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IX. LA FILOSOFÍA EN ESPAÑA: JOSÉ ORTEGA Y GASSET (1883-1955)
Pues abrigo cada vez más la convicción de que nuestra filosofía, la filosofía española, está líquida y difusa en
nuestra literatura, en nuestra vida, en nuestra acción, en nuestra mística, sobre todo, y no en sistemas
filosóficos. Es concreta […]. Nuestra lengua misma, como toda lengua culta, lleva implícita una filosofía. […]
Cada uno de nosotros parte para pensar, sabiéndolo o no y quiéralo o no lo quiera, de lo que han pensado
los demás que le precedieron y le rodean.
(Miguel de UNAMUNO. Del sentimiento trágico de la vida)
1. INTRODUCCIÓN: BREVE HISTORIA DE LA FILOSOFÍA ESPAÑOLA
1.1 Hacia el concepto y el origen de una filosofía española
La trayectoria de la filosofía en España ha recorrido
unos caminos particulares si los comparamos con el desarrollo
de esta disciplina en Europa. La primera pregunta que debemos
afrontar quizá sea la que nos sitúe en el origen de la filosofía en
España. Sin duda, el primer nombre que sale a la palestra es el
del estoico Séneca, cuya familia era de la Corduba romana
(actual Córdoba) y donde probablemente nació él en el primer
siglo de nuestra era. Habría que esperar a que transcurrieran
varios siglos para volver a encontrar filósofos de talla en territorio
de la actual España: nos referimos a la etapa andalusí, entre
los siglos XI y XII. Precisamente el centro intelectual árabe se
encontraba en la misma Córdoba, y destacan nombres como
Avempace, Maimónides o Averroes. Transcurrirían los años,
los siglos, y no aparecería una figura destacable hasta la
presencia del escolástico Ramon Llul (1232-1315). La
presencia de filósofos en España no aumentó durante el
renacimiento, periodo en el que, sin embargo, debemos reseñar
a Luis Vives (1492-1560), un destacado humanista, renovador moralista y pedagogo muy influenciado por
Aristóteles.
RetratodeRamonLlull,deR.ANCKERMANN(1807)
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1.2 La desviación histórica en la modernidad
En estos siglos de la conformación de España como estado moderno, cabe destacar también la
labor de los maestros de la Escuela de Salamanca del siglo XVI: Francisco de Vitoria, Melchor Cano o
Francisco Suárez, entre otros, quienes reeditaron un nuevo escolasticismo. A pesar de que España vivía
un momento de auténtica ebullición cultural, debido en parte al encuentro directo con un nuevo mundo (las
américas), los temas de la filosofía estaban sometidos a los estrechos límites de la contrarreforma. El
concilio de Trento, a mitad del XVI, promovió cierta asfixia intelectual ya que la Iglesia (con mucho poder y
respaldo en la España de entonces) se lanzó no sólo contra los protestantes, sino también contra la libertad
filosófica y científica que ponía en peligro la ortodoxia de la fe. Tenemos entonces cómo, mientras en el
resto de Europa decae, en España se da un renacimiento de la escolástica. En conclusión, hemos de ver
aquí el clima nada propicio para la entrada del racionalismo o, más concretamente, del cartesianismo.
Aquí se renovó la escolástica y, en parte de su mano, se desarrolló el misticismo, con figuras que, cuando
menos, colindan con la filosofía como Fray Luis de León (1528-1591).
Capítulo aparte requiere el último gran escolástico: Francisco Suárez (1548-1637). Este
pensador desarrolló su pensamiento en una época en la que los métodos medievales comenzaban a quedar
en entredicho en los círculos europeos de vanguardia intelectual. Recordemos que en el siglo XVI y sobre
todo el XVII el avance de las ciencias modernas era imparable, y que el renacimiento estaba dando a luz el
método moderno de las humanidades. Sin embargo, paralelamente a ello, en España el jesuita Suárez
construyó una filosofía que logró distanciarse del tomismo vigente en la enseñanza escolástica.
En definitiva, en estos siglos nos encontramos con el verdadero comienzo del desvío intelectual
español de la trayectoria filosófica que predominaba en el resto de Europa. En el siglo XVII la mayoría de
las cátedras de Salamanca permanecieron desiertas en un ambiente intelectual desolador. Tal situación
no era más que el resultado de haber sido coartado el espíritu crítico.
