y sale siempre, inmediatamente, al paso de ambas debilidades...

Corto porque me lo mandan, no porque haya agotado la gracia de Dios de ese hombre, ambu­lante por todos los caminos del mundo y por todos los escenarios de los hombres, que fue Pedro Arru­pe, hombre de todos y para todos. O, más todavía, "por" todos. Como el Maestro. Todos se sintieron importantes a su lado. A nadie hizo sombra. Quie­nes lo conocimos, lo tuvimos y lo seguimos te­niendo por nuestro».

¿Está el lector dispuesto a acompañarme en esta historia de todo un cristianol Comprenderá, por lo que antecede, que esta historia no me es indiferente. Pero no tema que le engañe. No estoy ciego. Me pro­pongo hablar yo lo menos posible y hacerle hablar a él y a sus hechos. Claro que él, hombre de palabra fá­cil y de hechos abundantes a la vista, fue siempre to­zudamente terco en no soltar prenda sobre sí y sobre sus propias cosas. Su libro «Este Japón increíble» puede decirse una excepción. Aun así, fue dictado por él, no escrito. Fíjese en cuánto habla de los demás y

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

de cuántos habla. De todos modos, lo que vea en cur­siva en estas páginas es enteramente suyo. Mi mayor tormento ha sido hacer entrar tanta historia -lo más posible- en tan pocas páginas. Así me lo impusieron. Cortar, condensar, resumir... sin anestesia, duele mu­cho. No tenga usted inconveniente en descomprimir los contenidos que siguen, por imaginación personal o, sencillamente, ayudándose de su conocimiento de textos de Arrupe o de otras obras citadas en la biblio­grafía esencial.

Desde ahora mi agradecimiento a quienes detec­ten -y me las digan- carencias de ninguna manera explicables en una obra de los condicionamientos de ésta.

Nace un misionero

1 Nace un misionero

«Fue una época feliz»

Así resume Arrupe sus primeros veinte años de vida. Le bastan luego quince líneas para explicarlos:

«Las miradas vueltas al pasado tienen siempre un

deje de nostalgia. Pasan los años inclementes, y

en todas las almas queda la cicatriz mansa de las

penas.

Solamente atrás, muy atrás, en aquellos días

en que era un niño, o en los siguientes de plena ju­

ventud, se encuentra el hombre con un remanso en

el que todavía apenas apuntaba la idea de que la

vida es dura.

Tal vez sufrió entonces..., porque se sufre siem­

pre; pero el ideal deslumbrante de lo que se sueña

dominaba con su claridad las sombras cargadas

de lo que se vive.

Al tomar hoy la pluma, para hilvanar con ella

pedazos desgajados, que fueron míos, pero que ya

no han de pertenecerme más, no puedo olvidar

aquellos años, desbordantes de juventud.

Fue una época feliz, a la que Dios ha querido

que sigan otras muchas más felices todavía. Aque-

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lionero. Breve semblanza de Padre Arrupe Nace un misionero

lia con una felicidad, por así decirnos, natural; éstas, más sobrenaturales, porque la Gracia del Señor me quiso trazar un camino en el que estaba El siempre a la vista».

Así se adentra Arrupe en su memoria autobiográ­fica «Este Japón increíble». ¿Por qué esta sobriedad? ¿A qué penas, a qué cicatriz, a qué dureza de la vida, a qué pedazos desgajados... se refiere Arrupe? ¿Y a qué felicidad?

14 de noviembre de 1907, a las nueve de la mañana

Frío y niebla de otoño bilbaíno ya agonizante. A esa hora abre los ojos un niño en el segundo piso de la ca­lle de la Pelota, en pleno casco viejo de Bilbao. ¿Quién no conoce esas calles, los nombres de esas calles, esas tiendas que pertenecen a la fisonomía esencial de Bilbao? Le habían precedido cuatro her­manas: Catalina, Margarita, María, Isabel... Doble alegría. Había llegado el pequeño. Al día siguiente, en la vecina parroquia de San Vicente -hoy Iglesia Catedral-, con el Espíritu y el agua del bautismo, se le impone al niño el nombre de Pedro. Como su abue­lo paterno.

Doña Dolores Gondra, su madre, se desvive sin ruido por él, además, como educadora y como cate­quista. Don Marcelino Arrupe sostiene la familia con su buen hacer como arquitecto, como empresario mi­nero, como co-fundador de la Gaceta del Norte. De él recibió Pedro su tesón, su espíritu emprendedor y

aventurero, su preocupación cultural, su militancia cristiana. Eran tiempos en los que hacía falta valor para profesarse cristiano. Habría podido ser ocasión de un fácil desvío pedagógico: el único hijo varón, el último. Pero dentro del misterio de cada persona hu­mana, irrepetible, al que Arrupe se referirá con fre­cuencia, una y otro, sus padres, sin proponérselo, es­tán enseñando a su hijo a abrir el corazón y a mante­nerlo siempre abierto, a los demás. El proceso del yo al tú, a los otros y, finalmente, al nosotros, madura a Pedro en el desvivirse diario de su propia familia, cuya sencillez la hace activamente cercana a todos. Va preparándose y creciendo el «humus», y reci­biendo ya la que un día reconocerá como semilla «misionera».

Los Escolapios

«Los otros», no como objeto de contemplación, sino de dedicación cordial, ya no desaparecerán del hori­zonte de Pedro, que se irá poblando cada vez más.

Vuelca su ingenio, su simpatía, su humor y su buen hacer personal, siempre preocupado de sus her­manas y amigos, muchos amigos, a la hora de la di­versión y de la prueba, en las aulas, los patios y la ca­pilla del colegio de los Escolapios, cuyas paredes crecen con él. Lo fuerte de Pedro no es su brillantez intelectual. Sus excelentes calificaciones no son las de un empollón. Su fuerte es el mundo de sus rela­ciones, que va alargando su mirada, cada vez más in­teresada por más personas, lo que ya es una inicial mirada misionera.

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

Cuando esta mirada, sesenta años después, sea ya una madura historia misionera -la que precisamente mueva a 220 jesuitas a elegirle General de la Com­pañía de Jesús-, se volverá agradecida a estos prime­ros momentos. Y con una sencilla genialidad de las suyas se presenta una mañana, casi de improviso, a los tres días de ser elegido General, en la curia de los Escolapios, en la Piazza de San Pantaleone de Roma, a celebrar la Eucaristía en la hoy habitación-capilla, escenario durante treinta y seis años de los desvelos de san José de Calasanz inspirando la obra educativa de los escolapios, por la que Arrupe se confiesa mar­cado: «Vengo a pedirle que me ayude de un modo es­pecial y para agradecerle las gracias, que por medio de sus hijos recibí en la niñez».

La Compañía de Jesús aún no había aparecido, al menos de una manera sensible, en el horizonte de Pedro. No tardaría en hacerlo, y de la forma mas in­esperada. Estaba para cumplir los diez años cuando murió su madre. Ante su cadáver aún caliente oraban Pedro, su padre y sus hermanas, cuando entró silen­ciosamente el P. Ángel Basterra, SJ, director de la Congregación Mariana de los Kostkas: «"Pedro, has perdido a una santa madre". Y señalándome el cua­dro de la Virgen de Begoña, me dijo: "Mira, ahí tie­nes a tu Madre, más santa aún y que no muere"». Su padre, Don Marcelino, se encargará de recordársela con frecuencia como suya. Primer despego importan­te de su corazón, al que habían de seguir muchos otros.

^ Nace un misionero

Los Kostkas

Será el P. Basterra (1870-1947) quien le encamine hacia la Congregación Mariana, que dirige. Pedro in­gresa en ella casi dos años más tarde, todavía alumno de tercero de bachillerato en los Escolapios. La Con­gregación Mariana se convierte en una segunda fami­lia o un alargamiento de la primera. Aprende una re­lación con Dios que ensancha y diversifica el hori­zonte de sus relaciones personales. Por de pronto, el de sus compañeros y amigos de la propia Congrega­ción Mariana, con los que ora, hace Ejercicios Espiri­tuales y empieza a experimentar qué es eso de pensar en otros y ser para otros.

Descubre que esos otros existen. Cerca, en los su­burbios no lejanos del «casco viejo», en las Hermani-tas de los Pobres, en la cárcel, en los hospitales, en las catequesis de los núcleos cercanos..., adonde el P. Basterra encamina a sus muchachos.

Descubre también otros horizontes más lejanos, pero ya fuertemente presentes en el escenario de la Congregación Mariana. Se los hacen llegar antiguos congregantes entonces misioneros en China o que se preparan para serlo, cuyas cartas corren mecanogra­fiadas o aparecen publicadas en la revista «Flores y frutos» de los Kostkas. Y entra ya en su mundo, para no desaparecer nunca, tomándole cada vez más y más la figura de San Francisco Javier. Lo recordará, cin­cuenta y siete años después, como «Javier, para quien la verdadera fuente de energía apostólica es la confianza en Dios: el hombre tendrá tanto menos fuerza cuanto más confíe en sí mismo y en sus pro­pias fuerzas. Javier, que comprendió magníficamente

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

el significado de la cruz y del sufrimiento, hasta el punto de que su oración es el "magis, magis" cuan­do se trata de pedir cruces, y el "satis, Domine, sa­tis", cuando experimente la consolación».

Su mirada misionera se agranda y comienza a cualificarse como mirada misericordiosa y, por eso, optimista, de un mundo cuyas fronteras se le empie­zan a derrumbar en su interior. Tendrán que pasar muchos años hasta que se autodefina lo que ya es: «Soy optimista, porque creo en Dios y en el hombre».

Junto al P. Ángel Basterra, y completando su con­tagioso dinamismo apostólico, otra figura, tierna a la vez que simpática y profunda: la del P. José N. Güe-nechea (1872-1959), reconocido profesor de Derecho Internacional de la naciente Deusto, sirve a la hondu­ra espiritual que va surgiendo en Pedro. Lo recorda­rá, ya General, escribiendo a uno de sus antiguos compañeros de Congregación, también jesuita: «Ha­ce cincuenta años, cuando mirábamos desde el pres­biterio al fondo de la iglesia, veíamos al P. Güene-chea en su confesonario, debajo de la escalera del coro. Allí nos esperaba el inolvidable P. "Chiquito" para llevarnos a Cristo».

Seis golfillos de Vallecas

¿Fue una cabezonada de Pedro? ¿Un paso más en el proceso de alargamiento de su mirada misionera, buscando a «los otros» en su hondura como perso­nas? Su carrera fue durante tiempo objeto de discu­sión e incluso tensión familiar, que él mismo zanjó

Nace un misionero

por lo sano: «57 quieren, que digan; quiero ser médi­co, y lo seré».

Como «La Casa de la Troya» rotula Pedro la resi­dencia «Puchades», de la calle Pi y Margall, 7, en Madrid, escenario al que se vio «lanzado de repente del seno del santo invernadero de una familia cris­tianamente austera, en el vértigo sin freno de una vi­da juvenil y de gran urbe» y en el que vivió sus cua­tro años de estudiante de medicina. «Cuarenta uni­versitarios, que durante el día frecuentaban las au­las, durante la tarde se divertían y durante la noche dormían en invierno y estudiaban en primavera».

Entra en ese mundo, pero llevando otro. Le apa­siona la medicina, y le sobran calificaciones como para sustentar que eso es lo suyo. Pero no lo es. Esa mirada interior, penetrante, que ha ido creciendo y que no le impide estar en sus libros, sus fiestas, su la­boratorio, se le desdobla cada vez más soñando o sos­pechando... Otro mundo posible empieza a tomar cuerpo de preguntas (últimas preguntas), sembradas en los Kostkas de Bilbao. Y atizadas ahora por «aquellos seis golfillos de Vallecas».

«Así se iban pasando los días, con alternancias de humor y de estudio que cubrían siempre la honda preocupación que me embargaba. Empecé a pre­guntarme cada vez con más frecuencia: ¿Para qué he venido yo al mundo? ¿Para vivir unos cuantos años de estéril anonimato y enfrentarme con la otra vida sin haber hecho nada que merezca la pena?

Toda la culpa de estos interrogantes que me asediaban se la echaba yo, en mi ignorancia de entonces, a aquellos seis golfillos de Vallecas. Si

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no me hubiera impresionado tanto su pobreza, me repetía siempre, seguiría avanzando feliz en mi carrera universitaria. Y no sabía que esta idea era totalmente falsa. Tan falsa que, al llegar al Japón, he podido comprobar que la incógnita que más aflige a los paganos que me rodean es precisa­mente la de mis años de dudas, aunque dando dis­tintos alcances a las palabras».

Y es que junto a Enrique Chacón, bilbaíno tam­bién y también después jesuíta, estudiante en la Es­cuela de Ingenieros de Minas, y otros compañeros de la residencia, se hizo socio de las Conferencias de San Vicente de Paúl. Se les asignó el entonces singu­lar suburbio madrileño de Vallecas. Cinco páginas de sus Memorias (Este Japón increíble), densas y vivas, recrean sus visitas a «la Luisa» y a «la Luciana» y sus seis churumbeles, con una única habitación por casa, cocina, dormitorio...

Si ellos «tuvieron la culpa» de los interrogantes, que cada vez poblaban más a Pedro, ellos le abrieron la respuesta.

«Más tarde vi que aquellos pobres golfillos de vi­da dura, llena de cicatrices, no habían hecho más que descorrer ante mis ojos el velo de mi ignoran­cia. Me hicieron pensar. Me obligaron a caer en la cuenta de que, además de mi mundo, existía otro, en el que había aún mucho que hacer. Desperta­ron ese anhelo de aspiraciones grandes que hasta entonces había arrastrado, perdido en la corrien­te de mi inconsciencia, y me dieron el primer aler­ta en el camino descuidado de mi vulgaridad.

Nace un misionero

Fue un beneficio inmenso de Dios. Ni el estu­dio, ni las diversiones pudieron nunca borrar el indeleble trazo afectivo que aquella visita a Va­llecas había dejado vigorosamente estampado en mi alma».

Un nuevo desgarrón

Primavera avanzada de 1926. Regreso inesperado a Bilbao, que vibra con ocasión de la fiesta del Sagrado Corazón. Muere Don Marcelino, su padre. Pasa la procesión del Sagrado Corazón de Jesús por delante de su casa. Un paso significativo del proceso interior de Pedro es que, reprimiendo visiblemente la explo­sión de sus sentimientos, sitúa el fallecimiento de su padre sobre el fondo de las 150.000 personas que mueren en cada minuto.

«Un día triste, que recordaré siempre con el dolor hondo de la pena más grande, mi padre nos dejó para volar a Dios. Fueron unos momentos de so­llozante angustia, mitigada tan sólo por la caricia dulce de la fe.

No quiero entrar en detalles de aquellos ins­tantes. Para cualquier otro no tienen valor. Para los demás, mi padre fue una de las 150.000 perso­nas que mueren cada minuto. Para mí fue él, mi padre. Con esto está dicho todo».

Y otra vez, ahora más profunda, la duda. ¿Tiene sentido todo esto? Y la oscuridad. Y, sólo después de varios meses, la luz:

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«Solamente entonces, cuando el dolor cayó sobre mí con todo el peso de aquel desgarramiento, se me olvidó el interrogante que desde hacía tempo me acosaba. ¿Quéme importa -pensaba yo- venir al mundo para una cosa u otra? ¿Qué me impor­ta lo que he de hacer en él?

Sin embargo, cuando, pasados los primeros meses, siguió la vida su curso normal, me di cuen­ta de que despacio, muy despacio, iba de nuevo volviendo a mirar la vida como antes... Dudas, alegrías y preocupaciones, todo el caudal íntimo de mi juventud, volvía a vibrar con los ecos de una voz amiga que, en mis días de luto, creía haber ol­vidado para siempre».

Se solapan esta turbación interior y su asenta­miento interior con otro acontecimiento no progra­mado previamente, pero hondamente decisivo. Natu­ralmente, aquel verano era impensable Algorta y su playa, escenario de tantos veranos en familia y con los amigos. En el horizonte, como alternativa para él y para sus hermanas, aparece Lourdes, su misterio y sus posibilidades de servir... a «los otros»: «Un día de julio, tristoñamente envueltos en las brumas de aquel mar que era tan nuestro, cogimos el tren para cruzar la frontera por lrún. Estaba dando un nuevo paso ha­cia lo desconocido».

«La vida de Lourdes es el milagro»

El factor-sorpresa es uno de los alicientes de este via­je. Por de pronto, las sorpresas de Dios. Parece ale­jarse de su mundo (Bilbao, Madrid), pero lo lleva

Nace un

consigo. Entra en Lourdes con la mirada puesta en Madrid, en su facultad de medicina, donde tanto ha oído contra un Dios que nos sorprende en nuestra propia historia. Y «con una especie de presentimien­to que yo mismo no podía definir»:

«Una de las primeras cosas que conseguí, a pesar de no tener terminada mi carrera de médico, fue que me otorgasen un carnet especial para poder estudiar de cerca a los enfermos que por medio de la Santísima Virgen buscaban su curación o a los que, después de sanar menos repentinamente, tes­timoniaban con su salud que habían recibido la gracia del milagro.

Me alegré extraordinariamente de poder asis­tir de cerca, en el "Bureau de Constatation", a la comprobación de los milagros, si es que los hu­biere. Había oído tantas veces a algunos de mis profesores de San Carlos despotricar contra las "supercherías" de Lourdes...

La Santísima Virgen fue demasiado buena con­migo. Gracias a ella pude ver a tres enfermos mi­lagrosamente sanados».

El que la fe de una monjita paralítica y tuberculo­sa y el amor de Dios habían hecho juntos. El de una anciana belga devorada por un cáncer, cuya fe ciega fue correspondida. El joven de unos veinte años con síntomas de grave parálisis infantil que salta del ca­rrito al recibir la bendición con el Santísimo.

«Gracias a mi carnet de médico, tuve ocasión de contemplarle de cerca cuando le estaban hacien­do el reconocimiento oficial, para atestiguar la

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realidad del milagro. Era un caso evidente, que no admitía la menor sombra de duda ni el menor aso­mo de discusión».

Y otra vez el salto a Madrid y a su Facultad y a un fenómeno con el que más tarde habrá de encontrarse de continuo: la increencia:

«Debo reconocer que aquellos tres milagros con­templados por mí mismo me impresionaron pro­fundamente. Después de estar estudiando mi ca­rrera en un ambiente de Universidad irreligiosa, en la que los profesores no hacían más que lanzar diatribas contra lo sobrenatural en nombre, según decían, de la ciencia, me encontré a Dios tres ve­ces a través de un triple milagro».

Faltaba el cuarto: el del propio Pedro:

«Cuando dejé Lourdes para volverme a Bilbao y después a Madrid, me llevaba, sin saberlo toda­vía, el germen de mi futura vocación... Sentí a Dios tan cerca en sus milagros que me arrastró violentamente detrás de sí. Y lo vi tan cerca de los que sufren, de los que lloran, de los que naufragan en esta vida de desamparo, que se encendió en mí el deseo ardiente de imitarle en esta voluntaria proximidad a los desechos del mundo que la so­ciedad desprecia, porque ni siquiera sospecha que hay un alma vibrando bajo tanto dolor».

Nace un

Un violento cambio de dirección

Vendrán más, muchos más, en su vida. Pero para la «violencia» de éste, Dios se ha servido del aldabona-zo interior de tres pobrezas experimentadas de cerca: la de los chiquillos de las catequesis de Bilbao y de Vallecas; la del dolor palpado en Lourdes; la del géli­do agnosticismo de profesores y compañeros de la fa­cultad, por lo demás amigos y nobles competidores.

Uno de ellos, Severo Ochoa, escribe así a Mariví Gondra, sobrina de Arrupe, poco después de la muer­te de éste: «Al finalizar el tercer año de carrera, en el que se cursaba Farmacología y Terapéutica entre otras asignaturas, algunos de los que obtuvimos so­bresaliente, entre los que nos encontrábamos Arrupe y yo, fuimos sometidos a un ejercicio para decidir cuáles de los contendientes recibirían matrícula de honor. No recuerdo qué otros compañeros se presen­taron. Pero sí recuerdo que lo hicimos Arrupe y yo. Él fue el ganador. Yo había disertado sobre algo que ha­bía leído en una revista de fisioterapia francesa. No sé sobre lo que disertaría Arrupe; pero el profesor au­xiliar, Dámaso Arrese, me dio como explicación a mi fracaso que Pedro Arrupe había estudiado no ya el li­bro de texto del profesor, don Teófilo Hernando, con el que nos contentábamos la mayoría, sino el más fa­moso libro de Farmacología experimental que se co­nocía antes, el Mayer y Gottlieb, y cuyo dominio del tema era evidente. Cuando iniciamos el cuarto curso, comenzando con ello los años clínicos, Pedro Arrupe no reapareció. Supe por García Comas de su decisión de entrar en la Compañía de Jesús».

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Antes de regresar a Madrid, hizo ejercicios espi­rituales con el P. José Antonio de Laburu y tomó su decisión, que no dio a conocer hasta la Navidad de ese año. Pero durante ese primer trimestre del curso 1926-1927, por mucho que intentase disimularlo, a nadie se le escapaba que Pedro tramaba algo en su in­terior. Su mirada se había alargado tanto, tanto, que sobrevolaba estudios, catequesis de Vallecas y hasta a sus propios amigos.

«Mis inquietudes de antaño, aquellas que nacie­ran cuando los golfülos de Vallecas me dijeron con su miseria que había en el mundo muchas tris­tezas que consolar, encontraron el cauce de una vocación mucho más sublime que la hasta enton­ces soñada.

Sanar los cuerpos es una magnífica obra de caridad si se hace con espíritu divino. No hay quien lo dude. Pero, en un violento cambio de di­rección, Dios me llamó para curar las almas, que también enferman y, enfermando, mueren, con una muerte que ya no tiene resurrección».

Hay que retornar, tres meses atrás, a Lourdes pa­ra explicar el «milagro» de Arrupe. El ignaciano «ponme con tu Hijo», que descubre ahora como el gran «milagro» de Lourdes, será en adelante la ex­presión madura de su relación, confiadamente infan­til, con María. De alguna manera, Lourdes es para Pedro Arrupe un anticipo de lo que había sido para Ignacio de Loyola, y habría de ser más tarde y más hondamente para el propio Pedro, la capilla de La Storta, a pocos kilómetros de Roma.

Nace un

En el otoño de 1926 fraguó todo. Sin calendario. Sin reloj. «Lo más que puedo perfilar, en deseo de exactitudes, es que durante una "época" determina­da no la tuve (la vocación) y que al llegar a otra, am­plia y sin límites fijos, experimenté la certeza absolu­ta de tenerla».

Hasta el último minuto, fue su secreto mejor guar­dado, aunque inevitablemente sospechado por sus ín­timos. Se acercaba la Navidad; y cuando ya todo es­taba asegurado como decisión y como realización, empezó a manifestarlo. El 29 de diciembre escribió desde Bilbao a su amigo Enrique Chacón, que segui­ría en la residencia de estudiantes de Madrid:

«Veo que estás con una cierta curiosidad por sa­ber qué ha sido de mis resoluciones, de que con tanta seriedad te había hablado en los últimos días de nuestra estancia en Madrid. Voy a procu­rar calmártela diciéndote que, siguiendo en ellas, estoy ya admitido en la Compañía de Jesús y que, D.m., hacia el 10 de enero ingresaré en el novi­ciado de la misma. Todavía aquí no lo saben más que los Padres que me han dirigido y Tomás. Así que, como ves, es todavía un riguroso secreto que, si a ti te lo he confiado, es por la confianza que tu manera de ser ha sabido inspirarme».

El paso definitivo sería el 14 de enero. Pero toda­vía faltaba el trago más amargo: comunicárselo a sus hermanas:

«Para no amargar a mis hermanas los últimos días que íbamos a vivir juntos, preferí no decirles nada hasta el último momento. Solamente cuando

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n i Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

ya tenía el equipaje preparado y cuando ellas se creían que me volvía a Madrid de nuevo, les indi­qué que mi fin de trayecto era el Noviciado y que ya no volvería más a casa.

Fueron unos momentos muy duros. Mucho llo­raron, porque la separación era muy dura. Pero no tengo que reprocharles ni el menor esfuerzo por retenerme en contra de una voluntad que era claramente la de Dios. Sacrificio y generosidad que nunca sabré agradecer bastante».

Arrupe comienza a adentrarse en no vivir para otra voluntad.

Cómo se hace un misionero

2 Cómo se hace un misionero

«Mi único motivo misionero fue la Voluntad de Dios»

Por primera vez aparece esta voluntad, tan definitiva y central, en su vida. Ya nunca desparecerá de ella. Es omnipresente y la marcará Dios hasta lo más hondo. Pedro se ha comprometido conscientemente a vivir injertando permanentemente su voluntad en la de Dios. Aunque no sepa cuál va a ser ésta. Eso es pre­cisamente ser misionero. Y su flecha, como la de Ig­nacio de Loyola, no se desviará ya de este blanco. «Curet primo Deum», selló Ignacio: Ponga por de­lante de todo a Dios, que es quien envía, y oriente to­do libremente desde este querer. Ser misionero no es elección humana, sino iniciativa de Dios, un encuen­tro en fidelidad de dos voluntades: la de Dios, que en­vía, y la del ser humano, que se incorpora voluntaria y gozosamente a cualquier envío. Ya le han examina­do sobre esta disponibilidad inicial para «ir inmedia­tamente, en cuanto estará de nuestra parte, sin tergi­versaciones ni excusas, a cualquier parte del mundo adonde nos quieran enviar, o a los turcos o a cuales­quiera otros infieles, aun a aquellas partes que llaman

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

Indias, o a otras tierras de herejes, cismáticos o fieles cristianos» (Fórmula del Instituto [4]).

«Era una prueba terrible, porque es romper, por

voluntad propia, con lo que no se tiene obligación

física de romper. Y la obligación moral es de tal

naturaleza que, siendo fuerte, no es bajo pecado.

No se cruzan por medio los Mandamientos del De­

cálogo. Tan sólo lo hacen los consejos de perfec­

ción, que Cristo nos dejó en el Evangelio. No es,

pues, un combate que haya de librarse en nombre

del deber, sino de la generosidad. ¡ Y qué duro re­

sulta ser generoso cuando están por medio todos

los lazos de la sangre!».

Día tras día, irá aprendiendo que ha ingresado en un voluntariado que se estrena todos los días, porque la voluntad de Dios se va conociendo en la historia insondable de Jesús, primer Voluntario, y en la histo­ria siempre nueva de los hombres. No se puede soltar el volante. Aunque el primer volantazo de su volun­tad lo dio ese día, la búsqueda de la voluntad de Dios es ya tarea de todos los días. Sin esa búsqueda no hay misionero:

«Cuando crucé el portalón adusto de la casa so­

lariega del que fue Ignacio de hoyóla, me sentía

medio embotado por las emociones del momento.

Mi voluntad era más firme, más decidida que nun­

ca, pero esa reciedumbre que Dios vincula a la vo­

cación que da, aunque ayuda a dar el paso decisi­

vo en la gran separación que arranca sangre, no

disminuye en nada el sufrimiento encerrado en el

adiós».

Cómo se hace un

¡Tú irás a Japón!

Los dos años de noviciado (interiorización, oración, pruebas...) y los tres de estudios clásicos y de huma­nidades transcurren con regularidad. Aprender a orar y hacer oración, pasar la mopa por las anchas galerí­as de la Casa de Loyola, pelar patatas, estudiar, pase­ar a lo largo del Urola, cuidar por turno el arreglo de los zapatos de los novicios, memorizar las Reglas, dar catequesis por los caseríos del entorno, jugar a la pelota en el viejo frontón del sótano, alegrar los re­creos..., y todo ello a golpe de campanilla, que un tiempo le correspondió tocar, no son hechos noticia-bles para Arrupe. Ni siquiera recuerda como extraor­dinario el que el Maestro de novicios, el austero P. Garmendia, pidiera que le acompañara como enfer­mero en San Sebastián, durante su hospitalización e intervención quirúrgica de un cáncer del que moriría poco después. Ni se enteró, por supuesto, de que el P. Provincial, en sus visitas anuales al noviciado en 1927 y 1928, hizo constar en sus notas la valoración extraordinaria que le merecieron cuatro novicios, uno de ellos Pedro Arrupe.

En sus Memorias, Arrupe despacha en dos líneas estos años. Todo lo que en ellos le merece ser reseña­do lo centra en la experiencia anual de los Ejercicios Espirituales.

«Y me encerré con Cristo en un ambiente que el

profano ignora, equidistante del mundo y de la

eternidad. Eso son los Ejercicios. Un cerrar los

ojos a lo que viene defuera, para seguir en la tie­

rra sin contemplarla, y un abrirlos a los valores

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Mlslonsro. Breve semblanza de Padre Arrupe

eternos, para posesionarnos de ellos, a pesar de la doble barrera del tiempo y del espacio. Fue en ese tiempo de abandonos humanos y de contactos con Dios, donde dio su primer chispazo mi vocación misionera».

Donde la soñó y la verbalizó por primera vez pa­ra sí mismo. Y apareció Japón en el horizonte. La mi­sión de Japón de la Compañía de Jesús en los tiem­pos modernos había nacido un año después que Arru­pe (1908). Pero ya empezaba a ser la «misión estre­lla», «niña de los ojos» de la Compañía, conectando con los sueños de Javier, los caminos que él roturó y la siembra de mártires que había florecido después de él muy pronto, a finales del siglo XVI.

«Durante los Ejercicios Espirituales de 1929 tuve una clara "visión " de que mi vocación a la Com­pañía era misionera y me llevaría a Japón. Pero no me pregunte qué quiere decir "visión": es el origen de una experiencia interna, imposible de expresar en palabras, que sólo se revela al con­templar el giro que, a lo largo del tiempo, ha to­mado la propia vida (Dietsch). No había duda, a mis ojos de principiante en la vida del espíritu. Él lo quería, y yo llegaría hasta el Japón para poner mi mano en la mancera con que San Francisco Javier había trazado los primeros surcos cristia­nos de aquella lejana tierra.

Mi corazonada no era un sueño de juventud, ni un capricho de voluntad veleidosa. Todavía re­cuerdo, con claridad sin sombras, el gesto, natu­ral y sobrenatural a un tiempo, con que el Padre que daba los Ejercicios aprobaba mi decisión».

Cómo se hace un misionero

Tomó la pluma y, apenas terminado su noviciado, escribió al P. General, el polaco Wlodimir Ledo-chowski, ofreciéndose a seguir la ruta y la tarea de Javier. El «conquistar todo el mundo» del llama­miento de Jesús, en los Ejercicios, le enciende y le ur­ge, y no encuentra mejor traducción a su alcance que la figura de Francisco Javier. Desde ahora, constante­mente se mira en ella y se mide por ella. Cuando, ya en Japón, pierda el miedo a los «kanjis» japoneses y empiece a dibujarlos y a expresarse en ellos, uno de sus primeros escritos en japonés es una biografía de San Francisco Javier (1949) y una traducción de sus cartas. Se autorretrata en su índice: «Evolución inte­rior y exterior de Javier hasta llegar a ser soldado y apóstol de Jesucristo», y particularmente en la terce­ra parte: «Unión con Cristo: activo contemplativo, vi­da de oración, obediencia, humildad, medios, catoli­cismo, amor, director espiritual».

Su ilusión sufre un primer mazazo cuando recibe la respuesta del P. General, que Arrupe califica de «breve y lacónica, aconsejándome que siga cultivan­do mis buenos deseos». Pero, de concretar, nada. Año tras año, después de sus Ejercicios Espirituales, repe­tirá la liturgia de escribir ofreciéndose, y recibirá la misma respuesta «lacónica, ambigua, indecisa, en la que ni se afirmaba ni se negaba nada. Aprobación explícita de mis deseos..., sin más».

Empezó a asomar el desánimo. Hasta se le notaba en el rostro. Tanto, que el Rector, P. Ibero, le abordó en un pasillo de Loyola: «¿Qué le pasa?». Arrupe le alarga la segunda carta de Roma. ¿Intuyó aquel hom­bre que no dar traducción todavía a los deseos de Pedro, sino animarle a que los siguiese cultivando,

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mitih i Hti.vM st-'Mii I|I in/ii do Padre Arrupe

era, como el calentar suave del pan en el horno, la mejor manera de «hacer un misionero?

«"No te preocupes, hombre, Perico, tú irás al Ja­pón". Y se alejó de mí con paso mesurado, sin sos­pechar siquiera el bien enorme que me hizo y la seguridad absoluta con que en adelante acaricié el deseo que me embargaba. Sí, un hombre como aquel, tan humano y tan divino a un tiempo, no podía equivocarse. "¡Perico! Tú irás al Japón..." fue el estribillo que resonó como un eco en mi al­ma durante diez años».

«No fue una línea recta...»

Desde luego. Ni había de serlo en su vida la realiza­ción concreta de lo que en su deseo sí lo fue siempre: Japón. Precisamente quien ha hecho opción de su vi­da clavar continuamente su voluntad en la de Dios ha de tener los ojos fijos en la meta final que Dios le ha manifestado como su voluntad; y, al mismo tiempo, encarar como voluntad de Dios los episodios que a través de la historia y las mediaciones humanas se van produciendo. Había aprendido de Ignacio de Lo-yola a ser peregrino de la primera, a través de las bús­quedas de la segunda.

Esta vez, el «golpe de timón» lo realizó el gobier­no de la Segunda República española, firmando el 23 de enero de 1932 el decreto por el que disolvía la Compañía de Jesús en todo el territorio nacional y se incautaba de todos sus bienes. Su Instituto era despo-

Cómo se hace un

jado de personalidad jurídica. En el plazo de diez días, los religiosos y novicios habían de cesar la vida común. Los bienes pasaban a ser propiedad del Estado, con fines benéficos y docentes. Un Patronato cuidaría el inventario, la ocupación y la administra­ción de estos bienes. Las iglesias y objetos de culto pasaban a los obispos.

Los jesuítas españoles se dispusieron a realizar dicho decreto gracias a la generosidad de los jesuítas belgas, italianos y portugueses, que acogieron a todos los que estaban en formación, y a dispersarse, ajustar y disimular sus tareas los que quedaron en la penín­sula. La persecución había de consumarse cuatro años después con el asesinato de 118 jesuítas en los primeros meses de la guerra (M. Revuelta, Once ca­las en la Historia de la Compañía de Jesús, Univ. Comillas, Madrid 2006, 229-230). Por cuarta vez, la Compañía de Jesús restaurada (1814), en poco más de un siglo era suprimida o disuelta en España.

Sólo cuatro meses llevaba Arrupe en Oña (Bur­gos) comenzando sus estudios de filosofía. Con sus compañeros, ayudó a empaquetar lo más posible de la valiosa biblioteca, hizo la maleta y puso rumbo a Bélgica. «Era el principio de mi éxodo. Era el primer paso de mi formación misionera, que me obligó a dar un gobierno sin Dios».

La generosa acogida de los jesuítas belgas no bas­tó para paliar los efectos de un destierro en toda re­gla. Pero la caridad y el espíritu de sacrificio de todos lograron, casi milagrosamente, que pronto pudiera reanudarse el curso académico. Lo que no se alteró, sino que, por el contrario, se reavivó mucho más, fue su deseo misionero. Terminado el curso, un nuevo

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

«golpe de timón» le destina a hacer su teología en Valkenburg (Holanda), en el teologado de la provin­cia de Alemania Inferior. Interpretación de Arrupe: «Dios no quería, sino hacer de eso una nueva fase en mi preparación misionera. Con mi nuevo destino me puse en contacto con la provincia jesuítica alemana, que era precisamente la que había fundado y soste­nido la Misión japonesa. Era ya un paso el trabar co­nocimiento con sus futuros misioneros».

