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L AS CAMPAÑAS DE N APOLEÓN Un Emperador en el campo de batalla: de Tolón a Waterloo (1796-1815) Traducción de Carlos y Francisco Fernández-Vitorio Coordinación y supervisión de Rosa Cifuentes DAVID CHANDLER La Esfera de los Libros

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L A S C A M P A Ñ A S D E N A P O L E Ó N

Un Emperador en el campo de batalla:de Tolón a Waterloo (1796-1815)

Traducción deCarlos y Francisco Fernández-Vitorio

Coordinación y supervisión deRosa Cifuentes

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«L a historia es, ciertamente, un debate sin final», escribió el profesor Geylen su estudio sobre Napoleón.1 Es dudoso que haya habido un tema más

estimulante y polémico desde el punto de vista histórico; cada uno de los milesde trabajos eruditos dedicados a Napoleón Bonaparte nos ha proporcionadouna visión diferente de su persona. Es cierto que algunos sólo varían en el gradode interpretación, pero no hay dos idénticos. En consecuencia, no se puede negarque al día de hoy, Napoleón sigue siendo un enigma tentador y esquivo, pero almismo tiempo un motivo de estudio muy gratificante. Tantos fueron sus intere-ses, tan grande su genialidad y tantos sus defectos que puede decirse que reúne,a escala gigantesca, casi todas las cualidades y defectos del género humano. Enello reside gran parte de su fascinación.

Desde la batalla de Waterloo, Napoleón ha atraído sin cesar la atención delos historiadores, de los biógrafos o de los simples cronistas de sociedad. En tér-minos generales, todos ellos se han dividido en dos grandes categorías: los segui-dores y los detractores; rara vez ha sido tratado de manera completamente obje-tiva: su personalidad no se presta a ello. El consenso sobre su figura ha osciladocomo un péndulo de generación en generación. Sus propios contemporáneos nose pusieron de acuerdo a la hora de enjuiciarlo. Su confusión se debía, en granparte, a la propaganda emanada de Longwood, en la isla de Santa Elena; pero elveredicto puede resumirse en la frase utilizada por el conde de Clarendon refi-riéndose a Oliver Cromwell: «Un extraordinario mal hombre.» La imagen de«ogro» persiste durante el período victoriano. Las madres inglesas, según se dice,asustaban a su díscola prole con la terrible amenaza «Boney vendrá a por ti», perotal actitud pronto fue cuestionada. A mediados del siglo XIX, la opinión públicase inclinó del otro lado, y la leyenda de «El hombre del destino», la reencarna-ción de Carlomagno, el frustrado genio y el trágico exilio de Santa Elena, comen-zaron a ganar terreno alimentados con diligencia por la incesante publicación dediarios y biografías escritas por viejos militares y criados, cuyos recuerdos —aun-

Introducción general

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que suavizados o dilatados por el paso del tiempo— idealizaron aún más al per-sonaje. Unos pocos atemperaron su admiración con cierto espíritu crítico, perola mayoría eran simples adoradores sin ningún tipo de límite y en Francia el régi-men de su sobrino contribuyó a llevar el culto hasta las mismas fronteras de loirracional.

A partir de 1870, la adoración tomó un camino diferente. Los francesesintentaron encubrir las recientes derrotas volviendo la vista atrás, a los tiemposdel Primer Imperio, a la vez que militares de muchas naciones llevaban a cabometiculosos estudios sobre los métodos y campañas del gran maestro en el artede la guerra con la esperanza de descubrir su secreto. Sólo las ametralladoras yel alambre de espino de 1914 devolvieron a los generales a la realidad de los tiem-pos. Pero en los primeros meses de la guerra, los ejércitos franceses avanzabanal ataque —siempre al ataque— con guantes blancos y la bandera tricolor des-plegada, tratando de reconquistar el élan del campo de batalla napoleónico, y elfamoso plan Schlieffen de Alemania debía tanto o más a las concepciones estra-tégicas de las campañas de 1805 y 1806 del Emperador que a los más recientesexperimentos de la guerra franco-prusiana. Las consecuencias de estos intentosde recrear los métodos utilizados cien años atrás fueron idénticas en ambos ban-dos: multitud de víctimas, la inevitable pérdida de impulso y finalmente el estan-camiento en una guerra de trincheras que continuó durante cuatro largos años.Pocas veces los peligros de utilizar indebidamente la historia militar se han mos-trado de manera más gráfica. Desde la época de Napoleón, la tecnología arma-mentística —especialmente en la artillería y las armas de poco calibre— haavanzado tanto que los viejos métodos ya no tienen validez, una lección que losmás entendidos han aprendido de los últimos años de la guerra civil estadouni-dense y sin duda de las más limitadas experiencias de 1870 en Francia, 1900 enSudáfrica y 1904 en Manchuria. Por desgracia, pocos han tenido en cuenta estosavisos y una generación entera de europeos —y también de no pocos america-nos— ha pagado con el precio de muchas vidas las guerras de desgaste en quese convirtieron las batallas de Somme, Ypres, Verdun, Chemin-des-Dames y St.Miel: la respuesta adecuada al barro, al alambre de espino y a las armas auto-máticas no podía ser sólo el valor.

No sin cierta lógica, la reacción contra los horrores de la guerra tendió, des-pués de 1918, a inclinar de nuevo la balanza de la opinión sobre Napoleón haciael concepto de «hombre sanguinario», hacia la escuela de pensamiento que leconsideraba el «ogro corso», el principal instigador de Armagedón. Esta ten-dencia ha persistido casi hasta nuestros días y, más aún, a partir de 1939 se dio

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una nueva vuelta de tuerca al equiparar a Napoleón a aquel otro «cabo» llamadoAdolf Hitler. Y aunque desde 1949 ha surgido una visión más equilibrada,muchos analistas todavía le consideran, en el mejor de los casos, como un matóninteligente. Sin embargo, la aparición en tiempos recientes de múltiples obras«vistosas» tiende a restablecer parte de la vieja adoración.

De esta forma, el ciclo se ha completado varias veces y probablemente con-tinuará haciéndolo durante muchas generaciones, porque la atracción —orechazo— asociada a la figura de Napoleón no tiene edad. Él ha sido, sin duda,uno de los seres humanos más complejos y mejor dotados para suerte o desgra-cia de este planeta.