Las universidades se convirtieron en instituciones rutinarias, donde
el maestro dictaba el texto y el comentario, y los alumnos lo
copiaban; y eso era todo. En este sentido, Ortega llegó a decir que
la historia moderna de España se reduce probablemente a la historia de su
resistencia a la cultura moderna.
(ORTEGA Y GASSET, La estética de “El enano Gregorio el Botero”)
Sin embargo, es curioso comprobar que España en ese
periodo vive un espléndido siglo de Oro, floreciente en todos los
géneros literarios y manifestaciones artísticas. Puede decirse
incluso que España domina más allá de sus fronteras en lo cultural,
y se observa una difusión en ese aspecto, pero no desde luego en
el campo de la filosofía ni en el de las ciencias naturales. Quizá
debamos asomarnos a las páginas de los literatos, como Quevedo o
Calderón de la Barca, para encontrar la mejor y más profunda RetratoacarboncillodeBaltasarGracián,deV.CARDERERA(1796-1880)
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expresión del pensamiento español de la época. En definitiva, de este periodo pocos nombres propios
podrían rescatarse para la filosofía: entre todos ellos, sin embargo, hemos de nombrar a Baltasar Gracián (1601-1658). Este polifacético jesuita, dentro del pesimismo acuciante del barroco, desarrolló un
pensamiento centrado en el buen gobierno en todos los ámbitos (individual, político y espiritual), donde
destaca su idea del ingenio y la noción de deseo. Este pensador fue muy influyente en autores como
Schopenhauer o Nietzsche, por ejemplo.
1.3 Krausismo y primera mitad del XX (Edad de plata de las letras y ciencias españolas)
Si avanzamos hacia el siglo XVIII, hemos de decir que la Ilustración no encontró mucho más que
terreno yermo en España. La sombra del tomismo escolástico seguía siendo muy pronunciada. Hemos de
llegar a mediados del siglo XIX para encontrar una primera filosofía característica y propia de España: el
krausismo. Esta doctrina fue puesta en boga en España por Julián Sanz del Río (1814-1869) y pronto
llegó a configurar la mentalidad filosófica de nuestro país. En realidad, esta teoría correspondía a un
hegeliano y alemán, Christian Krause, quien había desarrollado una ética y un derecho procedentes del
idealismo alemán. Sanz del Río comenzó a filtrar esta ética en España para combatir la moral católica.
Estamos, más que ante una escuela filosófica, ante un movimiento intelectual, o, si se quiere, un estilo de
vida que trataba de sustituir las tradiciones austeras. El krausismo causó impacto sobre todo en los campos
educativo, cultural y político.
Como último capítulo del pensamiento español antes de alcanzar a Ortega y la escuela de Madrid
del siglo XX, tenemos la figura de Miguel de Unamuno (1864-1936). En rigor nos volvemos a encontrar
ante una figura que trasciende el campo de la filosofía, ya que su creación también es narrativa, poética e
incluso política. Unamuno presenta un pensamiento que se debate en una lucha entre la razón (que quiere
racionalizar por completo a la vida) y la vida (que busca vitalizar a la razón). En esa disputa intelectual,
Unamuno integra tanto filosofía, como religión como creación artística.
FotografíadeMigueldeUnamunoenlospasillosdelauniversidadhistóricadeSalamanca
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Finalmente, coetáneo a Miguel de Unamuno, aparece la figura de Ortega, y, tras él, un grupo
heterogéneo de pensadores que proseguirán su magisterio, la denominada Escuela de Madrid, con
nombres destacados como Manuel García Morente, Xavier Zubiri, María Zambrano o Julián Marías.
Paralelamente a esta escuela, en Barcelona se genera otra, con nombres destacados como Eugenio
D’Ors, José Ferrater Mora o Joaquín Xirau. Muchos de estos pensadores, debido al ambiente político
español del siglo XX, se exiliaron, dificultando el asentamiento y desarrollo de esta renovación de la filosofía
en España. Así que en la España franquista se impuso un método y una temática neoescolásticos.