Pero, mientras Arrupe miraba al Japón, sus Supe­riores apuntaban en dirección bien distinta: le prepa­raban para profesor de teología moral. Incluso se es­trenó solemnemente en este campo, al ser elegido por el Dr. D. Enrique de Salamanca como representante de la ciencia médica española en el Congreso Interna­cional de Eugenesia en Viena.

«Todavía no era sacerdote. La carrera de médico la tenía sin terminar. Me encontraba, pues, a mi­tad de ambos caminos cuando me tocó desarrollar mi doble conferencia... Con sencillez, reconocien­do que Dios fue quien así lo quiso, y porque ya es­tán muy lejos aquellos años, puedo afirmar que mis ponencias no desagradaron al auditorio. Al oír los aplausos, no sabía donde meterme. Aquello me parecía un sarcasmo. Nunca como entonces he experimentado lo poco que somos y servimos los hombres y lo hueca que es la alabanza que prodi­ga el mundo... ¡Es tan poco lo que el hombre pue­de por sí mismo...! Entonces lo sentimos que nun­ca en mi interior, y hoy quiero reconocerlo fran­camente ante los demás. No quiero apropiarme nada de la gloria que no me pertenece».

- Cómo se hace un misionero

«Un buen "conejillo" de Indias»

Un connovicio de Arrupe, gran amigo y compañero de destierro, el P. Jesús Iturrioz, le escribiría casi cin­cuenta años después, en plena enfermedad terminal de Arrupe, recordándole lo más auténtico de aquellos momentos:

«No pocas veces he recordado lo que usted me de­cía en Valkenburg, cómo se ofrecía al Señor a ser en las manos de El "un conejillo de Indias", ex­presando así lo que hoy llamamos "disponibili­dad", y me explicaba usted mismo lo que ello sig­nificaba de entrega en las manos de Dios, para que Dios hiciera con usted todo cuanto pareciera a El según su providencia, así como en los laboratorios se dispone totalmente del "conejo de Indias" para toda clase de experiencias. Y creo en verdad que el Señor ha hecho muchas experiencias con usted y que le ha sacrificado hasta el extremo».

Iturrioz fue testigo privilegiado de cómo maduró en Arrupe, durante aquellos primeros diez años de je­suíta, su ser misionero. A su pluma se debe la fiel transcripción de la entrega al Señor que Arrupe for­muló en los Ejercicios Espirituales de 1933 y que le confió poco después:

«Magíster adest et vocat te».

Aquí vengo, Señor para deciros, desde lo más ín­timo de mi corazón y con la mayor sinceridad y cariño de que soy capaz, que no hay nada en el mundo que me atraiga, sino Tú sólo, Jesús mío.

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

No quiero las cosas y gustos del mundo, no quiero consolarme con las criaturas y los hom­bres; sólo quiero vaciarme del todo y de mí mismo para amarte a Ti. Para Ti, Señor, todo mi corazón, todos sus afectos, todos sus cariños, todas sus de­licadezas. "¡Quemadmodum desiderat cervus fon-tes aquarum, ita desiderat anima mea Te solum, Iesum meuml" ["Como desea el ciervo las fuentes de las aguas, así Te desea mi alma a Ti solo, Jesús mío"].

Oh, Señor, no me canso de repetiros: nada quiero, sino amarte; nada deseo en este mundo, sino a Ti. Acuérdate que prometiste hacer llegar a una grande santidad a tus apóstoles y dar una efi­cacia especialísima a sus obras. Heme aquí, Señor, como verdadero conejillo de Indias, pronto a ser sometido a todos los procedimientos, para que se vean en él los efectos de vuestras promesas.

No arguyáis, Maestro mío, echándome en cara que rehuyo vuestras disposiciones. Ya sabéis lo miserable que soy, y contabais con ello al elegir­me como Apóstol vuestro. Atadme, clavadme si es preciso, pues si en el momento de la prueba lo re­huyo, ya sabéis que es por lo miserable que soy, pues buena voluntad no me falta. "Confringe pulchritudine et amore tuo carnem meam et ani-mam meam" ["Rompe con tu belleza y con tu amor mi carnes y mi alma"]. Concédeme una co­rrespondencia fidelísima a vuestras inspiraciones y exigíame mucho con ellas. ¡Cumplid, Señor, vuestras promesas! Haced que os ame como el que más. Concededme estar siempre con Vos y co-

Cómo se hace un misionero

mo Vos. Os lo pido por tantas almas como se sal­varán, si esto me concedéis.

Oh, Madre mía, concededme gozo en las humi­llaciones y que viva alegre en medio de ellas, por considerarlas como la gran distinción, el gran be­neficio, el signo de especialísima predilección de Jesús, que me quiere muy cerca: con Él y como Él. "Gaudete in Domino semper; iterum dico, gaudete. Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi" ["Ale­graos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Me he alegrado en lo que se me ha dicho"]» (08-33).

«El día tan suspirado»

Está viviendo los años de su maduración interior: la de su disponibilidad a Dios y exclusivamente a Dios:

«He mirado a Jesucristo y le he visto grande, su­blime, infinito...; he mirado también a mi corazón y lo he visto pequeño, rastrero, mezquino... Sólo grande para una cosa: para esperar en Cristo. Sí, grande como todo el mundo y mil mundos que hu­biese; grande con una grandeza que estriba preci­samente en su pequenez, porque esta pequenez es la base de la humildad... ¡Señor, ensancha mi co­razón para que espere, como ensanchaste el tuyo para amarnos!» (18-10-33).

Su melodía interior es reiterativa y suena cada vez más fuerte: «¡Ea, hermano Jesús!, no se olvide de pe­dir por mí, para que llegue a ser un buen conejillo de Indias» (03-11-35). Y dos meses más tarde, con su

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

sacerdocio ya en el horizonte, otra vez Jesús Iturrioz será su confidente:

«¡Dos letras a mano! Para que vea que aún me tiembla el pulso. Le escribo con esta mano dere­cha, que hoy se ha posado sobre el santo libro de los Evangelios, para jurar que pretendo recibir las sagradas órdenes libremente. Sí, carísimo, "die Sache allmahlich wird ernst" [la cosa poco a poco va en serio]. Ya se nos va acercando el día tan suspirado» (06-01-36).

«La cosa» y el día suspirado son el sacerdocio, re­cibido el 30 de julio 1936 en Marneffe (Bélgica), jun­to con cuarenta compañeros de su provincia jesuítica de origen. Lo recibe en la más absoluta soledad de fa­miliares y amigos y con el más sobrio ceremonial. Hacía sólo doce días que había estallado la confla­gración bélica española. Un día del Corpus Christi, cuarenta años después, en la acción de gracias de la Eucaristía, se abre a sus hermanos jesuítas de la curia romana: «La Misa, el santo Sacrificio, es el centro de mi vida: no puedo concebir un solo día de mi vida sin la celebración eucarística o la participación en el sa­crificio-banquete del altar. Sin la Misa mi vida que­daría como vacía, y desfallecerían mis fuerzas; esto lo siento profundamente y lo digo».

«Me encontraba muy cansado»

Nuevo viraje, no precisamente hacia Japón. Con la experiencia vienesa encima, su Provincial se ratifica en el campo de la moral médica, por lo que un buen

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día le sorprende con «un telegrama terminante y la­cónico: "Prepare inmediatamente viaje Estados Uni­dos". Obedecí contento, con la certeza absoluta de que Dios me diría la última palabra y que, si real­mente quería enviarme a Japón, lo haría, porque no hay obstáculos que puedan coartar un deseo eficien­te de Su Voluntad. No llevaba la poesía medieval de un soñador del Mar Latino, como Colón, pero sí la decisión absoluta de investigar afondo en el terreno, a veces arduo y a veces árido, que mis Superiores ha­bían extendido ante mi vida».

Al cabo del primer año, último de teología y co­mienzo de la especialización en moral, «me encon­traba muy cansado». Es la primera confesión de esta clase en los labios y en los escritos de Arrupe. Los Superiores le envían unos meses a México. De los quince días que estuvo allí, lo que registra como más importante es su visita a Morelia y al colegio, donde residían «quinientos niños españoles de los que los comunistas robaron a sus padres en los años tristes de la revolución... Como iba de paisano, nadie sos­pechó que era jesuíta. Como se supo que había sido alumno de Filosofía de Negrín, que llegó hasta las más altas jerarquías de la República española, se fi­guraron que el discípulo sería más o menos como el maestro y que, por lo tanto, mi ideología era la co­munista. Fue una equivocación felicísima, porque el médico del colegio vino al hotel para incitarme a vi­sitar a "los españolitos", como allí los llamaba todo el mundo».

Visitó el colegio, especialmente la enfermería, y charló con todos los que pudo. «¡Cuando salí del co­legio, llevaba el alma oprimida!». Y regresó a Esta-

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dos Unidos, dispuesto a consagrarse a los estudios profanos complementarios para su dedicación a la teología moral. «Cuando ya tenía todo preparado pa­ra un ataque a fondo... Una orden terminante. Un corte total en mis estudios... y me enviaron a hacer la Tercera Probación en Cleveland» (última fase reca-pituladora de la formación del jesuita).

De este año de su vida da buena cuenta a su ami­go Jesús Iturrioz el 17 de diciembre de 1937:

«Aquíme tiene usted desde el 1 de septiembre, pa­sando uno de los años más felices, si no el más fe­liz, de mi vida. [...] De mi porvenir no tengo la me­nor idea. Ni me importa...; allí donde me pongan trataré de ser un instrumento, lo más "instrumen­to" posible, de Jesucristo. Ciertamente que esta vida, vista superficialmente, aparece complicada; cuando uno la ve a la luz del "Dios y yo" o del "conejillo de Indias"', se simplifica hasta lo inve­rosímil. ¡Amar a Jesucristo con todo el corazón, identificarme con Él, vivir su vida! Cuando uno piensa que nuestro papel en este mundo es ser co­laborador de nuestro hermano mayor Jesús en el "opus" que nuestro Padre nos ha encargado, ad­quiere esta vida una profundidad y al mismo tiem­po una unión con la de Jesús, que realmente se siente que el "adiutores Dei sumus" es una dulcí­sima realidad. ¡Bueno, carísimo, deseaba felici­tarle, no "sermonearle"...! ¡Es que Jesucristo es tan bueno y tan grande y tan hermano nuestro...!».

1938. No es que dude, sino que nadie le dice na­da sobre su futuro y sus deseos. Su fe se purifica. No

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es que no le importe ese futuro, sino que no vive pen­diente de ganarse a las criaturas que habrían de deci­dirlo. Que se las gane Dios, como le había ganado a él. Eso sí: nueva carta a Roma y encargo al P. Ins­tructor, en viaje a Roma, «que de palabra moviese ante el P. General mi destino al Japón. El hundi­miento de todos los planes que sobre mí habían teni­do -sin que yo hubiese hecho nada para que ello su­cediese- era un nuevo refrendo a la confianza que te­nía en mi vocación misionera».

Por fin llegó: De mañana, temprano, todavía en su Tercera Probación, el P. Ministro le sorprende:

«Una carta del P. General para usted. No salía de mi asombro... Fui a la capilla. No digo que abrí la carta, porque aquello fue destrozar el sobre... Leí: "Después de considerarlo delante de Dios y tra­tarlo con su P. Provincial, le he destinado para la Misión del Japón ". ¡Para qué tratar de describir lo que sentí entonces!».

Veinte años después, dictando sus memorias, ce­rrará este capítulo, el de sus primeros años de jesuita:

«Dios, durante diez años, estuvo escribiendo con lo que los hombres llamamos "renglones torci­dos ". Y gracias a eso aprendí inglés y alemán -dos lenguas necesarias en una misión alemana primero y conquistada por América después- y profundicé más y más en medicina, adquiriendo unos conocimientos que tan necesarios me iban a ser en el episodio históricamente único de la bom­ba atómica de Hiroshima».

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El 15 de octubre de 1938, el barco en el que había embarcado en Seattle quince días antes rendía viaje en el puerto de Yokohama.

«¡Qué emoción sentí! ¡Por fin, Japón! Apenas po­día pensar, pero sí podía sentir y orar. Con pocas palabras recé mucho, poniendo toda mi alma en cada uno de los afectos... Sobre aquel instante ca­yó el recuerdo de mis diez años de ilusiones y de­seos. Sí, diez años pidiendo venir al Japón... y, por fin, anclado ante sus costas. Sentí la debilidad te­rrible de las grandes emociones y lloré. Fue una de las pocas veces que lo hice siendo hombre. Tal vez la segunda, después de la muerte de mis padres».

El atraque del barco poco se pareció al de Javier cuatrocientos años antes; el escenario de grúas y ras­cacielos, nada; los colores de los lejanos montes, sí; las personas que empieza a conocer (su estilo, su mentalidad, sus costumbres sociales y religiosas...) eran las mismas que Javier describió como «gente muy curiosa y deseosa de saber cosas nuevas, así de Dios como de otras cosas naturales». Lo que sí le ha contagiado Javier es su esperanza y sus ensoñaciones misioneras:

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«Tengo grande esperanza, y ésta toda en Dios nues­tro Señor, que se han de hacer muchos cristianos en Japón. Yo voy determinado de ir primeramente adonde está el rey, y después a las universidades donde tienen sus estudios, con grande esperanza en Jesucristo nuestro Señor, que me ha de ayudar».

Arrupe busca personas. Al escenario se habituará pronto. A la comida y otros usos, también. Entra de­cidido en el camino del despojo. «Hacerse todo a to­dos» es su primera asignatura misionera. Pero ¡qué lejos y qué difícil la lengua! Es lo primero que abor­da, casi a fuerza de puños y al precio que sea. Las costumbres, a fuerza de observación y de delicadeza interior. Va a eso. Y desde el primer día.

«De la mañana a la noche, japonés y más japonés. Pero no crea usted que resulta un estudio aburri­do; en cuanto a mí, me hace pasar ratos suma­mente agradables, pues la estructura de la lengua y del pensamiento es tan diferente de la nuestra que realmente es de gran interés. La única pena es que por esta dificultad tengamos que estar aquí amordazados cuando a nuestro alrededor hay tan­tos millones que no han oído hablar jamás de nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué bien se entiende aquí el ardor y las lágrimas de Javier!».

Esta carta a su amigo Jesús Iturrioz es más que un puro relato. Es una confesión de su profunda entrega misionera:

«Este es un gran misterio, pero realidad: ¡que el Señor nos haya escogido para salvar sus almas a

• nosotros, que no sabemos ni siquiera hablar...; en fin, si en algún caso "infirma mundi elegit"'..., en este caso se realiza de un modo estupendo: ¡tan "infirma" que ni siquiera sabe hablar!».

Cuando, dieciséis años más tarde, sea el responsa­ble de la Compañía de Jesús en Japón, lo primero que hará será crear una buena escuela de idiomas y cuidar la pronta inserción teórico-práctica de los jóvenes mi­sioneros en las costumbres y la cultura japonesas:

«No vale escudarse en el modo de pensar o actuar en vuestros países de origen; el único punto de re­ferencia para todos vosotros y para la comunidad a la que pertenecéis no es América, España o Alemania: es Japón y los japoneses: la lengua, las costumbres, la cortesía, el modo de pensar y sen­tir de los japoneses. Si alguno no puede aceptar esto, su sitio no está en Japón».

Mensaje para las nuevas levas de misioneros, pe­ro también para los veteranos.

Mensaje que él es el primero en vivir delante de los suyos, convencido de que anunciar el Evangelio es vivirlo a la luz del día. Lenguaje que puede ha­blarse ya, a la vez que se aprende el otro, el de los «kanjis» y el del ceremonial social y familiar japo­nés, asignatura en la que llegará a ser maestro.

¿Pescador de red o de anzuelo?

A los dos años (1940) es lanzado -se podría decir que «parachutado»- en la misma parroquia de Javier, Yamaguchi. Y en solitario. Arrupe la había soñado

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desde las cartas de Javier como «la segunda ciudad de Japón». Y se encuentra con un pueblo grande -30.000 habitantes- y una iglesia diminuta.

«Tenía esperanza de encontrarme con algún cate­quista. Ilusión fallida. Allí no había nadie que pu­diese ponerme en contacto con los fieles de la cris­tiandad ni que, de una manera oficial y constante, me pudiese ayudar a preparar mis sermones y actos de culto. Lo único que encontré fue a un cocinero viejo, que me recibió con amabilidad... Con todo..., sentí desde el principio una ayuda moral imponde­rable, pero auténtica: la simpatía que caracteriza a los habitantes de Yamaguchi» (Mem., 76-77).

Su estreno como pastor sería la Eucaristía del domingo:

«Llegó por fin el domingo. Toqué una campanita diminuta y esperé pacientemente a que viniesen los primeros cristianos. Miré el reloj... y comencé a ponerme nervioso. Era la hora, y no habían cru­zado el umbral de la capilla más que siete "obá-san", es decir, siete de esas viejecitas rezadoras que en todas partes abundan en nuestras iglesias.

Había pasado media hora cuando me decidí a revestirme despacio... ¡Señor, que sean los que sean, pero que vengan!, repetía en mi interior... Fui desgranando las primeras oraciones de la mi­sa. Confieso que, al sentirme más cerca del Señor, se me olvidó por un momento lo lejos que me en­contraba de aquellos por quienes había venido desde Occidente... En el "Dominus vobiscum" permanecía invariable el vacío de la iglesia.

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Terminé el Evangelio y me volví al pueblo pa­ra empezar mi sermón. Entonces sí que pude dar­me cuenta... de que seguían solo las siete "obá-san". M una más ni una menos... Tuve una tenta­ción violenta de dar media vuelta y continuar la Misa sin predicarles ¡Se me hacía tan duro todo el trabajo empleado en la semana de preparación...! Con todo, me dominé y empecé a hablar... Duro fue el bautismo de fuego. Fue una mañana de te­rrible desaliento» (Mem., 78).

Vendrían más desalientos... Pero pronto, ponien­do en juego toda su riqueza para la relación personal, empezó a contactar, uno a uno, «con los 60 ó 70 que formaban el pleno de la feligresía». La voluntad mi­sionera de Arrupe se tensa al máximo, ideando con­ciertos (con él como solista), fiestas, consagraciones al Sagrado Corazón a domicilio, conferencias cultu­rales; «picnics» en el jardín de la parroquia; sesiones de gimnasia antes de la misa, dirigidas por él, para mantener la forma; exposiciones caseras de arte; en­señanza de idiomas...; ¡hasta procesiones!

Con todo, a Arrupe no se le cansó, como a Javier, el brazo de bautizar. Sí se le cansó la paciencia, que extremó al máximo en un tú a tú, un cara a cara in­terminable. Al reloj le faltaban horas. Como el día en que le aborda un amigo profesor de escuela primaria:

«"¿Cree usted, Padre, que se puede probar la exis­tencia de Dios?". "Desde luego que sí. Si hubiera la menor duda, no estaría yo aquí. Solamente por razón, sin emplear ningún argumento teológico, podemos llegar todos los hombres a la certeza ab­soluta de que existe un Ser al que corresponden to-

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dos los atributos que aplicamos a Dios..." Una a una, le fui desbrozando las cinco vías de Santo To­más... Fueron dos horas largas las que empleé en desarrollar estos argumentos... Cuando había repe­tido todo lo que Santo Tomás juzgó necesario para probar a cualquiera que Dios existe, aquel profesor me preguntó con toda naturalidad: "Entonces, ¿cree usted que hay algún modo de probar que Dios existe?"

Me quedé de una pieza. Toda la cadena de ar­gumentos... había sido un golpe en el vacío. Quise empezar otra vez, pero no me dejó... "¡Pero si no me importa explicárselo...! ¿No me ha dicho que no ha entendido nada?"

"Así es, y puedo repetírselo sin faltar a la ver­dad. No le entendí una sola palabra. Pero usted es un 'hotoke' [ser perfecto]..., he observado su vida durante unos meses, y ahora veo su convenci­miento de que, para cerciorarse de la verdad que predica, ha estudiado el tema. Y la visión clara de su aplomo, el haber podido palpar hasta el fondo la profundidad de su propia fe, es lo que me ha bastado para convencerme de que tiene que ser cierto lo que dice ".

Si antes me había quedado de una pieza, aho­ra me quedé helado. Aquello era para mí un mun­do nuevo».

En la ya larga cadena de despojos, que Arrupe viene viviendo, dejándose educar por Japón, que le cuestiona no sólo estilos, sino andamiajes ideológi­cos en los que está personalmente arraigado, este del despojo cultural es sin duda el más profundo:

«En Europa y América se prueba con argumentos; en Japón se prueba con una convicción vivida que, naturalmente, ha de desprenderse explícita o implícitamente de esos argumentos. En otros con­tinentes nos preguntan por qué creemos; en Japón se fijan en cómo creemos. Allí pesan el valor de nuestra ideología desnuda, descarnada; aquí se fijan en si nuestra vida es consecuente con esa ideología, cuyo esqueleto no les interesa apenas conocer» (Mem., 112).

Esta su larga y decidida inmersión voluntaria en la realidad japonesa -zen incluido- resulta ser, como pa­ra los grandes misioneros jesuitas que cuatro siglos an­tes le precedieron en aquel Oriente (Valignano, Ricci...) su gran escuela de inculturación, de la que algún día se­rá maestro en Occidente. Deja de lado los papeles de sus estudios de Europa y se sumerge decidido en el ma­gisterio mutuo de ser discípulo haciendo discípulos: «Japón es Japón, y su mentalidad una enigma para los extranjeros. Es posible vivir muchos años en Japón y permanecer hasta el último día tan alejado de su modo de pensar como en los comienzos». De donde no duda­rá en concluir como criterio de selección misionera: «En Japón necesitamos optimistas».

«Me encuentro aquí verdaderamente en mi centro»

Arrape va llevado. Voluntariamente llevado. Es su más profunda identidad misionera. Lo fue desde Lo-yola. Pero tiene prisa en desvelarla escribiendo, ya en su segundo año en Japón, a su amigo del alma, Jesús Iturrioz:

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«Me encuentro aquí verdaderamente en mi cen­tro: Usted Se acordará tal vez de que, cuando en Valkenburg y en Marneffe planeábamos soñando... aquellos planes de moral, medicina, psiquiatría y no sé cuántas cosas más, yo siempre ponía un pero; es que estaba íntimamente persuadido de que aquello no era lo que Dios buscaba de mí. Ahora es todo lo contrario: no planeo, pero estoy convencido de que estoy en el puesto al que Dios me ha destinado. Le decía que no planeo; y no es verdad. Planeo, pero mis planes van en otra dirección; planeo solamente la confianza en Jesucristo; es decir, planeo sola­mente un proyecto: el de echarme en manos de Cristo y que Él me lleve. No veo en concreto cuál sea mi modo de trabajar aquí, ni por ahora lo pue­do ver, pero sí siento con una persuasión íntima que el modo de convertir las almas a Cristo es predicar y, sobre todo, practicar su doctrina llevándola "has­ta las últimas consecuencias". A mi modo de ver, és­te es el secreto del estilo de Javier...».

No se cansará de vivir y de revelar, «oportuna e inoportunamente», el centro de este secreto personal común con Javier, que no es otro que Jesucristo. Y se pondrá como objetivo hacerlo centro de la comuni­dad parroquial de Yamaguchi. «En aquella lucha misteriosa por la conquista de las almas, continua­mente palpábamos nuestra impotencia humana. Sólo en Dios podíamos esperar. Por eso con fe redoblada le consagramos nuestros afanes de siembra». Y así lo expresó, como lo haría después, siendo Provincial y General, consagrando la misión de Yamaguchi al Sagrado Corazón de Jesús:

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«... aquí tienes a los más débiles de los misioneros tratando de conquistar para Ti esta región, cuyas dificultades hicieron encanecer al mismo Javier. Convencidos de la inutilidad de todos los medios humanos y sintiendo la escasa eficacia de los mé­todos ordinarios de apostolado en este país, que Tú quieres encomendarnos, no encontramos más recursos que tus promesas. Confiamos, Señor, cie­gamente en tu palabra...

...Y Dios nos oyó... Quiso probar nuestra fe, co­mo lo hizo con Pedro cuando caminaba sobre las aguas. Y para eso, antes del resplandor glorioso de la era que ya apunta, quiso hacernos pasar por una noche negra, como su "noche triste" y por un abandono total de parte de los hombres. La répli­ca externa a nuestra consagración fue la cárcel para mí y el destierro para el P. González Gil».

Dos meses en la cárcel

En Japón también hay cárceles. Como en Alcalá y en Salamanca para Ignacio de Loyola. Aunque por bien distintos motivos. Japón se iba a embarcar en la gue­rra mundial. ¡Y de qué modo...! Era el 7 de diciembre de 1941. El grueso de la poderosa flota norteameri­cana del Pacífico se había guarecido expectante en las tranquilas aguas de la bahía de Pearl Harbour cuando, a eso de las 8,30 de la mañana, la aviación ja­ponesa en tromba descargó toda su carga mortífera de bombas y se lanzó en aviones suicidas sobre la flota. Hora y media duró la batalla. La bahía se había con­vertido en una inmensa sepultura de hombres y de barcos. Japón pasó a controlar el Pacífico y a montar

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guardia en previsión de la respuesta bélica. Todo ex­tranjero, por serlo, era sospechoso.

Hasta Yamaguchi llegó esta sospecha. Ya había llegado unos meses antes.

«Mientras lo estaba viviendo, no me daba cuenta de ello. Con todo, no dejó de alarmarme, hasta cierto punto, ver que, a los comienzos con fre­cuencia y después diariamente, se me presentaba un policía para tomarme una disimulada declara­ción... Hablaba de todo. Preguntaba todo... Al principio, sin saber quién era y a qué venía, me hi­ce la ilusión de que le interesaba el cristianismo con la intención de convertirse».

Pero ahora iba en serio. Al día siguiente, «a las seis de la tarde del día de la Inmaculada, 8 de di­ciembre, cuando estaba preparando todo para la Bendición con el Santísimo, tres policías militares se me presentaron para pedirme -firme, pero delica­damente- que les permitiese registrar la casa». Lo registraron todo, hasta el Sagrario. Y, como cuerpo del delito, se detuvieron ante el fajo de cartas, todas las que había recibido Arrupe desde su llegada a Japón. ¡Tantas, de tantas naciones, en tantos idio­mas...! «...recogiéndolas cuidadosamente, hicieron un gran envoltorio, lo ataron, para evitar que algún sobre se deslizase furtivamente al exterior, y salieron con él... y conmigo camino de la cárcel».

Un salón espacioso, que enseguida reducirían con cortinas a un rincón de dos por dos metros, un tatami desnudo sin manta en invierno, sin aseo... «Una cár­cel occidental, aunque sea paupérrima y durísima, siempre ofrece a los presos un catre, una banqueta y

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una mesa... En una cárcel japonesa faltan las tres co­sas. Y resulta muy duro tener que estar todo el día ti­rado por el tatami. Con los ríñones doblados por no encontrar el apoyo de un respaldo, y el tronco moli­do por la falta de la cama».

En la tarde del segundo día, primer interrogatorio. A los dos días, y a requerimiento de Arrupe sobre por qué estaba allí, el centurión («sochó») sacó más de cien cuartillas apretadas, que leyó durante tres cuartos de hora. Fichas de la Policía civil, que le había estado siguiendo y visitando durante tiempo. «Todo mentira». Pero ¿me darían ocasión de demostrarlo?».

Pronto cambiaría el ambiente de aquel cuartel-cár­cel. La curiosidad de los soldados les lleva a preguntar al «extranjero». Y surge entre ambos una relación que Arrupe aprovechará para una cercana catequesis:

«Aquellas catequesis fueron para mí extraordina­riamente luminosas, porque comprendí el sentido exacto que ellos dan a nuestras palabras... Su idea de Dios no es la nuestra, ni su pecado nuestro pe­cado, ni su eternidad nuestro vivir sinfín, ni su pa­raíso nuestro cielo, ni su resurrección entre dudas la nuestra...

...Solamente en una ocasión me llevaron entre dos guardias, atravesando toda la ciudad, al "fu­ro" [baño] público... Iba sucio, porque no me afei­taba sino una vez a la semana, ni me cambiaba ni podía cambiarme la ropa. Por eso fue muy duro mi paso entre los universitarios, que me habían conocido como respetable "sensei" [maestro] y que aquel día, sin saber lo que había sucedido, me veían como un facineroso entre dos policías... No

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fue mucho tiempo, pero sí el suficiente para que pudiese aprender un poco de los sufrimientos de Cristo cuando, criminalmente maniatado, fue dos veces conducido de la corte romana a la judía».

La Navidad le hizo llegar, desde la calle, como fe­licitación de los cristianos, suave, ungido, lento, un villancico que Arrupe les había enseñado. Y, ya el 11 de enero 1942, las treinta y siete horas de segundo y definitivo interrogatorio, primero sobre su persona, luego sobre su doctrina. A mitad del interrogatorio, la misma pregunta de los cuatro jueces, tres doctores y un bachiller, que examinan a Ignacio de Loyola en Salamanca: «Explíquenos Vd. el primer mandamien­to de la ley de Dios». Ocasión que aprovecha Arrupe para una catequesis activa: «Voy a suponer que uste­des son mis catecúmenos...»

Y se acercaba la sentencia. Cuando ya la libertad era un hecho, Arrupe se atrevió a preguntar por qué no le habían interrogado antes. «Porque uno de los princi­pales elementos de juicio es la conducta del acusado antes y después de haber sido encarcelado». La despe­dida fue cordial: «Sepa que siento hacia usted el agra­decimiento que los hombres reservamos para nuestros bienhechores». «Yo, ¿su bienhechor?...». «Predique, predique una religión como esa: admirable».

«...antes de marcharme definitivamente, pasé a despedirme de aquel grupo de soldados que durante tantos días habían estado conviviendo conmigo. Eran amigos y, en cierto modo, eran también catecú­menos de ocasión. Y, cosa rara, a pesar de que no ha­cía un mes que nos conocíamos, tanto ellos como yo estábamos sinceramente emocionados».

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4 Misionero (II)

Por Ti lo hice, por Ti la dejo, a Ti te la doy

Lo que Arrupe no sabía es que le quedaban días en Yamaguchi. Con la guerra encima, que limitaba enor­memente su apostolado, vivía «repartiendo mi tiempo entre los cristianos cuya fe había que asegurar, los catecúmenos que había que instruir y los visitantes amorfos, que hoy vienen y mañana se van, dejando de vez en cuando una nueva alma para el catecismo. Entre estos últimos, mis amigos del "Kempei" [cuar­tel-cárcel] . Con sus pomposos uniformes y sus botas altas de cuero, venían con frecuencia a devolverme la larga visita que les hice... y a jugar al ping-pong».

El 9 de marzo, visita del Superior de la misión... preguntando lo que ya tiene decidido: «¿Qué tal le parecería dejar esto e irse a Nagatsuka de Maestro de novicios?». «Por Dios, Padre, pero si ni sé japonés, ni conozco apenas la psicología de los japoneses... Bien, ya lo pensaré y se lo diré en seguida».

«Sí, es lo mejor. Ahora, que ya lo tengo pensado». Y dos días después siguió un telegrama urgiendo el traslado por enfermedad del entonces Maestro.

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe Misionero (II)

«Con el apremio de esta urgencia, organizaron los cristianos, como mejor pudieron, una despedida. Fue sencillísima: cantos, discursos, danzas típicas y las tradicionales tazas de te, amarillento y amar­go, que no puede faltar en una fiesta japonesa. Cuando me llegó el momento de hablar, en res­puesta a todas las delicadezas que tuvieron, se me hizo un nudo en la garganta. Fue entonces cuan­do me di cuenta de lo unidísimos que estábamos y de los lazos tan profundos que se establecen entre los cristianos y el misionero... Entonces se recuer­da lo que se sufrió juntos y lo que se gozó unidos. Y, sintiendo la nostalgia de lo que se acaba, se ha­ce a Dios un nuevo ofrecimiento: el de la cristian­dad que se forjó para El y en otras manos se deja para Él. "Señor, por Ti lo hice, para Ti la dejo y a Ti te la doy..."» (Mem., 141-142).

El Maestro discípulo

Nadie le esperaba. Y menos de Maestro de novicios y, por si fuera poco, Rector de los jóvenes jesuitas en formación. Cinco comunidades pequeñas en total. Tiempos de guerra que afectaban particularmente a la juventud; tiempos de espionaje y contraespionaje que les hicieron ser visitados con cierta frecuencia por la policía; y tiempos de hambre. Arrupe y los novicios habían de ingeniárselas convirtiendo el jardín en huerto y cultivándolo, renunciando a los crisantemos por la verdura, y peregrinando por los pueblos de al­rededor a mendigar y a comprar... el pan verdadera­mente de cada día. Arrupe descubre una vieja bici­

cleta parcheada, que será durante bastante tiempo su medio de locomoción habitual para dar de comer a sus novicios. Pero su jerarquía de preocupaciones personales es de otro orden.

«El verdadero problema era el de la formación de los novicios. Los iban a poner en mis manos con su psicología propia, con su idiosincrasia de raza, ambas cosas en todo opuestas a las nuestras; con muchos valores positivos dignos de conservación y perfeccionamiento, y con una serie de deficien­cias, que no podía faltar siendo hombres de natu­raleza caída.

Me convencí desde el principio que lo esencial era embeberse de su espíritu, y para ello procuré leer y, sobre todo, oír cuanto en este sentido pu­diera orientarme».

Convicción -es la palabra certera de Arrupe- que necesita nacer de una honda experiencia. Lo contra­rio del sueño -tentación de todo misionero- de pre­tender conquistar al japonés con la palabra de Dios en la boca y fuego en el corazón. Para «conquistar» co­mo apóstol al Japón hay que dejarse previamente «conquistar» por Japón en un largo vaciamiento en-carnatorio, inevitablemente anónimo, que crea sinto­nía y tiende puentes humanos insustituibles por nada. «Me costaba consagrarle tanto tiempo, pero lo juz­gué una necesidad. Preferí hacer el apostolado como Dios me lo pedía, de acuerdo con las almas que de­bía salvar, antes que seguir mi propio camino, más agradable, pero menos divino».

Los controles en plena guerra limitan la actividad apostólica de Arrupe y de sus novicios. Dispone,

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MWi.iini.i itinvn *nintjluruo de Padre Arrupe

pues, de tiempo, que dedicará en su mayor parte a va­ciarse en el alma de la cultura japonesa. De diez a on­ce de la noche, mientras los novicios duermen, Arru­pe acude a su cita con el profesor para su clase per­sonalizada: de la ceremonia del té y sus valores esen­ciales: paz, respeto, pureza y soledad; de la escritura a pincel o espíritu del «Shodó», el arte de interpretar el sentimiento en el rasgo ajeno y de verter el senti­miento propio en rasgo mediante el dominio de los dos; de la música interpretativa del «No», el primiti­vo drama japonés por donde el intérprete hace desfi­lar «toda la vida intelectual de aquellas inquietas y tumultuosas generaciones de antaño... Sólo por apostolado me adentré en este camino tan amplio co­mo una llanura sin límites...».

Nada extraño que, apenas elegido General, el 20 de octubre de 1965, hablando en la Oficina de Prensa del Concilio, le brote incontenible (le pasará ya siem­pre) esta convicción y esta experiencia:

«Es necesario decirlo con fuerza: la Iglesia no puede salvar a los hombres si no es salvándolos "en" y "con" el medio vivo que forma su cultu­ra... Al mismo tiempo que ayuda a las culturas, la Iglesia recibe de estas mismas culturas muy gran­des enseñanzas: la Iglesia aprende del hombre y del mundo a ser ella misma».