Antes de pasar a analizar las cualidades y defectos de Napoleón como mili-tar, es necesario intentar responder a una o dos cuestiones relativas a su épocay a su personalidad como un todo, porque sus rasgos básicos como hombre afec-taron a su carrera profesional. Primero, debemos analizar hasta qué punto sumeteórica carrera fue consecuencia de sus cualidades o de su circunstancia his-tórica. Es innegable la grandeza y fuerza de su talento natural; probablementehabría llegado lejos en cualquier época, pero fue excepcionalmente afortunadopor el momento en que nació. Al final de sus días, a pesar de su tendencia cre-ciente a creer en la imagen que trató de propagar sobre sí mismo como un sersemidivino, Napoleón reconoció el papel jugado por la suerte en su asombrosaascensión. Y él mismo admitió abiertamente a Las Cases, que la Revolución Fran-cesa preparó el camino para una carrera ouverte aux talents y creó la situaciónideal para que la aprovechara un hombre de sus características. Tuvo la suertede tener 20 años en 1789, momento en el que todas las antiguas monarquías deEuropa (con excepción de la de Gran Bretaña) estaban en declive, y la fortunade haber nacido en el seno de la petite noblesse de Córcega. Este hecho facilitó,en principio, su camino y no obstaculizó su ascenso al poder tras la caída delAncien Régime. También aseguraba que su origen corso le había ayudado muchoen sus primeras campañas en Italia, cuando todo lo que se sabía de él se resu-mía en que era un joven de 26 años sin experiencia, recientemente ascendido acomandante en jefe. Su matrimonio con Josefina fue un regalo de los dioses: leproporcionó contactos con las facciones realistas que más tarde le ayudarían ensu camino hacia el trono. También se consideraba afortunado por el tamaño de sufamilia, que le permitió multiplicar sus medios de influencia mediante alianzasmatrimoniales y nombramientos regios, y aunque algunos califican este hechocomo una auténtica bendición —por la ayuda que sus fratellos y hermanas leiban a proporcionar—, en realidad fue un arma de doble filo. Otro aspecto que

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le favoreció fue que casi todos sus adversarios militares estuvieran en la sesen-tena. Napoleón tenía un don especial para atraer la suerte en el campo de bata-lla, aunque lo más probable es que habría negado rotundamente la existencia deuna cualidad tan intangible; siempre se mantuvo firme en la creencia de que ungenio podía asignar al azar un lugar casi matemático en sus cálculos. En térmi-nos generales, sin embargo, debemos reconocer que estuvo tocado por la buenafortuna, al menos hasta finales de 1806. Como el historiador Hudson ha escrito,«Él tenía el potencial, pero las circunstancias contribuyeron a que se hiciese efec-tivo»2.

A continuación, debemos intentar responder a una difícil cuestión: ¿FueNapoleón un hombre bueno o malo? No es fácil dar una respuesta, porque esprácticamente imposible definir la absoluta «bondad» o «maldad» del serhumano. Napoleón tenía, como cualquier otro hombre, cualidades y defectos,pero las circunstancias especiales que rodearon a su genialidad acrecentaron suimportancia hasta límites insospechados. Probablemente detentó más poder quecualquier otro hombre de su tiempo y anterior a su tiempo y, al fin y al cabo,esto seguramente contribuyó a corromperle. Su realismo siempre estuvo aso-ciado a una cierta tendencia al fatalismo: «Todo lo que va a suceder está escrito.Nuestra hora está marcada y no podemos prolongarla ni un minuto más de loque el destino haya dispuesto.»3 A esta actitud fatalista se unió poco a poco sucreencia en que él era diferente del resto de los hombres —creencia que crista-lizó (o así lo aseguraba Napoleón) en la tarde de la batalla del Puente de Lodien 1796—. Al final, esta fe en su «destino» afectó a su capacidad de juicio, comoveremos con detalle más adelante, y le llevó a una obstinación irracional en losaños de declive. Consideraba la religión institucional como una fuerza que habíaque controlar, y sus creencias podían calificarse de deístas o incluso agnósticas,más que religiosas en el sentido convencional.

Fue un marido afectuoso y un padre orgulloso de sus hijos, y no se desen-tendía del bienestar de sus criados (aunque los hacía trabajar a todos sin pie-dad). No se pueden negar sus aventuras extramaritales ni su indiferencia ante lapérdida de vidas en el campo de batalla, pero su sangre italiana y su fría actitudcomo general explican ambos hechos, aunque no los justifiquen. Podía ser impla-cable o magnánimo, amable o mordaz, malhumorado o encantador, pero siem-pre dinámico y dejando una indeleble impresión en las personas que le cono-cían.

Es fascinante especular sobre la clase de gobernante o soldado que habríasido si hubiera vivido a mediados del siglo XX, quizá una combinación de gene-

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ral De Gaulle y de Douglas MacArthur. Y si nos planteamos cuál hubiera sidosu actitud ante la utilización de las armas nucleares, su respuesta —«En la gue-rra existe el principio de que siempre que sea posible se deben utilizar las bom-bas en vez de los cañones»4— probablemente no habría sido del gusto de losprudentes.

Por último, debemos tratar de determinar hasta qué punto fue responsablede la serie de guerras devastadoras que siempre se asocian a su nombre. Obvia-mente, no se puede negar que fue un hombre dedicado sobre todo a la guerra.Durante los veintitantos años de su activa carrera, libró no menos de 60 batallas,por lo que no se puede decir que fuera un pacifista. Se calcula que entre marzode 1804 y abril de 1815 prácticamente dos millones de franceses prestaron ser-vicio en el ejército; hubo no menos de 32 levas en las diversas categorías anua-les a lo largo de ese periodo, y probablemente más de un millón de hombres sereclutaron en los estados aliados o satélites. La estimación de bajas en once añosfluctuó enormemente; algunas autoridades sitúan la cifra en 1.750.000 (proba-blemente incluyendo también las pérdidas de sus aliados), otras la «reducen» a450.000 muertos e incapacitados. La única cifra que tiene cierta fiabilidad es lade 15.000 oficiales heridos.

Sin embargo, estas pérdidas —por inmensas que sean— no deben ser malin-terpretadas. Debe recordarse que las víctimas, incluso si alcanzaron la cifra de1.500.000, lo fueron a lo largo de 11 años e incluyen todos los frentes, con unamedia de 136.000 al año. Ese número se torna relativamente insignificante si locomparamos, por ejemplo, con la lista de bajas de la guerra de 1914-1918, en laque los franceses perdieron 1.360.000 hombres sólo en el frente occidental (unamedia de 340.000 al año). Y esta cifra no incluye las enormes pérdidas sufridaspor los británicos, belgas y americanos. Con esto no se trata de justificar las gue-rras napoleónicas y el sufrimiento que produjeron; ni de negar la escala de pér-didas sufrida por Francia o sus oponentes. Había menos población, por tanto laproporción de víctimas era mayor de lo que parece a primera vista. Sin embargo,es útil mantener la cuestión de las víctimas en la perspectiva adecuada a la horade enjuiciar la responsabilidad de Napoleón como señor de la guerra.