1.4 Epílogo: panorama actual
A finales del siglo XX, sobre todo a partir de la transición democrática, fue apareciendo un grupo
de filósofos rupturistas y antiacadémicos que puede denominarse como la generación de filósofos
jóvenes. Este grupo se liberó de la inmediata tradición de la academia filosófica del país. En líneas
generales puede decirse que la filosofía española del siglo
XX y de la actualidad se dedica a la investigación en los
términos planteados por los grandes pensadores y las
grandes corrientes de otras lenguas. Por tanto, una de sus
labores fundamentales ha sido y es la de la traducción crítica
al español de esas obras. Sin embargo, como figuras de un
pensamiento filosófico propio y original podríamos destacar a
Eugenio Trías (1942-2013), quien investiga sistemática-
mente los límites de la filosofía, o a Gustavo Bueno (1924-),
de quien se suele destacar su materialismo filosófico que
separa las nociones de espiritual e incorpóreo. Otros
nombres destacados de la actual filosofía española serían
los de Emilio Lledó, Francisco Fernández Buey, Celia
Amorós, Javier Sádaba y un amplio etcétera.
2. JOSÉ ORTEGA Y GASSET (1883-1955): VIDA, OBRA Y CONTEXTOS
2.1 Biografía
José Ortega y Gasset nació en Madrid el 9 de mayo de 1883, en el seno de una familia
acomodada relacionada con el mundo editorial y el periodismo, cuestiones que compaginaban con una
actividad política de tendencia liberal. Su padre fue miembro de la Real Academia Española desde 1902,
así que frecuentó la amistad de importantes escritores de su tiempo, por lo que el mundo literario
español de esa época le fue muy familiar a Ortega. Por lo tanto, la vocación liberal, periodística y política
de Ortega y Gasset era una tradición familiarmente arraigada.
EugenioTrías(1942-2013)
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Tras estudiar en su juventud en un centro jesuita, comenzó su formación universitaria en 1897 y
se doctoró en Filosofía y Letras en Madrid en 1904. En este periodo Ortega descubrió la literatura francesa, autores españoles como Unamuno, el krausismo o tradicionalistas españoles como Menéndez
Pelayo. También leyó en traducciones francesas la filosofía de Schopenhauer y Nietzsche.
A esta primera etapa de formación, le sucede una
etapa objetivista (1902-1914). Entre 1906 y 1911
Ortega realizó una serie de viajes cruciales a Alemania
donde profundizó en los clásicos de la filosofía (Platón,
Aristóteles, Kant, idealistas alemanes), así como en la
fenomenología que se estaba desarrollando en ese
momento. En esta etapa objetivista, Ortega tuvo tiempo
de profundizar en el neokantismo y de separarse de él a
causa de la fenomenología, y llega a afirmar la primacía
de las cosas (y de las ideas) sobre las personas.
A finales de 1910 Ortega ganó la Cátedra de
Metafísica de la Universidad Central de Madrid. En los
años posteriores y hasta el estallido de la Guerra Civil Ortega apenas salió de España, excepto estos viajes a
Alemania y otros a Argentina en 1916 y 1928. Junto con
su labor docente en la Universidad, durante los años 10 y
20 Ortega desarrolló un importante esfuerzo en el campo
editorial: colaboró en el suplemento cultural El Imparcial,
en las revistas Faro y Europa, en el periódico El Sol, ayudó en la edición de la casa editorial Calpe. En
este sentido, en 1916 puso en marcha un gran proyecto: El Espectador, revista unipersonal de periodicidad
irregular de la que salieron a la luz ocho volúmenes, el último en 1934. En 1923 Ortega creó la Revista de Occidente (que sigue publicándose en la actualidad), que a partir del año siguiente contó con una editorial
del mismo nombre; esta revista buscaba ser una tribuna de divulgación de la cultura más avanzada, y
por sus páginas desfilaron los escritores, científicos y pensadores más brillantes del momento: exponente
claro de la importante y cuidada labor divulgativa que Ortega llevó a cabo.
Durante estos años se suceden dos etapas en su pensamiento: en primer lugar, la etapa
perspectivista (1914-1923), en la que destacan las obras Meditaciones del Quijote (1914) y España
invertebrada (1921); y en segundo y último lugar, la etapa raciovitalista, que se considera su etapa de
madurez. Como veremos, el raciovitalismo orteguiano se basa en un vitalismo biologicista (muy
influenciado por autores como Bergson o Nietzsche). El concepto fundamental aquí es el de vida, entendida
como fuerza o impulso espontáneo y creador de carácter biológico en sentido amplio. La máxima
expresión de esta etapa vitalista se puede encontrar en El tema de nuestro tiempo, de 1923. Esta
propuesta evolucionará con la lectura del filósofo de la existencia, Heidegger. Otras obras de este periodo:
La rebelión de las masas (1929) o Historia como sistema (1935).