Amanecer de muerte en Hiroshima

Casi medio millón de habitantes alrededor de una be­llísima bahía. Ciudad directamente respetada por la guerra hasta entonces. La aviación norteamericana'

Misionero

buscaba en aquel momento objetivos industriales. Hiroshima era ciudad pacífica, aunque de su puerto salía y a él regresaba un buen número de las tropas ja­ponesas hacia el sur (Filipinas, Oceanía), hacia el oeste (Malasia británica, Singapur, Hong-Kong), ha­cia el este (isla de Guam). Sólo las sirenas que ad­vertían del paso de aviones enemigos alteraba el pul­so relativamente tranquilo de la ciudad. Todos los dí­as, puntualmente, a las 5,30 de la mañana, un B-29 cruzaba el cielo de la ciudad.

Pero aquel 6 de agosto de 1945 cruzó por otra ru­ta. Dos horas después, de nuevo las alarmas. Y un cuarto de hora más tarde, exactamente a las 8,15,

«...un fogonazo, como de magnesio, rasgó el azul del cielo. Yo me encontraba en mi despacho con otro Padre, me puse en pie y me asomé a la venta­na. En aquel momento, un mugido sordo y conti­nuado, más como una catarata que rompe a lo le­jos que como una bomba que instantáneamente ex­plota, llegó hasta nosotros con una fuerza aterra­dora. Tembló la casa. Cayeron los cristales hechos añicos, se desquiciaron las puertas, y los tabiques japoneses, de barro y cañizo, se quebraron como un naipe aplastado por una mano gigantesca.

Aquella fuerza terrible, que creíamos iba a desgarrar el edificio por los cimientos, nos arrojó por el suelo con la bofetada de su empuje... y una lluvia continua de restos destrozados fue cayendo sobre nuestros cuerpos inmóviles en el suelo».

Arrupe, contusionado, recorrió la casa. Ninguno de los 35 jóvenes jesuítas estaba herido, aunque todo el edificio se cuarteaba. Subió con ellos a la colina

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Mlilonero. Breve semblanza de Padre Arrupe

desde donde se domina, se dominaba, la ciudad. «Vi­mos el solar arrasado de lo que fue Hiroshima. Ya no era. Estaba ardiendo como una nueva Pompeya. El cráter invertido de la bomba atómica había arrojado sobre la ciudad víctima la primera llamarada de un fuego blanco intenso. Y al contacto de su calor terri­ble, todos los combustibles ardieron como cerillas metidas en un horno».

Empezó a llegar un aluvión de heridos.

«No había tiempo que perder. Sólo se podía orar con intensidad y trabajar sin descanso... Antes de tomar ninguna medida vital, me fui a la capilla, una de cuyas paredes había saltado hecha añicos, para pedirle al Señor luz en aquella oscuridad te­rrible que nos abrumaba. Nosotros, aniquilados en la impotencia. Y El allí, en el sagrario, cono­ciéndolo todo, contemplándolo todo y esperando nuestra invitación para que tomase parte en la obra de reconstruirlo todo» (Mem., 176).

«...Todo el peso moral de la oración recaía en aquel momento sobre nosotros, sobre aquel puñado de je­suítas que en aquella casa conocíamos a Aquel que puede apaciguar las olas del mar... y las llamas del incendio. Salí de la capilla, y la decisión fue inme­diata. Haríamos de la casa un hospital. ¡Con qué ardor acogieron todos la idea...! ¡Con qué doloro­so entusiasmo se dispusieron a colaborar...!».

«Eran más de doscientas mil las víctimas. ¿Por dónde empezar?». Sin medios, ni remedios... Ras­gando la propia ropa personal interior para improvi­

sar vendajes, Arrupe da órdenes a sus jesuitas: «Va­yan a donde Dios les guíe y traigan cosas de comer. No me pregunten más. Me da lo mismo el sitio. Pres­tado, comprado, regalado. La cosa es que puedan co­mer y reponerse todos los heridos que habrá aquí cuando ustedes vuelvan...».

Salieron todos. Arrupe y los Padres se dedicaron a recoger y acomodar a los heridos que se arrastraban o eran arrastrados huyendo de la caldera hirviente de Hiroshima. «Dolores terribles los de aquellas curas en cuerpos con una tercera parte, y a veces más, de su piel en carne viva, que les hacía retorcerse de do­lor sin que de sus labios escapase una sola queja... Para sufrir será difícil encontrar otro pueblo igual sobre la tierra».

Un nuevo capítulo, el del baño de sufrimiento de Arrupe y los suyos caminando cinco horas entre ca­dáveres, fuego y escombros, hasta lo que había sido centro de la ciudad, donde se encontraba la residen­cia de los jesuitas. Todos los jesuitas, cinco, heridos, pero ninguno muerto.

«Poniendo en una camilla al P. Schiffer, que se ha­llaba sin grandes heridas, pero medio desangrado, emprendimos la vuelta, que iba a durar siete horas sin interrupción, a la luz de las llamas de las ruinas ardiendo, y en medio del coro interminable de la­mentos de moribundos, especialmente de los que, refugiándose de las llamas en el borde de la bahía, empezaban a ser anegados por la inexorable alta mar. Miles. Muchos miles. Incontables».

Ya en casa, medio agotados, a las cinco de la ma­ñana, la santa misa, en medio del coro de ayes repri-

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

midos de los casi doscientos heridos que ocupaban en tatamis, por el suelo, todos los rincones de la casa. «Al volverme en el "Dominus vobiscum", vi un gru­po compacto de dolientes; cincuenta enfermos tenían los ojos fijos en mí, con el reflejo de la extrañeza y sin el brillo de la fe. ¡No creían! No creían que Dios estuviese en la Hostia blanca que mis manos iban a alzar... Su ignorancia no era mala fe. Era falta de predicadores...».

Faltaba lo peor. Las noticias, que llegaban anár­quicamente, coincidían en disuadirnos: «No entren en la ciudad, porque ha quedado cubierta de un gas cuya eficacia mortífera es de setenta años». Y en la ciudad había más de cincuenta mil cadáveres, como amenaza de peste, y ciento veinte mil heridos sin atención posible. «Entonces fue cuando sentimos ple­namente nuestro sacerdocio... Ante la perspectiva de una muerte segura, como la que nos anunciaban, tu­vimos que hacer uno de esos propósitos firmes que tan sólo por Dios llegan a formularse».

Sin pérdida de tiempo, Arrupe y los suyos se de­dican a la obra de misericordia de apilar cadáveres, muchos miles, rociarlos de petróleo y quemarlos. «Cuando terminamos, en un último esfuerzo, aquella tarea penosa, nos encontrábamos agotados». A Ja­vier se le cansaban los brazos de bautizar. A Arrupe, de curar -la casa siguió durante mucho tiempo ha­ciendo de hospital de campaña, sin apenas medios- y de enterrar y quemar cadáveres. Como fruto de esta improvisada evangelización, no pocos japoneses co­menzaron a interesarse por el Evangelio. Y Arrupe se interesó aún más por adentrarse en el alma japonesa. Hiroshima le había marcado profundamente para

Misionero (II)

siempre. Había sido para él una escuela tan dolorosa como insospechada.

Y no sólo para él. Los horrores en cadena, de que es capaz el ser humano cuando pierde el norte, fueron, como testigo superviviente de los mismos, uno de sus más personales recursos de evangelización a lo largo y a lo ancho del mundo, que pronto habría de recorrer en todas las direcciones. Muchos años después, le siguen acompañando vivos aquellos horrores.

«Aún tengo clavado en la imaginación aquel te­rrible espectáculo de Hiroshima, aquel hongo des­tructor de la bomba atómica. Las manos de un mi­sionero no podían acudir a todas las heridas. Era la impotencia terrible del hombre ante la desola­ción y la muerte sembrada por él mismo. Han pa­sado 31 años, y la violencia persiste. Es más, ha­cemos potentísimas naves para ir a la luna, mien­tras se sigue oyendo el grito continuo del planeta Tierra; el hombre gasta millones en armas defen­sivas y deja a Cristo, al Cristo vivo, que está en la humanidad de hoy al alcance de su mano, solo, pi­soteado, crucificado... No saben lo que hacen».

La guerra, que en el extremo Oriente hizo explotar de manera fulminante Japón un 7 de diciembre de 1941 aniquilando la escuadra americana fondeada en Pearl Harbour, acabaría de manera aún más fulminante casi cuatro años después, cuando las dos primeras bombas atómicas -el 6 de agosto de 1945 en Hiroshima, y el 9 de agosto en Nagasaki- regaron de horror, dolor y muer­te aquel bellísimo paraíso. El día 10 se rindió Japón, y el 2 de septiembre se firmó el armisticio sobre la cubierta del acorazado «Missouri», en la bahía de Tokio.

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Misionero. Brove semblanza de Padre Arrupe

La bomba que no explotó...

Tan destructoras como la bomba habían de ser la ex­periencia de rendición de un pueblo que, por consi­derarse el más fuerte, se embarcó en la aventura de la guerra, y la experiencia de rendición de un Empera­dor tenido por dios. Arrupe intuyó la importancia de este momento y se entregó, más en cuerpo y alma aún, a la reconstrucción moral de aquel pueblo.

Parecía llegada la hora de Dios de la conversión del Japón.

«Comenzaron a moverse multitudes pidiendo luz. Nos llamaban de todas partes... Por eso se pensó en métodos nuevos, en reajuste de valores, en acertada adaptación a las nuevas circunstancias. Se hicieron planes en grande... Sólo que, al in­tentar poner todo aquello en práctica, quedamos dolorosamente sorprendidos de lo débil de nues­tras fuerzas... Ver, después de muchos años de siembra baldía, que la mies blanqueaba de pron­to para la siega, sin que hubiera manos para lle­nar los graneros...».

No bastó, y llegó tarde, la movilización que, des­de Roma, «Propaganda Fide» hizo solicitando volun­tarios. Parte de los apoyos de personal y de medios que Arrupe recibió en estos años vinieron de esta mo­vilización, que el entonces General de la Compañía de Jesús, el belga P. Juan B. Janssens, secundó con notable entusiasmo. Javier también soñó conversio­nes en masa en el Japón.

El error estuvo en pensar en categorías occidenta­les que el vacío producido por la catástrofe político-

Misionero

religiosa (derrota + desmitificación del Emperador-dios) iba a despertar...

«...una inmensa sed de verdad... No se daban cuenta, por lo menos muchos, de que ese vacío era desvarío de la verdad. Su ideal había desapareci­do, y querían sustituirlo por algo: lo que de modo más fácil y más pronto les llenara de nuevo el co­razón... El avance siguió siendo lento, no por las trabas exteriores, sino por la enorme dificultad radicada en un paganismo ancestral, reforzado además por el materialismo moderno, temible ne-opaganismo que, con todas sus consecuencias, nos ha venido importando el Occidente... Hoy, en el Japón, lo que queda es el paganismo, como tal, con un nuevo injerto del materialismo moderno».

«Configurar con Cristo...»

La última fase como Maestro de novicios la vivió Arrupe con un doble objetivo: su inmersión en el al­ma de la cultura japonesa y la publicación en japonés de una serie de textos espirituales básicos. El budis­mo y el shintoísmo, como religiones, habían resulta­do heridos de muerte en la contienda, no tanto como ideología y ascética, que seguiría marcando profun­damente durante mucho tiempo el alma japonesa. Una inmersión en ellas y en la literatura clásica japo­nesa se le hacía necesaria para establecer en sus no­vicios cabezas de puente, que les permitieran ser con­figurados por Cristo. La veneración por el niño y los efectos del respeto sacral a sus gustos resultaba ser, tal vez, el primer y fundamental obstáculo cultural

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Misión»» >, Hi*»vw innumin/a de Padre Arrupe

para una formación de su voluntad que les permitie­ra, más aún, les hiciera desear ser configurados por el Evangelio.

«A mí, como Maestro de novicios, confieso que no me preocupa demasiado lo que a ellos les tiene que costar su renuncia a los privilegios de la in­fancia. Lo que sí me llega al alma es tropezar, cuando les trato íntimamente, con las huellas in­delebles que deja en su carácter ese período críti­co de su formación. Acostumbrados a vivir duran­te muchos años al compás de su "kimochi"..., les resulta muy duro ceñirse al yugo de una vida me­ramente racional, en la que ese principio de ca­pricho humano, que han entronizado como un dios durante su infancia, no puede ni debe tener reso­nancia alguna. ¡Yay de ellos si la tiene...!

Esta dificultad, en el fondo, no es exclusiva del Japón... En cambio, cuando se vence, el japonés es un religioso admirable, que unifica la firmeza de voluntad con la delicadeza de las formas y el ímpetu de su gran afectividad».

En todo caso, el proceso no ha de ser de destruc­ción de lo válido, sino de incorporación e integración en el Evangelio. Es lo que mueve a Arrupe a recorrer los dinamismos pedagógicos del budismo zen, a ob­servar y escuchar, como alumno interesado, las ins­trucciones y secretos de un noviciado budista y los presupuestos ideológicos y los caminos de la ilumi­nación budista. Como también a aceptar la invitación de 500 bonzos a exponerles y dialogar con ellos so­bre el cristianismo. El juicio de Javier sobre los bon­zos que conoció le suena duro. «Cuando, delante de

Misionero

aquellos 500 hombres, recordaba yo sus palabras, pensaba que actualmente tal vez tengan también mu­cho de verdaderas, pero sentía el convencimiento pleno de que, en medio de mucha ignorancia -tal vez como factor dominante-, había muchas y muy fuertes llamaradas de buena voluntad».

Su entrega al Señor «hasta las últimas conse­cuencias» le lleva a esa total inmersión en lo japonés, que alcanza su cota máxima durante los doce años de maestro de novicios (1942-1954) -guerra y bomba de Hiroshima incluidas-. Su dedicación al acompaña­miento y la formación personalizada de los novicios, en primer lugar, y su apasionada inmersión cultural le dejarán tiempo (lo robará al sueño, como hará toda su vida) para verter en «kanjis» japoneses textos suyos y textos que le pedía el corazón traducir. Las figuras de Jesús y de Javier serán su objetivo recurrente, por preferido. Pero muy pronto se lanzó a la que él mis­mo calificará como «durísima aventura»: la traduc­ción al japonés de las obras de San Juan de la Cruz.

¿Razón? La desnudará en su prólogo:

«Siento una gran alegría al poder publicar esta traducción de las obras de San Juan de la Cruz. Supone la realización de un deseo ya muy antiguo. Si dirigimos una mirada al "Manyoshu" u otras obras clásicas, vemos que con una mirada intuiti­va se va tras el anhelado «verdad-bondad-be­lleza». El intenso deseo de una belleza perfecta idealiza y diviniza la belleza de la naturaleza. Aquí se encuentra la mística de la cultura japone­sa...Cultura más intuitiva que racional...

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

Esta diferencia entre lo occidental y lo oriental aparece muy clara en los discursos públicos, en los sermones... Lo que desde la retórica europea es un sermón o discurso de alta calidad, al oyente medio japonés le resulta difícilmente inteligible y cansado. ¿Cómo hacer compatible intuición y pensamiento? Hay una persona capaz de satisfa­cer este deseo: el místico teólogo San Juan de la Cruz... Supo sentir el pathos humano y al mismo tiempo amar profundamente la naturaleza... La claridad de su pensamiento se funde con un pro­fundo amor emotivo, lo simbólico con lo intuiti­vo... Emoción y razón se unen admirablemente y se desarrollan ampliamente... Las obras de Juan de la Cruz acercan a los creyentes a los dogmas de la fe, y a los no creyentes les ayudan a profun­dizar en el conocimiento del ser humano y, ade­más del profundo interés que despiertan en to­dos..., les llevan a conocer al verdadero Dios, su profundo amor y luz sin límites».

De 1949 son las 260 páginas de su biografía de Javier -las cartas ya las había traducido antes-, bajo el título «Evolución exterior e interior de Javier has­ta llegar a ser soldado y apóstol de Jesucristo». Un año después, 250 páginas recogerán treinta y cinco cartas a los jóvenes, respuestas a sus inquietudes, y lanzará la primera edición de «Semblanza de Jesu­cristo», su cristología pastoral recientemente reedita­da (2004), fruto de su gran preocupación personal co­mo evangelizador: «Se habla mucho de la enseñanza de Jesús, pero poco de su persona». Y la bajada de te­lón como maestro de novicios le encontrará recién

Misionero

terminada una exposición-comentario de los Ejer­cicios Espirituales de San Ignacio («El camino de Cristo»).

Balance de un misionero

Pronto tendrá ocasión, en su nueva etapa misionera como Viceprovincial primero (1854-58), y primer Provincial a continuación (1958-65), de compartir con sus hermanos misioneros de Japón lo más perso­nal de su experiencia de inserción en lo japonés. En una plática de 1959-1960 a la joven Provincia, les ex­horta a ser:

«Hombres del MAGIS, que sienten en su interior ese impulso hacia "lo más" y "lo mejor". En ese "ma­gis" está el secreto del continuo y alegre buscar el bien de las almas y de la Iglesia. Las "almas japo­nesas" son la pauta para circunscribir nuestro "magis". Lo que ayuda a las almas japonesas es bueno, y lo que las perjudica es malo. De ahí la necesidad de la "discreción".

Si ésta es tan necesaria, que se puede conside­rar como una característica esencial de la obra de la Compañía, ¡cuánto más lo será en un país co­mo Japón, de una cultura, una tradición, una mentalidad y un ambiente tan diversos...! ¿No es verdad que, a pesar de los años que pueda uno lle­var trabajando en Japón, hay muchos momentos en que siente como que resbala y que no sabe có­mo proceder? Esta realidad nos obliga a ser "dis­cretos", a proceder con cautela, a reflexionar so-

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

bre nuestros actos y sobre el efecto producido por nuestro modo de obrar o de hablar. Es muy intere­sante el contraste entre ver el aplomo con que el jo­ven y novel misionero dictamina sobre todo y sobre todos, y la prudente reserva del ya experimentado: entre el "un disparate, yo estoy seguro..., no lo en­tienden..., si me dejaran hacer..." y el "tal vez sea así..., más vale esperar..., consulte con un japo­nés..., vaya despacio..." Es esa actitud del humilde experimentado que siente con San Ignacio, el cual "era conducido suavemente adonde no sabía"».

También con otros, creyentes y no creyentes, con los que va a entrar en contacto próximamente en sus viajes por el mundo, dando a conocer la realidad de la misión del Japón y buscando brazos y medios para su evangelización, no dudará en compartir su Getsemaní más profundo, que no fue el de la bomba atómica, si­no el que día tras día vivía sobre el tatami de su «po­bre capilla». ¡De cuántos momentos de Arrupe no ha­brían sido capilla y tatami testigos y escenario mu­do...! En él concentra estos doce últimos años, densí­simos de vidas y de muertes, de ilusiones fugaces y desengaños profundos... En esta capilla hacía confluir todo. A lo ocurrido en esta capilla volvía la mirada re­viviendo una de sus confesiones más profundas:

«La sensación absorbente de entonces era la de encontrarnos aislados: un muro apretado e in­abordable nos ceñía por todas partes. Nuestro tra­bajo era un desesperante derroche de energía, y el resultado práctico... unos cuantos bautismos, cuyo número, si llenaba los dedos de una mano, consi­derábamos un éxito sin precedentes. ¡Cuántas ve­

ces..., como fantasma tentador, se nos presentaban a nuestros ojos las posibilidades de otro trabajo no menos intenso, pero mucho más provechoso, en nuestro propio país...!

Nuestra oración era entonces la de entrega ab­soluta a los planes de Dios. De ella brotaba la ale­gría de saber que estábamos en el puesto que El quería y el convencimiento de la necesidad de una sobrenaturalidad lo más grande posible, con la que pudiéramos reconocer en este fracaso externo la realidad de nuestro éxito sobrenatural... Pero eso no bastaba: había momentos de desaliento que tenían un solo antídoto eficaz: ir avanzando hasta el fondo del problema, hasta la raíz de todo ese misterio de salvación de las almas, hasta el mismo Corazón de Cristo: postrarme en el tatami de nuestra pobre capilla, como Él en el suelo de Getsemaní, buscando el consuelo, con Cristo, en la oración desconsolada: Padre, si es posible... Pero no se haga mi voluntad...».

No fue fugaz ésta experiencia, sino la dominante en toda esta historia y la desembocadura final de mu­chos menudos episodios de todos los días. Hasta los últimos.

«Pero la resignación a esta voluntad divina quizá no sea el mayor problema en cuanto se refiere a nosotros; al fin y al cabo, hemos querido dárselo todo a Cristo. Pero ¿y la salvación de las almas? Éste es el punto de verdad difícil para el que en­tiende algo de lo que valen. Pero San Francisco Javier, también en aquel Yamaguchi, pidió sólo al­mas; yo las pedía también, y sentí en el fondo del

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

alma la voz (consigna) de lo alto: "Hasta en esto

de la salvación de los hombres hágase la voluntad

del Padre"-. ¿No fue ése también el sufrimiento

más costoso de Cristo en el huerto?».

Y Arrupe bebió largamente, hasta la última gota, el cáliz de las pocas conversiones...

«El corazón del misionero... palpa día tras día el

alejamiento de las almas, esa como imposibilidad

de acercarse a Cristo, y desearía orar, sacrificar­

se, dar su vida a trueque de que la sangre de

Cristo no se derramara inútilmente. Y quisiera

uno salir por esos mundos como San Francisco

Javier, gritando como un loco que por culpa de

muchos se pierden estas almas... El no volvió a

Europa. Si lo hubiera hecho, ¿qué habría encon­

trado en ella? De mí sé decir que, cuando el año

pasado volví a Occidente y me puse en contacto

con miles y miles de personas, quise gritar y gri­

té... Pero mi voz sólo encontró eco en ese pequeño

grupo de almas buenas, las de siempre...».

No mermó su entusiasmo, al contrario. Y Dios ya estaba abriéndole y agrandándole un nuevo horizon­te misionero, mientras Arrupe cerraba este capítulo de su vida afirmando convencido: «sé que Dios ama infinitamente al Japón»; y comenzaba a cuestionarse:

«En cuanto al paganismo moderno de Occidente,

quizá tenga para estos problemas, sobre todo a

tanta distancia, tan poca comprensión como [pa­

ra] el paganismo ancestral de Oriente. Por eso mi

impresión global, al volver de nuevo al Japón y

. . .—. • Misionero (II) «Sf l i

postrarme en las soledades de mi sagrario de

Hiroshima, fue desoladora: el mundo se va con­

virtiendo en un inmenso campo de misión en el

que no sabe uno dónde es más fácil llevar las al­

mas a Cristo: si entre los paganos orientales o en­

tre los neo-paganos de Occidente».

Pronto serán los dos su nuevo campo de misión. Empezó a preocuparle Occidente en la medida en que creció su responsabilidad misionera, ahora como Superior Mayor en Japón. La misión cambió alargán­dose. El misionero no. Había crecido.

«Un atrevido golpe de timón»

Así los llama él. Ya van unos cuantos en sus veinti­siete años de jesuíta. Y le faltan todavía los más «atrevidos». Celebrando y agradeciendo a Dios sus cincuenta años de jesuíta, había de confesar:

«...no puedo menos de reconocer que los jalones

decisivos de mi vida, los virajes radicales de mi

camino, han sido siempre inesperados, irraciona­

les, pero en ellos he podido siempre reconocer,

tarde o temprano, la mano de Dios que daba un

atrevido golpe de timón... Han sido tan inespera­

dos y tan bruscos y han llevado al mismo tiempo

tan claramente la "marca" de Dios, que realmen­

te yo los he considerado y los considero como

aquellas "irrupciones" con que la amorosa provi­

dencia de Dios se complace en manifestar su pre­

sencia y su absoluto dominio sobre nosotros».

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

Hacía sólo 46 años que los jesuitas habían rea­bierto en Japón la misión que inició Javier el 15 de agosto de 1549 y cuyos cimientos excavó durante dos años. Salió de Japón con la intención de volver con refuerzos a un pueblo que había observado y estudia­do sin descanso. Los refuerzos llegaron, pero él no. En un islote del vecino continente, esperando que se le abrieran las puertas de China, como tres años antes las de Japón, sin más testigos que Antonio, un fiel criado chino, le tomó el Señor «a imitación de Cris­to» (Polanco / León Du, 259). Veinte días antes había escrito al P. Francisco Pérez, en Malaca: «Rogad mu­cho a Dios por nosotros, porque corremos grandísimo peligro de ser cautivos; pero nos consolamos con pensar que mucho mejor es ser cautivos por solo el amor de Dios, que libres por huir de los trabajos de la cruz» (12-11-1552).

El primer siglo de la misión jesuítica de Japón es­tuvo presidido por la cruz y la persecución. No había acabado el siglo XVI (el 5 de febrero de 1597), y ya habían dado testimonio de Jesús los primeros jesuitas, crucificados como El, en Nagasaki, durante la más cruel de las persecuciones, que acabaría haciendo des­aparecer la misión jesuítica del Japón con la muerte del último jesuíta en 1644. Casi tres siglos tardó en regre­sar la Compañía de Jesús, reabriendo su misión de Japón con una avanzadilla de tres sacerdotes y el mo­desto enclave de una iglesia en Tokio el 18 de octubre de 1908, cuando Arrupe tenía once meses de vida. Cinco años más tarde, inició modestísimamente su an­dadura la Universidad Sofía, la «joya de la corona» de la misión hasta nuestros días. Desde 1923, serán los je­suitas alemanes del norte quienes se encarguen de la

Misionero

misión, ayudados, a partir de 1933-34, por los alema­nes del Oriente y por los españoles de las provincias de Toledo y Andalucía preferentemente.

Pero aquella primera Compañía de Jesús había se­guido presente en Japón, en la memoria viva de los numerosos mártires de Nagasaki. Memoria que Arrupe, en una de sus certeras intuiciones misioneras, se propuso reavivar, haciendo de Nagasaki y del tem­plo-monumento-museo que él promovió y erigió, con ocasión del primer centenario (10 de junio de 1962) de la canonización de los mártires por Pío IX, centro espiritual para los nuevos cristianos. Simbólicamen­te, otro 5 de febrero, casi cuatro siglos después de la cruel crucifixión de estos cristianos (1597), rendiría Arrupe también su viaje misionero al Padre desde Roma.

«¡Estrategia!»

Nuevos objetivos, nuevos medios, reafirmar la «es­trategia». Arrupe ha aprendido de Ignacio de Loyola a planificar. La clave de sus planificaciones, como misionero y párroco, como maestro, cuando la bom­ba atómica, ahora como Superior Mayor..., y más tar­de como General, en las empresas fáciles y en las di­fíciles, será lo que Arrupe denomina «estrategia». Por «estrategia» no entiende Arrupe un tipo de maniobra humana estudiada. Todo lo contrario. Su «estrategia» es precisamente no maniobrar, no estorbar, sino dejar que Dios actúe limpia y enteramente y colaborar con El. «Somos tan poco, podemos tan poco, y la obra de la redención es tan grande... ¡Estrategia! Esta pala-

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

bra me dice mucho... La devoción al Sagrado Cora­zón es una estrategia. Para mi es la razón supre­ma...»: así escribía ya en el temprano destierro de Bélgica, en 1933.

Su secreto es haber descubierto que la eficacia apostólica no es proporcional al hacer de los huma­nos, sino a lo que los humanos dejemos hacer a Dios. Es la maniobra (estrategia) de la debilidad reconoci­da y del convencimiento de la fuerza de Dios experi­mentada, con la que se presentó ya en su primer es­treno misionero en la parroquia de Yamaguchi consa­grando aquella misión al Sagrado Corazón de Jesús:

«Tú que escoges a los débiles del mundo para confundir a los fuertes, aquí tienes a los más dé­biles de los misioneros tratando de conquistar pa­ra Ti esta región, cuyas dificultades hicieron en­canecer al mismo Javier. Convencidos de la inuti­lidad de todos los medios humanos y sintiendo la escasa eficacia de los métodos ordinarios de apostolado en este país, que Tú quieres encomen­darnos, no encontramos más recursos que tus pro­mesas... Puesto que necesitamos esa fuerza ex­traordinaria, te prometemos hoy ser verdaderos apóstoles de tu Corazón, llevando una vida per­fecta de amor y reparación. Concédenos, Señor, la gracia de que, desapareciendo nosotros por com­pleto, esta Misión sea pronto el argumento feha­ciente de la realidad y eficacia de tus promesas».

Nombrado Provincial, volvería a ser la Consagra­ción de la recién nacida Provincia de Japón al Sagra­do Corazón de Jesús su primer recurso apostólico. En el argot misionero de estos años, se bautizó como «el

Misionero (II)

disco» de Arrupe su insistente recurso público y pri­vado al Corazón de Jesucristo. Devoción, en el senti­do más pleno, de entrega absoluta y agradecida al amor con que se le había hecho familiar el Dios en­tregado en su Hijo. De éste ha aprendido a no vivir para otra cosa -de modo permanente y «hasta las úl­timas consecuencias»- que para la voluntad del Pa­dre. La llamada permanente de ese amor entregado y su respuesta personal las fijará Arrupe en el Corazón de Cristo como en su centro.

A un estudiante jesuita que el 12 de julio de 1956 se atrevió a pedirle: «escríbanos algo de lo que supo­ne la devoción al Sagrado Corazón a los que piensan ir a misionar a tierras japonesas», le dedicó una larga carta, verdadero autorretrato, de la que entresacamos lo siguiente:

«Yo creo que la respuesta se reduce a una sola pa­labra: todo. Es decir, que para quien quiera tra­bajar por Jesucristo en la salvación de las almas de los japoneses, con la eficacia que El desea, esa vida de amor y de entrega ignaciana del "tercer grado de humildad" y de la "Contemplaciónpara alcanzar amor", es decir, el amor perfecto a Jesu­cristo ha de ser toda su vida y su único ideal...

La vida del misionero en Japón ha de ser una vida de desprendimiento total de todo, incluso de lo más querido e, iba a decir, incluso de lo más santo... Al decir esto, me refiero, por ejemplo, a la lengua, modo de pensar nacional, etc. El venir a Japón supone que uno ha de desprenderse de todo lo que sea obstáculo para "hacerse japonés", lo cual supone que hay que dejar de ser, por ejemplo,

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Mlslonoto. Bmvn soiTiblon/a de Padre Arrupe

español... En una palabra, la vida del misionero en Japón ha de ser una vida sólo para Cristo y to­do para Cristo».

«La niña de los ojos»

Así retrataba el P. General, Juan B. Janssens, la misión del Japón en el mapa de las misiones de la Compañía en aquel momento. Como tal se la confió a Pedro Arrupe, que no vaciló un minuto en exponerse a este nuevo experimento que Dios hacía con él. Se le entre­gaban, en aquel temprano 1954, 190 jesuítas de muy diversas nacionalidades de origen, 26 puestos de mi­sión, 2 colegios, la Universidad Sofía en Tokio, mal­herida superviviente de la guerra, una incipiente es­cuela de música, y otra incipiente Facultad de teología. Los católicos en todo Japón eran entonces 197.286.

Pero Arrupe no dejó de ser misionero. No podía no serlo. El misionero de raza -y Arrupe lo fue siem­pre- nunca se da por terminado. Precisamente porque ser misionero no es una técnica ni una especialidad que uno ha elegido, sino un hábito del corazón que mantiene la voluntad del enviado en permanente rea­juste con la voluntad inagotable del que le envía y con la cambiante necesidad de aquellos a los que va enviado. Es el horizonte de la misión el que, de re­pente, se le ha alargado a todos los continentes, pre­cisamente para hacer posible su misión en Japón. Y vuela y vuela dando a conocer la misión e interesan­do en ella, mendigando céntimo a céntimo y creando una red de bienhechores y de centros de apoyo, mu­chos de ellos modestos, pero enormemente eficaces. Una «gran familia» misionera, los llamó él.

Misionero

Esta sería su nueva misión. También ésta, «hasta las últimas consecuencias». Con el corazón arraiga­do en Japón, a los seis meses de su nombramiento co­mo Viceprovincial inició un largo viaje de casi diez meses por Europa y las dos Américas, no sólo bus­cando misioneros y apoyos, sino evangelizando Oc­cidente, como quiso hacer, y no pudo, Francisco Ja­vier por las universidades de Europa, y con el mismo mensaje: «...y principalmente a la Universidad de Paris, diciendo en la Sorbona a los que tienen más le­tras que voluntad para ponerse a fructificar con ellas cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos. Y así como van estudiando en letras, si estudiasen en la cuenta que Dios nuestro Señor les demandará de ellas y del talento que les tie­ne dado, muchos se moverían, tomando medios y Ejercicios Espirituales para conocer y sentir dentro de sus ánimas la voluntad divina, conformándose más con ella que con sus propias afecciones, diciendo: Señor, ¿qué quieres hacer de mí? envíame adonde quieras y, si conviene, también a los indios».

El universitario Arrupe, como el universitario Ja­vier, coincidían en los mismos deseos, en el ardor por contagiarlos y hasta en el camino por donde confor­maron sus voluntades con la voluntad divina. Desde Medellín (Colombia) escribió Arrupe el 9 de junio de 1955 a sus hermanos misioneros de Japón:

«Desde el día 16 de noviembre del año pasado han transcurrido ya casi siete meses y, a pesar del deseo que tengo de encontrarme ya de nuevo en­tre vosotros, me he visto precisado a prolongar el viaje todavía hasta finales del verano. El P. Ge-

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Hrove semblanza de Padre Arrupe

neral cree que, para el futuro de nuestra Vice-pro-vincia, este viaje por los distintos países de Euro­pa y las dos Américas era necesario, a pesar de que me obligue a prolongar tanto mi ausencia.

Filipinas, Estados Unidos, España, Italia, Fran­cia, Bélgica, Alemania, Canadá, Cuba, Santo Do­mingo, Puerto Rico, Colombia, han sido las escalas que he hecho durante estos meses. Todavía me que­dan Ecuador, Perú, Uruguay, Brasil, Venezuela, Centroamérica y México.

Hasta el presente, y gracias a vuestras oracio­nes, creo que este viaje va consiguiendo su fin: Coordinar los esfuerzos de estas diferentes nacio­nes y provincias, que, según los deseos del M.R.P. General, cada una según sus posibilidades, han de ayudar a nuestra Viceprovincia.

Mucho tendría que contar si fuese a descender a los detalles de este viaje; pero, como me es im­posible en los límites de una carta, creo que po­dría resumir mi vida durante estos meses dicién-doos con toda sencillez que es un continuo movi­miento... y un continuo comenzar para dejar lo co­menzado en manos de otros y arremeter de nuevo con la nación o población siguiente. Nuestro tra­bajo en Japón es, en la mayor parte de las nacio­nes, enteramente desconocido; pero, cuando caen en la cuenta de la actual situación del Japón, se entusiasman grandemente. Lo difícil es llegar a conseguir esta comprensión; eso lleva tiempo, pe­ro se consigue.

Así que espero que estos esfuerzos no sean del todo infructuosos y que, según los deseos del

M.R.P. General, esta Viceprovincia sea realmente el fruto del esfuerzo de toda la Compañía.

Esto es para nosotros un gran consuelo, vien­do lo mucho que el P. General se interesa por nos­otros; pero, al mismo tiempo, nos obliga también mucho, para que seamos generosos con Dios nuestro Señor y no defraudemos sus esperanzas.

Quiera el Sagrado Corazón de Jesucristo col­maros a todos y a toda la nación japonesa de sus gracias. Pidiéndoos de nuevo vuestras oraciones, os queda muy obligado el último de todos, Pedro Arru­pe, SJ.» (Archivo de la Prov. de Japón, VII/I/31).