Dilucidar el grado de responsabilidad que le corresponde como iniciador delas guerras es otro problema igualmente complejo. Excepto en los casos de Por-tugal (1807), España (1808) y Rusia (1812), por lo general, fue atacado en primerlugar. Sin embargo, no se puede negar que muchos de estos ataques fueron pro-vocados por el propio Emperador debido a razones militares y de propaganda.En su defensa, se puede decir que vivió en una época muy belicosa y que casi con

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toda seguridad habría habido una larga serie de funestas luchas tanto si él hubieratenido el timón de Francia como si no. La Revolución Francesa, de la que fueproducto y de alguna manera conservador, divulgador y liquidador al mismotiempo, había hecho que la Primera República destacara del resto de Europacuando Napoleón era todavía sólo un teniente de artillería y coronel de volunta-rios. El levantamiento social y económico que siguió al acto de desafío políticoen 1799 significó el fin del Ancien Régime, no sólo en Francia sino en todo el con-tinente europeo (aunque debido a Waterloo la disolución final no sucedió hastadespués de 1848, en el caso de Alemania, y de 1917 en el de Rusia). Los concep-tos de Liberté, Égalité et Fraternité de Rousseau y Diderot implicaron el fin delviejo orden y contribuyeron a liberar inmensas energías y a ganar prosélitos entrelos franceses. Las guerras eran, pues, inevitables, y se puede argüir con justiciaque Napoleón fue victima de una generación propensa a la guerra que le convir-tió en el «hombre sanguinario» responsable del holocausto que asoló Europadurante tantos años. Él mismo se dio cuenta de esto cuando dijo en la firma dela Paz de Amiens: «Entre las viejas monarquías y una joven república siempre seinterpondrá un espíritu de hostilidad. En el actual estado de cosas, cada tratadode paz no significa más que un breve armisticio; y creo que mi destino será lucharcasi continuamente.»5 Es posible que este punto de vista realista —y hasta ciertopunto cínico— le llevara a contemplar la guerra como un mal inevitable y, con-secuentemente, a permitirle actuar con bastante menos remordimiento de concien-cia del que pudiera considerarse deseable. Pero después de 1791 Francia estabamadura para una guerra expansionista e ideológica, y es muy dudoso que Napo-león hubiera podido resistir la avalancha de energía agresiva aunque lo hubieradeseado. Hasta cierto punto, su visión fatalista estaba justificada.

Por supuesto, esta aceptación de la probabilidad de las grandes guerras noevita que el astuto corso —posiblemente el hombre con menos escrúpulos desdeMaquiavelo— aprovechara las ventajas propagandísticas derivadas de una ofen-siva a favor de la «paz» a la hora de hacer realidad sus ambiciosos sueños. Siem-pre estaba proclamando sus intenciones pacifistas: casi todos los grandes azotesde la humanidad, desde Atila a Genghis Khan, no han escatimado esfuerzos paracrear la imagen de hombres de acción amantes de la paz que recurren a las armaspara defender una causa justa después de que hayan fracasado todos los demásmedios de persuasión. Y es bastante probable que fuera sincero en sus protes-tas —al menos a sus propios ojos—. Sin embargo, siempre insistió en que debíadejar en herencia la paz del Olimpo a los países satélites; su naturaleza corsa nole inclinaba precisamente al compromiso, a pesar del gran oportunismo del que

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hacía gala en las situaciones críticas. Consecuentemente, si Europa quería la paztendría que ser la Pax Romana, dictada y supervisada por el emperador Napo-león. Una postura tan arrogante como ésta sólo podía contribuir a exacerbartodavía más las relaciones de Francia con otras potencias, que consideraron alNapoleón del final de sus días un advenedizo corso sin ninguna educación nigusto, a pesar de su genialidad; Gran Bretaña, por ejemplo, se refirió a él comoel «general Bonaparte» en la mayoría de los documentos oficiales hasta muchotiempo después de su muerte. Así pues, aunque las guerras fueran prácticamenteinevitables a causa de la interacción entre el recelo clasista de las viejas monar-quías, la presuntuosa confianza de la nueva República (y más tarde del Consu-lado y del Imperio) y la todavía más fundamental rivalidad colonial y comercialque envenenaba las relaciones anglo-francesas, Napoleón debía estar conven-cido de que no estaba precisamente moviendo los hilos del juego diplomáticocon sumo tacto.

Esta falta de tacto —la cualidad por antonomasia de los estadistas— fue, almenos parcialmente, responsable de la frecuencia de las guerras y una de las cau-sas de la caída de Napoleón. Nunca fue capaz de convertir a un antiguo enemigoen un convencido aliado, a pesar de su magnético atractivo, en los tête-à-tête conlos reyes y emperadores. Cada aliado se convertía en un vasallo descontento,cada enemigo derrotado en un resentido satélite; el precio de los favores de Napo-león era siempre alto en términos de hombres, dinero y política comercial. Des-preció a muchos de los gobernantes contemporáneos y no intentaba disimularlo.Consideraba cada nueva alianza como una oportunidad para conseguir más sol-dados, más ayuda en su vendetta contra la «pérfida Albión», el adversario quenunca se sometió a sus deseos.

Napoleón, por tanto, no puede presentarse precisamente como la «palomade la paz». El pico afilado y las garras de águila difícilmente podían ocultarsetras el plumaje de una supuesta actitud razonable. Si Europa iba a disfrutar dela paz, tendría que ser en los términos dictados por Francia, o más bien en losdictados por Napoleón. Y lo que a los ojos del emperador era la paz, suponíauna bofetada para las otras potencias. Además, una vez que Francia había dejadosalir de la botella al «genio» del nacionalismo, no había forma de controlar lasconsecuencias. El entusiasmo nacionalista de los ejércitos franceses anunció labuena nueva poco a poco por Alemania e Italia, y aunque las fuerzas de la reac-ción trataron de posponer su eclipse total casi más de un siglo, el espíritu delnacionalismo prendió con fuerza y acabó siendo uno de los más esforzados opo-nentes de Napoleón. La victoria militar y la paz al dictado ya no servían como

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elemento de quietud ni de sumisión; los patriotas clandestinos trabajaban enPrusia y en todas partes buscando el día en el que acabar con el «Matón deEuropa» y en el que quitarse de encima de una vez por todas las cadenas fran-cesas. Y esto es exactamente lo que pasó después de 1812. El Imperio demos-tró estar construido sobre bases muy inseguras.

En defensa del Emperador debe decirse que aunque fue, cuando menos,parcialmente responsable de liberar y esparcir ideas que sólo podían propiciarnuevos conflictos, nunca empezó una guerra a la ligera. Siempre abogó por untipo de guerra relativamente humano: deseaba que las campañas fueran cortas,inteligentes, decisivas; nunca fue de su agrado la larga, prolongada agonía de laguerra de desgaste. Pero cuando no lo conseguía —como sucedió desde diciem-bre de 1806 en adelante—, podía recurrir a una ferocidad animal y a una cruel-dad que eran también parte de su herencia corsa. Su paciencia y su grandezatenían muchas limitaciones.