Tras la proclamación de la II República Española, Ortega salió elegido parlamentario en las
elecciones a Cortes Constituyentes de junio de 1931. En el Parlamento defendió sin éxito posturas
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moderadas. Desencantado, decidió abandonar la política después del verano de 1932. A finales de 1933
publicó sus últimos artículos en prensa, dando paso a un autoimpuesto silencio que prácticamente no
rompió hasta su muerte.
Con el inicio de la Guerra Civil, en verano de 1936, se vio obligado a huir de Madrid, donde su
vida corría serio peligro. Tras una estancia de tres años en París y de otros tres años en Argentina, en
1942 se trasladó a Portugal, donde fijó su residencia hasta el final de sus días. En el país vecino pudo
hallar cierta tranquilidad y estabilidad, lo que le permitió reanudar su trabajo; allí emprendió algunos
importantes escritos de madurez filosófica, muchos de los cuales quedaron inacabados. De esta época
datan algunos de sus textos más extensos y de una mayor ambición sistemática, como los que se
publicaron póstumamente con los títulos de La idea de principio en Leibniz y la evolución de
la teoría deductiva, El hombre y la gente u
Origen y epílogo de la filosofía.
Además, a partir de 1946 comenzó a
prodigar sus viajes a España, donde impartió
varios cursos y conferencias. Sin embargo, la
situación política española hizo que Ortega no fuera bien acogido, situación que contrastaba
con la gran acogida que recibía en Estados
Unidos y Alemania. Finalmente, Ortega falleció
en Madrid el 18 de octubre de 1955.
2.2 Contexto histórico
Ortega vive una época de ansia y conflictos imperialistas por la que varias naciones amplían
sus fronteras con la anexión de territorios incluso de otros continente en forma de colonias. Es el caso de
Estados Unidos, de Francia, de Alemania, de la Unión Soviética… En este contexto, España por el contrario
pierde definitivamente sus últimas colonias de ultramar en 1898. Este hecho viene a certificar la difícil
situación de España: el final del siglo XIX fue una época convulsa de revoluciones liberales y sucesiones
de breves reinados y la primera república. Finalmente, tuvo ocasión la restauración Monárquica y el
reinado de Alfonso XII, que trató de dejar atrás políticas del antiguo régimen y abrir la política española a gobiernos liberales (Cánovas del Castillo y Práxedes Sagasta). Sin embargo, como decíamos, España
perdió cualquier peso internacional, y un espíritu de pesimismo se extendió en nuestro país.
Además, la entrada en el nuevo siglo estuvo marcada una crisis económica, ya que España no
se había incorporado al nuevo sistema de mercado. La situación no se estabiliza y, podría decirse, se
arrastra hasta la década de los años 30, cuando irrumpe la Guerra Civil. Antes, en los años 20, la
monarquía en España pierde crédito y se sucede la dictadura de Primo de Rivera (intento de mediación
entre monarquía y partidos, en un país donde se suprimieron libertades y derechos), la dictablanda y la II
ConferenciadeJoséOrtegayGassetenelcinedelaÓpera,Madrid
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República. En estas décadas es cuando nace una incipiente industria protegida en Cataluña y en el País
Vasco.
La II República no fue capaz de traer la tranquilidad al país. Tras el alzamiento militar contra la
república, vinieron años de guerra civil (1936-39) y pobreza, de las que España comenzó a salir en la
década de los 50. Aún así, la represión franquista motivó el exilio (exterior e interior) de los vencidos.
2.3 Contexto cultural
En toda esta etapa España vive un conflicto más o menos tenso entre un conservadurismo y un
catolicismo muy asentadas en las instituciones, y un acuciante movimiento que quería superar esta
situación. Este movimiento progresista fue llevado a cabo sobre todo por los krausistas. Uno de los
logros progresistas de esta época fue la Institución Libre de Enseñanza que cerró en 1936. Hablamos de
un proyecto educativo, de inspiración krausista, que ayudó a renovar y liberar la enseñanza apartándose
de dogmas religiosos o morales, teniendo incluso que desarrollar su labor al margen del Estado, como
institución privada. Ortega, Ramón y Cajal, Machado y Sorolla
formaron parte de este proyecto.