También aquí su voto de lo más perfecto, su dispo­nibilidad al querer del Padre, le llevó a vaciarse sin medida en viajes agotadores, en los que no siempre sus esfuerzos fructificaron según sus deseos y los de quie­nes le enviaron, pero en los que dejó implantada una amplia retaguardia misionera que, con el tiempo, ha­bría de demostrarse muy eficaz. Sus dotes de relación personal y de captación de amigos, pero sobre todo la verdad, humildad y transparencia de su anuncio, ha­ciéndose todo a todos, recorrieron con él varias veces largos caminos de Europa y de América de arriba aba­jo. Y con un sincero agradecimiento personal a todos, lleno de detalles, completaba y mantenía viva su doble obra misionera en Japón y en Occidente. Escribía a uno de sus colaboradores seglares, Don Horacio Pas­cual, con fecha de 15 de septiembre de 1963:

«Muy recordados co-misioneros:

Se acerca una fecha llena para mide muy hon­dos recuerdos, y el pensamiento se me va a todos

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'• 'i mta, Irava lemblonza de Padre Arrupe

ustedes, que con tanta abnegación y constante ca­

riño me han acompañado como verdaderos com­

pañeros de un mismo trabajo durante estos veinti­

cinco años de vida misionera. Mi deseo de misio­

nero se vería del todo satisfecho si, al llegar esta

fecha, pudiera decirles que estos 94 millones de

japoneses adoran al verdadero Dios. Esto, por

desgracia, no puedo decírselo, pero hay realida­

des que tenemos que reconocer para dar gracias

al Corazón de Jesús.

Durante estos veinticinco años, la Misión del

Japón se ha transformado, sin que apenas nos

atrevamos hoy a dar crédito a nuestros ojos. ¡Qué

distinta de aquellos años anteriores a la guerra,

en que nos movíamos con mil miramientos para

poder desarrollar un apostolado precario, estre­

chados por las necesidades materiales y por la ab­

soluta falta de comprensión! Mi primer encuentro

con la ciudad de Yamaguchi. No podía imaginar

que en el mismo centro de la ciudad, años des­

pués, se levantaría una iglesia en honor de San

Francisco Javier.

La guerra y la bomba atómica vinieron a mar­

car con sangre nuestro campo misional. Y en

aquel mismo jardín del noviciado, azotado una

mañana por los últimos ramalazos de la honda ex­

pansiva, se levantó con la ayuda de todos ustedes

un edificio nuevo, adonde nuestros Padres se reti­

ran para su último año de formación misionera.

El Señor les ha ido inspirando a unos y a otros

los más variados medios de reunir fondos para co­

laborar en la conversión de Japón. No sólo las li­

mosnas aisladas, grandes o pequeñas, sino las im­

portaciones y el comercio puestos al servicio de

las Misiones; desde la venta de un cerdito criado

en casa con la ilusión y el cariño de un par de ni­

ñas de Colegio, o la abnegada venta de estropa­

jos, o la importación de motores de barco, o la

creación de una nueva Caja de Seguros...

Y todo esto fue tomando forma concreta en las

iglesias de Kannonmachi, Tokuyama y Bofu. En la

de Tottori, hoy entregada a otra Congregación re­

ligiosa, el Seminario, donde los jesuítas japoneses

se forman hasta el sacerdocio. La residencia de

Kobe para estudiantes de Universidad. La gran

obra de Nagasaki, para tantos primera oportuni­

dad de un encuentro con la fe. La residencia de

Hiroshima, donde nuestros Padres se han retirado

después de entregar al clero secular la Catedral

Memorial de la Paz, construida por ellos con

otras cinco iglesias más de la ciudad. La Casa de

Ejercicios de Tokio. En Matsue, una iglesia nueva

ha venido a suplir a la que, ya comida por la hor­

miga blanca, estaba a punto de ruina.

La Iglesia japonesa ha ido tomando consisten­

cia durante estos años, y hoy toda la jerarquía es

japonesa. El clero secular crece rápidamente. Di­

versos Seminarios diocesanos se han levantado,

entre ellos el interdiocesano, confiado a la Com­

pañía de Jesús. Y, a la par que estas obras —unas

pocas entre tantas que, con la generosidad de us­

tedes, se han podido ir realizando-, ese mantener

a los Misioneros y el esfuerzo por llevar adelante

tantas empresas.

¡Cuántos de nuestros misioneros, que ya tra­

bajan en los puestos de misión, deben el haber lie-

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

gado al sacerdocio a la generosidad de una buena madrina extranjera que, a fuerza de sacrificios propios, le ha ido enviando lo necesario para sus estudios y manutención..!.

Por eso, al dejar correr mi imaginación por es­tos veinticinco años de vida misionera, desde aquel 15 de octubre de 1938, al tiempo que me siento lle­no de agradecimiento al Señor, no tengo más reme­dio que acordarme de todos ustedes, que me han

. acompañado paso a paso en este largo camino. Ayúdenme a dar gracias a Dios en esta fecha,

en la seguridad de que su oración es correspondi­da por mí y por todos estos misioneros aún llenos de nuevos y grandes planes para el futuro. Nue­vas metas nos esperan este año: las iglesias de Iwakuni, Shimonoseki, Masuda...

Que Dios nos conceda una verdadera caridad que mantenga estrechamente unida a esta gran "familia" misionera de Japón. Lleno de agradeci­miento y con mi bendición, Pedro Arrupe, SJ.».

Cuatro objetivos se propuso Arrupe como priori­dad de su nueva misión: personas, medios económi­cos, la formación de las nuevas levas de jóvenes mi­sioneros y la cohesión de aquella nueva comunidad misionera culturalmente tan heterogénea de jesuitas, en su mayoría jóvenes provenientes de más de treinta provincias, que había de triplicarse en los once años de su gobierno. Era evidente que la solución de los dos primeros objetivos había de venir de fuera del Japón.

Su primera preocupación fue la inmersión pro­funda de los jóvenes misioneros en la lengua y la cul­tura japonesas. No quería que tuvieran que vivir en

Misionero (II) ^ H

solitario y a pecho descubierto la novatada con la que, dieciséis años antes, había tenido él que abrirse cami­no, a golpe de pura intuición y de una generosidad ex­trema. La inculturación, lo primero. No todos resistie­ron esta inmersión. Tal vez, la selección en sus provin­cias de origen, por la premura en el envío, no había te­nido suficientemente en cuenta la específica dificultad de la misión japonesa. Además de la inculturación pro­piamente tal, la inserción en una comunidad, interna­cional al máximo, y la dureza de una evangelización de escaso fruto visible, de la que Arrupe sabía tanto, resultaron una dificultad insuperable.

Levantar la Universidad Sofía, muy dañada en su capacidad educadora durante la guerra y primera post­guerra, fue otro de sus objetivos. Tuvo el acierto de in­teresar en él al Cardenal Frings, de Colonia, y, por me­dio de él, a otras instituciones alemanas que se volca­ron generosamente. Los menos de dos mil alumnos que tenía la Universidad cuando Arrupe se responsabi­lizó de la Misión entera del Japón, serían doce mil cuando tuvo que dejar definitivamente aquel país.

Occidente - Oriente: Doble paganismo

Eran los años de la guerra fría. De regreso de uno de sus viajes de promoción y apoyo de la misión de Japón, impactado por el neo-paganismo que ha ob­servado en Occidente, previene a sus jesuitas de una forma muy directa. Ha registrado lo que en su libro Vida de Cristo formula Monseñor Fulton Sheen como un «Gran Divorcio» del mundo moderno: el divorcio de Cristo y de su Cruz. «El gran problema ante este

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Misionero, Breve semblanza de Padre Arrupe

mundo es éste: ¿hallará la Cruz a Cristo antes de que Cristo halle la Cruz? Yo creo que el comunismo ha­llará a Cristo antes de que la civilización occidental postcristiana encuentre la Cruz».

«Consecuencia y engendro de esa unión adúltera [una Cruz sin Cristo, el Este, y un Cristo sin Cruz, el Occidente] es la influencia de ese neopaganis-mo tan sutil que se ha infiltrado en las filas del ca­tolicismo y aun en las del catolicismo "ferviente", o del que se dice ferviente por sus muestras exter­nas de piedad tradicional (formalística). En cuan­to ese Cristo, al que se ha desclavado divorcián­dolo de la Cruz y convirtiéndolo en un adorno, co­mienza de nuevo a querer recorrer el camino del Calvario para volver a ser crucificado, se le re­chaza bajo el pretexto de descubrir en él a un dis­frazado agitador o comunista...».

Y, ya de vuelta al Japón y a su traída y llevada evolución ideológica y técnica, Arrupe alerta a sus je­suítas sobre lo que él llama «una encarnación por ex­celencia» del paganismo:

«Paganismo por dentro y paganismo por fuera, "viejo-paganismo" y "neo-paganismo" en una simbiosis ateo-materialista. Es decir, un paganis­mo moderno de un materialismo teórico-práctico, que ahoga al paganismo antiguo en cuanto podía tener de espiritualista, pero lo robustece en cuan­to que el fondo ateo de sus falsos dioses se pro­yecta más atractivo para el hombre moderno al ser sustituido por el culto a la ciencia y ala "car­ne humana"... ¿Qué diferencia esencial entre el

Misionero

paganismo que encontró en Grecia y Roma San Pablo y el que encontramos nosotros en el Japón? Diferencia esencial, ninguna, aunque las aparien­cias sean tan distintas... Ese es el mundo que te­nemos que convertir».

No habrán de pasar muchos años para que vuelva a encontrarse con este neopaganismo, ahora ya no só­lo como fenómeno nacional observado y lamentado, sino como objetivo primero de la misión urgida a la Compañía de Jesús por S.S. Pablo VI en vísperas de la elección de Arrupe como General. La hondura de este impacto asomó durante sus Ejercicios, dos meses después de su elección.

«La lucha contra el ateísmo, encomendada por el Santo Padre de una manera tan apremiante, es de una importancia grande y una complejidad extraor­dinaria. ¡Es la voluntad de Cristo y su Iglesia! Es de tal profundidad y trascendencia, que es mayor que el peligro de la Reforma en el siglo XVI. Si se conside­ra en el siglo XVI la Reforma, unida al enorme pro­blema de la evangelización de los pueblos descu­biertos entonces (América, India, Japón), este pro­blema se asemeja en sus proporciones... Hoy el pro­blema es más vasto y profundo. ¡Es la obra de todo el mundo ya descubierto, pero el valor que se pre­senta por salvar es el de la idea misma de Dios!».

Misión de emergencia

Junto a la búsqueda y formación de nuevos misione­ros para una evangelización tan dura, preocupa a Arrupe la renovación de los antiguos. Veteranos que

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

tuvieron que abrirse camino heroicamente entre las sospechas y resistencias del nacionalismo japonés y en medio del individualismo a que se vieron llevados por un trabajo solitario y de roturación, sin más me­dios que la gracia de Dios y una enorme fuerza de vo­luntad. Con el añadido de que estos veteranos, en su mayoría, procedían de Alemania y Japón, las dos grandes potencias derrotadas en el recientemente pa­sado conflicto mundial.

El fruto de esta larga misión de emergencia de Arrupe por todo el mundo se hizo notar muy pronto, tanto en número de voluntarios jesuítas jóvenes como de ayudas económicas o de florecimiento de una nue­va simpatía hacia la misión de Japón dentro y fuera de la Compañía de Jesús. Pero también, por otro lado, se hicieron presentes el desgaste de la generosidad per­sonal y el desbordamiento de su misión. Sus prolon­gadas ausencias de la Provincia arrastraron consigo una menor atención personal directa a las personas, especialmente a los más frágiles, los jóvenes.

Y eso que Arrupe había cuidado la selección de los colaboradores responsables de la formación, con­fiando en ellos y delegándoles amplísimas competen­cias, como solía hacer y aconsejar en situaciones equivalentes. A un joven rector que por aquellos años le pidió consejo, le regaló éste: «Fíese completamen­te de sus colaboradores. En alguna ocasión podrán fallarle o defraudar su confianza. No les retire la su­ya. Siga confiando en ellos» (Anécdotas, 35).

De hecho su proyección exterior, motivada toda ella por hacer de la provincia japonesa un mejor ins­trumento de evangelización, le acarreó críticas que salpicaron también al P. General, Juan B. Janssens.

Misionero

En realidad, esa aventura japonesa fue de los dos: ¿Estaba justificada tanta inversión de hombres y de medios, en detrimento de otros objetivos apostólicos? ¿Era sostenible una interprovincialización tan fuerte, cuando en algunas zonas proveedoras de jóvenes mi­sioneros -México, España..., por ejemplo- comenza­ban a vislumbrarse síntomas de declive vocacional? ¿Hasta dónde influyó en la defección de numerosos jóvenes misioneros su atención y seguimiento por medio de formadores intermediarios menos experi­mentados que Arrupe, aunque ayudados a distancia por éste?

Arrupe, que había tenido que vivir no pocas si­tuaciones límite, superó su décimo año de Superior Mayor de la Misión con sensación de agotamiento. Su generosidad no podía más. Tanto, que el 1 de sep­tiembre de 1961 escribió al P. General representán­dole la conveniencia de ser relevado en el cargo:

«El día 18 del próximo mes de octubre recurrirá el

tercer aniversario de esta Provincia de Japón y, al

mismo tiempo, se completará el tercer año de mi

cargo como Provincial. Antes había cumplido ya

cuatro años como Viceprovincial de la Viceprovin-

cia de Japón. Así pues, le represento esta larga

duración de mi oficio, en el que temo que, por tan­

tos años, me haya acomodado a las circunstancias

de los problemas, sin gobernar la Provincia con la

suficiente diligencia y eficacia. Pienso, por ello,

que es conveniente que otro Provincial con una

nueva y mayor clarividencia de los problemas

pueda gobernar esta Provincia de tanta importan­

cia con mayor éxito».

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Misionera, Breve semblanza de Padre Arrupe

No tuvo respuesta, del Vicario General, R Johannes Swain, hasta el 21 de octubre: «No me extraña que V.R. pida ser liberado de su cargo. Ha llevado el peso del go­bierno sin descanso durante muchos años Sin embargo, juzgo que debe cargar durante algún tiempo con el go­bierno de esa Provincia con el mismo celo que siempre tuvo. Procure, sin embargo, no cargarse de demasiados trabajos en detrimento de su salud y con menor efica­cia en la dirección de las obras. Nuestro Padre le ben­dice, y a su bendición, prenda de muchos dones del cie­lo, uno gustosísimamente la mía».

Tres años más completaron la segunda fase mi­sionera de Arrupe en Japón. Cuando ésta tocaba a su fin, el Visitador de la Provincia de Japón, que en el mes de agosto 1964 había propuesto a Roma el rele­vo del Provincial para diciembre o enero de 1965, volvió a insistir el 5 de octubre en la urgencia de que dicho relevo no se prolongase más allá de enero. Pero exactamente ese mismo día 5 de octubre 1964 falle­ció el P. General, Juan B. Janssens. La convocatoria de una nueva Congregación General obligó a Pedro Arrupe, por ley, a continuar en el cargo. A pesar de todo, el Visitador insistió al día siguiente (6 de octu­bre) en la oportunidad del cambio en enero. Entre sus razones, hizo valer el carácter «carismático» (sic) de Arrupe, su cansancio y, consiguientemente, su varia­bilidad de juicio.

Ya no hubo lugar para el cambio. Por otra parte, la prolongación no iba a ser larga. Hasta mayo. Un nuevo «golpe de timón» (¡y van unos cuantos...!) le situará pronto en un escenario totalmente nuevo y ya definitivo, en el que Arrupe vivirá aún muchas sor­presas..., como de Dios.

Misionero (lll|

5 Misionero (III)

Roma

Una inesperada carta del Vicario General, Johannes L. Swain, le convocó de inmediato a Roma para re­forzar la comisión de expertos preparatoria de la Congregación General 31, que ya estaba trabajando. A mediados de febrero escribe a una religiosa cola­boradora de la misión: «Hoy no quiero dejar pasar más mi contestación, ya que tengo que salir para Ro­ma a principios de marzo, y ya luego va a ser difícil que lo pueda hacer hasta mi vuelta a Japón, que se­rá, Dios mediante, hacia el verano». Arrupe sacó su billete de ida y vuelta. Pero no le haría falta el de vuelta.

En Roma, pronto se puso a tono con el trabajo de la comisión: preparar los montones de asuntos llega­dos de las provincias que habría de estudiar y sobre los que habría de decidir la Congregación General, convocada para el 6 de mayo, y uno de cuyos prime­ros objetivos claros era insertar a la Compañía lo más posible en la fiebre de vida del Concilio Vaticano II, que se disponía a rendir viaje. Dos grandes núcleos de interés traía Arrupe encima, ya desde antes de que

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

Juan XXIII soñara y convocara el Concilio: el neopa-ganismo de Oriente y Occidente y la urgencia de des­pertar a la Iglesia -y, dentro de ella, a la Vida religio­sa y a la Compañía de Jesús- a una renovación evan­gélica y a una adaptación apostólica a fondo.

Todavía Viceprovincial de la Misión de Japón, en 1957, y preparando a sus hermanos jesuítas para la que habría de ser la Congregación General XXX, que tuvo lugar del 6 de septiembre al 11 de noviembre de 1957, les exhortaba:

«Nos encontramos en un momento difícil de la his­toria, de la Compañía. Es, sin duda, el momento di­fícil del reajuste de una tradición a un mundo que cambia... Una de las observaciones que más hon­damente me impresionaron en mi último viaje por veintitantas provincias de la Compañía fue el cons­tante estribillo: "Estamos anticuados en nuestros procedimientos. Tenemos que adaptarnos más a las circunstancias... ¡Ah, si viniera ahora San Igna­cio!", repetido por los jóvenes. Al que respondía como eco otro tema, el de los mayores, con el mis­mo tono de preocupación: "¿Adonde vamos a ir a parar? Se nos está metiendo un espíritu moderno malsano. ¡Si nos viese San Ignacio...!" A resolver este problema serio, fundamental, que realmente existe, viene esta Congregación, a responder a esa pregunta que sintetiza muy bien el tema "¿Qué exi­ge el espíritu de la Compañía que hagamos en es­tos momentos? ¿Qué haría San Ignacio hoy?"».

Ocho años más tarde, el mismo problema diluvió en los miles de postulados que las Provincias hicieron

Misionero

llegar a Roma y que fueron la base del trabajo de la comisión preparatoria a la que fue incorporado Arrupe a primeros de marzo.

Un 22 de mayo

El 7 de mayo, 224 electores, representando a 36.000 jesuitas, inician la Congregación General XXXI en la Sala del Consistorio de los Palacios Vaticanos, reci­biendo consignas muy claras del Papa Pablo VI: «Fie­les a vuestra identidad de jesuitas y a vuestra historia, y firmemente unidos en doctrina, os envío al frente más difícil: oponeros valientemente al ateísmo». Y, ya esa misma mañana, empezaron los trabajos.

Una de las más importantes tareas de la Congre­gación era elegir un nuevo General. Una elección pa­ra la que está prohibido todo tipo de candidaturas y campañas, pero para la que puede actualizarse, como orientación de base, el perfil del General que dibuja San Ignacio en las Constituciones. El momento era particularmente estimulante para la creatividad de los electores. En pleno ambiente de Concilio Vaticano II todavía abierto, pudieron oír que interesaba una per­sona abierta a la realidad del mundo y a sus profun­dos procesos de cambio, que sintonizara con la Igle­sia y con su programa de aproximación misionera a ese mundo, y que, capaz de discernir entre tantos im­pulsos, recondujera a los jesuitas a la raíz de su pa­sión por Cristo, fuente de la conversión del corazón, objetivo ineludible e inmediato.

El 22 de mayo, celebrada la Eucaristía muy de mañana, se inició el proceso de elección, centrado

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i .ii i! mro, Irave lemblarua de Padre Arrupe

prácticamente en cuatro candidatos, que acabaría, ya cerca del mediodía, eligiendo a Pedro Arrupe 28° su­cesor de San Ignacio de Loyola como General de la Compañía de Jesús. En torno a 150 votos (habrían bastado 113) lo decidieron. A medida que iba sonan­do su nombre, y con el nerviosismo y la tensión pro­pios del momento, preguntó Arrupe al compañero de al lado, misionero también como él: «¿Qué hago?». «Obedezca», le contestó el otro secamente. Y, una vez más, obedeció a este nuevo y extraordinario «golpe de timón» que no había de ser el último, aun­que lo pareciera.

Dos días después, en la mañana del 24, resonó por primera vez su voz, ya General:

«Al comenzar esta mi primera alocución, las pri­meras palabras que espontáneamente me vienen a los labios son las del profeta: "A, a, a, Señor Dios. He aquí que no sé hablar" [Jr 1,6]. Expresan bien el sentimiento de mi pequenez, que ahora experi­mento. Es, sin embargo, evidente que la voluntad de Dios ha hecho esto: lo que es mi único consue­lo, lo que me levanta el ánimo...

En adelante, me propondré sólo esto: cumplir lo más exactamente posible la voluntad de Dios, que se manifieste, o bien por el Sumo Pontífice o bien por esta Congregación General, que son mis Superiores...

Siguiendo el ejemplo de la Iglesia en el Conci­lio Ecuménico, debemos proponernos las cuestio­nes con sinceridad y ponderación. Vivimos en un momento de transición... Por eso es necesario examinar seriamente y discernir cada uno de los

Misionero (III) j j f f l

elementos de los asuntos, para poder detectar lo que es perpetuo y lo que es transitorio...

¿Es verdad que la Compañía ha perdido su mo­vilidad?... ¿Es verdad que ha infeccionado tam­bién a nuestras comunidades cierto naturalismo que se extiende más y más sobre el mundo?».

Y, desde una mirada al mundo y a la Iglesia en las actuales circunstancias, «¿qué orientación, qué tra­bajos exige hoy de nosotros la mayor gloria de Dios? O, por decirlo de otra manera: ¿qué habría hecho hoy San Ignacio?». Así, formulándose estas pregun­tas fundamentales -como fue siempre su estilo- y ha­ciendo que se las formularan los 224 jesuítas de la sa­la, inició Arrupe su andadura como General.

Y, en silencio, atrás quedó el Japón soñado, pedi­do, amado y sufrido, con el que voluntariamente tan­to había hecho por «identificarse». Dos meses des­pués, en el intermedio de la Congregación General y en la víspera misma de sus primeros Ejercicios Espi­rituales como General, como quien quisiera concen­trarse todo en lo que ahora quería Dios de él, escribía a sus «co-Misioneros», compañeros de misión, y a la red de colaboradores una carta circular de agradeci­miento pasándoles el relevo...

«...en estos momentos en que la voluntad de Dios me separa de la Misión de Japón... Yo, por mi par­te, ahora más que nunca me siento Misionero de Japón, ya que la Providencia de Dios al frente de la Compañía de Jesús ha cargado sobre mis hom­bros toda la responsabilidad de esa Misión y de todas las Misiones de la Compañía. Desde aquí tendremos que ir orientando los planes que allí se

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

hayan de realizar, y me va a parecer en realidad que estoy todavía en el mismo frente de combate que hasta ahora. Sin embargo, no quisiera que Japón fuera otra responsabilidad más en mi cargo de General, porque sé que para ustedes Japón ha significado y significa algo decisivo en sus vidas. Por eso les voy a pedir un último favor: que todos y cada uno de ustedes acojan la misión del Japón como si el triunfo de Jesucristo allí tan sólo de­pendiera de su responsabilidad individual. Si lo hacen, y sé que lo harán, Japón no será un pro­blema más para mí, sino que, por el contrario, se­rá la mejor Misión de la Compañía de Jesús. Por adelantado les doy las gracias en nombre de los 98 millones de japoneses que aún no conocen a Dios...».

Con las comisiones y órganos elegidos por la pro­pia Congregación, comenzó a coordinar el programa ciertamente agobiante de los trabajos de la misma. La abundancia y envergadura de los asuntos venidos de toda la Compañía y la singularidad del momento eclesial obligaron a la Congregación a autoimponer-se una división del trabajo previsto en dos sesiones: la primera, del 7 de mayo al 15 de julio de 1965; la segunda, del 8 de septiembre al 17 de noviembre de 1966. Los más de doce meses de interrupción se de­dicarían al estudio -personal y por comisiones- de los temas propuestos, y especialmente a recibir el Concilio Vaticano II, que concluyó entre ambos pe­riodos (el 8 de diciembre de 1965).

Además de su servicio de presidir la Congrega­ción, en los 140 días activos de la misma en Roma

Misionero (III) ^ f l

Arrupe intervino en el aula conciliar más de veinte veces, con aportaciones de alto calado espiritual y apostólico cuyo contenido principal sigue siendo de gran actualidad después de 47 años. Se movió sobre un eje firme entre dos polos de cuño típicamente ig-naciano: FIDELIDAD A LOS ORÍGENES (revivir el «pro­pósito e intención» de los primeros jesuítas, o vuelta a las fuentes de la propia identidad) y APLICABILIDAD

(ADAPTACIÓN) A LA NUEVA REALIDAD DEL MUNDO:

«...no hay duda de que hemos de salir al encuen­tro de las exigencias de los jóvenes, que, por lo de­más, son exigencias de nuestro tiempo... No os fi­jéis en el modo en que se proponen las cosas...; mirad, más bien, lo que pretenden decir, y veréis que, bajo formas ciertamente inadmisibles, laten aspiraciones dignas de ser tenidas en cuenta o que inducen, por lo menos, a deliberación».

Él mismo se reconoció optimista: «Me considero optimista por convicción y por una especie de enfer­medad» (1956); «Soy optimista porque creo en Dios y en los hombres» (1964). Su optimismo no le impi­dió ver las sombras, incluso las de la propia Compa­ñía, pero le hizo capaz de reciclarlas en estímulo al crecimiento y a la madurez. Próxima a su fin la Con­gregación General, el 10 de noviembre de 1966, y con el fondo de las crecientes defecciones sacerdota­les y vocacionales, se dirigió a todos así:

«Con la confianza que tengo en vosotros, hablo con toda sinceridad y deseando ser realista. Lo di­go desde el principio: este realismo no me lleva al pesimismo o ala inercia, sino a una visión verda-

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ion i ntrwo MU ni ili iu/u de Padre Arrupe

dera de las cosas y a una disposición de ánimo to­talmente dinámica. La situación presente tiene que ser para nosotros un estímulo. Ella misma nos sugiere un programa de acción muy exigente, por lo que nuestra esperanza no debe ser menor que nuestra humildad.

Si esta hipótesis de que nos encontramos en la Compañía en una cierta "desolación " es verdade­ra -y para mí, evidentemente, lo es-, de ningún modo debemos por ello sentirnos alejados del Señor. El Espíritu de Cristo actúa presente, aun­que más oculto, en nosotros, a pesar de que no nos sintamos unificados en una paz plena. Nuestra confianza y nuestro gozo están sólo en Cristo...».

Y señaló animosamente la actitud con que el je­suíta debía afrontar todo futuro:

«Se desvanecen muchos problemas si quienes re­flexionan sobre ellos son hombres de la "tercera manera de humildad"... Hace ya un mes, dije: La Congregación no va a hacerlo todo; haga hones­tamente, con modestia y valentía, lo que esté en su mano. Sin rubor alguno podrá confesar ante nuestros hermanos: "en este o en aquel asunto no hemos encontrado realmente una solución ade­cuada e inmediata y no vamos a fingir que la he­mos encontrado..."».

Sin embargo, encontró muchas soluciones y abrió pistas para otras que madurarían pronto. Nunca una Congregación General de la Compañía, en sus 465 años de historia, había abordado tantos asuntos, tan importantes y con tanta decisión de fidelidad y reno-

- Misionero

vación. Arrupe se encargó de subrayar que se trataba de una renovación pedida por fidelidad al Señor y en su nombre. Nada quedó por revisar o empezar a revi­sar desde el principio de renovación acomodada que inspiró y urgió el Concilio. Las cuatro columnas so­bre las que San Ignacio hizo pivotar la Compañía fue­ron revisadas, releídas a fondo y aplicadas a una no­vísima realidad: renovación acomodada de la vida es­piritual, de la formación, de la acción apostólica y de las estructuras de gobierno de la Compañía. Fue un verdadero «nacer de nuevo» que ha justificado el que algunos hablen de una «tercera» Compañía a partir de ese momento.

Los tres «todavía» de Pablo VI

El cierre de la Congregación lo puso Pablo VI en el marco solemne de una Eucaristía en la capilla Sixtina:

«¿Queréis vosotros, hijos de San Ignacio, solda­dos de la Compañía de Jesús, ser todavía hoy, y mañana, y siempre, lo que desde vuestra funda­ción habéis sido para la Iglesia Católica y para es­ta Sede Apostólica? ¿Quiere la Iglesia, quiere el su­cesor de Pedro seguir mirando todavía a la Com­pañía de Jesús como a su fidelísimo y particular escuadrón? ¿Sigue siendo todavía ésta capaz e idónea para la obra inmensa -acrecida en exten­sión y en calidad- del apostolado moderno?».

Respondiéndose a esas preguntas, Pablo VI reno­vó su confianza en la Compañía, no sin aludir a «nu­bes del cielo disipadas en gran parte por las conclu-

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MUI< ii mu > lliovo ttmiblun.tu de Padre Arrupe

siones de vuestra Congregación». Pedro Arrupe sin­tetiza para la Compañía este final:

«Los que estuvimos presentes no pudimos dejar de conmovernos íntimamente, no sólo por el conteni­do, sino por el modo sincero, simple y paterno con que el Papa nos habló. En este tono de confianza llegó a manifestarnos sin rodeos su solicitud por la Compañía, revelándonos cuánto le habían pre­ocupado algunas noticias sobre su estado y cuán­to estupor y dolor le habían producido; insinuaba ideologías y defectos que, si fueran ampliamente difundidos, llegarían a resquebrajar el modo de ser de la Compañía: el historicismo en el orden de las ideas, y el secularismo en el modo de vivir».

Los tres «todavía» de las preguntas de Pablo VI se le clavaron a Arrupe como una cruz interior, que lle­vará en silencio durante todo su generalato y que in­terpretará desde Dios como una llamada extraordina­ria a extremar su fidelidad personal al Vicario de Je­sucristo y a aprovechar toda ocasión para motivar y urgir a los jesuítas a mimar la relación de disponibi­lidad incondicional al Papa, que San Ignacio llamó «nuestro principio y principal fundamento».

Ya en sus Ejercicios Espirituales, tres meses des­pués de su elección como General, en plena actuali­zación de su «voto de perfección» en su nueva reali­dad como General, el 6 de agosto, anotará:

«Solamente el Santo Padre y la Santa Sede están en condiciones de interpretar su voluntad [la de Jesucristo] de modo que se puedan imponer por autoridad. A ellos he de someterme de un modo

Misionero

completo, humilde, leal y, como decía el Santo Padre en su última audiencia (17 de julio), como cadáver».

Y volverá:

«Hay un punto clave concreto en el que el Señor, por medio de su Vicario, ha manifestado su volun­tad: la lucha contra el ateísmo en todas sus for­mas..., de una importancia grande y de compleji­dad extraordinaria. Es la voluntad de Cristo y de su Iglesia... Esta acción impuesta por la Santa Sede tiene todos los elementos [para] ser un ideal renovador en la Compañía».

No tardarán en presentarse ocasiones de vivir la cruz de esta fidelidad, precisamente por fidelidad, y de urgiría a los suyos como una de las seis actitudes fundamentales del jesuita:

«Actitud de amor (quien dice amor dice fidelidad y dice sacrificio, o no dice nada) hacia esta con­creta Iglesia de Jesucristo, cuyos miembros somos por la misericordia de Dios, y amor sincero hacia la Cabeza de esta Iglesia el "Vicario de Cristo en la tierra". Este es uno de los rasgos que caracte­rizan a nuestra familia».

Clavado entre la fidelidad prometida por voto es­pecial (cuarto voto) y ratificada por voto personal (voto de perfección) y la experiencia de actuaciones puntuales no discernidas, indeseables, de jesuítas concretos, con las que carga en su nueva misión de confirmar a sus hermanos, inicia Arrupe una andadu­ra de relaciones con la Santa Sede en las que alternan

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grandes gestos de confianza por ambas partes, junto a vacilaciones y dudas que explican el «todavía» de las preguntas papales.

«En una de mis intervenciones en el Sínodo... dije que la figura del Santo Padre ha sido muy defor­mada. Al decir esto, sentí hondamente que algu­nos de nosotros no somos del todo inculpables de esa deformación. Y pensando en la necesidad de restablecer la verdadera figura del Santo Padre, viene de inmediato a mi mente una pregunta muy personal, que toca a mi conciencia: "¿Quépue­do hacer yo y qué puede hacer la Compañía al respecto?"».

Arrupe no pudo evitar errores puntuales, pero es innegable que a la Compañía nunca le faltó su servi­cio de motivación profunda, del que formó parte esencial su propio testimonio personal de obediencia. No tardarán en llegar tiempos que convalidarán pú­blicamente la obediencia responsable de la Compañía a la Santa Sede, del mismo género y por los mismos motivos que la de Arrupe.

Bandazos semejantes a los producidos por el olea­je del Concilio y conectados con ellos requerirán de Arrupe una especial habilidad para pilotar la nave de la Compañía. Por su propia experiencia misionera, a Arrupe no le asusta el «hacerse todo a todos» (ha si­do su propio camino de vida durante muchos años) de la «renovación», ni tiene dificultad en apretar el ace­lerador cuanto haga falta para salir al encuentro de un mundo distante. Más bien lo contrario. Dos años des­pués de la Congregación (el 2 de julio de 1968) pidió al Papa, con los decretos de la Congregación en una

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mano y sus actuaciones de gobierno en otra, consejo, orientación, incluso mandato expreso.

Pablo VI contestó en carta autógrafa y cercana, que Arrupe comunica a los Provinciales:

«Nuestra atención se ha detenido con especial complacencia en los decretos relativos a la vida re­ligiosa: oración, vida común y práctica de los vo­tos, y hemos podido apreciar el cuidado con que se ha buscado dar una nueva formulación, a fin de lo­grar una más ágil aplicación y una mayor eficacia espiritual y apostólica a los principios directivos que constituyen la preciosa herencia dejada por San Ignacio a sus hijos.

La evolución rapidísima del mundo moderno, con sus inevitables repercusiones en la mentalidad de las nuevas generaciones, impone en el momen­to presente, también en el campo religioso, un enorme esfuerzo de repensamiento y adaptación, al cual la Compañía de Jesús no podía, evidente­mente, permanecer ajena. Constituyó el honor y la grandeza del Concilio percibir la oportunidad de tal "aggiornamento" para el conjunto de la Iglesia; así ha sido sabia la obra de vuestros Padres en lo que se refiere al Instituto de los jesuítas.

Que tal orientación parezca nueva a alguno de los vuestros, algo desconcertante, un tanto descon­certante, incluso peligroso, no debe extrañar; a otros, por el contrario, podrá parecerles un intento demasiado tímido y ya casi insuficiente y superado. En un grupo tan numeroso como vuestra Compañía, que reúne a hombres pertenecientes a varias gene-

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Misionólo, Htove semblanza de Padre Arrupe

raciones y provenientes de los más diversos oríge­nes y culturas, la diversidad de las reacciones es normal y, de suyo, es también signo de vitalidad...».

Hubo un Concilio

Y estaba sucediendo todavía, ya en su coronación fi­nal. El 15 de junio de 1965 (lleva Arrupe 23 días de General), la Secretaría de Estado hace pública la elección de Pedro Arrupe como miembro de la Co­misión de Religiosos del Concilio Vaticano II. Elec­ción que le compromete a participar en las delibera­ciones de la que será la cuarta etapa del Concilio (14 de septiembre a 8 de diciembre de 1965), etapa de vo­tación final de ocho documentos (Constitución dog­mática sobre la revelación divina, cuatro decretos y dos declaraciones) y de discusión final y votación de la declaración sobre la libertad religiosa, los decretos sobre la actividad misional y sobre los presbíteros y la Constitución pastoral sobre la Iglesia y el mundo moderno.