Debemos volver ahora a la consideración de Napoleón en tanto que military comandante. Gran parte de lo ya dicho es, obviamente, relevante, pero haycaracterísticas especiales que necesitan mención aparte y explicación. Por como-didad, organizaremos estas consideraciones en dos partes: un debate sobre losatributos militares de Napoleón en la época de su máximo esplendor, seguidode un análisis sobre su deterioro. La línea divisoria entre los años de éxito y los degradual declive es difícil de trazar con exactitud, pero al menos se puede ase-gurar que en el aspecto militar su cenit estuvo en diciembre de 1806. Muchosde sus biógrafos y los historiadores en general prefieren considerar la Confe-rencia de Tilsit (1807), o incluso el encuentro de Erfurt (1808), como el puntoculminante del Primer Imperio. Por muy cierto que esto sea desde el punto devista político y constitucional, hay buenas razones para creer que el declive mili-tar de Napoleón comenzó poco después de la doble victoria de Jena-Auerstadt.

Los siguientes puntos son relevantes a la hora de justificar esta opinión.A pesar de que el triunfo militar sobre Prusia fue en apariencia total (no menosdel 70 por ciento de los hombres cayeron en el campo de batalla o fueron hechosprisioneros tras la doble victoria y las subsiguientes semanas de persecuciónimplacable), el hecho es que Napoleón fracasó en su intento de pacificación (esdecir, imponiendo sus condiciones) con el gobierno prusiano. Como se ha dichoanteriormente, siempre buscó noquear lo antes posible al enemigo y acabar rápiday eficazmente con su deseo de resistir. En esto fracasó de manera patente des-

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pués de Jena-Auerstadt; por muy vacilante que fuera Federico Guillermo III, lareina de Prusia permaneció firme en su postura de resistencia y, en consecuen-cia, privó a Napoleón de una victoria definitiva. Este alto en sus planes tuvo dosefectos posiblemente de la mayor importancia.

En primer lugar, le abocaron a la imprevista y, desde luego, no deseada cam-paña de 1806-1807 en Polonia y este de Prusia y, posteriormente, a un enfren-tamiento directo con el zar Alejandro —una complicación que Napoleón habíatratado de evitar denodadamente, esperando que una guerra relámpago contraPrusia la dejara fuera de combate y en consecuencia disuadiera a Rusia de entraren una lucha que tan claramente había finalizado con una victoria a favor deFrancia—. Pero resultó que estos planes se frustraron. Otra consecuencia inme-diata del conflicto con Rusia fue el duro golpe sufrido por la Grande Armée enEylau en febrero de 1807. Aunque el auténtico resultado de esta encarnizadabatalla fue ampliamente ocultado por la propaganda imperial, la verdad delasunto fue conocida en Rusia y difundida con rapidez entre los grupos de patrio-tas que luchaban contra Francia en el interior de Alemania e Italia. Sin duda, elresultado de la batalla puede verse como un empate, pero esto no nos llevaría asubestimar su importancia en el contexto contemporáneo; el caso fue que elsupuestamente imbatible vencedor de Arcola, Rivoli, Marengo, Austerlitz y Jenahabía recibido un golpe militar muy importante. Las noticias fueron un alicientepara los adversarios de Napoleón, y su reputación sufrió un auténtico primergolpe, que ni el posterior triunfo en Friedland ni el boato de Tilsit pudieron erra-dicar por completo. Se había demostrado que «El Ogro» no era invencible.

En segundo lugar, algunos meses antes de la matanza de Eylau, Napoleónhabía cometido un error estratégico capital que a la larga resultó fatal para suImperio. Frustrada la paz del conquistador después de Jena-Auerstadt y maldi-ciendo este retraso aparentemente menor en «la nación de los tenderos», el Empe-rador había buscado una forma de tomar represalias contra Gran Bretaña, que,desde el año anterior en Trafalgar se había atrevido a desafiar impunemente susamenazas de asalto militar directo a través del Canal. Desde 1803 —si no antes—Napoleón estaba obsesionado por el deseo de ver a Gran Bretaña entrar en razón.Todos los males de la vida imperial en Europa eran, por supuesto imputados ala combinación del oro británico, la intriga británica y la Royal Navy. Incluso enel boletín que anunció la victoria de Austerlitz, Napoleón había hablado en tér-minos despectivos del ayuda de campo favorito del Zar refiriéndose a él como«un trompeta jovenzuelo de Inglaterra». Ahora, un año después, de nuevo lepreocupaba el problema de cómo intimidar al pueblo británico. El resultado

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fueron los decretos de Berlín de 1806. Dándose cuenta de que la presión mili-tar estaba descartada por el momento, Napoleón decidió atacar a Inglaterra enalgo que le era esencial: el comercio. No es nueva la idea del bloqueo econó-mico, pero nunca fue tan rigurosa con las mercancías del enemigo, no sólo porparte del Imperio sino también del resto de Europa.

Resultó, sin embargo, que el Sistema Continental (como se conocía a estadeclaración de guerra económica) le estalló en las manos a su creador. Tuvo tresconsecuencias nefastas: primera, en absoluto consiguió intimidar a Gran Bre-taña o dañar permanentemente su posición económica. Esto fue así porque eraimposible hacer cumplir la política de manera totalmente eficaz y porque el domi-nio británico del mar le permitía a Inglaterra canalizar las mercancías rechaza-das hacia nuevos mercados al otro lado del Atlántico. Segunda, las contramedidasbritánicas fueron aplicadas con mucha más eficacia y, a pesar de sus recursosnaturales y de los que pudo conseguir de sus satélites y aliados, la economía fran-cesa comenzó a pasar apuros —sobre todo hacia 1812—.Y más aún, se culpó alEmperador de la mayoría de los inconvenientes y trastornos causados por el blo-queo, al tiempo que las medidas cada vez más rígidas que se veía obligado aadoptar con objeto de conseguir que su sistema se aplicara adecuadamente noprodujeron más que resentimiento y mala voluntad, debilitando más y más loscimientos del Imperio; las evasiones del sistema se hicieron cada vez más uni-versales, y se desarrolló a toda velocidad un próspero comercio ilícito entre GranBretaña y Holanda, Italia y, en menor grado, Alemania. Algunos de los servido-res de más confianza del Emperador hicieron la vista gorda ante estas evasiones,entre ellos Luis, rey de Holanda (hasta que fue forzado a abdicar por Napoleónen 1810), Massena en Italia y Bourienne, gobernador de Hamburgo. En tercerlugar, y lo peor de todo, su obsesión, cada vez mayor, por extender el sistema yperfeccionar su funcionamiento desempeñó un papel significativo a la hora deinducir a Napoleón a cometer sus dos errores más importantes desde el puntode vista político y militar: la decisión de invadir Portugal y España en 1807-1808y la decisión de atacar Rusia en 1812. Todas estas dificultades fueron el resul-tado de los pasos dados en diciembre de 1806; esta fecha, por tanto, es casi contoda seguridad el punto de inflexión de las guerras de Napoleón.