También cabe considerar la importancia de las diferentes
generaciones de artistas e intelectuales que se sucedieron a
principios del siglo XX: la Generación del 98, la Generación del
14 (a la que suele adherirse a Ortega) y la Generación del 27.
Estas generaciones lograron introducir en España las diferentes
escuelas vanguardistas del arte del siglo XX: modernismo,
cubismo, surrealismo… Vanguardias, todas ellas, que trataron de
explorar los límites de las disciplinas artísticas, con una amplia libertad individual para los artistas y que, en cierta medida,
quería romper con la rigidez elitista de las tradiciones.
2.4 Contexto filosófico
Si algo destaca de la época en la que desarrolla su filosofía Ortega, es una característica peculiar:
se trata, sin lugar a dudas, de una época en la que hay diversos y variopintos movimientos filosóficos
en ebullición. Entre las corrientes que se irán desarrollando a comienzos del XX cabe citar las siguientes:
a) Positivismo: aunque hay precedentes de esta teoría, Comte funda el positivismo
(aplicándolo especialmente en la sociología) en la segunda mitad del XIX. Para los
positivistas no existe más realidad que lo positivo, aquello que puedo constatar por
medio de la observación.
Lafuente,deMarcelDUCHAMP(1917)
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b) Fenomenología: su representante principal es Husserl (1859-1938), y se encuadra en el
estudio de la conciencia del ser humano, sobre todo de la intencionalidad, recuperando
temas del racionalismo y de teoría del conocimiento.
c) Vitalismo: La irrupción vitalista de Nietzsche en realidad atraviesa en gran medida toda la
filosofía posterior, pero ciertos autores siguen profundizando en ella. Éste sería el caso de
Henri Bergson (1859-1941), quien trata de exponer un método de conocimiento
intuitivo ya que, piensa, la realidad de la vida se percibe, no ya con la inteligencia
racional, sino a través de la intuición. Dentro del vitalismo también se suele citar al propio
Ortega (pero hemos de tener en cuenta la influencia de otra corriente, la historicista,
proveniente de Dilthey, o el pensamiento trágico de Unamuno).
d) Existencialismo: Heidegger (1889-1976) y Sartre (1905-1980) desarrollan, en dos líneas
distintas, un análisis de la existencia concreta y particular de los individuos. Dentro
de esta analítica de la existencia, surgirán también otras corrientes como el personalismo
de Mounier.
e) Filosofía analítica: el final del siglo XIX marca lo que en filosofía se ha llamado giro
lingüístico, que convierte al lenguaje en un tema central de la filosofía. Uno de los
objetivos fundamentales será crear un lenguaje lógicamente perfecto (Frege, Russell o
Wittgenstein (1889-1951) en su primera etapa).
f) Hermenéutica: desarrollado por Gadamer (1900-2002) investiga los modos de
interpretación y comprensión de textos y obras de arte, a la vez que se critica la
visión positivista del mundo, y el prejuicio que identifica ciencia con verdad o que admite
la metodología científica como la única verdadera. Asociado a la hermenéutica está
también el historicismo, para el que las verdades cobran sentido en su contexto
histórico, por lo que no se puede hablar de verdades absolutas, objetivas y universales.
g) Marxismo: la teoría de Marx continuará siendo actualizada y reinterpretada. Sin que nos
podamos olvidar de la versión o revisión bolchevique que Lenin imprimió en el gobierno
de la Unión Soviétiva, autores como Bloch, Gramsci, Luckács, los autores de la Escuela
de Frankfurt, el mismo Sartre y, más adelante, Althusser, buscarán formas de reformar
el marxismo y aplicarlo a su realidad.
En medio de esta explosión filosófica, llena de corrientes y planteamientos a menudo
contrapuestos, no se puede encuadrar completamente a Ortega en ninguna de ellas. De hecho muchos de
los autores nombrados realizan en su obra síntesis de varias corrientes, aunque domine una más que las
otras. En este sentido se dice que la filosofía orteguiana es, en cierto modo, una reacción frente al vitalismo desorbitado de Nietzsche, pero también una crítica del idealismo cartesiano o hegeliano. La
relación de Ortega con todas estas corrientes es polémica: nunca se preocupó por alinearse en una
teoría concreta, ni por organizar su pensamiento de un modo sistemático. Por ello se le considera un
pensador ecléctico, cuya profundidad y originalidad influyó en cierta medida en las teorías
contemporáneas. Esta influencia se puede ver reflejada especialmente sobre el existencialismo, la
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hermenéutica o la misma fenomenología. En ese sentido, con
respecto a las corrientes filosóficas de su época, Ortega es un autor en
quien las ideas son de ida y vuelta.