Arrupe se estrenó el 27 de septiembre de 1965, con poca fortuna según algunos ambientes eclesiales y periodísticos, sobre todo norteamericanos. Su inter­vención sonó a conservadora y hasta «militante», tan­to en la presentación del fenómeno del ateísmo, in­terpretada como si se refiriese a una organización in­filtrada capilarmente en todos los sectores de la so­ciedad, cuanto en la propuesta de soluciones pastora­les de acción mundial a las órdenes del Papa. Habló, sin duda, bajo el impacto personal de la intervención

Misionero (III)

del Papa cinco meses antes, al comienzo de la Con­gregación General, cuya visión y tono de alguna ma­nera reprodujo. Fueron necesarias varias intervencio­nes de prensa para disipar malentendidos. Con «Cualquier niño sabe a qué me refiero», como res­puesta de Arrupe, titula la revista «Der Spiegel» (27 de octubre de 1965) su entrevista, en la que Günther Zacharias pregunta en directo a Arrupe si le ha turba­do tanta crítica. «Las repercusiones de lo que fui ca­paz de exponer en el Concilio sobre el ateísmo -res­ponde Arrupe- no fueron del todo negativas y no de­berían medirse por un sector de la prensa. Algunos malentendidos de mis palabras sí que me han turba­do, pero estoy dispuesto a despejarlos». Y empleó la mayor parte de la entrevista en hacerlo.

Su segunda intervención en el Concilio tuvo lugar el 12 de octubre 1965, en la elaboración del decreto «Ad Gentes», sobre la actividad misionera de la Igle­sia. Arrupe habló desde su larga experiencia de mi­sionero en uno de los frentes más difíciles de misión, y desde su experiencia de cómo eran vistos y tratados los misioneros desde Occidente.

Pero el Concilio fue para Arrupe, de hecho, la puerta a un nuevo servicio de Iglesia mediante su par­ticipación en los seis primeros Sínodos de los Obis­pos que tuvieron lugar a continuación, desde el pri­mero (1967) hasta el inmediatamente anterior a su enfermedad (1980).

Más o menos simultáneamente en el tiempo, la Unión de Superiores Generales, en Roma, le eligió Presidente (27 de junio de 1967), y le volvería a ele­gir en 1970, 1973, 1977 y 1980. Con esta elección quedó definitivamente desplegado el escenario de

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misión en el que Arrupe había de prodigarse hasta el límite. Particularmente el mundo de la Vida religiosa junto con el de la Compañía, y en alguna medida a la par que éste, colmó el tiempo y ocupó las energías de Pedro Arrupe. La preocupación era idéntica: cómo poner en marcha una renovación que brote de Infide­lidad al Señor, o cómo encender más y más una. fide­lidad personal que haga necesaria la renovación que el Espíritu pide a la Iglesia.

«El futuro de la vida religiosa se presenta espe­ranzados Nuestra labor es la de escuchar al Espí­ritu, valiéndonos del discernimiento para descu­brir sus signos; la de una gran confianza en nues­tros religiosos, que están llenos de buena volun­tad, aunque sean frágiles e imperfectos y puedan equivocarse; y la de estar atentos a las crecientes necesidades del mundo de hoy, que exigen nuestro servicio en favor de los hombres y de la Iglesia de nuestros días».

Le preocupa que el religioso y la religiosa lleven integradas su experiencia de Dios y su experiencia humana:

«El religioso se hace experto de Dios y experto del hombre, en la medida en que hace corazón de su experiencia religiosa la experiencia de Jesucristo, Dios-Hombre. Precisamente esta experiencia se ensombrece hoy con una sutil forma de desafío... El desafío de ciertas teologías o cristologías más sabias que confesantes, más palabra humana so­bre Dios que manifestación de la Palabra creída y transmitida hasta nosotros, que, desde un nuevo

racionalismo, parecen rasgar esa túnica inconsú­til que es la realidad de Jesucristo, Dios y Hombre verdadero. La negación (o la simple sospecha de negación) de esta realidad no puede menos de afectar directamente a la experiencia de Dios de quienes han hecho opción fundamental de su vida la persona de Jesús. Consecuentemente, será afectada también su experiencia del hombre».

De ahí la doble urgencia. Por un lado...

«...purificar la experiencia de Dios... irreconcilia­ble con todo tipo de escapismo, de emigración a otros mundos... La experiencia de Dios llevará al religioso a muy diversas formas de inserción y so­lidaridad activa cotidiana en la Historia de la sal­vación, que es la Historia profana dentro de la cual, gracias al acontecimiento Jesús de Nazaret, ha penetrado un sentido nuevo que ilumina todo, hasta el dolor y la misma muerte, y abre la más fundada esperanza. La historia se convierte así para todo cristiano en el esfuerzo por reconocer­se fácticamente en su primer valor de hijo de Dios y reconocer este valor de modo efectivo en todos los hombres...».

Por otro lado...

«...hay otra segunda oportunidad, positiva urgen­cia, que el religioso recibe hoy de esta renovada acentuación de la praxis: la de trascender esta praxis... La praxis, por pura praxis, no tiene el po­der redentor y liberador que se pretende atribuir­le. Ni siquiera la praxis "por el hombre"».

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Años después, en los comienzos de su pontifica­do, Juan Pablo II recibió en audiencia privada (24 de noviembre de 1978) a la Unión de Superiores Reli­giosos, presidida por el R Arrupe, en presencia del Cardenal Pironio, Prefecto entonces de la Congrega­ción de religiosos. Al final de su exhortación, en el saludo y presentación individual de los Generales por el presidente, el Papa preguntó al grupo si creían que la vida religiosa tenía futuro en la vida de la Iglesia. Arrupe contestó sonriente: «Santidad, no estaríamos aquí, si no lo creyéramos». El Papa calló.

Norte - Sur - Este - Oeste

El alargamiento del escenario misionero podría hacer peligrar el «hacerse todo a todos» de su cercanía per­sonal, que Arrupe había vivido hasta entonces como su principal arma apostólica. Salvarla a toda costa fue el propósito final, que registró en los apuntes de sus primeros Ejercicios Espirituales como General, en agosto de 1965:

«Ese "élan" [impulso, entusiasmo] divino que la­te en el corazón de Cristo me es absolutamente ne­cesario para poder contagiarlo y transmitirlo a los demás. Ese "élan" es necesario para poder realizar la difícil obra de la Compañía en el mun­do. Hay que recibirlo en la oración y transmitirlo por todos los medios; de ahí la importancia del contacto personal con Cristo, por un lado, y con los sujetos de la Compañía, por otro...

De ahí que esa comunicación del General con la Compañía de un modo personal, tan deseado

Misionero

por San Ignacio, hoy pueda verificarse de un mo­do más fácil por la facilidad de los medios de co­municación... Hay que hacer un gran esfuerzo por multiplicar y personalizar las relaciones del Ge­neral con la Compañía y con sus miembros. Lo que san Ignacio pudo hacer por el escaso número de sujetos, a pesar de lo primitivo de los procedi­mientos, hoy se puede conseguir en gran parte, a pesar del número, por la facilidad y adelanto de los medios de comunicación. En este punto, no perdonar medio ni gasto es vital para el gobierno de la Compañía a lo san Ignacio».

Inmediatamente se puso en marcha... y puso en marcha a los jesuítas. Al día siguiente de terminar el Concilio Vaticano II, el 9 de diciembre de 1965, pro­gramó un sondeo sociológico a escala mundial de to­da la Compañía, con el que pretendía que ésta pisase tierra en la nueva realidad del mundo que había de ayudar a salvar: «Obligados a adaptar nuestro apos­tolado a los tiempos actuales, conviene que analice­mos las circunstancias, movimientos y necesidades de la vida moderna y que ordenemos mejor las acti­vidades del mismo apostolado, para que podamos obtener por ello un mayor fruto».

Y, diez días después, tomó por primera vez la que será por muchos años y por muchos países su inde­fectible compañera de viaje: una maletilla a la medi­da de un asiento de avión, para poder colocarla deba­jo de las piernas. «He decidido hacer mi primer via­je a aquella parte del mundo hasta ahora más desco­nocida para mí, el Próximo Oriente [Beirut, Damas-

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Mlslonoro. Brovo semblan/a de Padre Arrupe

co] y África [El Cairo, Addis Abeba], para visitar a los Nuestros y conocer de vista sus arduos trabajos».

Y sólo cuatro meses después, todavía en pleno pa­réntesis de la Congregación General que le eligió, el 3 de abril de 1966, en la iglesia dedicada a San Ig­nacio de Loyola en Park Avenue (Nueva York), se presentará:

«Mi tarea, mi misión, es intentar hacer por la Com­pañía de Jesús en estos Estados Unidos lo que los Padres del Concilio Vaticano han tratado de hacer por la Iglesia en todo el mundo. Mi tarea, mi ur­gentísima tarea, es hacer que los jesuítas se pongan a la par del mundo en que viven, se pongan (como la Iglesia en general) al día, estén en sintonía con el hombre de hoy, sean capaces de afrontar con in­teligencia y amor el mundo de mañana. Porque, si se para, la Compañía se morirá».

Volvió a visitarlos al año siguiente en torno a una importante carta sobre la crisis racial en USA. Y no fue la última vez. Sus viajes fueron motivados y pla­nificados por problemas específicos de envergadura que él fue el primero en afrontar (España, Centro-américa, Holanda...) o para encontrar a grupos de Provinciales o de responsables internacionales de apostolados de la Compañía y discernir con ellos, o para asistir a Congresos sobre estos apostolados, o in­vitado a Conferencias Episcopales en América Latina (Medellín, Puebla), África... Viajes que aprovechó para conocer «in situ», como preferencia personal, la Compañía real de a pie, en situaciones de frontera.

De regreso en Roma, le esperaba el gobierno de todos los días, que no se había interrumpido en su au-

Misionoro

sencia, al que acumulaba evaluaciones de los encuen­tros tenidos con los Provinciales, numerosos reajustes de estructuras de gobierno acometidos como fruto también de su conocimiento directo de las realidades visitadas y el acompañamiento espiritual a todos los jesuítas mediante los grandes textos espirituales con los que alimentó, y sigue alimentando, la motivación de todo jesuíta, y urgiéndole a vivir el seguimiento de Jesús prometido. Era la estampa habitual de Arrupe sobre la mesa de su despacho, limpia y sobria, regis­trando sobre un papel cualquiera intuiciones persona­les, citas que le habían impactado, ideas surgidas en una conversación o un encuentro... Luego entrelazaba con flechas los textos, creando una especie de labe­rinto o crucigrama. Así fueron naciendo los textos con los que Arrupe confirmó a sus hermanos. Cuando creía suficientemente diseñado el boceto, incluso for­mulado en la anárquica sintaxis de quien continua­mente tiene que saltar de idioma a idioma, pide ayuda a sus colaboradores para reformularlo. Una vez refor-mulado, el detalle y el trazo último eran suyos.

La jornada le cundía increíblemente. Nadie había espiado a qué hora se levanta, pero su fiel colabora­dor durante estos años, el Hermano Luis García, dejó escrito: «Antes de las cinco ya estaba sobre el tatami de su pequeña capilla haciendo su oración. A las seis menos cinco de la mañana, le ayudaba en la Eucaris­tía, que celebraba con mucha devoción, como no era para menos, por su devoción a ella, que se manifesta­ba después, siempre que podía asistir, en la misa de las siete de la mañana, en la que participaban la ma­yoría de los Hermanos... La hora de retirarse era ha­cia las diez de la noche».

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MI«lim»to. Irtvt itmblanza de Padre Arrupe

Arrupe ante las «crisis», o el control del cambio

La «crisis» existía ya antes de Arrupe. En la Compa­ñía y en la Iglesia. No nació del Concilio ni de la Con­gregación General XXXI. Era esencialmente la mis­ma. Arrupe la había visto venir ya en Japón. Incluso había padecido sus primeros ramalazos. Por eso, ya en 1957 había alertado a sus hermanos jesuitas:

«En resumen, a medida que el mundo exterior pro­gresa y se hace más atractivo, nuestro mundo inte­rior debe desarrollarse también saboreando los atractivos de la familiaridad con Dios. El extro­vertido de Pamplona siguió siendo extrovertido en Roma hasta su muerte, pero con la diferencia de que, desde Manresa, fue al mismo tiempo un gran introvertido. En su oración encontró la solución de esta antinomia: ser un extrovertido de una íntima introversión. ¿No estará aquí también el secreto de nuestra adaptación al mundo moderno, que es esencial y extremadamente extrovertido? Ser ex­trovertidos como él para identificarnos con él; pe­ro ser introvertidos, a pesar de él, para salvarlo...

Aquí tenemos, pues, la solución al problema je­suítico del tiempo de San Ignacio y al moderno: en esa elevación de la mente que no sólo mantiene la introversión en medio de la máxima extroversión, sino que es extrovertido precisamente porque es introvertido; activo como el que más, eficaz como el que más, todo efecto de esa unión inseparable de nuestra alma con Dios».

En su descuidada terminología y torturada sinta­xis no es difícil descubrir el gran objetivo del Conci-

Misionero

lio: alimentar una fe que hace nacer de nuevo perma­nentemente a la Iglesia. Fidelidad y renovación son los dos polos de este re-nacimiento que promovió el Concilio. De la desordenada tensión entre los dos, co­mo en el Concilio, surgió la crisis, ya en la misma Congregación General XXXI. «Ordenar» esa tensión entre dos realidades -fidelidad/renovación-, que se necesitan ya desde el interior de la persona misma, lograr que la fidelidad renueve y que la renovación sea fiel, como nacida de la fidelidad misma, fue el ideal del Concilio, a cuya disposición se puso Arrupe todo entero. Era, y es, la voluntad de Dios.

La Congregación General XXXI experimentó en sí misma los primeros tirones entre una fidelidad que se resistía a cambiar y una fiebre de cambio que no brotaba de fidelidades irrenunciables. Abrir camino a la Compañía entre ambos extremismos y coser los desgarros iniciados fue el primer intento de Arrupe, como lo estaba siendo de Pablo VI en relación con la Iglesia. En este campo, más que sintonía, hubo entre ambos comprensión y confianza.

El problema se agravó cuando, ya en el mismo in­termedio de la Congregación General XXXI, sin ha­ber dicho ésta la última palabra, grupos concretos y minoritarios, particularmente localizados en España, Italia y Argentina, enarbolando la bandera de la fide­lidad, atribuyeron a la Compañía y personalizaron en el nuevo General excesos del otro extremo, también minoritario y más anárquico: el de los insatisfechos con los signos y ritmos de una renovación que nunca ayudaron a discernir. Los primeros, además, busca­ron y encontraron apoyos entre participantes en el Concilio ideológicamente afines, llegando en su vis-

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MWonero. Breve semblanza de Padre Arrupe

ceralidad a movilizarlos en favor de proyectos de par­tición de la Compañía y, más tarde, de apartamiento de Arrupe de su responsabilidad como General, im­putando a su debilidad como gobernante los males no curados de la Orden.

Arrupe no fue insensible a la debilitación del es­píritu de fe y de unión de la Compañía:

«La falta de unión con la Compañía y en la Com­pañía se manifiesta unas veces en una cerrazón que todo lo condena; otras, en una crítica desleal, incluso difundida a través de la prensa, de modo impropio de quien se llama "amigo en el Señor". Es lamentable y no menos grave la actitud de quienes hasta se precian de ser jesuítas modelo, pero afirman querer otra Compañía para el futu­ro: les falta, sin duda, lo que es la médula del es­píritu ignaciano: la caridad».

Pero su dolor no minó el optimismo de su fe, cla­vada en la voluntad de Dios, claramente manifestada por el Concilio. Y reafirmó aún más «lo nuevo» del Espíritu -la fidelidad renovadora- como responsabi­lidad personal de cada jesuíta y de todos:

«Creo que nunca en nuestra historia la vitalidad de la Compañía como cuerpo ha dependido tanto, para bien o para mal, de nuestra respuesta libre y personal a la actual interpelación divina; nunca la Compañía ha confiado y se ha remitido tanto a la honradez y generosidad de los suyos. Nunca, con tanta sobriedad de decretos externos, debió sentir cada uno que su propia conciencia era tan insistentemente llamada y urgida por una exigen-

Misionero (III) | f f l

cia tan íntima y tan profunda... Ocasión magnífi­ca para experimentar -y así conocer mejor- la obediencia evangélica e ignaciana, una obedien­cia consciente de la realidad, responsable y libre, humilde y ala vez inteligente, comprometiendo la persona entera de cada uno y estimulando la unión entre todos».

Desde esta perspectiva, Arrupe centró su primer servicio en ayudar a que cada uno revisase su propia motivación personal, no la diese por supuesta y lo­grada definitivamente, y la alimentase de relación personal con Quien es la «razón» y sentido de cada uno y de todos. Localizó aquí la secularización sutil, raíz de las debilidades de ambos extremismos, y la inercia o pasividad generalizada de la Compañía. Y reconoció y cargó como suyos con los errores de to­dos, muy particularmente los que afloraron al inten­tar poner en marcha la fidelidad renovadora:

«Ato hay que extrañarse de que alguna vez, en al­gún lugar y en algún acontecimiento, hayamos ido más lejos de lo oportuno. No pretendemos de­fender nuestros errores; pero no queremos, en ningún caso, cometer el mayor de todos: el cru­zarnos de brazos, en una espera vacía, por miedo a equivocarnos».

Junto a este insistente servicio de encaminar a los jesuítas a la fuente de la Vida común a todos, inspi­rándose en el «modo de proceder» de los primeros je­suítas, su propia presencia personal en viajes, en­cuentros, visitas..., impactó y convenció a la gran ma­sa del cuerpo de la Compañía de estar guiados por un

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

hombre que, movido por el Espíritu, no pretendía otra cosa - y lo hacía con apasionamiento no disimulado-que «buscar y hallar la voluntad de Dios» en una di­fícil encrucijada de la historia.

Con la misma pasión que cargó de verdad su tes­timonio personal, se prodigó incansable en su aten­ción constante a la Vida Religiosa:

«En un mundo que cambia tan rápidamente y que nos presenta una problemática vasta y profunda, la vida religiosa como tal y cada uno de nuestros Institutos se encuentran ante un desafío que es im­posible esquivar. "Es hoy trivial decir que la cul­tura occidental está sufriendo una crisis, pero no es tan trivial el vivirla. Y vivirla no es simplemen­te hablar de ella, sino tomar sobre los propios hombros, de buena gana o con repugnancia, todo el peso de confusión, de incertidumbre, de visión turbia, que ella comporta. Ningún ser humano puede vivir feliz por mucho tiempo bajo un peso de esta naturaleza"».

Siempre vivió convencido de que no se es feliz huyendo del desafío, sino afrontándolo desde el cora­zón de la Vida religiosa:

«A pesar de todos los desafíos, o precisamente a causa de ellos, ésta es la hora de una renovada ex­periencia de Dios en el corazón de esta nuestra modernidad, en la que gime y sigue siendo escla­vizado el mismo hombre al que hablaban, y cuya suerte compartían, los Profetas a impulsos de una invasora, irresistible y personalísima presencia del Señor en cada uno de ellos».

En las fronteras...

Las crisis no frenaron a Arrupe en su engranaje de en­cuentros, visitas, viajes, presencias personales en las zonas de conflicto real o previsible, no para apagarlo por imposición, sino para movilizar la responsabili­dad compartida de una obediencia no sólo de cumpli­miento, sino de búsqueda, y de una autoridad no sólo de mandar y hacer cumplir, sino de hacer pensar y en­señar a buscar.

Ya en su estreno como General, en la mañana del 24 de mayo de 1965, y en su presentación como tal a la Congregación que le había elegido dos días antes, deslizó un verbo hasta entonces casi desconocido en el vocabulario religioso habitual, pero que había de ser clave en el ejercicio de su función como General y objetivo central de su reeducación de la Compañía en obediencia: «Es necesario examinar seriamente y discernir cada uno de los elementos de los asuntos para poder detectar lo que es perpetuo y lo que es transitorio».

«Discernir», «discernimiento» pasan gracias a él, y ya de modo definitivo, al vocabulario vital de la Compañía y a la reeducación de su obediencia. Y, en buena parte gracias a él, empiezan a infiltrar los di­namismos de obediencia también en la Iglesia:

«Los Superiores son muy conscientes de que, aun­que su autoridad no les viene de la comunidad, es con ella como han de buscar la voluntad de Dios, y es a través de ella como tal voluntad ha de rea­lizarse... Bien entendido y practicado, el discerni­miento no merma, sino que potencia la función es-

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tnoin. Breve semblanza de Padre Arrupe

pecífica del Superior. Pero existe la posibilidad de que, por ausencia de algunos de los elementos esenciales o prerrequisitos del discernimiento, la deliberación se vacíe de su sentido religioso y quede sometida a las tensiones de los grupos de presión. En ese caso, el discernimiento, que es un magnífico momento religioso al encuentro del Espíritu en un contexto de autoridad-obediencia, se habría desacralizado».

Entrenar y movilizar a la Compañía en discerni­miento fue para Arrupe el camino de una fidelidad re­novadora, imprescindible siempre, pero más aún cuando eran tantos los frentes abiertos a una evange-lización eficaz y tantas las fronteras en las que un cuerpo misionero como ella había de arriesgarse. El discernimiento traducía en pregunta operativa el «Heme aquí para hacer tu voluntad» de su voto de lo más perfecto, que fue el secreto de su plenitud misio­nera en Japón y lo seguía siendo ahora del lanza­miento misionero colectivo de la Compañía, del que se sentía responsable.

Impresiona la mera enumeración de «fronteras» abordadas por la Compañía «a causa del Evangelio», muchas veces con el propio Arrupe en persona: Ateísmo (confrontación en el campo de los principios y diálogo con los ateos); increencia {«¿qué habéis he­cho en materia de contactos con los no creyentes?»); ecumenismo; marxismo; cultura e inculturación de la fe; inserción; pobreza; liberación cristiana; promo­ción de la justicia; ciencia y fe; técnica y fe; educa­ción; familia; juventud; sacerdocio; teología; com­promiso político...

Misionero (III)

A propósito de esta última frontera, alertó:

«Se trata, por su propia naturaleza, de uno de esos campos que la Compañía necesita, en conciencia, estudiar y discernir adecuadamente, para dar la misión, cuando lo requiera el mayor servicio, a per­sonas de profundidad espiritual y humana, con con­ciencia de su propia identidad como jesuítas y es­pecíficamente preparadas. También esto lo afirmo no desde teorías ni desde miedos a nadie ni a nada, sino desde una larga experiencia real y desde el de­seo de una presencia responsable de la Compañía allí donde el Evangelio y la Iglesia tienen hoy uno de sus más delicados campos de misión.

En este, como en otros muchos problemas vivos de la actualidad de nuestro mundo, solamente un verdadero discernimiento entre todos los miembros de la Compañía, con todas las cualidades espiri­tuales y humanas que lo hacen legítimo, nos ayu­dará a encontrar el camino justo, que el Señor quiere de nosotros, y a recorrerlo generosamente».

Acelerar...

Desde su discernimiento habitual -respiración inte­rior con que alimentó su voto de lo más perfecto-, apenas terminada la Congregación General XXXI, empezó Arrupe a cuestionarse y a verificar si la Com­pañía iba alcanzando ya la velocidad de crucero que correspondía, dada la urgencia de las misiones que le habían sido confiadas y el apremio de un Concilio, clara voluntad de Dios. Por un lado, en sus encuen-

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Mlilnnarrv Rmvn sornblon/n de Padre Arrupe

tros personales con todos los provinciales y con je-suitas y no-jesuitas, constató una vitalidad real, en gran parte silenciosa. Pero también sus debilidades: hombres vacilantes en su vocación, defecciones con­sumadas, penuria vocacional, tensiones, miedos... Por lo que la Compañía debía legítimamente pregun­tarse por «la mejor forma de "servir a Dios y ala Igle­sia bajo el Romano Pontífice" en este tiempo post­conciliar... Difícil y complicada es la actual situación de nuestras cosas, en la que trigo y cizaña se mez­clan; no se puede arrancar la cizaña deforma que se arranque también el trigo, ni dejarla crecer de ma­nera que lo sofoque. Es necesario discernir profun­damente la actuación eficaz en cada provincia y en cada casa».

Eran los años (1969-1970) en los que impulsar la Compañía por los caminos del Concilio, por un lado, y controlar los extremos de una crisis en ocasiones virulenta, por otro, tensaron profundamente a Arrupe. Y pide ayuda a todos los jesuitas (27 de septiembre de 1969):

«Sacudido por mi responsabilidad personal, te­niendo ante los ojos todos los documentos y opi­niones, convencido de que hay que usar el princi­pio de subsidiariedad, pensé largamente cómo po­dría promover mejor, por mi parte, el proceso de renovación ya comenzado. Conviene favorecer un sano pluralismo, que brota de la adaptación apos­tólica a la diversidad de las regiones; por eso, también promover la unión o unidad esencial, que es, según san Ignacio, nota esencial de nuestra Compañía».

•— Misionero

Y, como tantas veces san Ignacio, concluía pre­guntándose: «¿Qué debo hacer?».

Decidió adaptar en formas más personales y fle­xibles el ejercicio de gobierno, encontrar con fre­cuencia periódica a los diversos grupos de Provincia­les, para deliberar y discernir juntos sobre los asuntos de la Compañía. Éstos habían de hacer después lo mismo con sus Superiores, y finalmente éstos con los miembros de sus comunidades. El objetivo era movi­lizar en discernimiento la responsabilidad de todos desde la búsqueda hasta la ejecución final. Porque una cosa era clara para Arrupe:

«La Compañía no puede permanecer introvertida e inmóvil; sería condenarse a la inutilidad y a una muerte lenta... A la Compañía no le queda otra opción que la de acelerar su adaptación apostóli­ca al mundo de hoy, conforme a los criterios de Cristo y según las normas dadas por el Concilio y los signos de los tiempos-

La Compañía, reconociendo su misión apostó­lica, se las ingenia, por el análisis de las circuns­tancias presentes, para prever el futuro y se pre­para para él cambiando, incluso con audacia y radicalidad, lo que no afecta a su esencia. Cam­bios de esta naturaleza son requeridos por los cambios de los tiempos en orden a una mayor efi­cacia sobrenatural de nuestro apostolado».

Arrupe no se dejó enredar en las crisis de aquel momento. Miró al querer de Dios manifestado por medio del Concilio y pisó el acelerador de la renova­ción. No la impuso por decreto, sino que optó por la pedagogía de motivar a las personas a una relación

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

con Dios y a un contacto con la realidad, que encen­dieran en ellas procesos de discernimiento en los que la voluntad había de terminar comprometiéndose. El método pudo parecer a algunos lento; pero en proce­sos de conversión, y éste lo era, toda violencia -y la impaciencia y la prisa son formas de violencia- para­liza. El resto lo hizo la fuerza testimonial del propio Arrupe. Y la Compañía le siguió.

«Magis»

A los cinco años y medio de su elección como Gene­ral, Arrupe se sometió a la «auditoría» preceptiva de una Congregación de Procuradores, la n. 65. Ochenta y cuatro jesuítas, uno en representación de cada pro­vincia, habían de revisar el estado general de la Orden y, en votación secreta, a la vista de la entidad de los problemas presentes o previsibles, decidir so­bre si Arrupe debía o no convocar Congregación Ge­neral . Arrupe puso a su disposición una amplia infor­mación escrita que habían de examinar con libertad para decidir en conciencia. La preocupación domi­nante de Arrupe la lanzó desde el primer momento como síntesis de su información personal a la Con­gregación: «¿Cómo anda la Compañía de renovación y adaptación, en respuesta a la voluntad de la Iglesia manifestada en el Concilio?».

Le preocupaba llegar tarde y llegar pobremente a un mundo en cambios tan acelerados:

«La principal característica de todo este proceso de transformación es el cambio, con el subrayado

- Misionero |

de la rapidez. Cambia ciertamente el mundo; cambia, por lo tanto, la Iglesia misma, que, como sacramento de salvación, debe adaptarse al mun­do para salvarlo; al mismo paso debe cambiar la Compañía, para servir a la Iglesia y al mundo».

Le preocupaban las tensiones profundas en el cuerpo de la Compañía. Y, tras enumerarlas, conclu­ye: «Habéis experimentado en vuestras provincias que estas y otras tensiones tienen efectos positivos y negativos; es necesaria nuestra atención a ambos, si es que no hemos aprendido inútilmente del Padre Ig­nacio el arte de discernir». E inició con ellos el dis­cernimiento (AR, XV, 587-599), que había de ser re­alizado «en sinceridad, humildad, espíritu sobrenatu­ral, búsqueda de lo que "más " pueda conducir (nos para el fin para que somos creados)».

Desde el otoño de 1926, cuando su primera op­ción radical por Jesucristo, Arrupe quedó marcado por el «más», que traspasa de principio al fin los Ejer­cicios ignacianos. ¡Tantas veces se lo había recorda­do y argumentado con él a sus hermanos jesuítas de Japón...! Ya en 1959:

«Ese es el ideal que nos presenta San Ignacio... Hombres del MAGIS que sienten en su interior ese impulso hacia lo más y lo mejor. Que nunca dicen ni pueden decir "¡Basta!", ni hundirse en la re­signación o el cansancio o amargarse por la de­rrota o el fracaso aparente, sino que reaccionan creciéndose ante la dificultad, reflexionando para sacar enseñanzas positivas que han de conducir­les al MAGIS del éxito sobrenatural. En ese magis está el secreto del continuo y alegre buscar el bien

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Misionero, Breve semblanza de Padre Arrupe

de las almas y de la Iglesia y el apoyo en el conti­

nuo esfuerzo hacia una cumbre a la que en esta vi­

da nunca se llega».

En «El camino de Cristo» (comentarios en japo­nés sobre los Ejercicios Espirituales: 1954) dedicó veinte consideraciones (meditaciones) al «Principio y Fundamento», deteniéndose particularmente en co­mentar el «solamente deseando y eligiendo lo que más conduce para el fin que somos criados», conec­tándolo con el evangélico «sed perfectos como vues­tro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48):

«Este es, de hecho el fin del hombre y su ideal, pa­

ra el que fue creado. Hasta ahora he estado equi­

vocado... Ahora, gracias a una nueva luz, se me ha

señalado la forma de ser de mi futuro... El Beato

La Colombiére, Santa Teresa... hicieron el voto de

lo más perfecto. Si se piensa en concreto, este vo­

to consiste en el "magis ". ¿ Y no es esto lo más na­

tural para nosotros? El voto de perfección, el pro­

pósito de llegar a la santidad, no es otra cosa que

vivir como verdadero hombre; el camino más na­

tural para toda persona. El que hace este voto se

entrega totalmente a este fin; y como medio de lle­

gar a este fin está "lo que más conduce..." Hacer

que en el interior humano vaya produciéndose un

amor siempre creciente; sin paradas y, sobre todo,

sin retrocesos...».

Este magis íntimo, que acompañó a Arrupe muy particularmente desde sus primeros pasos como Ge­neral, hizo ahora su aparición, por sorpresa, al reco­ger el fruto de los trabajos de la Congregación de

Misionero (III)

Procuradores. Acababa de realizarse la votación más importante de la misma: si el General debía convocar o no inmediatamente (en un plazo de 18 meses) una nueva Congregación. El resultado había sido elo­cuente: 9 votos a favor de convocarla y 91 en contra. Arrupe comunicó este resultado, con el que la Con­gregación debería haber dado por terminados sus tra­bajos. Pero a renglón seguido, fuera de programa, y movido por un incontenible impulso interior, abrió un nuevo capítulo de la historia de la Compañía, com­prometiéndose a pilotarla en él y pidiendo una pri­mera ayuda a los electores presentes:

«Vuestra votación en el sentido de que no se ha de

convocar la Congregación General y la discusión

prolongada durante la semana pasada me han

ofrecido motivos de no poca consideración, al in­

tentar recordar lo que habéis dicho y lo que hoy

habéis hecho. Me parece que con vuestra votación

queréis mostrar, si no me equivoco, el deseo de

permitir a la Compañía continuar en su esfuerzo

de renovación acomodada -esfuerzo real, eficaz V tan necesario en las circunstancias actuales- y de

permitir también al gobierno ordinario de la Com­

pañía que continúe avanzando en la ejecución de

los decretos de la Congregación General XXXI. Y,

al mismo tiempo, siento que todos vosotros enten­

déis que hemos llegado a un punto tal en la evolu­

ción actual en que se suscitan problemas y se exi­

gen cambios que, por superar las facultades del

mismo General, hacen necesaria una nueva Con­

gregación General, cuyo momento de celebración,

por una parte, no conviene que se restrinja a un

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MMi II mu i- ftinvo Minihlun/u do Padre Arrupe

plazo de 18 meses y, por otra, no es bueno que se difiera demasiado, aunque todavía no se pueda determinar en concreto.

Esta nueva Congregación General, tal pienso que es vuestro parecer, se debe preparar con todo cuidado, buscando y consiguiendo la participa­ción de todos los miembros, de modo que todos los hijos de la Compañía sientan la importancia de esa participación y asuman su responsabilidad en ella... El P. General, así entiendo que lo deseáis, debería considerar como uno de sus trabajos prin­cipales esta función de suscitar, dirigir y "catali­zar", por así decirlo, todos los elementos que pue­dan contribuir a una mejor preparación de la Congregación General».

Y, acto seguido, les propuso ya sus reflexiones so­bre el método, los contenidos y el tipo de personas en orden a esa preparación. Arrupe era consciente de ha­ber pisado el acelerador hasta el fondo y haber toma­do una de las decisiones más importantes, si no la más importante, de su servicio como General. Le pre­ocupaba una profunda renovación de la Compañía -voluntad de Dios y deseo de la Iglesia- que no aca­baba de ver como él creía que debía manifestarse ya. Lo nuevo de este «magis» por el que se sentía urgido fue la movilización e implicación de toda la Compa­ñía en el discernimiento colectivo que había de cons­tituir el proceso de preparación de la futura Congre­gación General. Dos días después, en su alocución de despedida, comenzó ya a esbozarla:

«Es claro, por lo dicho en el aula, que la Compa­ñía desea una renovación y acomodación plena en

Misionero (III)

su servicio a la Iglesia y al Sumo Pontífice; ambas requieren cambios necesarios, tanto en nuestro apostolado como en nuestra vida espiritual y co­munitaria y en la estructura institucional de la Compañía. Momento singular este, en la historia de la Compañía, por la profundidad, universali­dad e intensidad de los cambios. Momento que exige cambios estructurales que sólo el cuerpo le­gislativo de la Compañía puede definir y decidir.

La nueva Congregación General XXXII no de­bería ser, a mi juicio, sino la expresión jurídica fi­nal de todo el trabajo de las Provincias y de la re­flexión comunitaria de todos los jesuítas sobre el modo mejor de conseguir nuestra renovación es­piritual y apostólica. Una expresión jurídica que infunda nuevo vigor al carisma ignaciano, que siempre debe expresarse en formas externas con­cretas, sin que la estructura lo frene o lo mutile, sino que lo sostenga y ordene, para que, fiel a sí mismo, el carisma persevere en su «encarnación» histórica».

Arrupe pensaba más en la preparación, que en la Congregación General misma, como «oportunidad única y providencial, regalada sin duda por el Espí­ritu Santo, de colaborar a que la Compañía se re­nueve y se adapte al mundo moderno; oportunidad, por ello, de prestar, de nuestra parte, el mejor servi­cio que podemos a la Iglesia y a los hombres».