Por supuesto, es imposible reflejar en un espacio tan reducido como es unaintroducción todas las características que hicieron de Napoleón un gran jefe;sólo será posible referirse a los aspectos más sobresalientes de su genio, con laesperanza de que una imagen más completa de sus dotes surja de los capítulosque siguen.

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En primer lugar, tenía ciertos rasgos personales —no necesariamente de carác-ter militar— que hicieron de él un dirigente tan temible. En esa lista de atribu-tos, su magnetismo personal ocupó un lugar preeminente. Napoleón poseía unpoder casi hipnótico sobre las personas producido por la combinación de unavoluntad de hierro, un irresistible encanto y la sensación que tenían quienes esta-ban ante él de que se encontraban en presencia de un jefe. Físicamente no resul-taba atractivo —era de pequeña estatura, de hábitos rudos e incluso vulgares, ybrutalmente franco casi siempre— pero, así y todo, podía tener comiendo en lapalma de la mano a cualquier hombre o mujer si lo deseaba. La fascinación queejercían sus grandes ojos grises (que según comentarios de sus contemporáneos,lo veían todo, lo sabían todo, a pesar de su apariencia casi inexpresiva) era irre-sistible. Incluso el veterano general Vandamme admitió su impotencia cuandose enfrentaba al Emperador: «Resulta que yo, que no temo ni a Dios ni al dia-blo, me pongo a temblar como un niño cuando me acerco a él.»6 Esta fascina-ción hipnótica sin duda tuvo mucho que ver con el dominio que ejercía sobrelos militares con independencia de su graduación. Napoleón era consciente deeste poder de su personalidad e hizo uso deliberado y sistemático de él para con-seguir sus objetivos. Estaba preparado para llegar muy lejos a la hora de escla-vizar a un hombre si creía que el esfuerzo merecía la pena. Casi nunca era nece-sario: una mirada penetrante de esos ojos grises era todo lo que necesitaba. Estepoder nunca le abandonó; sólo un hombre logró escapar a sus encantos: el gober-nador de Santa Elena, sir Hudson Lowe, un militar con poca imaginación queno destacó por nada, un zoquete que exasperaba a sus propios compatriotas casitanto como lo hacía a su distinguido prisionero. No se puede negar que el atrac-tivo personal del Emperador era uno de sus mayores activos.

En segundo lugar, debemos referirnos a la gran capacidad intelectual de Napo-león. En palabras de un reciente y distinguido biógrafo, Octave Aubry, Napoleónposeía «la más grande personalidad de todos los tiempos, superior a la de cual-quier otro hombre de acción, en virtud de la amplitud y agudeza de su inteli-gencia, de su rapidez a la hora de tomar decisiones, de su gran determinación ysu aguzado sentido de la realidad, todo ello unido a la imaginación de la quehacen gala las grandes mentes»7. No estamos ante un militar profesional de mirasestrechas: sus intereses eran legión y su capacidad de respuesta ante una nuevaidea —no importa cuál fuera el tema— era enorme, igual que su habilidad paraver cada aspecto de un problema sin caer en el peligro «de que los árboles no ledejaran ver el bosque». Estudiaba, amplia y profundamente, cada asunto que sele presentaba. Llegaba al corazón de cada materia pero, al mismo tiempo, tenía

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en cuenta todas las consideraciones periféricas. Su capacidad para que no se leescapara nada era impresionante y, en sus mejores tiempos, conocía hasta elúltimo detalle de su Ejército. Su poder de concentración era inmenso y podíapasar de un tema a otro en un instante sin desperdiciar ni un ápice de su inci-siva mente. Él mismo se refirió en una ocasión a estas facultades de la manerasiguiente: «En mi mente están guardados los diferentes asuntos como en un arma-rio. Cuando quiero interrumpir determinada idea, cierro ese cajón y abro otro.¿Que quiero dormir? Sencillamente, cierro todos los cajones…»8

Igual de impresionante era su memoria. En opinión de Bourienne —en oca-siones de dudosa autenticidad—, a Napoleón se le daba mejor recordar hechos,lugares y estadísticas que nombres propios, fechas o palabras; pero incluso siesto era cierto, era sólo una cuestión de grado. Dos ejemplos nos servirán parailustrar su retentiva. En septiembre de 1805, el Emperador y su estado mayor setoparon con una unidad de la recién creada Grande Armée que se había sepa-rado de la formación a la que pertenecía durante la larga marcha desde la costadel Canal hasta el Rin. Su comandante había extraviado las órdenes y no sabíadónde encontrar su división. Mientras sus oficiales se afanaban mirando conatención los mapas y revisando los innumerables cuadernos y duplicados deórdenes, Napoleón, en un instante y sin la ayuda de ningún libro o asistente,informó al atónito oficial de la ubicación actual de la unidad a la que pertenecíay de dónde iba a permanecer las tres noches siguientes, proporcionándole, almismo tiempo, un resumen detallado de sus fuerzas y de la carrera militar del jefede la división. En ese momento no había menos de siete corps d’armée, 200.000hombres, en movimiento; no hace falta decir más. En otra ocasión, en 1913,cuando sus departamentos administrativos estaban siendo muy presionados parajustificar la pérdida de material sufrida durante la campaña de Rusia, encontra-mos a Napoleón escribiendo una nota al ministro de la Guerra con todo lujo dedetalles a los efectos de hacerle recordar dos cañones que había visto en el mue-lle de Boulogne. Haría aproximadamente unos ocho años que el Emperadorhabía visitado el puerto por última vez. También parecía tener una memoria foto-gráfica para las estadísticas, y más de un avergonzado secretario de estado u ofi-cial escuchó un completo resumen de las cifras del, por ejemplo, comercio detrigo, durante los últimos cinco años.

Igualmente, tenía el don de recordar los rostros y los detalles de la carrerade cada uno de sus subordinados. Sin duda, «estos veteranos» exageraban, perono hay necesidad de cuestionar todas las historias. Coignet, un informante, noscuenta cómo el Emperador reconoció su rostro entre los de una multitud de sol-

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dados tras una revista en la Place-St-Étienne en 1815 y acto seguido le promo-cionó al puesto de intendente de palacio. Este tipo de anécdotas era el que ayu-daba a cristalizar las leyendas pero, sin duda, también servía para mantener lamoral y animaba a los soldados rasos a realizar esfuerzos sin límite en nombrede «le Tondu». Era otro aspecto de su mágico atractivo.