Por tanto, se hace compleja una clasificación de la filosofía
de Ortega. Eso sí, se ha reconocer una capacidad pasmosa para
elaborar síntesis de teorías y conceptos aparentemente contrapuestos,
ofreciendo metáforas y expresiones de una lucidez extraordinaria. Se
entiende mejor así porque Henri Bergson llegó a decir de él que más
que un filósofo, parecía un periodista, por su interés por la información y
divulgación intelectuales.
3. LA NECESIDAD DE LA FILOSOFÍA
La filosofía es para Ortega una actividad necesaria, ineludible. Recuerda en cierto modo a esa
tendencia inevitable hacia la metafísica de la que hablaba Kant, después de negarla en la Crítica de la razón
pura. La filosofía comienza allí donde termina la ciencia, y por eso no puede sustituirse por ésta. El objeto de la filosofía es muy distinto al del resto de ciencias: la filosofía se encarga del todo, del dato universal
del universo, y, en esta medida, no tiene un objeto, particular, propio y definido. Por eso dice Ortega que la
filosofía es la ciencia buscada, la ciencia que debe justificar y preguntarse (incluso con extrañamiento)
por su propio objeto. El intelecto o la inteligencia aspira al todo, y, en consecuencia, la filosofía será
conocimiento del Universo, de todo cuanto hay. Hay dos características definitorias de la filosofía: su
radicalidad y su ultimidad. Radicalidad significa precisamente ir a la raíz de la realidad, partiendo
siempre de una libertad absoluta, de una ausencia de prejuicios que posibilite un pensamiento propio. Y la
ultimidad nos remite a que las preguntas de la filosofía pretenden dar una respuesta completa a la
realidad interrogada, de modo que no sea necesario seguir planteando preguntas. Cabe preguntar más allá
de la ciencia, pero no más allá de la filosofía, que aspira a ofrecer una idea integral del universo,
afrontando cuestiones fundamentales como ¿de dónde viene el mundo? ¿a dónde va? ¿cuál es el sentido
esencial de la vida?. La vida humana, por tanto, no puede prescindir de la filosofía. Preguntarse es ya
comenzar a filosofar, y renunciar a plantearse cuestiones es renunciar a ser humano.
4. LA SUPERACIÓN DEL REALISMO Y DEL IDEALISMO
En 1928-29, en ¿Qué es filosofía?, Ortega se plantea cuál es el tema de su tiempo. Es esta una
pregunta en la que, como hiciera Kant en Respuesta a la pregunta ¿Qué es Ilustración?, Ortega trata de
hacerse consciente del presente histórico y filosófico en el que está viviendo, e intenta resolver la tarea más
importante de la filosofía en ese momento. Para él, esta tarea no es otra que la superación del Idealismo y
del Positivismo (o realismo ingenuo). Ambas son teorías contrapuestas que se han venido repitiendo a lo
largo de la historia de la filosofía.
HenriBergson((1859-1941))
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El realismo ingenuo parte de la existencia de lo dado. Asume de un modo acrítico que lo que
se le presenta a la vista es tal y como aparece, y piensa que el universo está ya ahí. Se presupone que hay
un mundo objetivo, en el que las cosas se manifiestan tal y como son (objetivismo). Esto es visto por
Ortega como una ingenuidad filosófica o como la inocencia paradisíaca. Este realismo se va repitiendo en
diversos pensadores. Si en la filosofía griega era una constante, reaparece una y otra vez en la historia del
pensamiento, y una de sus formas es precisamente el positivismo. Para esta corriente tan sólo existe lo
dado, lo inmediato, lo útil, lo medible: en definitiva, lo positivo. Así la realidad objetiva se convertiría en el
objeto fundamental de la filosofía, con lo que se cometería un olvido imperdonable: dejaríamos al sujeto de
lado, como si éste no interviniera en ningún sentido en el proceso de conocimiento, en la relación que
se establece entre el sujeto y el objeto. Por eso, el realismo dejó paso al Idealismo.