^Con esta puesta en discernimiento soñaba Arrupe conseguir que la Compañía de 1970 reviviera, por un lado, la ardiente motivación de Ignacio de Loyola y losNprimeros compañeros en sus «Deliberaciones» de

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'• Breve semblanza de Padre Arrupe

la primavera de 1539 cerca de Roma y, por otro, res­ponsabilizar a todos en la ejecución de lo establecido por la Compañía que le eligió como General. Ambos procesos, concebidos como un «magis» de conver­sión a la voluntad renovadora de Dios expresada en el Concilio, integrarían -pensaba Arrupe- en un úni­co proceso de crecimiento al cuerpo sano de la Compañía e incluso a los miembros recuperables de los episodios más virulentos en la crisis del primer post concilio.

«Se requerirá también una verdadera en interna conversión: una más pura consagración a Dios, que se manifieste en amor personal a la persona de Cristo; en la radicalidad de la tercera manera de humildad; en el realismo eficaz no sólo del se­gundo binario, sino del tercero; en una constante tensión de superación espiritual y apostólica, que siempre busca el "magis " y tiende siempre al ma­yor servicio de Dios y de las almas».

¿Sueño o inspiración? ¿Intuición o profecía? De hecho, Arrupe se prodigó en encuentros con equipos de Provinciales o responsables de sectores apostóli­cos. Viajó sin descanso. Sólo en 1971 recorrió Holan­da, Asia Oriental (Japón, Corea, Formosa, Hong Kong, Bombay), Estados Unidos, Panamá, Ecuador, Lima, Irlanda, Bélgica, Islas Carolinas, Filipinas, In­donesia, Malasia y Tailandia, y se encontró con los Provinciales de Italia. Participó, además, activamen­te en la Sesión plenaria de la Congregación de Reli­giosos y en el II Sínodo de Obispos (30 de septiem­bre - 6 de noviembre) sobre el sacerdocio y la justi­cia en el mundo.

Misionero

Fueron también los años de los grandes temas en sus conferencias dentro y fuera de la Compañía: El futuro de la Iglesia (1970); Liberación cristiana (1973); El futuro cristiano de América Latina (1973); Acción pastoral ante el ateísmo (1972); Ecumenismo (1971); Justicia (1971, 72, 73); Es la hora de la ac­ción (1971); Sacerdocio (1971); Evangelización (1974); Misión (1974); Futuro de la Vida Religiosa (1974)... La preparación de la Congregación XXXII no mermó, sino que, por el contrario, estimuló los contactos personales con los jesuítas en sus viajes o en las visitas de éstos a Roma. Tales contactos for­maron, y él lo sabía muy bien, el nervio de su acción inspiradora siempre, pero más aún en aquellos ajios.

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La misión de la fe y la just

6 La misión de la fe y la justicia

«La decisión mayor de todo mi generalato»

Por primera vez en su historia, la Compañía de Jesús entera preparaba una Congregación General dispo­niéndose a hacer una profunda relectura de su caris-raa a la luz, y por imperativo, del Concilio. Y lo hizo

^en medio de crecientes tensiones internas entre gru­pos minoritarios y bajo la sospecha de ciertas instan-

—cías vaticanas que comenzaban a manifestar que Ariupe no era la figura del gobernante enérgico que

-esperaban. Siguieron lloviendo memoriales por aque­llas alturas vaticanas que avergonzarían hoy a sus au­tores, y crecieron las presiones jerárquicas, fruto en gran parte de una sesgada información y de nervio­sismos y miedos normales ante el fenómeno nuevo de que un Concilio llegara, tan pronto y tan en directo, a las bases de la comunidad creyente.

Arrupe lo afirmó: «la decisión de convocar la Congregación General fue la mayor de todo mi ge­neralato». Le consumían la lentitud y los miedos con que la Compañía estaba poniendo en marcha la reno­vación conciliar traducida por la Congregación Ge­neral XXXI. Por encima de las resistencias volunta-

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HIIIVII '.iinihlunAi do Padre Arrupe

rias de algunos y de los cambios no discernidos de otros, causantes de la gran tensión interna, Arrupe miró siempre a la buena voluntad de la gran mayoría del cuerpo de la Compañía, inconsciente de la pro­fundidad y rapidez de la evolución del mundo y me­drosa ante la necesidad de pasar, de un proceder dis­ciplinado obedeciendo órdenes, al riesgo de una obe­diencia responsable que no sólo realiza decisiones, sino que ayuda a tomarlas.

Fue entones cuando lanzó su movilización al dis­cernimiento (1971) como dinamismo de renovación de la misión y de la comunión:

«La transformación de la sociedad, las nuevas exigencias de la Iglesia y del mundo, son otras tantas llamadas a encontrar soluciones nuevas o renovadas. Y semejantes llamadas deben encon­trar eco y discernimiento en los encuentros ínti­mamente espirituales de los jesuítas que viven y trabajan juntos. Se crea así una unión profunda y espiritual: ¡es tan distinto conocer a los demás só­lo externamente y no en su espíritu y dones sobre­naturales...! El intercambio comunitario conduce, poco a poco, a la unidad, a condición de saber es­cuchar pacientemente, respetando la verdad de cada uno y exponiendo y evaluando sinceramente los diversos puntos de vista que puedan aclarar el parecer propio...».

A golpe de discernimiento como dinámica de in­dividuos, comunidades, y comisiones, en numerosos encuentros con Provinciales y Superiores, se propuso Arrupe preparar la Congregación General durante cuatro años. ¿No calculó los tiempos de conversión,

La misión de la fe y la '

puesto que de conversión se trataba, en su empeño en conducir al discernimiento como el camino cristiano por excelencia y que fue el camino de los primeros jesuítas, a los que se remite con tanta frecuencia?

Entre tanto, siguieron arreciando presiones supe­riores para un gobierno más enérgico, que un conjunto de involuntarios malentendidos formales en las rela­ciones con la Santa Sede hicieron cada vez más apre­miantes y que confirmaron en algunos la imagen de un Arrupe «débil» como gobernante. La historia pondrá interrogantes al vigor o a la debilidad en el ejercicio cristiano de una autoridad que ha de disponer a hom­bres maduros, en circunstancias eclesial y cultural-mente tan complejas, a comprometerse responsable­mente, y conjuntados, con la voluntad de Dios.

Mañana del 21 de noviembre de 1974:

«Entregué al Papa un escrito en el que se encon­traba un breve compendio de los postulados reci­bidos [llegaban entonces ya a los 1.020] y se indi­caban ciertos temas que, en algunos puntos, podí­an afectar a la Fórmula del Instituto. Manifesté al Santo Padre que la Congregación General necesi­taría un tiempo más largo y gran serenidad para juzgar la posibilidad de conciliar algunas de aque­llas proposiciones con la esencia del Instituto; y, en tal caso, para establecer las ventajas o desven­tajas de intentar tal modificación. Conversé breve­mente de estos puntos con el Santo Padre, y éste me indicó que, por lo que se refería a la concesión del cuarto voto a los que no son sacerdotes, que­ría sopesar el tema con más tiempo».

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Mlilontro. trove semblanza de Padre Arrupe

El 2 de diciembre presidió Arrupe en la iglesia del Gesü la Eucaristía inaugural de la Congregación Ge­neral XXXII. En su homilía, la referencia a Ignacio y a Javier, a la presencia de ambos en su espíritu y en sus reliquias, en el testimonio de su celo apostólico y de su amistad, fue constante. Ya en el aula de la Con­gregación, y en un primer saludo, Arrupe recordó la importancia de cuanto iban a vivir, calificado por el Papa como «hora decisiva» para la Iglesia y para la Compañía. Les exhortó a abrir su mirada a las nece­sidades del mundo y al estado interno de la Compañía y a discernir los signos del Espíritu, en medio de las dificultades de la evangelización y las debilidades de la Compañía, con una incuestionable esperanza en Dios.

En la mañana del 3 de diciembre habló el Papa a los participantes en la Congregación General:

«En vosotros y en Nos existe la sensación de vivir un momento decisivo que concentra en los ánimos los recuerdos, los sentimientos, los presagios de vuestro destino en la vida de la Iglesia... Compren­demos la particularidad del momento, que exige además por parte vuestra, no la acostumbrada y or­dinaria administración, sino un examen profundo y sintético, libre y global, sobre el estado de vues­tra madurez actual con respecto al problema y a la situación de la Compañía...».

Y se hizo ~e hizo a los congregados - y respondió tres preguntas clave:

«¿De dónde venís?... ¿Quiénes sois vosotros?: re­ligiosos, apóstoles, sacerdotes, unidos con el Papa

La misión de la fe y la justicia

por un voto especial... Estáis en la vanguardia de la renovación profunda que está afrontando la Iglesia, después del Vaticano II, en este mundo se­cularizado...; pero Nos, como Vicario de Cristo, que debe confirmar en la fe a sus hermanos, y vos­otros también, que tenéis la grave responsabilidad de representar conscientemente las aspiraciones de vuestros hermanos en Religión, debemos velar todos para que la adaptación necesaria no se reali­ce a expensas de la identidad fundamental...

¿Adonde vais, pues? La meta... es y debe ser, sin duda, la prosecución de una sana, equilibrada, justa actualización, con fidelidad sustancial a la fi­sonomía específica de la Compañía...».

Como orientaciones: «el discernimiento, hacer una buena y sana elección, la disponibilidad a la obediencia».

Arrupe escuchó estas palabras con el corazón a la vez dolido y confortado. No había intentado otra co­sa en sus primeros diez años como General. Desde el primer día, esa fidelidad renovadora, insolublemente fidelidad y acomodación, había sido el objetivo cen­tral de todo su hacer, como voluntad de Dios, de la que nunca había dudado y a la que se debía con com­promiso espiritual personal, además del de sus votos.

En un rápido rebobinado interior de estos años, re­cordó, saltando de cumbre en cumbre entre sus princi­pales intentos de motivación y de urgencia a la Com­pañía: «Nuestra respuesta a la Congregación General XXXI» (1967); «Formación espiritual» (1971); «Po­breza y vida en común» (1968); «Colaboración de to­dos a la renovación acomodada de la Compañía»

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

(1969); «Evaluación de la 65a Congregación de Pro­curadores» (1970) de cómo se va cumpliendo la CG XXXI; «Puntos para la renovación espiritual de la Compañía [tras los encuentros con los Provinciales]: experiencia de Dios, dinamismo apostólico, unión ordinaria con Dios, vida comunitaria» (1971); «Dis­cernimiento» (1971) «Corazón de Jesús, "un tema que llevo muy en el alma"» (1972); «Evaluación tras los encuentros con Provinciales» [lecciones aprendi­das, preocupaciones, esperanzas] (1973); «Promo­ción de vocaciones» (1973)... ¿Y qué otra cosa había buscado en sus viajes, en su fiel correspondencia anual «de oficio» con las comunidades, o en su dar la cara con toda verdad a los brotes de violencia interior de uno y otro signo, sobre todo en España...?

«Caminemos -concluyó el Papa su alocución-juntos, libres, obedientes, unidos en el amor de Cristo para mayor gloria de Dios. Amén». A renglón segui­do, antes de reanudar sus primeros pasos la Congre­gación General, Arrupe invitó a todos los miembros de la Congregación a hacer objeto de su oración per­sonal las palabras del Papa; y, con ellas de fondo, ins­piró la oración de los congregados las tres mañanas siguientes.

4 de diciembre: «DESAFÍOS DEL MUNDO Y MISIÓN DE

LA COMPAÑÍA... No hay por nuestra parte, como jesuí­tas, más que una actitud fundamental: la de la ente­ra apertura al Espíritu que renueva la faz de la tie­rra. Y una responsabilidad fundamental: la de acom­pañar al mundo en ese cambio iluminándolo con la luz del Espíritu. No podemos quedarnos atrás corri­giendo los errores, sino que hemos de esforzarnos por proyectar aquí y ahora nuestra luz hacia el por­

ta misión de la fe y la just

venir, tratar de sorprenderlo y acompañar la marcha, el cambio, desde la acción inspiradora y transforma­dora del Espíritu».

5 de diciembre: «BAJO LA GUÍA DEL ESPÍRITU SAN­

TO... [la Congregación General] es una comunidad unida en el Espíritu de Cristo... Como cuerpo, posee autoridad plena y no está sujeta a nadie dentro de la Compañía, solamente lo está al Vicario de Cristo. Su función específica es el ejercicio de la suprema auto­ridad como Superior...; y deberá ejercer esta misión a base de un serio discernimiento..., con espíritu de servicio a sus hermanos».

6 de diciembre: «EN ÉL SÓLO PONER NUESTRA ESPE­

RANZA... Nuestra actitud en este momento debe ser de una profunda esperanza, que se funda sólo en Cristo... y que se alimenta también con el amor que sentimos a la Compañía. Queremos hacer de ella una Compañía sana y vigorosa... Compañía de Jesús, reignacianiza-da, apostólico-sacerdotal, eclesial [para que se haga consciente de que está al servicio de Cristo y de la misma Iglesia, debe amarla tal como ella es hoy, con sus limitaciones humanas, sin contraponer, como no lo hizo Ignacio, a Cristo con su Iglesia], unida, pobre, encarnada, creativa, universal...».

Así entró Arrupe en una Congregación cuyo final no se podía prever y cuyo paso a paso de cada día ha­bía de ser buscado desde Dios o recibido como de Él. Cuando tres meses después, el 7 de marzo, la clausu­re, podrá hablar de ella como de una «experiencia de conversión, de encuentro purificador y unificador, de la Paternidad de Dios, que por amor dirige y corrige a sus hijos».

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MiMiHiMiu. Ilinvfi '.nmhlun/d dr? Podro Arrupe

«...crecer cuanto podamos en fidelidad al Sumo Pontífice»

La conversión, la purificación y la corrección paterna de Dios llegaron entre el 20 y el 27 de enero. Según el programa de trabajo que la misma Congregación se había impuesto, el día 20 entró para su discusión en el aula el problema de la diferencia de grados, o la posibilidad de que todos los jesuítas pudieran acceder al grado máximo de compromiso con el Señor, que Ignacio había asignado únicamente a los profesos de cuatro votos. El tema no era teórico ni nuevo. Venía de lejos. De antes de la Congregación XXXI, que ya tuvo que ocuparse de él. Y venía de la base y de la vi­da misma. Y no como reivindicación de un derecho ni como puesta en cuestión del carácter sacerdotal de Ja Compañía, sino, en gran parte, como constatación de que la máxima disponibilidad, la máxima pobreza, la máxima entrega misionera, contenidos esenciales del compromiso espiritual del profeso, estaban de hecho siendo vividos por muchos otros jesuítas, coadjutores temporales y espirituales.

La Congregación General XXXI había encargado al P. Arrupe hacer estudiar el problema en todos los aspectos. Los resultados de este estudio estaban a dis­posición de las comisiones que prepararon la Congre­gación General XXXII. La comisión encargada pre­paró la presentación del tema conociendo, además de la alocución inicial del Papa y las cartas en ella cita­das, la carta del Cardenal Secretario de Estado al P. Arrupe en orden a los trabajos de la Congregación, fechada el mismo 3 de diciembre, fecha de la alocu­ción del Papa:

La misión de la fe y la '

«El Sumo Pontífice no ha dejado de considerar la eventual propuesta, a que Usted aludió en la re­ciente audiencia de 21 de noviembre último pasa­do, de extender a todos los Religiosos de la orden, aun a los no sacerdotes, el cuarto voto de especial obediencia al Sumo Pontífice "circa misiones" -reservado, según el Instituto, a los Religiosos sa­cerdotes que han realizado felizmente la requerida preparación espiritual y doctrinal-, y desea que le comunique que tal innovación, examinada atenta­mente, parece presentar graves dificultades que impedirían la necesaria aprobación por parte de la Santa Sede.

Me apresuro a hacerle llegar esta comunicación a fin de que pueda tenerla presente en el desarrollo de los trabajos de la Congregación General».

Arrupe se dispuso a vivir en cruz la voluntad de Dios, que «se manifestará o por el Sumo Pontífice o Por la Congregación General, que son mis Superio­res», como lo había prometido diez años antes, el día d e su elección. Una Congregación que había mani­festado su voluntad de una obediencia responsable y fiel al Papa. Era evidente que la Congregación no iba a decidir, ni siquiera a poner en consideración, el te-m a en orden a una decisión suya propia. La opinión d e l Papa estaba clara. Pero cabía la hipótesis de que d e seara dar a conocer al Papa las razones que una m ayoría cualificada de la Congregación creyera po­der aducir en favor de la petición. ¿Podría hacerlo? kste fue el contenido de un último sondeo extraofi­cial y privado que Arrupe hizo en la Secretaría de Es­tado como intento de clarificar la viabilidad de los

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

trabajos ya en marcha de la comisión encargada del tema y de la Congregación, y con voluntad de no condicionarla.

Según el orden prefijado por la Congregación misma, la comisión responsable del tema presentó el 20 de enero la síntesis de los estudios realizados por encargo de Arrupe, los numerosos postulados de las Provincias, las intervenciones papales al respecto; y, para poder continuar, puso sobre la mesa una bienin­tencionada pregunta: «¿Son los grados parte esencial de la intuición carismática de Ignacio o sólo un me­dio apto para la primera Compañía, que hoy puede y debe cambiarse en bien de la Compañía y de la Igle­sia»? La Congregación comenzó por preguntarse a sí misma si deseaba tratar el tema y decidió hacerlo por amplísima mayoría. Lo trató, en densas sesiones de mañana y tarde, los días 21 y 22. Toda clase de opi­niones resonaron en el aula. Al final de la discusión, Arrupe, con finísima discreción y respeto a la Con­gregación, resaltó la complejidad y delicadeza del te­ma, resumió los argumentos y posturas propuestos de uno y otro signo y propuso una votación puramente indicativa de hacia dónde se inclinaba la Congrega­ción; según ésta, se decidirían los pasos a dar.

En la tarde del día 22, la Congregación consideró agotada la discusión en el aula y, por significativa mayoría en votación puramente indicativa, se mani­festó favorable a la supresión de los grados, tanto por motivos internos al tema mismo como externos, de atención al sentir y a la situación de la Compañía. Y con mayoría más amplia aún manifiesta su voluntad de que se represente al Papa este deseo y las razones que se han compartido en el discernimiento sobre el

La misión de la fe y la just

tema. Era viernes. La Congregación no volvería a re­anudar sus trabajos hasta la mañana del lunes, día 25.

Al disponerse a hacerlo, y aparcado el orden del día, Arrupe presentó a los congregados una larga car­ta del Cardenal Villot, Secretario de Estado, con fe­cha del día 23, en respuesta a la información que el General le había hecho llegar sobre las votaciones in­dicativas del viernes. Y exhortó a todos a leerla y me­ditarla allí mismo.

El cardenal hacía pivotar la causa del dolor y sufri­miento del Papa sobre la negligencia de Arrupe en co­municar a la Congregación las explicaciones y confir­maciones dadas por él mismo, según «informaciones seguras venidas de fuente de toda confianza a esta Secretaría de Estado» y sobre la invitación a la Con­gregación a pronunciarse, aun en forma indicativa:

«El Santo Padre, por ello, no puede menos de ma­nifestar su vivo disgusto, ni, bien consciente de las directrices dadas a su tiempo, ve cómo pueda ex­presar su consenso a las propuestas votadas ayer. También, con motivo de las repercusiones negati­vas que, como efecto de este infeliz episodio, es lí­cito prever para la prosecución de los trabajos de la Congregación General, de la cual, en cambio, se esperaban tantos bienes, el Sumo Pontífice no puede por menos de estar vivamente preocupado y profundamente dolorido».

Y pidió «una cuidadosa relación escrita de los motivos que han inducido a los padres congregados a orientarse del modo expresado en las votaciones in­dicativas», que la Congregación no deliberara más sobre el tema, si no era conforme a las directrices re-

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

cibidas, y que diera a conocer esta carta. Y expresó, además, la conveniencia de evitar toda comunicación al respecto.

Al final de la lectura meditada sobre la carta, Arrupe expresó su personal angustia por la preocupa­ción y dolor causados al Sumo Pontífice e invitó a to­dos a una concelebración eucarística para alcanzar «la gracia de crecer cuanto podamos en fidelidad al Sumo Pontífice» y para aprender los caminos de Dios tan distintos de los que la Congregación tuvo como del Señor. En la homilía, improvisada y emotiva, ex­hortó a una aceptación gozosa y entera de la voluntad claramente manifestada por el Papa, que para la Congregación era expresión de la de Dios. Experien­cia espiritual altamente gozosa y estimulante.

Fidelidad

La Congregación reanudó, no sin dolor, sus trabajos. Por de pronto, el de elaborar la relación, que había de ser presentada al Papa, sobre las razones que movie­ron a las votaciones indicativas del día 22. Y volvie­ron a entrar en discusión los grandes temas de la Con­gregación: la Misión de la Compañía hoy; la pobre­za; la vida espiritual; la unión de los ánimos; la iden­tidad del jesuita hoy... y la trabazón y reajuste de to­dos ellos, que ya la ocuparían hasta el final.

El 15 de febrero recibió el P. Arrupe una nueva carta, esta vez autógrafa, del Papa, con la que abrió los trabajos del día 17 exhortando a una lectura me­ditada de la misma:

La misión de la fe

«No se puede introducir innovación alguna con res­pecto al cuarto voto... No podemos permitir que su­fra la menor quiebra este punto, que constituye uno de los fundamentales de la Compañía de Jesús. Al excluir esta extensión del cuarto voto, no nos mue­ve ciertamente un sentido de menor consideración o un conocimiento del problema menos lleno de do­lor, sino más bien el profundo respeto y ardiente amor que profesamos a la misma Compañía...

Te expresamos la duda, que para Nos brota de las orientaciones y actitudes que emergen de los tra­bajos de la Congregación General: ¿podrá la Igle­sia poner su confianza, como siempre hizo, tam­bién ahora en vosotros?... Para concluir: es el mis­mo Papa, quien con humildad, pero con la sinceri­dad y la intensidad de su afecto, os repite con emo­ción paterna y con extrema seriedad: pensad bien, hijos queridísimos, lo que hacéis».

No se hizo esperar, allí mismo, la reacción Arrupe:

«Como bien veis, es ésta la hora en que nos es ne­cesaria fe para nuestro espíritu, para descubrir la mano de Dios, que conduce nuestra Compañía mediante su Vicario. Es ésta hora de fidelidad al Santo Padre, cuyas indicaciones hay que seguir con cuanta diligencia nos sea posible; hora de hu­mildad para reconocer nuestras limitaciones y de­fectos; hora de fortaleza para proceder de modo sereno, humilde, positivo...

De manera que me pareció, después de oír el parecer de los Asistentes Generales y del consejo

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de Presidencia, que esta mañana se reúnan los grupos de las Asistencias, y de nuevo a las cuatro de la tarde, para preparar una comunicación que pueda presentarse a la asamblea general, que se tendrá a las 5 de la tarde y en la que hablaremos del futuro trabajo de la Congregación».

Tras esta nueva experiencia de discernimiento profundo, la Congregación decidió por mayoría con­tinuar los trabajos, a la luz de todo lo vivido desde el 3 de diciembre. Era el 17 de febrero. En la mañana del día 20, acudió Arrupe a una entrevista con el Papa para renovarle los sentimientos de fidelidad y afecto de todos los Congregados y para conocer mejor sus esperanzas sobre la Congregación. A su regreso, esa misma tarde, dio cuenta de cuanto el Papa le había di­cho y urgido. Pablo VI reiteró lo expresado en su car­ta autógrafa, extrañado de que la Congregación no hubiera entendido, desde un comienzo, que su volun­tad era que toda discusión sobre el cuarto voto fuera excluida. Enumeró una serie de orientaciones y acti­tudes que hacían temer decisiones peligrosas, e insis­tió en la necesidad de continuar el diálogo, para lo que estaba dispuesto a recibir al P. General cuantas veces se lo pidiera.

En el comentario sobre la entrevista con los con­gregados, Arrupe afirmó: «Es cierto que el Santo Pa­dre dijo claramente: "La Compañía de Jesús no de­fiende a la Iglesia ". Punto ciertamente de gran impor­tancia, porque tenemos que ser fidelísimos hijos de la Iglesia, sienta el mundo de ello lo que quiera». Y con­fió a todos su esperanza de que aquella audiencia, pe­netrada de tristeza, fuera fuente de conversión y de re-

La misión de la te y

novación no sólo de la Congregación General, sino de toda la Compañía, y «ocasión para hacer más firme, fi­lial y obediente la relación con el Sumo Pontífice, que, efectivamente, ama ardientemente a la Compañía».

Dos días después, Arrupe compartió con la Con­gregación su vivencia personal de todo lo sucedido, en palabras que alguien, no sospechoso de adulación, calificó como una de las páginas más elevadas de to­do el generalato de Arrupe:

«Nos encontramos en una experiencia singular, de la que nos conviene sacar grandes frutos que pue­den conducirnos a la purificación del Espíritu, a una mayor unión con Dios, a un amor más pro­fundo al Santo Padre y a sentir más entrañable­mente con la Iglesia. Sentimos vivamente nuestras limitaciones y dolencias. Porque fallamos al no entender lo que hubiéramos debido entender. No consideramos en toda su extensión y profundidad las directrices del Santo Padre, que eran de gran importancia para la renovación de la Compañía. Aunque no parezca que se pueda atribuir a falta de buena voluntad, sin embargo quizá nos faltó verdadera discreción espiritual, al no haber oído lo que Dios nos decía a través de su Vicario.

Esforcémonos en ver en ello la mano de Dios. ¡He aquí el camino y las sendas del Espíritu! Co­mo antaño condujo Dios al pueblo de Israel me­diante avisos para impedir las desviaciones y con­ducirlo a la tierra de promisión, a nosotros, nece­sitados de verdadera purificación, el mismo Dios nos interpela por medio de su Vicario, padre solí­cito. Excita nuestra atención, impide las desvia-

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

ciones y alimenta la esperanza de que por hechos efectivos alcancemos el testimonio de fidelidad que confirme nuestra unión en amor y confianza con el Vicario de Cristo. La misericordia divina lo obró en su pueblo (Sal 195,43-44.48) y ¡quiere realizarlo benignamente en nosotros!».

Quedaban 12 días hábiles para que la Congrega­ción General rindiera viaje. Y lo hizo interiormente consolada, dando cima a documentos inspirados e inspiradores de gran calado, que actualizaron para el presente los textos originales ignacianos relativos a la identidad del jesuíta, objetivo específico del Conci­lio, que Arrupe hizo suyo desde el primer momento y cuya realización se propuso acelerar al convocar la Congregación General XXXII: Los decretos «Ser je­suítas hoy»; «Nuestra misión hoy: servicio de la fe y promoción de la justicia»; «La formación de los je­suítas»; «La unión de los ánimos»; «Nuestra pobre­za»; y tantos otros.

En la mañana del 7 de marzo, Arrupe y sus Asis­tentes Generales son recibidos por el Papa en una au­diencia que Arrupe califica de «cordial». Le entregó los decretos ya enteramente ultimados, prometiendo para próximamente los restantes. Luego, en presencia de los Asistentes, Pablo VI leyó un breve texto escri­to: «Confesamos que este mismo afecto, con el que os abrazamos a todos, Nos ha impulsado a interponer nuestra autoridad ante los Superiores de la Compañía en circunstancias recientes... movidos por la concien­cia de nuestro cargo, ya que somos el supremo de­fensor y custodio de la Fórmula del Instituto y Pastor de la Iglesia universal...».

La misión de la fe y la just

Reconoció con satisfacción que «los miembros de la Congregación General entendieron con buen espí­ritu la fuerza y la significación de nuestras indicacio­nes y las admitieron con voluntad obediente...». Rei­teró deseos manifestados en sus intervenciones orales y escritas, que resumió en un «Ahora, al acabar esta Congregación General, aprovechamos con gusto la ocasión para exhortar de nuevo a todos y cada uno de los hijos de San Ignacio esparcidos por el orbe ente­ro: ¡Sed fieles!... ¡Que no sea vana tanta esperanza concebida! ¡Id, pues, avanzad en el nombre del Se­ñor! ¡Sí, hijos y hermanos, avanzad siempre y sólo en el nombre del Señor!».

Ya el día anterior, en la Eucaristía penitencial en la basílica de San Pedro, con ocasión del Año Santo, Arrupe había iniciado su evaluación final de la Con­gregación, que completaría en la tarde del 7 de mar­zo en el aula. Cuatro años de preparación y, sobre to­do, estos tres meses de realización habían sido...

«...una experiencia de conversión, de encuentro pu-rificador y unificador, de la Paternidad de Dios... No hemos pretendido otra cosa sino renovar el es­píritu, el carisma y el servicio apostólico de la Compañía de Jesús, conocer más íntimamente nuestra identidad, buscar el camino de nuestros fu­turos trabajos... No deseábamos otra cosa sino con­seguir la verdadera renovación de la Compañía: esto es, rehacernos profundamente cada uno de nosotros... No deseábamos otra cosa sino fomentar la perfecta reconciliación... No deseábamos otra cosa, sino conocer más íntimamente y cumplir la obligación de nuestra caridad y servicio...

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

...Vemos que Dios nos ha llevado por un cami­no muy semejante al camino de Ignacio, por la vía que parece renovar el itinerario existencia! de los Ejercicios... Hemos experimentado nuestra limita­ción, de la que sacamos una humildad profunda y una verdadera necesidad de conversión a Cristo y, al mismo tiempo, cierto sentimiento de confianza, que nos mueve a todos y a cada uno de nosotros a desear "en Él solo poner la esperanza"... Ahora bien, es una experiencia inacabada; pero, tal co­mo se nos ha dado, comunicable».

Y retomó y respondió las tres preguntas de Pablo VI, el 3 de diciembre, al comienzo de la Congregación:

«¿De dónde venimos? De Ignacio, ciertamente; de su apasionado amor a Jesucristo. ¿Quiénes so­mos?... Al revivir las más profundas líneas de los Ejercicios Espirituales y recordar las líneas esen­ciales de la Fórmula y de las Constituciones, nos reconocimos como una única estirpe de Ignacio. Es la sangre de familia... ¿Adonde vamos? Nues­tra respuesta fundamental es la misma de Ignacio, con la que nos sentimos plenamente identificados: "alistados bajo la bandera de la cruz, servir sólo al Señor y a la Iglesia su esposa, bajo el Romano Pontífice, su Vicario en la tierra, para salvar, me­diante todas las formas válidas de evangelización, a todo el hombre y a todo hombre ".

Para ello hemos de avanzar... en una renovada conciencia: de la esencialidad de la vida interior; de la dificultad objetiva de la realidad de nuestro mundo; de que nos compete hoy una más decidida proclamación del evangelio.... Problema... de acti­

vo misión de la fe y la just

tudes nuevas: mayor hondura en nuestra experien­cia espiritual personal, insustituible; humildad y sencillez decididamente mayores; realismo que nos mueva a más puntual ejecución; discernimiento permanente según el Espíritu; amor a esta concre­ta Iglesia de Jesucristo; entusiasmo evangélico.

Alcanzado por la acción del Espíritu Santo so­bre nosotros, quizá los miembros más inútiles de la Compañía, éste es el fruto de nuestra Congre­gación: nuestra experiencia personal y comunita­ria y los documentos de la Congregación».

Y sobriamente Arrupe bajó el telón de la Congre­gación, tres meses y cuatro días después de iniciada, en la tarde del 7 de marzo de 1975. Y lo bajó gozosa­mente. Porque Dios había abierto el camino: el de la sufrida experiencia de conversión y el programa {identidad, misión, pobreza, unión de los ánimos..) para vivir y para hacer vivir.

Tenía sobrados motivos para dar gracias. La Con­gregación General había resultado, tanto por las con­trariedades fuera de programa como por el desarrollo de éste -cosas ambas que mutuamente se enriquecie­ron-, una ocasión de gracia desbordante. La iniciativa de la Congregación había sido enteramente suya, de su divina impaciencia por lograr la fidelidad renovadora, objetivo del Concilio para la Iglesia, que la Congrega­ción General XXXI hizo suyo y tradujo para la Compañía. «Hemos podido comprobar cómo esa gra­cia inicial llega a nosotros, de modo extraordinario, en la Congregación General XXXI, cuya virtualidad esta nuestra Congregación reconoce justamente, como reconoce nuestra escasa eficacia en asimilarla».

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Misionero. Brnvo semblanza de Padre Arrupe

Experimentar en vivo esa «virtualidad» y esa «es­casa eficacia» no podía dejar indiferente a un hombre que venía de una profunda experiencia misionera y al que tanto el Concilio como la Congregación General, al elegirle, le habían alargado el horizonte de misión y encendido su urgencia. Fue lo que le movió a apre­tar el acelerador de la fidelidad y de la renovación y, desde 1970, a lanzarse y lanzar a la Compañía com­prometiéndola en la experiencia discernidora de ha­cerlas realidad.

Le movió «la necesidad que tiene nuestra Com­pañía de una verdadera adaptación apostólica a las nuevas situaciones del mundo de hoy, en constante cambio». Necesidad que sólo se captará si se posee en alto grado: 1) un agudo sentido de discreción (libertad interior, deseo de buscar lo mejor, amor a Cristo...); 2) cierta madurez humana y espiritual; y 3) un deseo hu­milde y apostólico de aprender cosas nuevas. «Es ne­cesaria una pedagogía que prepare a las personas pa­ra hacer los cambios necesarios y hacerlos bien».

Diagnosticó a la Compañía como un cuerpo sano, pero cansado, y auscultó los «elementos vitales» que requerían especial atención: Fe, unión, apostolado, pobreza, fidelidad a la Iglesia jerárquica (sentido de Iglesia), formación, vocaciones, castidad, nuevo mo­do de gobernar. Y, detectando los aspectos más clara­mente urgidos por el Espíritu, pidió a la Congrega­ción: «os ruego que me deis normas claras y precisas para el gobierno ordinario, en orden a llevar a la práctica los decretos "con toda autoridad para edifi­car", como desea San Ignacio».

Una vez constituida la Congregación General, Arrupe ejerció un liderazgo humilde, discreto y efi-

Va misión de la fe y la justicia

caz, aportando su docilidad a la misma (mi Superior), la autoridad de su propio testimonio de entereza y pu­reza de intención en los inesperados momentos de prueba, sus aportaciones como miembro-Presidente. En todo momento, con sus silencios y con sus pala­bras, pilotó la nave de la Congregación sin imposi­ción, dando espacio a que el Espíritu se manifestase, agotando hasta el escrúpulo las posibilidades de cla­rificación en el conflicto con la Santa Sede, logrando con su propio ejemplo que la Congregación no se bloquease en su objetivo específico, concretar la adaptación necesaria querida por Dios y en entera fi­delidad a Él.

«Un profundo y claro planteamiento de fe»

Concluida la Congregación General XXXII, Arrupe se entregó a impulsar la ejecución de las dos, también de la XXXI, sobre la que, de hecho, se construyó la que acababa de terminar. Lo hizo sin descanso... Se diría que un rejuvenecido Arrupe se volcó, una vez más «hasta las últimas consecuencias», en motivar la corresponsabilidad personal y colectiva de todos los jesuitas en hacer realidad lo que la Congregación ha­bía diseñado como objetivos y como caminos. Ade­más del día a día del gobierno ordinario y de Normas para ejecutar decretos concretos, el 15 de septiembre de 1975 mueve a la Compañía a un nuevo modo de proceder, haciendo del «discernimiento tanto perso­nal como comunitario que prepare las decisiones de la autoridad competente» el nuevo estilo de caminar «característico de la Compañía». Invita a tomar con-

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

ciencia de los conceptos-fuerza del proceso y urge en definitiva, a una conversión:

«Me atrevería a decir que la característica más pro­funda de esta Congregación fue la "metanoia " y pu­rificación que se verificó en todos los que formamos parte de ella... A través de la íntima experiencia de sus propias limitaciones (y las de la Compañía), la Congregación General recorrió ejemplarmente su camino en la fe y en la obediencia típicamente ig-naciana al Vicario de Cristo en la tierra».