Napoleón tenía una gran capacidad de trabajo. «El trabajo es mi elemento»,aseguró en una ocasión. «Nací y fui hecho para el trabajo. Reconozco los lími-tes de mi vista y de mis piernas, pero nunca los límites de mi capacidad de tra-bajo.»9 En otra ocasión, dijo que trabajaba cuando comía, en la ópera, e inclusoen la cama. Un día de 18 o 24 horas de actividad no era nada extraordinario paraél. Leía mucho y con voracidad. Hacía trabajar a sus sudorosos equipos de secre-tarios y escribientes hasta dejarlos exhaustos. Esta gran capacidad para trabajarduro y sin cesar era otro de los secretos de su gran éxito.

La tensión que producía tal nivel de trabajo —y la enorme actividad queinevitablemente acompañaba a cada campaña— era inmensa. Pero es cierto que laresistencia de Napoleón no era tanta como a veces se dice. Desde luego, sabe-mos por sus mayordomos que necesitaba dormir. Tenía la suerte de poder dor-mitar en cualquier momento del día, cuando las circunstancias se lo permitían;incluso en medio del estruendo de Wagram, fue capaz de hacerlo tumbado ensu manta de viaje de piel de oso. Pero también es verdad que caía enfermo concierta frecuencia —padecía de hemorroides y tenía problemas con la vejiga— yno hay que descartar la importancia del factor salud a la hora de valorar su actua-ción en dos ocasiones críticas, como fueron Borodino y Waterloo, en las quedemostró no estar, precisamente, en su mejor momento. Sus hábitos de comidaen campaña solían ser bastante irregulares y esto afectaba a su digestión. Porcontra, nunca pareció haber sufrido de insomnio.

Podía trabajar durante días seguidos sin descansar adecuadamente cuandoera necesario, aunque más tarde se resintiera. Se sabe que en una ocasión tra-bajó tres días y tres noches sin parar. El factor que hacía posible tales esfuerzosera su abundancia de energía nerviosa. Pero, inevitablemente, como ya hemosseñalado, esto le convertía también en un manojo de nervios además de en «unhombre de nervio». Tras la calma de su rostro acechaban grandes pasiones que,de vez en cuando, hacían su aparición en forma de ataques de llanto e inclusoataques histérico-epilépticos, que sus íntimos tenían sobradas razones para temer.En ocasiones, azotaba a sus sirvientes y oficiales con la fusta que solía llevar con-

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sigo; una vez, le propinó una patada en el estómago a un ministro y luego llamótranquilamente a los criados para que vinieran y retiraran al desgraciado que seretorcía de dolor en el suelo, y otra agarró al pobre Berthier por la garganta, gol-peando su cabeza contra el muro de piedra. ¡La vida en el entorno imperial teníaestos pequeños momentos! Normalmente, sin embargo, ejercía un estricto con-trol sobre sus emociones, utilizándolas como instrumentos de su voluntad.

Su genio militar era impresionante. No es nuestro propósito detallar aquícómo planificaba las campañas o dirigía las operaciones —eso será objeto de uncapítulo posterior10—, sino analizar someramente las cualidades que se escondentras ellas. Un atributo sobresaliente era el gran dominio de su profesión. En unaocasión, aseguró que sabía fabricar pólvora, cómo fundir un cañón, cómo cons-truir carruajes y armones. Su interés por los pormenores de los temas militaresformaba parte de su búsqueda de la perfección. Tenía, sin embargo, sus lagunas:nunca se tomó la molestia, por ejemplo, de dominar los entresijos de la guerranaval, y tampoco consiguió valorar la importancia de las corrientes y los vientospara dirigir este tipo de batallas. De forma similar, se puede argüir que se tomabapoco interés por los detalles tácticos de la lucha en tierra. En Santa Elena, se mos-tró inflexible a la hora de defender la formación de dos en fondo como la másadecuada, pero nunca la impuso en sus primeras campañas. En Somosierra (1808),sacrificó innecesariamente a un escuadrón de valientes polacos debido a una mez-cla de resentimiento y falta de visión de lo que debía hacer. Con bastante acierto,dejaba la mayor parte de las decisiones tácticas en manos de los hombres desta-cados en el terreno, pero aparte de su preferencia expresa por la formación de lainfantería en ordre mixte, prestaba poca atención a este tipo de decisiones meno-res. Sin embargo, esto no debe hacernos olvidar su habilidad con la gran táctica,para la que tenía gran talento, al menos en la mayoría de las ocasiones.

El consejo que le dio a Lauriston en 1804 es relevante para nuestra investi-gación. Enumeró tres requisitos básicos para tener éxito como general: concen-tración de fuerzas, actividad y una firme resolución de perecer gloriosamente.«Son los tres principios del arte militar que han predispuesto la suerte a mi favoren todas mis operaciones. La muerte no significa nada, pero vivir derrotado sig-nifica morir un poco dada día.»11 Éste iba a ser su destino. Sin embargo, comoel coronel Vachée ha sugerido, habría que añadir un cuarto principio a los ante-riores: «Sorprende al enemigo mediante la estrategia y el secreto, mediante loinesperado y la rapidez de tus operaciones.»12

Utilizando su gran poder mental, Napoleón era capaz de pensar en cual-quier problema militar, con días, e incluso meses, de anticipación. Algo que no

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era precisamente fácil y que en una ocasión comparó con el esfuerzo que haceuna mujer para traer un hijo al mundo. Nunca examinaba un problema sin teneren cuenta su contexto y prestaba atención a todas las circunstancias que, previ-siblemente, pudieran surgir y también a cualquier complicación imprevista. Sóloimprovisaba soluciones sobre el terreno en esas raras ocasiones en las que algose había escapado a sus cálculos.

Napoleón creía que «un jefe militar debe poseer tanto carácter como inte-lecto, que la base debe igualar a la altura»13 y él estaba dotado de ambas carac-terísticas, como ya hemos visto. También estaba convencido de que «el princi-pal talento de un general consiste en conocer la mentalidad de la tropa y ganarsu confianza»14. En esto también fue un maestro. Conocía las fortalezas y debi-lidades de los militares franceses, desde el primero hasta el último, desde su«valor teñido de impaciencia a su tendencia a sentirse abatidos después de unfracaso». En definitiva, dominaba la mayor parte de los aspectos sicológicos delmanejo de los hombres.