Este Idealismo es la teoría que ha dominado toda la modernidad, y que es la responsable de
alejar al ser humano de la realidad. El pienso, luego existo cartesiano convierte al mundo en un objeto
pensado, y volver a contactar con las cosas se hace complejo, aparentemente poco posible. El idealismo
nos expulsa del mundo. El yo, el sujeto, se traga el mundo exterior, y ya no cabe aceptar ingenuamente la
existencia de un mundo exterior en el que las cosas son tal y como se me presentan. Por eso es
necesario liberar al yo de la prisión en la que él mismo se ha encerrado, desconfiando de la realidad, que
es interpretada como un posible engaño, una ilusión:
El idealismo me propone que suspenda mi creencia en la realidad exterior a mi mente que este
teatro parece tener. En verdad, me dice, este teatro es sólo un pensamiento, una visión o imagen
de este teatro.
(José ORTEGA Y GASSET. ¿Qué es filosofía?)
El Idealismo subjetiviza el mundo, lo convierte en un contenido más de mi conciencia, de mi
pensamiento. Supera al positivismo y al realismo ingenuo, pero produce una situación artificial en la que el
sujeto se encuentra encerrado dentro de sí, incapaz de aceptar datos que parecen evidentes por el
sentido común. El Idealismo nos enseña a desconfiar de las cosas, a preguntar, pero va demasiado lejos
en este afán interrogador. El yo no puede ser el objeto fundamental de la filosofía, no puede ser ese todo
radical que andábamos buscando.
Ni sólo la realidad, ni el sujeto solo pueden ser el dato radical del que se encargue la filosofía.
Ambas posibilidades quedan mancas ante nuestra experiencia cotidiana del conocimiento, en la que el
individuo tiene mucho que decir (proyectando, por ejemplo, ideas, prejuicios, sentimientos, categorías...),
pero la realidad impone también una serie de condiciones. Por ello Ortega busca un nuevo objeto que
concilie y supere al realismo y al Idealismo: la vida como dato radical de toda filosofía.
5. LA VIDA COMO REALIDAD RADICAL
En consecuencia, ni el mundo exterior (realismo) ni la conciencia (Idealismo) pueden ser el objeto
buscado por la filosofía. Para Ortega, dicho objeto no puede ser otro que la vida. La vida se convierte en el
dato radical del universo, sobre el que la filosofía debe reflexionar:
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El dato radical e insofisticable no es mi existencia, no es yo existo sino que es mi coexistencia con el
mundo. [Ib.]
En la vida confluyen el sujeto y el objeto, el mundo y la conciencia, de modo que Ortega se sitúa in
media res, a mitad de camino entre el mundo y la conciencia, y huye de cualquier tipo de abstracción.
Vida es lo que somos y lo que hacemos. [...] Nuestra vida consiste en que la persona se ocupa de las
cosas o con el las, y evidentemente lo que nuestra vida sea depende tanto de lo que sea nuestra
persona como de lo que sea nuestro mundo. [Ib.]
Además, la vida tiene siempre una estructura problemática, y el hombre se convierte así en el
fundamental de sus problemas. Para Ortega, el hombre es el problema de la vida, ya que el hombre se
encuentra sin saber cómo ni por qué en medio de su propia vida. Esta problematicidad de la vida, nos
obliga a vivir siempre acompañados de la conciencia de ese problema. Desde el ¿qué haré mañana?
hasta el ¿cuál es el sentido de la vida?, el hombre no puede evitar esta conciencia de la problematicidad de
la vida (y de aquí deriva, precisamente, la inevitabilidad de la filosofía). La vida es concreta e incomparable, es esencialmente individual. Pero esto no impide que tenga también una dimensión
comunitaria, ya que coexiste, convive… Hablar del hombre al margen de la sociedad es tan abstracto
como hablar de la sociedad al margen del hombre.
La vida nos empuja a compartir nuestro tiempo.
Ortega entiende la vida humana como un
quehacer, como un proyecto. La vida es un
acontecer lanzado hacia delante, siempre futurizo.
Haciendo cosas, el hombre tiene que decidir lo que
quiere hacer, lo que quiere ser. Conectando con
ideas existencialistas (sobre todo de Heidegger), el
hombre es algo abierto, algo siempre por hacer.
El hombre tiene que inventarse a sí mismo, tiene
que crear su propia vida, que no le viene dada de
un modo último y definitivo, sino que le es
entregada nueva, aún por estrenar. El hombre no
es hecho, sino que es un quehacer.