Comparó la experiencia de la Congregación con un proceso concentrado de Ejercicios, a partir de la primera semana, al que invita a todos:

«Considere cada uno de nosotros con humildad profunda "lo que he hecho por Cristo", exami­nando nuestra vida con los documentos de la Con­gregación General en la mano... Aparecerán muy claras nuestras limitaciones, nuestras omisiones, nuestras infidelidades..., y nos sentiremos, como Ignacio, humillados, pero amados y elegidos co­mo "compañeros de Jesús " y nos preguntaremos, como él: "¿qué debo hacer por Cristo?"».

Definió con detalle orientaciones y funciones de Provinciales y Superiores e inició una nueva metodo­logía, la de un «múltiple diálogo» -«búsqueda pro­gresiva y conjunta de la voluntad del Señor»— con Provinciales, Superiores y Consultores de cada co­munidad, mediante lo que él llamó «contacto episto­lar directo» de las cartas «de oficio» anuales.

Los primeros ocho meses después de la Congre­gación General culminaron con la entrega a todos, el

La misión de la fe y la just

31 diciembre de 1975, del que tituló «Sumario de la Vida religiosa del jesuíta». Se trataba de un compendio de Orientaciones y Normas de vida de los decretos de las dos últimas Congregaciones y de cartas del P. Arru­pe que actualizó las clásicas Reglas comunes, abroga­das por la Congregación General XXXII, clarificando los puntos cardinales de nuestra vida religiosa.

Arrupe siguió prodigándose en cumplir las «nor­mas claras y precisas» que desde el principio había pedido a la Congregación y ésta le había dado. 1976 lo ocupó en revisar estructuras de gobierno (Fórmu­las de todas las Congregaciones, Orientaciones sobre la relación entre director de obra y Superior y sobre las mutuas relaciones), promulgar la nueva edición de los Estatutos de Pobreza e impulsar el «múltiple diálogo epistolar» anual mediante un texto vivo que alimentase el discernimiento colectivo. Escogió para ello un tema, piedra fundamental de una espirituali­dad de fuertes trazos, como la de Ignacio: «Integra­ción de vida espiritual y apostólica».

«¿Cómo podríamos asegurar y robustecer nuestra vida espiritual y nuestro apostolado como un todo perfectamente integrado, deforma que nuestra vi­da y nuestras actividades resulten realmente evan-gelizadoras y anuncien eficazmente a Jesucristo hoy?».

Todavía tuvo tiempo para abordar el tema de «El apostolado intelectual en la misión de la Compañía de Jesús hoy» y para desplazarse a Frankfurt am Main, con una conferencia sobre «Fe y Justicia en la responsabilidad de los cristianos europeos», y a Fila-delfia (USA) para intervenir en el Congreso Eucarís-

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

tico Internacional con el tema «Hambre de pan y de evangelio». Arrupe recuperó de nuevo su nivel de crucero misionero en estos años.

El corazón de nuestra identidad

1977 le sorprendió con la muerte violenta de un jesuí­ta en Brasil, tres en Rodesia y uno en El Salvador. Les habían precedido otros cuatro ya en su generalato, y les seguirían otros 24 durante el resto del mismo.

«Tratemos de interpretar su mensaje y de penetrar en él. ¿A quiénes ha escogido Dios como vícti­mas? Los cinco han sido hombres de cualidades humanas normales, de vida oculta, casi descono­cidos, que vivían en pueblos pequeños, dedicados por completo al servicio diario de los pobres y de los que sufren. Hijos de la Compañía que nunca han aparecido en grandes controversias públicas, ni fueron figuras especialmente llamativas para los medios de comunicación social. Personas de vida sencilla, austera, evangélica, que se iba con­sumiendo día a día, lentamente, en servicio de "los pequeños ".

¿Por qué los ha escogido el Señor? Creo que es precisamente por esa vida evangélica, claramente apostólica, en la que nunca se empaña la irradia­ción del verdadero compañero de Jesús. Sus actitu­des, sus actividades, sus motivaciones no se han en­turbiado con ambigüedades ideológicas o partidis­tas... No se puede poner en duda la transparencia de sus vidas. Son, por tanto, testimonios indudables

La misión de la fe y la

de la línea de servicio de la fe y promoción de la justicia que la Congregación General XXXII seña­ló a la Compañía... Estos son los jesuítas que nece­sita hoy el mundo y la Iglesia...».

En el otoño había de continuar su múltiple diálo­go epistolar con toda la Compañía, cuestionándola sobre nuestra disponibilidad para la misión, actitud, signo y medida de la integración personal real de vi­da espiritual y apostolado. «Para Ignacio no somos el jesuíta ideal si, sea cual fuere nuestro trabajo, no permanecemos consciente y gozosamente, disponi­bles, hombres para ser enviados... Tocamos aquí el corazón de nuestra identidad... como seguidores de Jesús, "el disponible". Éste es precisamente el rasgo que impresionó a Ignacio como característico del Hi­jo y del jesuíta que cree en el Hijo, destinado a re­producir hoy su imagen».

Y motivó y alimentó con nuevas preguntas a Su­periores y a todos el discernimiento que había sido y que era para Arrupe el camino cristiano, la esencia de su voto de perfección. Y concluyó: «Recordaréis que en mi carta anterior os decía que la praxis es la me­dida de nuestra sinceridad. Hoy, profundizando en esta verdad -y no es otro mi deseo en este diálogo anual con vosotros-, añadiría: "la disponibilidad ig-naciana es garantía y conditio sine qua non de la praxis", de la única praxis salvadora que verdadera­mente interesa a la Iglesia y a la Compañía».

Arrupe no se conformó con este acompañamiento de la Compañía viva a distancia. Reanudó, siempre desde la evaluación del modo en que se iba aplican­do la Congregación General XXXII, sus encuentros

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m Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

por Asistencias con los Superiores Mayores. Este año 1977 lo hizo con los de España, África (en Roma, por imposibilidad de encontrarlos en Addis Abeba, como estaba programado), India, Asia Oriental en Yakarta, América Latina Meridional en Río de Janeiro, y Sep­tentrional en Bogotá. Participó, además, en la IV Se­mana de Vida Religiosa en Madrid («Nuevos desa­fíos y oportunidades de la experiencia de Dios en la Vida Religiosa Hoy») y en el Congreso de la Federa­ción Mundial de Antiguos Alumnos de la Compañía en Padua (Italia).

Aunque las nubes y sospechas -su Getsemaní de la Congregación General XXXII- no habían desapa­recido del todo, nadie vio que mermara su entusias­mo misionero, «ese entusiasmo que procede del amor de Cristo y que se manifiesta en un santo ímpetu de eficacia, de realizaciones», como se había propuesto vivir en sus primeros Ejercicios Espirituales como General, hacía ya 12 años.

Volverían a reaparecer pronto esas nubes, en 1978, cuando Arrupe se disponía a vivir la primera auditoría preceptiva, después de la Congregación Ge­neral 32a, la 66a Congregación de Procuradores. Es­peraba con esa ocasión poder presentar a Pablo VI los pasos de conversión en el camino recorrido por la Compañía en los últimos cuatro años.

«...vuestra Compañía y la mía...»

Inesperadamente, el 7 de agosto falleció S.S. Pablo VI. Arrupe anunció a toda la Compañía su falleci­miento, encareciendo oraciones espontáneas y los su­fragios establecidos por Constituciones;:

La misión de la fe y la jusí

«Ahora quiero recordar con todos y cada uno de vosotros cuánto amó a la Compañía este gran Su­mo Pontífice, cuánto se interesó por todas sus ac­tividades, con qué constancia participó en sus búsquedas sobre métodos y dificultades nuevos; cuánto, en cambio, sufrió por sus defectos y debi­lidades, creyendo, no obstante, en su misión siem­pre actual en la Iglesia del Señor. En cada au­diencia, de las muchas que me concedió, de ma­nera particular en la última del pasado mayo, me confirmó no sólo esta habitual benevolencia y vi­gilante simpatía, sino también la intensidad y sin­ceridad de su afecto».

En el mismo agosto, el 28, fue elegido nuevo Papa Juan Pablo I. Arrupe corrió a comunicar a la Compañía ya el día 31: «Su Santidad, como muestra de singular caridad -no habían pasado 48 horas des­de que recibió mi carta-, me contestó a mano, inclu­so el sobre, refiriendo muchas cosas que recordaba y sentía sobre la Compañía». Necesitó compartir con la Compañía la noticia y el detalle, «tanto para que redunde en alegría y consolación espiritual vuestra cuanto en estímulo para una respuesta plena en fide­lidad a sus deseos, explícitamente manifestados, de que Le ayudemos a él y a la Iglesia con nuestros tra­bajos, obediencia y santidad de vida».

Del 27 de septiembre al 5 de octubre había de te­ner lugar la 66a Congregación de Procuradores -asamblea que se celebra cada cuatro años entre Con­gregaciones-, compuesta por representantes de todas las Provincias y con la finalidad de auditar la marcha de la Compañía y, eventualmente, votar si el General

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Misionero, Breve semblanza de Padre Arrupe

debe convocar una nueva Congregación General o no. Ya iniciada, la Congregación es sorprendida por la inesperada muerte del recién elegido Papa, en la víspera de la audiencia programada para los miem­bros de la Congregación.

Arrupe comunica a la Compañía:

«Nunca había sucedido que un Papa hubiese al­canzado tan pronto fama de delicadeza, suavidad, más aún, facilidad para atraerse a toda clase de gentes mostrándose un futuro Pastor insigne por su amor... No podemos dejar de dar gracias a Dios por el don de este eximio, aunque breve, pon­tificado. La resplandeciente bondad del Santo Padre, el afecto y dedicación que empezó a mani­festar hacia los más débiles, deben quedar en nuestro recuerdo como llamada a crecer en una más profunda fe por toda nuestra vida, a estimu­lar la fe, a la efusión del amor: triple lección que de palabra y con hechos impartió a todos Juan Pablo I en los poquísimos días de su pontificado».

«Consternación» llamó Arrupe a esta experiencia, que no impidió la evaluación, que la Congregación de Procuradores debía hacer, de cómo iba realizándo­se la aplicación de la Congregación General XXXII. Éste era uno de sus principales objetivos. Arrupe es­peraba de las palabras de un Papa tan cordial un nue­vo impulso que fortaleciera el suyo, en el que estaba comprometido tan por entero. No desistirá hasta con­seguir el texto preparado por el Papa para la Congre­gación de Procuradores. Casi dos meses después, el nuevo Papa, Juan Pablo II, autorizó que se le entre­gara, haciendo suyo el contenido del mismo.

La misión de la fe y la

En el participar a la Compañía dicho texto, al que Arrupe dio valor de testamento de Juan Pablo I, lo hi­zo poniendo, bajo un «vuelve a tocar y poner de re­lieve algunos rasgos esenciales de nuestra voca­ción», lo que en el cordial texto de S.S. Juan Pablo I era propuesta de algunos puntos que llevaba muy en su corazón para una «evaluación sincera, realista y valiente de la situación objetiva, analizando, si es ne­cesario, las deficiencias, las lagunas, las zonas de sombra».

En realidad, eso era lo que había hecho Arrupe, al comienzo de la Congregación de Procuradores, en su detalladísima relación del estado de la Compañía, en la que podía advertirse un leve tono de decepción en relación con sus esperanzas: «En síntesis, yo diría que la aplicación de los decretos de la CG 32 está aún en una fase inicial, y por ello los resultados de la Congregación General carecen aún de la deseada profundidad». Y al hilo del decreto 2o dé la Congre­gación General XXXII, «Jesuítas hoy», fue pormeno­rizando con detenimiento luces y sombras. Se detuvo particularmente en el capítulo que titula «Sentiré cum Ecclesia» y confesando con fuerza que, junto a la es­tima de la Santa Sede y de las Jerarquías locales, ma­nifestada en muchas más peticiones de ayuda de las que podemos atender...

«...ha habido también, aunque en menor número que antes de la CG 32, quejas de los Dicasterios romanos o Jerarquías locales... La notoriedad de algunos casos ha podido dar pie a generalizacio­nes en algunos países, como si la Compañía hu­biese desmerecido de su tradición. Con la misma

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

lealtad con que reconocemos nuestras deficien­

cias en esta materia —que nos son especialmente

penosas y a las que hemos procurado atender con

toda solicitud-, debo confesaros que otras muchas

veces se ha tratado de infundadas acusaciones, in­

formaciones distorsionadas, abusivas interpreta­

ciones o campañas de opinión».

Terminó su informe, que él mismo califica de «realista», «complicado y un tanto abrumador», afir­mando que...

«...es compatible con la afirmación de que la

Compañía va superando los vaivenes, que la han

sacudido, al igual que a la propia Iglesia, y va ca­

minando con paso cada vez más firme por el nuevo

camino... La consolidación de los progresos de la

Compañía y el remedio de las deficiencias que aún

subsisten, por la aplicación de los decretos que la

CG dio tras conocer un análogo informe sobre el

estado de la Compañía hace tres años. No ha cam­

biado en nada la naturaleza de las cosas, aunque sí

ha seguido evolucionando el cuadro de problemas

de la Iglesia y de la humanidad en las líneas que ya

entonces eran claramente perceptibles.

Los decretos de la CG 32 mantienen su plena

actualidad y, en concreto, el método que ella nos

propone... Pero el llevarlo a la práctica exige la

abnegación de la propia conversión, la aceptación

del espíritu y la letra de esos decretos. El camino

está ahí, y sólo falta recorrerlo».

Arrupe dio a la Congregación de Procuradores cuenta detallada del estado de cumplimiento de los

La misión de la fe y la jusí

encargos que le había hecho la Congregación Gene­ral, y los Procuradores votaron claramente por no obligar al General a convocar una nueva Congrega­ción General. Arrupe concluye proféticamente:

«Al considerar el desafío a que estamos haciendo

frente, que sin duda revestirá características en el

próximo futuro, llego al convencimiento de que la

respuesta de la Compañía debe ser inmediata, ne­

cesaria..., animosa, generosa, volcándose en el

empeño más allá de cualquier empeño, más allá

de cualquier inmovilismo personal o institucio­

nal... La respuesta al desafío de hoy y del previsi­

ble futuro no puede ser más que ésta: simplemen­

te, la ejecución progresiva y renovada de los de­

cretos de la CG 32, contrapesando la mayor radi-

calidad del nuevo desafío con una más radical

aplicación de cuanto trazó la Congregación. En

esta línea, la Compañía ha pasado ya el "punto de

no retorno", y el proceso es irreversible. Ni nos lo

consiente la fidelidad a nuestra vocación, ni sería

posible en la actual dinámica de las necesidades

de la Iglesia y del mundo...Proceso de conversión,

evaluación y discernimiento».

Todavía en este 1978 había habido espacio para uno de sus más importantes documentos, sobre la In-culturación, nacido por encargo de la Congregación General, pero escrito...

«...con tanto mayor interés cuanto que, por mi ex­

periencia anterior y posterior a mi elección como

General, estoy profundamente convencido de la

importancia de este tema. [Entendiendo por

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

"Inculturación"] la encarnación de la vida y el mensaje cristianos en un área cultural concreta, de tal manera que esa experiencia no sólo llegue a expresarse con los elementos propios de la cul­tura en cuestión (lo que no sería más que una su­perficial adaptación), sino que se convierta en el principio inspirador, normativo y unificador, que transforme y recree esa cultura, originando así "una nueva creación ".

Las transformaciones que se han verificado y seguirán verificándose para adaptarnos a los cambios culturales de hoy... no podrán concretar­se si no logramos que esa corriente transformado­ra del Espíritu pase modificando desde dentro nuestra vida personal. Es lo que podríamos lla­mar "inculturación personal interior", que nece­sariamente debe preceder o, al menos, acompañar a la tarea externa de la inculturación».

En su «hacerse todo a todos» tuvo cabida también un inspirado Coloquio con los Hermanos jesuitas de Roma, hecho llegar a toda la Compañía: «Afirmo que el jesuíta no sacerdote desempeña un papel específi­co, irremplazable; sin su presencia, no puede lograr­se de manera efectiva la comunidad apostólica de la Compañía... Lo será, de hecho, en la medida en que sus miembros vivan plenamente entre sí tres dimen­siones clásicas...: koinonía, diakonía, kerygma». De estas tres dimensiones somos responsables todos los jesuitas, pero los Hermanos las sensibilizan a través de su propia vida vivida «en la mística de coopera­ción o coadjutoría... típica de la vocación de Her­mano..., aunque no exclusiva de él, sino común y ne­cesaria a todo jesuíta».

La misión de la fe y la justicia

Y no se olvidó de seguir alimentando el discerni­miento de toda la Compañía, preguntando, para con­tinuar su diálogo epistolar anual con todos: «¿Qué habéis hecho después de la CG 32: en materia de ex­periencias de pobreza y en materia de contactos con no-creyentes (quienes no comparten nuestra fe en Jesucristo y en la Iglesia o quienes, siendo creyentes, han tomado distancia con respecto a ella)?».

Un nuevo Papa

Al atardecer del 15 de octubre de 1978, una multitud entusiasmada acogió con aplausos desde la Plaza de San Pedro la esperada fumata blanca en la chimenea del Consistorio. Arrupe participaba en ese momento en una recepción que celebraba la Universidad Gre­goriana, pero había dejado el encargo de que le avi­sasen inmediatamente si eso sucedía. E inmediata­mente dejó la recepción y regresó a la curia en coche, escoltado por la policía italiana abriéndose paso a si-renazo limpio entre la multitud que ya corría a la Plaza de San Pedro. Eran tiempos en los que, por fi­gurar amenazado por las brigadas rojas, no podía sa­lir de la curia sin avisar previamente a la policía y ha­cerse acompañar por ella. Por eso tuvo que conten­tarse con seguir ya en la Curia la aparición y saludo, desde la logia, del nuevo Papa polaco, Juan Pablo II.

Dos meses después, Arrupe fue recibido en au­diencia por S.S. Juan Pablo II. «Le he dado a cono­cer la profesión y la promesa expresa que compro­meten a la Compañía a obedecerle, especialmente en lo que concierne a los envíos en misión para gloria

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

de Dios nuestro Señor. Con esta ocasión, el Santo Padre ha querido darme su bendición a mí y a todos los compañeros». Con la fotografía de esta bendi­ción, encareciendo a los provinciales que la hicieran llegar a cada uno, felicitó Arrupe a todos los jesuítas la Pascua de 1979. Un año particularmente intenso del generalato de Arrupe.

Ya en el temprano 18 de enero hizo llegar a todos su conferencia en el Centro Ignaciano de Espirituali­dad, «El modo nuestro de proceder», «una aporta­ción más a cuanto en otras ocasiones he dicho sobre la "renovación", la "actualización", la "adapta­ción" de la Compañía, que, siguiendo la estela del Concilio Vaticano II, han promovido las dos últimas Congregaciones Generales. No me mueve a ello nin­guna intención apologética de la nueva imagen que este "aggiornamento" ha dado a la Compañía».

Su objetivo y su pasión habían sido desde mucho antes, ya en Japón: «¿Cómo se resuelve en la Compa­ñía la tensión latente entre las dos directrices del Concilio: retorno a las fuentes antiguas y adaptación a los tiempos nuevos?». Respondió ahora explorando el «modo nuestro de proceder», entendido como la identidad diferencial de la Compañía, su núcleo ca-rismático y las actitudes básicas, comunes, que de él se derivan, diferenciando los planos del Ignacio fun­dador y del Ignacio general.

«La selección ignaciana de los elementos institu­cionales de "nuestro modo de proceder" es de ins­piración claramente cristológica. La radicalidad incondicional en el seguimiento de Cristo deter­mina los parámetros apostólicos de la Compañía.

La misión de la fe y la justicia

La contemplación de su persona inspira el deseo de imitar su vida. El modelo es siempre Cristo tal como es intuido en los Ejercicios. No en vano, la Compañía es, en definitiva, una versión institucio­nal de los Ejercicios».

El documento fue y sigue siendo un retrato vivo de Arrupe, queriendo controlar un proceso de cambio que consideraba una necesidad, fijando lo permanen­te y regulando lo variable. Para ello fijó algunos cri­terios reguladores del cambio, alertó sobre posibles, o ya reales, desviaciones, y terminó enumerando los once rasgos de ese «modo de proceder»...

«...que hoy necesitan ser especialmente purifica­dos y reactivados: el amor a Cristo-persona, dis­ponibilidad, sentido de gratuidad, universalidad, sentido de cuerpo, sensibilidad para lo humano, rigor y calidad, amor a la Iglesia, sentido de "mí­nima" Compañía, sentido de discernimiento, deli­cadeza en lo concerniente a la castidad.

No dicen todo lo que es nuestro modo de pro­ceder. Se trata de una inspiración vital, que esca­pa al cerco de cualquier descripción a priori y, sin embargo, hace que el hijo de la Compañía actúe siempre y reaccione ante las más imprevistas cir­cunstancias de un modo coherentemente ignacia­no y jesuítico... Este "sensus Societatis" no podrá lograrse ni mantenerse sin un auténtico "sensus Christi"».

Y terminó este largo documento, en formato de conferencia-meditación, con un emotivo Coloquio, «Invocación a Cristo modelo».

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

Buenos retazos de 1979 los dedicó Arrupe nueva­mente a América Latina. Por de pronto, en enero par­ticipó, invitado por la Santa Sede, en el III Congreso de Obispos de América Latina en Puebla (México), que le proporcionó la ocasión de visitar de nuevo a los jesuitas mejicanos y tener un especial encuentro con los jesuitas participantes, por diversos motivos, en el Congreso de los Obispos. Encuentro que algu­nos pretendieron interpretar como un Congreso para­lelo. Arrupe reaccionó inmediatamente convocando una rueda de prensa en la que se hicieron presentes 250 periodistas. A la pregunta insidiosa de uno de ellos sobre las «reuniones paralelas» de los jesuitas, saltó rápidamente:

«Miren, para que lo sepan todos: aquí, en Puebla,

hay ahora unos 120 ó 125 jesuitas. Nos hemos

reunido el otro día todos en el Colegio, y le puedo

decir a usted que para mí fue el momento más fe­

liz de los días que llevo aquí. Vi a 120 hombres ab­

solutamente dedicados a la Iglesia y que decían

uno tras otro: estamos aquí para ver cómo pode­

mos ayudar a la Iglesia, cómo podemos servir a

los Obispos... Porque entre ellos hay teólogos, so­

ciólogos, de todo... Y muchos de la prensa. Están

todos ahí. No hay ningún "Puebla paralelo"', ni

muchísimo menos. Están todos al servicio de la

Iglesia. Sé que hay muchísimos Obispos que los

consultan, y yo también los consulto... Precisa­

mente están aquí porque yo les he mandado que

vengan. Porque después de Puebla la Compañía

quiere colaborar con los Obispos. Y para eso con­

viene que estén aquí y vean lo que se está forjan­

do en los documentos, cuál es su interpretación.

La misión de la fe y la '

Así yo podré después fiarme de su consejo y de su

estudio y podremos trabajar todos a una, y de mo­

do más eficaz, en favor de la Iglesia de Latino­

américa». (Largos aplausos, añade la crónica).

En agosto, de regreso de Bolivia, Panamá y Hon­duras, volvió a encontrarse con todos los Provinciales de América Latina en Lima, precisamente para dis­cernir con ellos cómo aplicar las directrices de los Obispos en Puebla. Encuentro que completó en no­viembre con una carta a todos los Superiores Mayo­res de América Latina, evocando y, a la vez, invitan­do a estudiar y meditar el Documento de Puebla y los más recientes documentos de la Compañía, Calificó el post-Puebla como una decisiva oportunidad histó­rica; no una meta, sino un paso más hacia la «tierra nueva» de Dios; concretó cinco objetivos inmediatos, ya seleccionados en la reunión de Lima: «evangeliza-ción», «opción preferencial por los pobres», «relacio­nes con la Jerarquía», «renovación de la Compañía» y «Formación», y exhortó a todos a una ejecución fiel y valiente.

El otoño lo reservó Arrupe para un encuentro en Roma con los presidentes de Conferencias de Pro­vinciales. Había preparado una audiencia con el San­to Padre, que tuvo lugar el 21 de septiembre, «para presentarle una parte tan representativa de la Com­pañía y para que, si le parecía oportuno, tuviese oca­sión de manifestar... cuáles eran sus deseos y senti­mientos acerca de la Compañía universal». El 19 de octubre confió a todos los Provinciales la benevolen­cia del Papa y el reconocimiento del bien que venían haciendo tantos jesuitas. «Son palabras sumamente

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

alentadoras, que deben estimularnos a no desmere­cer de quienes nos han precedido en tan generoso servicio a la Iglesia».

Pero, junto a eso...

«...nos comunicó que se advierten también entre nosotros los efectos de la crisis que padece ac­tualmente la Vida Religiosa... Nos indicó algunos puntos... que coinciden casi plenamente con defi­ciencias que ya nos habían sido manifestadas por Pablo VI y Juan Pablo I, que nosotros hemos ve­nido reconociendo sinceramente y tratando de co­rregir. Sin duda, no lo hemos conseguido en la me­dida y con la eficacia debida, y ello centra los de­seos del Santo Padre en una cuestión que en gran parte nos atañe a nosotros como responsables del gobierno de la Compañía y a nuestro modo de realizar el gobierno.

Es momento, pues, de preguntarnos seriamen­te cómo daremos mayor eficacia al gobierno de la Compañía y a la ejecución de cuanto las últimas Congregaciones han previsto acerca de los puntos mencionados por el Santo Padre. No quiero des­cargar sobre otros la responsabilidad... Sobre mí recae en primer lugar la responsabilidad del cum­plimiento de estos deseos del Papa... Una llamada de atención reiterada por tres Pontífices no deja lugar a dudas de que es el mismo Señor quien, con todo amor, pero también con todo apremio, espe­ra de nosotros algo mejor. No podemos esperar más... La importancia que tiene esta llamada del Santo Padre me impulsa a pediros una colabora­ción a varios niveles».

La misión de la fe y la '

Y se los concretó en forma apremiante, com­prometiéndose él también a hacerlo con sus Consejeros.

Todavía le quedó tiempo ese otoño para dar a la Compañía directrices sobre el apostolado parroquial, promulgar normas generales sobre los estudios de los jesuítas y una instrucción sobre administración tem­poral, y promulgó una singular preparación espiritual para los candidatos a la ordenación sacerdotal. Con­tinuó su diálogo epistolar anual con toda la Compa­ñía, esta vez sobre nuestra responsabilidad ante la in-creencia, recogiendo las respuestas al tema del año anterior: ¿qué habéis hecho en materia de contactos con los no-creyentes? «La espiritualidad de la Com­pañía exige de nosotros una atención especial al de­safío de la increencia. ¿ Cómo sería posible que hom­bres que han pasado por la experiencia espiritual del "Principio y Fundamento" de los Ejercicios y que han hecho de la "Contemplación para alcanzar amor" el principio de sus vidas no se sientan desga­rrados en lo más vivo ante tanta increencia, ante sus efectos y sus amenazas?».

Constató que la Compañía en general iba con re­traso en este punto, y en su habitual dinámica dialo­gal con toda la Compañía clarificó situaciones, cen­tró medios, lanzó preguntas y quedó esperando res­puestas. «A la vista de ellas, me esforzaré por conti­nuar este diálogo con vosotros, necesario para la orientación del apostolado de la Compañía conforme a la responsabilidad que, como Superior General, me incumbe de dirigir la misión».

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

Mística trinitaria y «noche oscura»

Nadie observó ni, que conste, nadie documentó du­rante estos años el sufrimiento interior de un hombre como Pedro Arrupe, siempre en la frontera del «has­ta las últimas consecuencias» por hacer realidad en la Compañía el impulso renovador del Concilio. Por un lado, experimentó que sus reiterados esfuerzos por acelerar esa renovación, eran seguidos por la Com­pañía mucho más lentamente de lo que él creía y veía como voluntad de Dios. Y ya no tanto por resis­tencias voluntarias cuanto por el peso y la inercia de muchos años en un cuerpo social como el de la Compañía, con ritmos y modos de hacer muy conso­lidados. Incluso cuando su liderazgo espiritual y apostólico iba siendo afectivamente cada vez más re­conocido.

Por otro lado, experimentó cómo estos esfuerzos no eran reconocidos y apoyados como él necesitaba, sino que seguían descargando sobre él y sobre las que se interpretaban como sus debilidades de gobierno to­do tipo de alteraciones de la Compañía, incluso las que eran fruto de una fidelidad creativa, que él siem­pre creyó, del Espíritu. Y empezó a ser perceptible en él una sensación de apremio interior. Nada extraño que fuera adentrándose en una experiencia de «noche oscura» en lo que siempre había sido su luz perma­nente: la voluntad de Dios. ¿Dónde estaría ahora esa voluntad, entre un Concilio que le sigue inspirando y urgiendo, y una interpretación del Concilio desde la que se le da a entender que va descaminado o menos bien encaminado? Y empezó discretamente a pensar, incluso a consultar, si no sería voluntad de Dios dar

La misión de la fe y la '

paso a otro General, para lo que la misma Congrega­ción que le eligió le había facilitado el camino. No­che oscura, que adquiriría su mayor densidad en los Ejercicios Espirituales del ya próximo 1980.

Nada, sin embargo, le impidió hacer a la Compa­ñía, en el comienzo de 1980 el gran regalo de su con­ferencia en el Centro Ignaciano de espiritualidad, «Inspiración trinitaria del carisma ignaciano». Co­mo la del año anterior, «El modo nuestro de proce­der», y en continuidad con ella, Arrupe fue vaciando en la Compañía el corazón de su mística. No preten­dió un estudio teológico, sino su exploración perso­nal del alma de Ignacio de Loyola y del origen de la Compañía, en la fuente misma de ambos, ofrecida co­mo una larga y ponderada meditación, que acabó también con un Coloquio:

«Como hijo de Ignacio, y teniendo que cumplir con la misma vocación para la que Tu me elegis­te, te pido algo de aquella luz "insólita", "ex­traordinaria", "eximia" de la intimidad trinitaria, para poder comprender el carisma de Ignacio, pa­ra poder aceptarlo y vivirlo como se debe en este momento histórico de tu Compañía...

[Siempre con] el doble objetivo que el Concilio Vaticano II ha fijado a los Institutos religiosos: el retorno a las fuentes del propio carisma y, al mis­mo tiempo, la adaptación a las cambiadas condi­ciones de los tiempos.

"Nuestro modo de proceder" partía del caris­ma ignaciano, descendiendo por diversos niveles de aplicación hasta las "cambiantes condiciones de los tiempos". Hoy, arrancando también del ca-

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

risma de Ignacio, pretendo caminar en sentido in­verso, remontándome hacia lo más alto, hasta el supremo y originario punto de partida: las viven­cias ignacianas, de las que todo fluye y que son las únicas que pueden explicarnos en su ultimidad tanto su figura espiritual, como su intuición fun­dacional: su intimidad trinitaria».

En un recorrido meditativo por las experiencias ignacianas del Cardoner, La Storta y el Diario Espiri­tual, puso de relieve la riqueza de la relación entre el contexto trinitario y la maduración en la mente de Ig­nacio de la idea germinal de la Compañía, como expe­riencias que le condujeron al servicio apostólico mi­sionero en humillación y cruz. Trinitaria era también en el carisma ignaciano la nota de «contemplativos en la acción». Y desde esta perspectiva trinitaria resulta­ban enriquecidos y tomaban su color propio otros ele­mentos del carisma ignaciano: «persona», «persona humana», «donación», «pobreza», «comunión»...

¿Nos actualizamos, se preguntaba, mediante el re­torno a las fuentes más altas de nuestro carisma?

«Me pregunto si la falta de proporción entre los generosos esfuerzos realizados en la Compañía en los últimos años y la lentitud con que procede la esperada renovación interior y adaptación apos­tólica a las necesidades de nuestro tiempo en al­gunas partes -tema del que me he ocupado reite­radamente- no se deberá en buena parte a que el empeño en nuevas y ardorosas experiencias ha predominado sobre el esfuerzo teológico-espiri-tual por descubrir y reproducir en nosotros la di­

va misión de ía fe y la justicia

námica y contenido del itinerario interior de nues­tro fundador, que conduce directamente a la Santí­sima Trinidad y desciende de ella al servicio con­creto de la Iglesia y al "servicio de las ánimas"».

Mientras compartía con la Compañía sus más hondas convicciones y la mística que las alimentaba, iba madurando internamente una de las decisiones más importantes de su vida: presentar a la Compañía la renuncia a su cargo de General, debido a su avan­zada edad. Cumpliría 75 años cuando se celebrase la Congregación General. Durante la primavera de 1980, hizo las consultas preceptivas a Asistentes y Provinciales, tomando como «signo» de Dios, que confirmaba su decisión, la respuesta altamente posi­tiva de los consultados.

Avanzado el mes de marzo, solicitó audiencia pa­pal para informar a S.S. de la decisión tomada, de las razones que le habían movido a tomarla y del proce­so legal de consultas seguido. Hasta el 18 de abril no tuvo lugar esta audiencia, en la que la información de Arrupe impresionó y preocupó al Papa, cuya res­puesta sorprendió profundamente a Arrupe: «Déje­melo pensar, y ya le responderé».

«El amor, cuanto más se sufre, más se inflama»

El 1 de mayo recibió Arrupe una carta autógrafa del Papa ordenándole suspender el proyecto ya ultimado, aunque no público, de Congregación General, por considerarlo no oportuno para el bien de la Iglesia y de la Compañía. A reserva de posteriores explicacio-

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Misionero. Breve semblanza de Podre Arrupe

nes prometidas, Arrupe sintió que la confianza de una comunicación que él consideraba esencial en el des­empeño de su misión se había debilitado, si no roto. Y continuó.

Al día siguiente comenzaba Arrupe una visita bre­ve, ya programada, a varios países de África, y poco después de su regreso, en el mismo mes de mayo, a Cuba, USA, España y Portugal. Nadie, que no hubie­ra sido anteriormente consultado por ley sub secreto sobre su intención de dimitir, pudo sospechar ésta. Sólo cuando fue necesario anunciar a la Compañía la supresión de la Congregación de Provinciales corres­pondiente a 1981, cuyo principal objetivo hubiera si­do pronunciarse sobre si debía convocarse o no Con­gregación General, previa consulta a la Santa Sede, desveló a la Compañía lo sucedido como «informa­ción de gran importancia».

«En los meses pasados, oídos los Asistentes Gene­rales y los Provinciales, di los primeros pasos pa­ra someter, según derecho, mi renuncia al cargo de Prepósito General por mi desgastada edad. Lo primero fue informar de mi decisión al Sumo Pon­tífice, por el especial vínculo que tiene la Compa­ñía con él.

Pero, considerado el asunto, me pidió el Sumo Pontífice que no diese ahora el siguiente paso pre­visto por el Instituto de convocar Congregación General, que no sería oportuna en bien de la Igle­sia y de la Compañía... Espero tener dentro de no mucho tiempo una nueva audiencia con el Sumo Pontífice en la que podrá manifestarme lo que pien­sa sobre todo el tema, deforma más completa».

La misión de la fe y la '

Y concluyó urgiendo a los Provinciales a mante­ner embargada esta noticia hasta el 1 de agosto, para que los jesuitas no se enterasen de ella por la prensa.

El 2 de agosto buscó afanosamente al P. Luis González, que pasaba sus vacaciones en España, pa­ra que regresara inmediatamente a Roma con el fin de acompañarle en sus Ejercicios, que quería comenzar al día siguiente.

«Fue inútil que me resistiera -escribe el propio P. Luis González- alegando que me sentía incapaz de ayudar. Insistió y me fui inmediatamente a Roma.