Centralización de la autoridad suprema era el otro de los sine qua non de Napo-león para asegurar el éxito de una campaña: «En la guerra, los hombres no sonnada; un hombre lo es todo»; o, de nuevo, «Mejor un mal general que dos buenos».El grado de centralización que consiguió fue fantástico. Prácticamente, todas lasdecisiones emanaban de él, y sus contemporáneos se maravillaban de cómo podíadirigir una guerra y un Imperio al mismo tiempo. Mientras sus ejércitos tuvieronunas proporciones razonables, este único método de mando funcionó extremada-mente bien; los cuerpos del ejército francés se movían con un modelo muy coor-dinado, todos dirigidos por una sola inteligencia maestra. Más tarde, sin embargo,el rígido deseo de centralización se convirtió en una trampa y un engaño.

Finalmente, debemos hablar del genio de Napoleón —esa cualidad total-mente indefinible que le permitía sacar el mayor provecho de estos grandespoderes y dones—. «Una infinita capacidad para tomarse la molestia de hacercualquier cosa con esmero», era sin duda una faceta de su daemon, pero no laúnica. Otra de las características incorporadas a su genio era una fértil imagi-nación (para adaptar los planes a situaciones concretas), una gran intuición(para adivinar las intenciones del enemigo), una indomable voluntad (para seguirsu camino a pesar de los obstáculos que se le pusieran por delante) y lo que elgeneral Canon califica como «firmeza de alma», o su negativa a que el desgasteprovocado por accidentes menores y otras complicaciones le apartasen de suobjetivo primordial. Napoleón trató en una ocasión de definir «el genio»: «Genioes, a veces, sólo un instinto que no se puede perfeccionar. La mayoría de las

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veces, el arte de juzgar correctamente sólo se puede perfeccionar mediante laobservación (incluido el estudio) y la experiencia.»15

Lo que subyace a todos estos rasgos es una ambición sin límites, que era loque le daba el toque divino. «La ambición es la principal fuerza motriz del hom-bre», escribió una vez. «Un hombre utiliza sus habilidades mientras le sirvenpara ascender; pero cuando ha llegado a lo más alto, sólo quiere descansar.»16

A lo que parece, Napoleón tenía una ambición insaciable. En eso residen tantosus éxitos como sus fracasos. Por lo demás, su singular talento se debe a unacombinación de génie et métier, de genio y competencia profesional, de inspi-ración y gran capacidad de trabajo.

¿Cuál fue, entonces, la razón de su fracaso? ¿Por qué la historia le dio sóloel nombre de «Napoleón» en vez de «Napoleón el Grande», por ejemplo? Denuevo la respuesta no es sencilla ni fácil. Pero a partir de principios de 1807 hayalgo que falla en esta especie de central eléctrica que era Napoleón, especialmenteen lo que se refiere a su carácter. El astuto Talleyrand fue uno de los primeros ennotar los sutiles cambios que se estaban produciendo y no queriendo que le aso-ciaran directamente con la caída que se avecinaba, dimitió como ministro de Asun-tos Exteriores poco después del, aparentemente, gran triunfo de Tilsit.

Muchas de las debilidades que contribuyeron al declive de Napoleón y suposterior caída nacieron de las muchas cualidades que le ayudaron a encum-brarse. Cada una tenía su contrapartida, y la línea divisoria entre genio y locuraes muy tenue.17 A medida que pasaba el tiempo, el engaño comenzó a oscure-cer su capacidad de juicio en momentos críticos; comenzó a creer lo que queríacreer, no lo que los hechos, objetivamente analizados, le mostraban que era laverdad. Comenzó a apostar cada vez más fuerte, rechazando aceptar que la For-tuna miraba para otro lado. No quiso reconocer lo que era factible y lo que nolo era, apoyándose en milagros que vinieran en su ayuda. En palabras de unministro del Imperio, «Es extraño que Napoleón, teniendo tanto sentido comúncomo genio, no fuera capaz de ver dónde empezaba lo imposible»18. Este defectoes la clave del desastre de 1812 y de la derrota definitiva de Waterloo.

Poco a poco, las facultades de Napoleón comenzaron a atrofiarse o a pro-ducir enormes distorsiones. Su pasión por el orden, la eficacia y la centraliza-ción del poder degeneró en el egocentrismo y la tiranía más absolutos. El trata-miento sin escrúpulos a la familia real española en Bayona, las cada día másabundantes órdenes poniendo en marcha expediciones de castigo que extendían

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el miedo por todo el país, la rápida expansión por todo el Imperio de un apa-rato policial basado en el terror, incluso la forzada expansión de sus fronterasfísicas, eran signos de una avanzada megalomanía. Como en la antigua fábula,la rana trataba de inflarse para tener el tamaño del buey. Uno a uno fue aban-donando y desdeñando muchos de los antiguos ideales; las ambiciones del Empe-rador se reducían cada vez más a la simple recreación del Imperio de Carlo-magno y al engrandecimiento privado de su familia. La lucha contra Gran Bretañaadquirió los tonos de una vendetta corsa: si los países no se entregaban a Napo-león y se sometían a sus deseos se convertían en enemigos hostiles; no aceptabauna posición neutral, una posición no alineada. Y, cada vez más, sus poderestemporales se vieron enormemente acrecentados a medida que los miembros desu familia eran coronados por sus vasallos.

Si el famoso aforismo de lord Acton, «El poder corrompe; el poder abso-luto corrompe absolutamente», es exagerado en el caso de Napoleón, tiene, sinembargo, un componente de verdad. Los resultados más obvios de la insaciablesed de poder del Emperador tenían dos caras: un creciente resentimiento entrelos gobernados (al menos fuera de Francia) por las constantes demandas de hom-bres, municiones y contribuciones en dinero efectivo; y un general y cada vezmayor sentimiento de nacionalismo entre los conquistados que Napoleón, suoriginal divulgador, tendía a quitar importancia como fuerza a la que hubieraque tener en cuenta. Ambos aspectos eran presagios de las dificultades que seavecinaban.

Hacia el final del Imperio, Napoleón se tornó en un ser cada vez más irra-cional y delirante. Incluso a principios de 1814, cuando las cartas estaban toda-vía sobre la mesa, rehusó admitir la idea de la derrota y, en consecuencia, rechazó,a pesar de las protestas de Caulaincourt (como había hecho en 1913), variasoportunidades de negociar una solución equilibrada que habría dejado al Impe-rio francés (propiamente dicho) virtualmente intacto. Creía que podía recrearel gran Imperio napoleónico, que de hecho había desaparecido durante los catas-tróficos meses de 1813. Consideraba que tenía que ser todo o nada, y en esa con-vicción siguió adelante contra viento y marea. Aunque tenemos que admirar sufirmeza y determinación, no podemos aplaudir la irracionalidad que subyace ala obstinación del que en un tiempo fue el más realista de su época.

