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CUENTO

Lola se encarga de mover las fichas sobre la mesa, yde vez en cuando mira a Mario, que parece tener lasonrisa detenida, como en un daguerrotipo. Al verlo,se reconoce sola; cuenta las fichas y dice:

—Podemos jugar sólo cuatro personas.Mario Luis se había pintado la cara con un creyón

dorado: seguro para darle a sus ojos una expresiónde novel bufón; para que al desplegar los párpados,éstos provocaran una ráfaga de sensaciones. Por esosus cejas, delineadas con fuerza, le confieren unacurva de celo aparente, de inventado interés.

Lola está vestida de castellana, y José tiene undibujo raro en la frente y una camisa colorada. Borja,en cambio, vestido como todos los días, con su me-jor camisa de flores, y sus viejos pantalones caqui.

Alfredo había localizado a su amigo Mario entrela multitud, cuando las gemelas, vestidas de lloro-nas lo seguían; bajo los arcos de la plaza iban desli-zándose junto a guerreros romanos y celtas; extra-terrestres con cara de lagarto; dráculas y colombi-nas ebrias. Se había acomodado la nariz, y silbadocon un tono agudo y prolongado; porque sabía queMario lo reconocería.

Ni Borja ni las lloronas participan del juego, Joséno quiere quedarse por fuera y a esa hora el sabía,como todos, que Lola había engañado a Mario con Borja,

mientras el primero consideraba inaceptable que al-guien pudiera dejar de amarlo, así de pronto. La mu-chedumbre se aprieta serpenteante alrededor de la fies-ta, allí fuera, en el asfalto caldeado y Mario siente quetiene sus figuras dispuestas para comenzar el juego.

—Autorizan el jolgorio para apaciguar al pueblo—dice Mario y golpea con el seis-seis en blanco ynegro de fondo.

—Lo que dices suena a subversivo —contestaAlfredo con el seis-tres.

La escalera de fichas va encajando, la una con laotra, mientras las parejas en el bar —incansables—bailan; la armonía rítmica les inyecta una euforiainsoportable. Acompasan las jugadas del grupo enla mesa, mientras se afirman la insolencia de lascanciones que dicen de cometas milenarios y de ni-ñas enamoradas.

Lola dice:—Espérenme que tengo que lavarme las manos.Forma esquina con el cuatro-blanco; y se le-

vanta.—¡Vienen las carrozas!Alfredo y José se miran cruzando una nube de

sospecha. Mario, el payaso, se diluye entre los bai-larines, la harina, la salsa, detrás de la castellana.

“Voy por una cerveza”, le habían oído decir todos,pero un singular movimiento convierte el recinto enun reguero de afanes. Apartan de forma brusca lassillas, y dejan las mesas de juego pendientes, y lasbotellas se las llevan para continuar la borracheraen la puerta o en la acera. Mario y Lola escuchanencerrados en el baño el alboroto; pero continúanmeciéndose, el detrás de ella; ella detrás de la puer-ta agarrada llorando con alegría.

En la calle, la Reina del Barrio Abajo les manda-ba besos a puñados.

Luego Mario no la volvió a sentir de la mismaforma.

Le pidió a Borja que le permitiera bailar una can-ción con ella.

“¿Me permites que baile una canción con tu no-via?”, le oyó decir su amigo Alfredo mientras sacaba

El entierro de la fiesta

Luz María Cabrales Llach

Foto de Fernando Mercado

Huellas 71, 72, 73, 74 y 75. Uninorte. Barranquillap. 202-203: 08, 12/MMIV - 04, 08, 12/MMV. ISSN 0120-2537

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los papelillos y la yerba para liarla.Mario la había tomado de la mano y la había sen-

tido sumisa y contraria. Antes, caminaba en un te-rreno de arenas movedizas. Ahora, su naturaleza loatraía como las caras de la luna. Todas diferentes.

Pidió permiso para hacerse un lugar en la improvi-sada pista de arena de la verbena, la tomó por el tallecon un abrazo, y permitió que se escuchara su alientoen el pabellón de la oreja de ella. No se dijeron nada.No era necesario. La antigua canción se adelantó:

“Yo te amé con gran delirio...»En la verbena, habían convencido a Jacinto, el

amigo de José, para que los llevara a la playa a vercómo amanecía. Jacinto colocó en el plato la can-ción del adiós:

«I’m going down, down, down...»Dejaron el cuchicheo jocoso regado en las aceras,

y en los jardines de las casas del barrio que quedaantes de llegar a la playa de Sabanilla. Borja se que-dó dormido; José y Jacinto desaparecieron cerca delas dunas, detrás del castillo, y Lola, que ya tenía elsuave aroma del perfume de la tarde transformadoen un cierto tufillo trasnochado, corrió a buscar aMario. Se metió al agua con él. Se quedaron las za-patillas abandonadas sobre la arena.

Antes de desaparecer ella también, Alfredo alcanzóa preguntar:

Un hombre al borde de sus 78 años sale de sucasa disfrazado de anciano que baila. Un som-brero raído y ladeado a la mejor manera de unGardel de río, adorna el rostro que desembocaen el cuello de una camisa blanca con pañuelorojo.

Blancas, como agüitas de arroz, sus manostemblorosas buscan las monedas que lo lleva-rán calle abajo. Se mira silencioso. No escucha

—¿Por qué Lola?Su respuesta le arrancó una carcajada, que rom-

pió la paz en el cielo con estrellas. Al principio elagua sólo les llegaba hasta los tobillos; al final salta-ron locos las olas invisibles, pero violentas, de esemar excesivo del Caribe; jugaron contra la corrienteque arrastraba: se arrancaron la ropa bajo el agua;se palparon; se unieron otra vez...

Ahora que el brillo agónico de los luceros indicaque el color del cielo está a punto de nacer, Alfredorecuerda de forma súbita el Miércoles de Ceniza delaño pasado; él espera, sabe que hace rato que handebido salir; mientras, vuelve a su memoria una se-cuencia de esa mañana que creía olvidada.

Por la puerta de la calle, al frente del bar donde seestaban tomando la cerveza de despedida, pasaba laprocesión del cortejo que acompaña la muerte deJoselito Carnaval. Después de bajar con el líquidohelado el humo de los cigarrillos, Alfredo le preguntó:

—¿Qué te gustaría hacer antes de morir, Mario?Y él sólo se rió de una manera que le pareció como

un latido.Ahora que lo pensaba, las tardes en su compañía

se hicieron ácidas, intransigentes: él se quedabacallado o reía poco. Pero siempre de la misma formaen que se rió esa mañana del miércoles después deJoselito Carnaval.

muy bien, pero sabe que algo suena en el fondode la calle, algo que sabe y huele a mañanas depuertas abiertas, a ciudad trinitaria de amari-llo maíz. Las telitas vacías de sus dedos tam-borilean el sonido que vuela a través de las is-las y se posa silencioso en los alambres de laluz.

Miles de bocas sonríen con la misma carri-

lera de dientes y una sola carcajada del viejorecuerda que a veces el animal es un hombreferoz que defiende el ritmo de un corazón enruinas.

Lunes de carnaval

Mariamatilde Rodríguez*Para Z.

* Barranquillera. Directora del Encuentro Nacional deEscritores «Latitud Caribe» que se realiza anualmente enSan Andrés Islas (Colombia).