Todas las noches, después de la cena... iba a su despacho y conversábamos casi durante una hora. Nunca me he encontrado en mi vida un ejercitan­te tan bien dispuesto y con tantos humildes deseos de aprovechar... Era fidelísimo a las horas enteras de oración y en la penitencia, que le era por otra parte habitual, en la comida y en el sueño. Fue vi­siblemente agitado de varios espíritus.

Recuerdo con emoción, sobre todo, la profun­da desolación que experimentó al meditar la terce­ra semana sobre la pasión. Yo creo que pasó un verdadero Getsemaní. Vio con claridad el cáliz que el Padre le ofrecía. Y sintió la misma resisten­cia de Jesús. No me dijo en qué consistía su cáliz, sino sólo su pavor, su angustia en aceptar esta do-lorosa prueba que le amenazaba.

Le animé cuanto pude a la confianza en el Señor, que había experimentado tan claramente a través de toda su vida. Pero yo veía que mis razo­nes eran huecas frente a su angustia existencial.

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

Quedé tan impresionado que no pude menos de es­cribir unas líneas, al llegar a mi cuarto, sobre lo que había presenciado con estupor.

Volví al día siguiente con temor de que los Ejercicios terminaran en plena desolación; pero todo había cambiado. Había asumido filialmente el cáliz, que le ofreciera el Padre y se sentía sere­no y animoso para proseguir su camino en el go­bierno, ya amenazado, de la Compañía».

Si, además de sus viajes programados, ya antes, y en medio de toda aquella «noche oscura», había par­ticipado en el encuentro de los representantes jesuítas de Misión Obrera y en el de los destinados a la Edu­cación secundaria, ahora le esperaba el Sínodo de los Obispos sobre la familia, que le ocupó todo el mes de octubre y que siguió con particular interés. Presentó dos intervenciones: la pastoral de familias con difi­cultad y el problema de la droga, así como otra apor­tación escrita sobre «matrimonio y virginidad». Con ocasión de la relación del Cardenal Pironio sobre Vi­da Consagrada, y a propósito de las críticas de algu­nos participantes en el sentido de que la Vida Consa­grada fomentaba un magisterio paralelo, Arrupe reac­cionó vivamente con un argumento que tantas veces había tenido que usar con respecto a la Compañía: «Los casos particulares no justifican una afirmación universal».

Tan tocado resultó Arrupe por lo oído y compar­tido en el Sínodo que, a los ocho días de terminado éste, escribió una carta urgente a toda la Compañía alertándola sobre este campo de apostolado:

La misión de la fe y la just

«El tema es de tanta gravedad y de tanta urgencia que quiero ponerme en contacto con vosotros en torno a él.... Me pregunto cómo se puede aumen­tar y perfeccionar la colaboración de la Compa­ñía con las demás fuerzas eclesiales para hacer frente a este ingente y decisivo problema apostóli­co. Se trata de un caso trascendental de «defensa y propagación de la fe», finalidad suprema de nuestro Instituto».

Y, tras sugerir a voleo numerosas posibilidades de esta colaboración, terminó contagiando su preocupación:

«Esta carta, como veis, no tiene pretensiones doc­trinales ni quiere lanzar nuevas campañas específi­cas. Se trata de comunicar con vosotros la preocu­pación de la Iglesia y la mía personal, acrecentada por la intensa experiencia del Sínodo... Mi idea ha sido animaros a todos a continuar e intensificar el apostolado con miras a los valores que están deci­sivamente enjuego en la familia humana. Defen­diendo y robusteciendo la familia, defendemos y ro­bustecemos la Iglesia y la humanidad...».

Continuó fielmente su diálogo epistolar anual con la Compañía, que este año versó sobre la «formación permanente» (¿Se percibe su necesidad? ¿Cómo se realiza? ¿Qué se debe hacer?). Respondió a los Pro­vinciales de América Latina, que le habían pedido ayuda de reflexión -en línea con los documentos de Puebla- sobre el análisis marxista, reflexión que par­ticipó después a todos los Provinciales de la Compa­ñía y que consta agradó a Juan Pablo II. Pero el rega­lo extraordinario de Navidad, iniciativa personal su-

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

ya, fue establecer en la Curia un centro cooperativo, «Jesuit Refugee Service» (JRS), para coordinar la ac­ción de la Compañía en pro de los refugiados. Ya en la Navidad de 1979 había dado la voz de alerta a los Provinciales de los países donde el problema se ma­nifestaba con más virulencia, pidiéndoles sugerencias sobre posibles acciones de la Compañía. Argumen­taba entonces: «Esta labor nos servirá mucho para acrecentar nuestro espíritu de pobreza, al ver a tan­tos que sufren tanto... Nos dará credibilidad, al mos­trar que estamos dispuestos a sufrir con el pueblo». Y concluía: «Considero éste como un apostolado mo­derno para la Compañía en su conjunto, de gran im­portancia para hoy y el futuro y de mucho beneficio espiritual también para la Compañía».

Y cuando, un año después, ponga en marcha, ya organizado, el JRS, dirá: «Esta situación es un de­safío a la Compañía que no podemos ignorar, si que­remos ser fieles a los criterios fijados por San Igna­cio a nuestro celo apostólico y ala llamada de las re­cientes Congregaciones Generales, 31 y 32...La ayu­da que se necesita no es solamente material: lo que especialmente se requiere de la Compañía es un ser­vicio humano educador y espiritual. Es un desafío di­fícil y complejo. Las necesidades son dramáticamen­te urgentes...». Hoy, a veintiocho años de esta intui­ción y estas palabras, podemos afirmar que una y otras dieron en la diana.

El Misionero rinde

7 El Misionero rinde viaje

«...quizá mi canto del cisne»

1980 concluyó con una relación entre la Santa Sede y la Compañía aparentemente normal. Tras la partici­pación de Arrupe en el Sínodo, sólo encontró al Papa con ocasión del tradicional «Te Deum» de fin de año en la iglesia del Gesü. Arrupe aprovechó el saludo para recordar a Su Santidad que esperaba una au­diencia prometida. Se produjo el 17 de enero de 1981. Arrupe pudo exponer más ampliamente sus ra­zones personales para dimitir. Su Santidad no le for­muló sus planes, pero Arrupe salió con la impresión de que daba vueltas a una intervención de tutelaje so­bre la Congregación General. Su nuevo temor fue que esto pudiera confiársele a un no-jesuita.

Como si toda esta situación no le fuera minando, el 6 de febrero aprovechó el Curso Ignaciano para completar, en una ungida y larga reflexión, su inmer­sión contemplativa en las fuentes del carisma de la Compañía. La tituló «Arraigados y cimentados en la caridad» completando con ella el tríptico comenzado en los dos años anteriores:

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

«Hoy me propongo ahondar hasta el centro de esa suprema experiencia ignaciana: la realidad de que Dios es caridad... Ésa es la última síntesis de cuanto Ignacio ha aprehendido en esa privilegia­da intimidad trinitaria a la que ha sido invitado: La unidad divina entre el Padre y el Hijo, como comunidad de amor, culmina en la relación de am­bos con el único Espíritu. Esa es la última raíz, el último cimiento del carisma ignaciano, el alma de la Compañía. [...]. Por lo tanto, si queremos que la "renovatio accommodata " se opere en nosotros con la profundidad ignaciana de los Ejercicios, que parte de lo más hondo del corazón del hom­bre, tendremos que dejarnos invadir por la cari­dad, que es el punto terminal del carisma ignacia­no [...]. Toda renovación que no llegue ahí, que deje intacto y sin purificar el corazón del hombre, será incompleta y está llamada al fracaso».

Los Ejercicios no son teoría, sino pedagogía ex­perimental del amor integrado a Dios y al prójimo. Si la Compañía no es más que la versión institucional de los Ejercicios, éstos traspasan y alimentan de caridad las líneas de fuerza de las Constituciones. Una cari­dad dinámica, ordenada, discreta, omnipresente, fuente de unión, apostólica, que conserva y aumenta la Compañía, fin de la Compañía, asistencial como la de Ignacio.

Ignacio integró perfectamente su amor a Dios («amor intensísimo todo al amor de la Trinidad») con el amor a los prójimos. Es el modelo de caridad de los Ejercicios y de las Constituciones, el que Ignacio aprendió de Pablo y de Juan. Caridad en la que se ha-

El Misionero rinde

ce vida la fe, que, servida por la justicia, florece en la misericordia, «esajusticia superior». Y resumió:

«El amor, por tanto, entendido en toda su profun­didad y amplitud (caridad y misericordia) es el re­sumen de toda la vida de Jesucristo y debe serlo también de toda la vida del jesuíta. Ahora bien, el símbolo natural del amor es el corazón. De ahí que el Corazón de Cristo sea el símbolo natural para representar e inspirar nuestra espiritualidad per­sonal e institucional, llevándonos a la fuente y alo más hondo del amor humano-divino de Jesucristo.

...he hablado y escrito relativamente poco so­bre esta materia, aunque de ello he tratado fre­cuentemente en conversaciones a nivel personal, y en esta devoción tengo una de las fuentes más en­trañables de mi vida interior. [...] Si queréis un consejo, después de 53 años de vida en la Compa­ñía y casi 16 de generalato, os diría que en esta devoción al Corazón de Cristo se esconde una fuerza inmensa; a cada uno toca descubrirla, si no la ha descubierto ya, profundizarla y aplicarla a su vida personal en el modo como el Señor se la muestre y se la conceda. Se trata de una gracia ex­traordinaria que Dios nos ofrece. La Compañía necesita la "dynamis" encerrada en ese símbolo y en la realidad que nos anuncia: el amor del Corazón de Cristo».

Con este vaciarse de sí mismo en la Compañía en­tregándole lo más hondo de su mística personal, se dispuso a seguir su «hasta las últimas consecuen­cias», legando a los Superiores de Francia su visión del Superior local y su misión, que luego participó a

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

toda la Compañía. Era en aquel momento el objeti­vo inmediato de su interés como General: movilizar espiritual y apostólicamente a los individuos y a las comunidades locales. Lo había sido durante todo su generalato.

El 13 de abril de 1981, de un nuevo encuentro con Su Santidad salió con la impresión de que el Papa se­guía madurando y difiriendo su intervención. Sólo al­teró esta relación, un mes después, el atentado, que conmocionó a la humanidad, de que fue objeto el Papa en plena audiencia en la Plaza de San Pedro y su complicada y prolongada convalecencia. Arrupe se interesó de inmediato, con detalle y de forma per­manente, por su recuperación. El programa de activi­dades del Papa quedó bruscamente interrumpido.

Arrupe continuó su apretado programa, pero por muy poco tiempo. Viajó a Yaoundé (Camerún), invi­tado a participar en el Simposio de los Obispos de África y Madagascar. Y pocos días después inició el que sería su último viaje, esta vez a Filipinas, con ocasión de la celebración de los cuatrocientos años de la presencia allí de los jesuitas y con un apretado pro­grama de encuentros y actuaciones que le agotaron visiblemente. Era su propósito descansar a su regreso a Italia con los jesuitas italianos en Gresoney.

Pero en ese viaje de regreso había proyectado una breve escala en Tailandia. Quería encontrarse espe­cialmente con los jesuitas que atendían a los refugia­dos de Camboya, una experiencia pionera de alto riesgo, no bien comprendida por algunos sectores de la Iglesia. En espera del vuelo que le trasladaría a Roma, tuvo un último encuentro con los jesuitas, ce­lebró la Eucaristía y, durante la sobremesa de la cena,

El Misionero rinde viaje

con agotamiento no disimulable, les habló en un tono reiterativo, como quien vierte las últimas gotas de su vasija:

«No perdáis el ánimo, por favor. Os diré una co­sa, No la olvidéis: orad, orad mucho. Estos pro­blemas no se resuelven a base de esfuerzos huma­nos. Os estoy diciendo algo que quisiera subrayar, Se trata de un mensaje -quizá mi canto del cisne-a toda la Compañía: ¡No oramos bastante! ¡No oramos bastante! Solemos orar al principio y al fi­nal. ¡Estupendo! Somos unos buenos cristianos. Pero, si en nuestros encuentros, por ejemplo de tres días, dedicáramos medio día a orar acerca de nuestras eventuales conclusiones o puntos de vis­ta, obtendríamos, tan diferentes luces y tan diver­sas síntesis, a pesar de nuestros diferentes puntos de vista, como jamás podríamos hallar ni en los li­bros ni en los debates. El que nos ocupa es un ejemplo clásico: si estamos en la primera línea de un nuevo apostolado de la Compañía, necesita­mos ser iluminados por el Espíritu Santo».

Durante el vuelo, intentó dormir -¡había aprove­chado tantas veces los vuelos para descansar...!-, pe­ro no pudo. No dijo nada. Posteriormente, confesó que le dolía mucho la cabeza. En el aeropuerto de Ro­ma le esperaban el secretario de la Compañía y su fiel conductor, el Hermano Luis García. Observaron que vacilaba, que no podía sostener el maletín de mano que le acompañó con lo imprescindible en todos sus viajes, y que decía frases inconexas mezclando idio­mas. Directamente se encaminaron al hospital inter­nacional «Salvator Mundi».

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

El diagnóstico fue inmediato. Una embolia en la carótida izquierda había provocado una trombosis ce­rebral, afasia parcial y parálisis hemipléjica del brazo y la pierna derechos. Quedó hospitalizado sine die, cuidadosamente atendido. Con dificultad pidió el sa­cramento de los enfermos. Al día siguiente, el Papa, desde su convalecencia en el hospital Gemelli, le hi­zo enviar un telegrama: «Informado de la dolencia que le ha afectado ayer, a su regreso a Roma, tras las intensas fatigas de una visita a los hermanos lejanos, deseo manifestarle los sentimientos cordiales de mi fraterna cercanía y, mientras formulo fervientes votos por su salud, pido al Señor que le asista con abun­dantes dones de fortaleza espiritual y de serenidad cristiana, en señal de las cuales le imparto con vivo afecto mi bendición, que gustosamente hago extensi­va a toda la Compañía de Jesús».

Se pronosticaba una, en el mejor de los casos, lar­ga y lenta convalecencia. Todavía en el hospital, reci­bió Arrupe la visita del Cardenal Casaroli, portador de una carta del Santo Padre, que, a petición del Carde­nal, le fue leída en alto por el P. Vincent O'Keefe, desde el día 10 Vicario General, conforme a las Cons­tituciones. Arrupe se emocionó y lloró mansamente durante varios momentos de la lectura:

«La noticia de su enfermedad me ha producido vi­va preocupación. Ahora las últimas informaciones permiten prever que Usted podrá abandonar la clí­nica en las próximas semanas y se encontrará po­co más o menos en mi misma condición de conva­leciente, aquí en Castelgandolfo, después de tres meses de hospital.

Ei Misionero rinde viaje

Durante este período he orado constantemente también por las intenciones de la Compañía, ofre­ciendo igualmente a Dios por esta intención mis sufrimientos diarios. Últimamente he añadido una intención especialísima por Usted.

Efectivamente, no puedo olvidar todo lo que hemos tratado en nuestras conversaciones, espe­cialmente en las últimas; lo que lleva consigo una profunda responsabilidad delante de Dios: respon­sabilidad común y, al mismo tiempo, propia de ca­da uno de nosotros, suya y mía.

Durante mi enfermedad, me ha confortado siempre la viva confianza de que ella serviría, más que ninguna otra cosa, para dar a los asuntos el curso querido por Dios y por nuestro Señor Jesucristo.

Estoy convencido de que también Usted en­contrará en su enfermedad una luz semejante.

Concluyo expresándole el deseo de toda gracia y, al mismo tiempo, la esperanza de que el Espíritu Santo nos concederá llevar adelante, de la manera querida por Dios, la causa que Cristo ha confiado a nuestra debilidad humana.

Con mi bendición apostólica. Castelgandolfo, 27 de agosto de 1981. JOHANNES PAULUS PP. II .

La manera querida por Dios llegaría en forma de la decisión toma por Su Santidad con fecha 5 de oc­tubre y entregada en mano y leída al P. Arrupe al día siguiente por el Cardenal Casaroli, Secretario de Es­tado, en presencia del Hermano Bandera, enfermero, que no le dejaba ni a sol ni a sombra. La emoción de

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Misionero. Brove semblanza de Padre Arrupe

Arrupe durante la lectura fue haciéndose sensible­mente más intensa, hasta romper al final en sollozos y en un manso llanto.

«Al querido hijo, PEDRO ARRUPE, Prepósito Gene­ral de la Compañía de Jesús

Con la misma preocupación con que recibí la noticia de su enfermedad -como le escribía en mi carta del 27 de agosto- he seguido en las últimas semanas la marcha de la misma, con la que el Se­ñor, en su misteriosa providencia, ha dispuesto que Usted sirva a la Compañía y a la Iglesia con su sufrimiento y su inacción forzada, así como antes las ha servido con su actividad infatigable. Y sigo pidiendo al Señor que le conceda pronto la desea­da salud y, mientras tanto, lo ayude y conforte con sus divinas consolaciones.

La presente enfermedad me ha hecho captar más vivamente el deseo que Usted desde el año pasado me había manifestado de presentar la re­nuncia de su oficio a la Congregación General. Un deseo que en las circunstancias aparece todavía más justificado, aunque Usted ha proveído ya, con el nombramiento de un Vicario temporal, a las ne­cesidades urgentes del gobierno de la Compañía.

Por mi parte, le pedí el año pasado que difirie­ra la presentación de su renuncia, porque, como le indiqué en nuestras conversaciones de los prime­ros meses de este año, veía la necesidad de una preparación más profunda de la Compañía para la Congregación General y esperaba ponerla en mar­cha junto con Usted. Pero, desgraciadamente, eso no ha sido posible, a causa de mi larga estancia en

El Misionero rinde viaje

el hospital y, ahora, a causa de su presente estado de salud. Por eso, después de haber reflexionado y orado largamente, he llegado a la determinación de confiar esta tarea a un Delegado mío que me re­presente más de cerca en la Compañía y atienda a la preparación de la Congregación General, que habrá de convocar en el momento oportuno, y jun­tamente, en mi nombre y por encargo mío, tenga la superintendencia del gobierno de la Compañía hasta la elección del nuevo Prepósito General.

Con este fin, nombro mi Delegado para con la Compañía de Jesús al P. Paolo Dezza, consideran­do su larga experiencia de vida y gobierno en la Compañía y, al mismo tiempo, dispongo que sea ayudado por el P Joseph Pittau, a quien he encon­trado en Japón como diligente Prepósito de aque­lla provincia religiosa. Su función será ayudar al Delegado en el ejercicio de sus funciones y susti­tuirlo cuando esté impedido o venga a faltar. De­terminaciones más particulares sobre las funcio­nes de su Delegado y de su Coadjutor podrán ser indicadas en un documento complementario.

Confío en que la Compañía de Jesús sabrá re­conocer en estas decisiones una señal de mi afec­tuosa consideración por su persona y de mi since­ra benevolencia para con toda la Compañía, pues deseo vivamente su mayor bien, que redundará en beneficio de toda la Iglesia, en la que la misma Compañía desarrolla un ministerio tan amplio y tan diverso.

Con estos sentimientos pido al Señor copiosas gracias para Usted y para toda la Compañía de Je­sús; y como prenda de los dones celestiales, doy

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m Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

con particular afecto a Usted y a todos sus herma­nos mi Bendición Apostólica.

Castelgandolfo, 5 de octubre de 1981.

JOHANNES PAULUS PP. II».

Sólo Dios sabe si las lágrimas de Arrupe, al escu­char la lectura de esta carta, eran expresión de dolor al experimentar realizada la cruz pendiente sospecha­da por él, o de gozo por la delicadeza de su realiza­ción, dejándola en las manos prudentes y conocidas de dos jesuítas.

«Hoy toda la iniciativa la tiene el Señor...»

Siempre la había tenido. Siempre había querido Arru­pe dejarla en sus manos. Sólo que, con la bajada brus­ca del telón sobre su vida pública, se hacía más pa­tente que quien había vivido bajo voto personal espe­cial el no vivir sino para lo del Padre, ahora más que nunca no vivía para otra cosa. El silencio, la bondad, la sonrisa, la paciencia, el rosario en la mano... iban a ser su nuevo lenguaje: El «conejillo de Indias» de sus años jóvenes se traducía ahora en un resignado «Soy un pobre hombre» o un «Aquí solo con Dios, solo, so­lo, todo roto, todo inútil».

Su nuevo campo misionero en los primeros años, cuando todavía le era posible hacerse entender, se­rían las visitas. Aunque controladas por el Hermano Bandera, su fiel enfermero, por su modesta habita­ción de la enfermería de la curia pasó gente de todo tipo. Por supuesto, jesuítas, amigos, bienhechores, re­ligiosos y religiosas, el Cardenal Pironio, la Madre

El Misionero rinde

Teresa de Calcuta, el Hermano Roger de Taizé..., el Ministro de educación japonés, incluso un viejo com­pañero de Universidad sesenta años atrás, el doctor Severo Ochoa...

El Papa tuvo el gesto delicadísimo de acercarse a felicitarle en su primera Navidad como enfermo. Al regresar del tradicional «Te Deum» en el Gesü, en el atardecer del 31 de diciembre, pasó a visitarlo. Arru­pe le saludó, todavía inteligiblemente: «Santidad, os renuevo mi obediencia y la de la Compañía de Je­sús». «Padre General, sostenedme con vuestras ora­ciones y sufrimientos», respondió el Papa. Ya en la cena con la comunidad, improvisando un breve salu­do, comentó: «Ha sido para mí un gran gozo poder visitar a vuestro Superior General, el Padre Arrupe, y ver que está bien; ciertamente está bien, mejorando, pero, según las voces que había oído antes, puedo de­cir que ahora está bien. Ha intentado hablar conmigo y hablaba continuamente; más él que yo; en una es­pecie de "koiné" entre castellano e italiano; yo inten­té hablar un castellano más puro que el suyo; pero ha sido un diálogo muy simpático y cordial, y he queda­do muy edificado. Como lo estoy también de la Com­pañía desde hace muchas semanas; como también de este encuentro. Ha sido una gracia especial para el úl­timo día de este 1981».

Lo que no podía esperar el Papa es que, al salir de la curia, volvería a encontrarse con el P. Arrupe, quien se había hecho llevar, para despedirle, hasta la puerta de salida, adonde tantos domingos había baja­do espontáneamente, cuando sentía que el Papa iba a pasar en sus visitas dominicales a las parroquias de Roma, para unos segundos de saludo entre el pueblo.

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Y siguieron rodando monótonos los días y los in­tentos de todos por ayudarle a recuperarse, que muy poco a poco habrían de mostrarse infructuosos.

El Delegado Pontificio, ya en noviembre, un mes después de su nombramiento, convocó a todos los Provinciales para un encuentro desde el 27 de febre­ro hasta el 5 de marzo de 1982, una toma de con­ciencia colectiva sobre el momento y situación de la Compañía. En la Eucaristía con que se inició el en­cuentro, presidida por el P. Dezza, concelebró el P. Arrupe. El P. Pittau leyó una homilía dictada por el P. Arrupe:

«Este momento es para mí de una intensa expe­riencia espiritual, de paz, de "sensus Societatis"... Quiero haceros partícipes de mis sentimientos y de mis aspiraciones en esta hora de la historia de la Compañía...

Lo primero será deciros cuan grande ha sido mi alegría durante los últimos meses, al ver que la Compañía ha respondido a las disposiciones del Santo Padre con el espíritu de "plena y filial obe­diencia" que es propio de todo verdadero jesuíta. Esta actitud me ha confortado en mi enfermedad y me ha unido más estrechamente con todo el Cuer­po de la Compañía en el reconocimiento y acepta­ción de la voluntad de Dios. Mi aspiración más profunda es que demos hoy un paso más: esa vo­luntad de Dios, recibida filialmente, tenemos que traducirla nosotros, bajo el P. Delegado, en prác­tica concreta y cotidiana de nuestra vida religiosa y apostólica y transmitirla a las Provincias, a ca­da comunidad, a cada jesuíta...

El Misionero

Porque en vosotros, los Provinciales, tengo an­te los ojos a todos los jesuítas, que en todas las partes del mundo están luchando tan abnegada­mente por el Reino de Cristo. Porque en el Roma­no Pontífice, que va a recibirnos, reconocemos y amamos al Vicario de Cristo en la tierra, bajo quien servimos sólo al Señor y a la Iglesia su es­posa. En su voz, decía nuestro santo Padre, "re­suena el cielo, y en ningún modo la tierra ". Nues­tra vinculación a él por amor y en el servicio es "nuestro principio y principal fundamento "...

Hoy es 27 de febrero. En este mismo día, en 1544, Ignacio escribía en su diario espiritual: "Me encomendé a Jesús, no para más confirmar en ninguna manera, mas que delante de la Santísi­ma Trinidad se hiciese cerca de mí su mayor ser­vicio y de la manera más experiente". Hacemos nuestros estos sentimientos de nuestro Fundador, sublimando la conformidad entre la voluntad nuestra y la divina, en una renovada sumisión de servicio, en misión recibida de Cristo a través de su Vicario... Siento alegría al ver y contemplar es­to, porque a través de las mediaciones humanas veo en ello la voluntad de Dios, fuente de gracia para nuestra santificación y la del prójimo. Y quiero que toda la Compañía viva con la misma alegría y contento esta etapa de aplicación con­creta de la voluntad divina, en tensión de servicio a la Santísima Trinidad y como misión de concre­tar modalidades, en unión con Cristo, enviado del Padre y del Espíritu».

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En la audiencia mantenida esa misma mañana con el Santo Padre, y a la que también hizo que lo lleva­ran, el P. Arrupe pudo oír estas palabras del Santo Padre:

«Y ejemplar y conmovedora ha sido, sobre todo, en situación tan delicada, la actitud del Reveren­dísimo Prepósito General, que nos ha edificado a mí y a vosotros con su plena disponibilidad a las indicaciones superiores, con su generoso "fíat" a la voluntad exigente de Dios, que se manifestó en la imprevista e inesperada enfermedad y en las de­cisiones de la Santa Sede. Tal actitud, inspirada en el Evangelio, ha sido, una vez más, la confirma­ción de la total obediencia que todo jesuíta debe demostrar hacia el Vicario de Cristo.

Al P. Arrupe aquí presente, con el silencio elo­cuente de su enfermedad ofrecida a Dios por el bien de la Compañía, deseo darle en esta ocasión, particularmente solemne para la vida y la historia de vuestra Orden, las gracias del Papa y de la Iglesia».

Ese mismo e intenso día, Arrupe, todavía General de la Compañía de Jesús, envió un mensaje personal a la reunión, reflejo de su experiencia espiritual más profunda durante toda su vida y particularmente en ese momento, que el P. Dezza insertó en sus palabras de apertura.

«Primero: he dicho al Santo Padre que estoy con­tento y feliz, porque veo que la Compañía mantie­ne su estrecha unión con la Iglesia y con el Papa y porque veo que el Papa ama a la Compañía.

El Misionero ri

Segundo: le he dicho que yo veo ahora nuestra misión en seguir buscando la voluntad de Dios so­bre la Iglesia y la Compañía, para cumplirla con toda la fidelidad posible, siempre más y más, y convertir esa voluntad de Dios en vida práctica para nosotros.

Tercero: esa voluntad de Dios se nos comunica por las decisiones y deseos de él, el Santo Padre, que yo recibo como expresión de la voluntad de Dios. En su cumplimiento fiel y animoso la Com­pañía encontrará el camino de su misión al servi­cio de la Iglesia y lo mejor para sí misma.

Cuarto: de esos deseos del Santo Padre los in­térpretes para con la Compañía son los PP. Dezza y Pittau, en quienes confío plenamente. Ellos guiarán a la Compañía en esa búsqueda de la vo­luntad de Dios y en ese servicio a la Iglesia, en ín­timo contacto con el Santo Padre.

Quinto: repetí al Santo Padre que yo amo a la Compañía y que por ella ofrezco mi vida y mi si­lencio, convencido de que por este camino es Dios quien me lleva y es lo único que puedo hacer pa­ra ayudar a que la Compañía progrese de la for­ma más ajustada a la voluntad de Dios. Este es mi papel. Y mi deseo es que en la Compañía haya una gran unión y esté cada vez más íntimamente vin­culada a la Iglesia».

Dos días después, bajo el impulso de esta profun­da experiencia, dictó su última comunicación escrita al Papa, para ser entregada por el P. Delegado.

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

«Beatísimo Padre:

No quiero que las limitaciones que me impone

mi enfermedad me impidan hacer llegar a Vuestra

Santidad mi profunda conmoción espiritual e ínti­

mo agradecimiento por cuanto Vuestra Santidad

ha hecho y dicho el pasado día 27, recibiendo y

dirigiendo la palabra a los PP. Provinciales uni­

dos al P. Delegado y a su Coadjutor.

La estima que Vuestra Santidad ha demostrado

por la Compañía, más aún, el amor hacia ella -

pues "amor" es la palabra elegida y subrayada

por Vuestra Santidad-, me colma de consuelo y

hace más pura e intensa la "experiencia espiri­

tual" y el "sensus Societatis" a que me refería en

mi homilía a los PP. Provinciales. Mil gracias,

Santidad.

Mi particular y personal agradecimiento tam­

bién, desde el fondo del corazón, por las genero­

sas palabras que tuvo para conmigo, dictadas por

el paternal afecto y comprensión de Vuestra Santi­

dad. Cuando, como Pablo, puedo decir "bonum

certamen certavi, cursum consummavi", esas pa­

labras de Vuestra Santidad me consuelan ya como

un anticipo de la paz y gozo que, por su miseri­

cordia, espero encontrar en los brazos del Señor.

Muchas gracias, Santidad.

Ruego al P. Delegado se haga portador de es­

tas líneas y pido filialmente una vez más a Vuestra

Santidad su confortadora bendición apostólica».

- El Misionero rinde viaje

Su testamento misionero

3 de septiembre de 1983. El aula de la Congregación General, escenario de tantos momentos de gozo y cruz para Arrape, ocupada por los miembros de la Congregación General XXXIII y por muchos jesuitas de Roma, recibió, entre inacabables aplausos, a su General, que necesitaba apoyarse en el brazo de su inseparable enfermero, el H. Bandera, y valerse de una voz ajena para expresar lo que tres años y medio antes decidió realizar.

«¡Cómo me habría gustado hallarme en mejores

condiciones al encontrarme ahora ante ustedes...!

Ya ven, ni siquiera puedo hablarles directamente.

Los Asistentes Generales han entendido lo que

quiero decir a todos ustedes.

Yo me siento, más que nunca, en las manos de

Dios. Eso es lo que he deseado toda mi vida, des­

de joven. Y eso es también lo único que sigo que­

riendo ahora. Pero con una diferencia: hoy toda

la iniciativa la tiene el Señor. Les aseguro que sa­

berme y sentirme totalmente en sus manos es una

profunda experiencia.

Al final de estos 18 años como General, quie­

ro, ante todo y sobre todo, dar gracias al Señor. Él

ha sido infinitamente generoso para conmigo. Yo

he procurado responderle sabiendo que todo me

lo daba para la Compañía, para comunicarlo con

todos y cada uno de los jesuitas. Lo he intentado

con todo empeño.

Durante estos 18 años, mi única ilusión ha si­

do servir al Señor y a su Iglesia con todo mi cora-

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe

zón. Desde el primer momento hasta el último. Doy gracias al Señor por los grandes progresos que he visto en la Compañía. Ciertamente, tam­bién habrá habido deficiencias -las mías en pri­mer lugar-, pero el hecho es que ha habido tam­bién grandes progresos en la conversión personal, en el apostolado, en la atención a los pobres, a los refugiados... Mención especial merece la actitud de lealtad y de filial obediencia mostrada hacia la Iglesia y el Santo Padre, particularmente en estos últimos años. Por todo ello, sean dadas gracias al Señor...

Pero, sobre todo, [doy gracias] a la Compañía, a cada uno de mis hermanos jesuítas, a quienes quiero hacer llegar mi agradecimiento. Sin su obediencia en la fe a este pobre Superior General, no se habría conseguido nada.

Mi mensaje hoy es que estén a disposición del Señor. Que Dios sea siempre el centro, que le es­cuchemos, que busquemos constantemente qué podemos hacer en su mejor servicio, y lo realice­mos lo mejor posible, con amor, desprendidos de todo. Que tengamos un sentido muy personal de Dios...

Estoy lleno de esperanza viendo cómo la Com­pañía sirve a Cristo, único Señor, y a la Iglesia, bajo el Romano Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra. Para que siga así y para que el Señor la bendiga con muchas y excelentes vocaciones de sacerdotes y de hermanos, ofrezco al Señor, en lo que me quede de vida, mis oraciones y los padeci­mientos anejos a mi enfermedad...».

El Misionero rinde viaje

Un estruendoso aplauso, entre la emoción de to­dos los presentes, recibió este mensaje de un Arrupe, el primer emocionado, que, sostenido en pie, con su mano izquierda saludaba a todos y se esforzaba por sonreír. Sólo su mirada era la misma de siempre. Todavía en la tarde del día siguiente pidió ser llevado a La Storta y concelebrar en la catedral con los miem­bros de la Congregación General. Un sacerdote leyó su homilía de despedida, un canto a la fidelidad de «ese Dios en cuyas manos me siento más que nunca, ese Dios que se ha apoderado de mí».

La última misión

Morir. Lentamente, muy lentamente, a lo largo de ocho años se fue apagando el misionero. Como Francisco Javier a las puertas de China, a Arrupe se le fue nublando el horizonte de las fronteras que ha­bía abierto a la Compañía y a otros, muchas de las cuales él mismo en persona había explorado. Al atar­decer del 5 de febrero de 1991, el corazón se detuvo del todo. Era la víspera de la festividad de los santos mártires jesuítas japoneses, en honor de los cuales Arrupe, con limosnas de bienhechores movilizados por él en muchas naciones, había hecho construir un monumento en Nagasaki, como centro espiritual cris­tiano en Japón.

* * *

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Misionero. Breve semblanza de Padre Arrupe -

La Sesión oficial extraordinaria de la Congregación General XXXIII, en la que Arrupe presentó su renun­cia el 3 de septiembre de 1993, concluyó con unas pa­labras del Delegado del Papa para la Compañía de Jesús, el P. Paolo Dezza:

«¡Son tantos los motivos para estar agradecidos al P. Arrupe...! Agradecidos, ante todo, por el ejem­plo constante que nos ha dado de virtud religiosa. Hombre de Dios, de oración, de mortificación. Modelo de las virtudes religiosas que deberían ser propias de todo jesuita y que deben ser caracterís­ticas del General, tal como las describe San Ignacio...

Otro motivo de agradecimiento lo constituye el hecho de que durante estos 18 años ha estado con­sagrado exclusivamente a su oficio, sin desviar su atención a ninguna otra actividad, movido por un ardiente amor a la Compañía que él ha sabido in­fundir también a los demás. Esta entrega total a su oficio, este amor intenso a la Compañía, le ha im­pelido a ir a cualquier parte del mundo para cono­cer personalmente a los hombres y las obras; para hacerse cargo de las situaciones y de las dificulta­des; para alentar, consolar, animar...

Pero no es sólo la ingente labor realizada lo que motiva nuestro agradecimiento, sino también el espíritu que está animando ese trabajo... El P. Ge­neral se puso plenamente en línea con el Concilio, precisamente por su esfuerzo en conciliar las exi­gencias inmutables del carisma propio de la Com­pañía con las exigencias de la situación actual de

El Misionero

la vida en la Iglesia y en el mundo. Tarea difícil y delicada, por lo que no es de extrañar que en tan­tas cosas hubiese diversidad de opiniones y que tantas directrices pudiesen ser objeto de crítica... Pero nadie ha criticado nunca, ni podrá criticar, el esfuerzo generoso que animaba su empeño: adap­tar la vida y el apostolado de la Compañía a las exigencias del mundo de hoy».

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