En su irracionalidad llegó también a desconfiar cada vez más de sus subor-dinados. Quedó claro desde los primeros días del mariscalato que, consciente oinconscientemente, Napoleón nunca aceptó la idea de un rival. Ésa es la razónpor la que nunca se llevó bien con Moreau o con el zar Alejandro; puede que

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incluso Desaix tuviera suerte a la hora de morir. En consecuencia, para prote-gerse del peligro de verse superado por sus subordinados, el Emperador privódeliberadamente a sus mariscales del entrenamiento que habría hecho de ellosauténticos comandantes independientes. Nunca constituyó un órgano colegiadode mando, sino que retuvo en sus manos las riendas del poder, tanto civil comomilitar. Pero lo que había sido posible con ejércitos de tamaño moderado —unos200.000 hombres— en los días apacibles de 1805 o 1806, demostró ser algo inal-canzable a medida que crecía a pasos agigantados y, más aún, cuando para com-plicar las cosas más se añadió un segundo frente —y, además, ¡un frente ruso!—.¿Cómo podía un hombre esperar controlar 600.000 soldados esparcidos en unadistancia de más de 800 kilómetros de radio? Eso era lo que Napoleón inten-taba hacer, con los resultados sobradamente conocidos.

Esta debilidad de juicio, derivada de un exceso de confianza en su propiacapacidad para superar los obstáculos, coincidió, a partir de 1809, con un ciertodeterioro de su estado de salud. Aunque a menudo se ha exagerado la magni-tud de este declive, hay pocas dudas respecto a la falta del antiguo brío a la horade dirigir la campaña rusa hasta la retirada de 1812, momento en el que parecehaber revivido. Su forma de dirigir la campaña de 1813, si bien fue más burdaque cuando lo hacía en sus días de gloria, lo demostró, y su actuación en 1814ha despertado la más cálida admiración de muchos expertos en la ciencia de laguerra. Sin embargo, su propia afirmación de que «hay una edad para la gue-rra» demostró ser bastante cierta en su caso.

Cuando estaba abrumado por las dificultades, tendía a culpar a sus oficia-les. Es cierto que estaban cada vez más cansados de la guerra; Ney, por ejemplo,nunca se recobró de los efectos de la retirada de 1812. Y es verdad que demos-traron ser incapaces de enfrentarse a ciertas emergencias, pero ¿quién iba a cul-parles por ello? Desde luego ni Napoleón, ni sus hombres clave, a quienes habíaprivado deliberadamente de una formación adecuada para dominar el arte de laguerra. El Emperador había practicado durante demasiado tiempo el juego delos antiguos césares: Divide et impera. Esta política maquiavélica se tomó surevancha y se volvió contra él. «Esta gente se cree que es indispensable —refun-fuñaba Napoleón—, no sabe que tengo unos cuantos jefes de división que pue-den ocupar su puesto.»19 Sin embargo, no dio ningún paso para reformar su sis-tema de mando. Por supuesto, algunos de sus mariscales eran excelentes militares—Masena y Davout estaban entre los mejores—, pero un sistema dirigido a latotal dependencia y servicio del Emperador era, desde todo punto de vista, defec-tuoso.

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Dos factores más contribuyeron al declive de Napoleón. El primero de ellosfue el creciente agotamiento de Francia. A medida que los recursos humanos ymateriales disminuían, las bajas aumentaban y la zona bajo su control era cadavez menor. En cualquier caso, la dependencia cada vez mayor (a partir de 1807)de los ejércitos multinacionales era un síntoma de debilidad, aunque sólo fuerapor el problema de las lenguas, de los diversos calibres de las armas y las distin-tas características de las tropas así procuradas. Sin embargo, la actuación de lesMarie-Louise y del pueblo del este de Francia en 1814 fue notable, mírese pordonde se mire, aunque su oposición a los aliados fuera dictada por la desespe-ración además de por la lealtad a su líder. El segundo factor fue la importanciacada vez mayor que los adversarios de Napoleón comenzaron a dar a la guerra.Los viejos generales de la primera década dieron paso a otros jefes más dinámi-cos; después de ver a sus fuerzas destrozadas por la impresionante máquina deguerra que fue la Grande Armée en su mejor época, los gobiernos de Prusia, Aus-tria y Rusia tuvieron el sentido común de modelar sus ejércitos según el esquemafrancés. Las hogueras encendidas por patriotismo nacionalista —iniciadas pre-cisamente por Francia— proporcionaban ahora la base para la lucha contra suantiguo benefactor. Uno a uno los países aliados y satélites de Francia se rebe-laban —Baviera, Sajonia, Holanda, el reino de Westfalia, la Confederación, Nápo-les y Bélgica— y se unían a la causa de los aliados. De esta forma llegó el fin en1814 y, tras la última vacilación que supusieron los Cien Días de 1815, una figurapoderosa despareció para siempre de la escena de la Historia.

Desde los años cuarenta, se ha puesto de moda en ciertos sectores compa-rar a Napoleón con Hitler. Nada podría ser más degradante para el primero nimás halagüeño para el segundo. La comparación es, una vez más, odiosa. A Napo-león le inspiraba (al menos en los primeros años) un noble sueño totalmenteopuesto al «Nuevo Orden» idolatrado, pero nacido muerto, por Hitler. Napo-león dejó grandes y perdurables testimonios de su genio en códigos de leyes eidentidades nacionales que han sobrevivido hasta nuestros días. Adolf Hitlersólo dejó destrucción. En ciertos aspectos superficiales, sin embargo, las carre-ras de los dos hombres comportan un cierto parecido. Ambos accedieron alpoder mediante el oportunismo en un período lleno de intranquilidad que favo-recía la aparición de aventureros y dictadores. Ambos poseían el mágico atrac-tivo de una personalidad que creaba adictos. Los dos acabaron con una viejasociedad y crearon nuevas leyes en un intento de establecer un nuevo orden

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social, desafiando la posición de la Iglesia y recurriendo al terror de la policíaestatal y de las atrocidades para lograr sus fines; ambos se mostraron incapacesde convertir un continente conquistado en un Imperio duradero, en el caso deNapoleón, o en un Reich de Mil Años en el caso de Hitler. Pero aquí terminatodo parecido. A pesar de que es difícil tener una visión objetiva de este últimoen nuestro tiempo, no hay duda de que no estaba hecho del mismo molde queNapoleón. A pesar de sus momentos de inspiración fortuita, Hitler no era unmilitar. Su logro más conocido, por el que será recordado hasta el final de la His-toria, fue el genocidio. Napoleón siempre será visto como un gran soldado, comoun genio de la estrategia, como el creador de la Europa moderna. Los dos «cabos»más destructivos de la historia moderna tenían, por tanto, poco en común. Enpalabras de Octave Aubry refiriéndose a Napoleón, «Esto es lo que le distinguee incluso lo que le disculpa. Cuando un logro es tan duradero y da tales frutoslleva consigo su propia justificación»20.

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