En la realización de este proyecto, el hombre debe contar consigo mismo, pero también con
su mundo. Por eso dice Ortega que yo soy yo y mi circunstancia. El mundo que me rodea me afecta a
mí, a mis pensamientos y a mis decisiones tanto como mis propios deseos, intenciones o proyectos. Aquí
interactúan una vez más el yo y la realidad, los conceptos fundamentales del realismo y del Idealismo
que Ortega pretende superar.
MartinHeideggeryOrtegaenDarmstadten1951
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6. LA RAZÓN VITAL
En este quehacer filosófico en el que consistió la vida de Ortega, se hace necesario también
ofrecer una visión del conocimiento humano. Si a la hora de interpretar la realidad los dos polos que se nos
presentaban eran el Idealismo y el realismo, en el terreno del conocimiento habrá que enfrentarse también a
otra oposición: el racionalismo (como Descartes) frente al vitalismo (Nietzsche). La razón se opone a la
vida y parece difícil encontrar un término medio. Pues esta tarea es precisamente la que se propone el
filósofo español, que critica ambas teorías:
El racionalismo es demasiado abstracto, y por ello es incapaz de captar precisamente aquello
que Ortega considera dato radical del universo: la vida. La razón construye conceptos estáticos, muy
alejadas del constante cambio al que está sometida la vida. La razón puede llevarnos por los caminos
de la abstracción, que nos apartan de lo más esencial: la vida. Además, Ortega recuerda la dependencia de
la razón respecto a la vida. En efecto, aquélla no es más que una más de las funciones o posibilidades
que tiene el ser humano para proyectarse a sí mismo.
Tampoco el vitalismo aporta una solución más valiosa, porque se olvida de la dimensión futuriza del hombre. Si todos somos un proyecto, un quehacer cotidiano, no podemos vivir a expensas de
un caprichoso presente que dirija nuestros pasos. Ese es el tipo de vida del animal, que no toma
decisiones que incluyen un horizonte temporal muy superior al que configura su presente. La libertad del
hombre le obliga a anticiparse a su tiempo, algo que no puede soslayarse y que no es posible desde un
enfoque puramente vitalista, que no puede ir más allá de lo que dicte el eterno fluir el presente.
Por eso propone Ortega una vía intermedia: ni la razón, ni la vida, sino la razón vital, pues la
razón no puede concebirse al margen de la vida, ni la vida humana al margen de la razón. Renunciar a la
vida o renunciar a la razón son dos modos de renunciar a ser hombre. Tan irracional es alejarse de la vida,
como vivir esclavizado por sus dictados. El raciovitalismo se convierte así en la propuesta orteguiana. Si
fuéramos animales, bastaría con el vitalismo, con ir respondiendo a los desafíos que nos plantea el
presente. Pero la vida humana tiene esa dimensión de
proyecto, que nos obliga a convertir la realidad (y a nosotros
mismos), en un problema que tenemos que resolver. Si la
vida es futurición, es lo que aún no es, tenemos que
combinar en su justa medida vida y razón.
Además, la razón vital va acompañada por una
ineludible dimensión histórica, porque el hombre se
encuentra ya en medio de la historia. La vida humana es
esencialmente histórica: heredera de un pasado concreto y
lanzada a un futuro por hacer. El hombre no puede salirse
de la historia, y la razón, por tanto, debe ser un
instrumento más dentro de la misma. Si la naturaleza
puede entenderse como el fluir de la vida, la historia es el
lugar específico del fluir de los asuntos humanos, de modo
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que la vida humana es siempre un proceso, algo abierto e inacabado. La razón histórica no acepta
nada como mero hecho, sino que hace que todo hecho fluya. El hombre es una realidad que se hace a sí misma, y que está siempre haciéndose. Cada decisión, cada acción no sólo resuelve el problema de
nuestro presente, sino que también nos va definiendo, va configurando nuestra forma de ser.
7. EL PERSPECTIVISMO
Una de las consecuencias de esta razón vital es el
perspectivismo, con el que Ortega aspira a sintetizar el
escepticismo y el racionalismo. Para los escépticos, no existe
ninguna verdad absoluta o eterna, no hay verdades universales,
sino que toda verdad será relativa siempre a un contexto (histórico,
social, cultural...), del que depende. Por el contrario, la tradición
racionalista sí que admite la existencia de la verdad absoluta, eterna
y universal, y en función de ello existe un punto de vista
sobreindividual.
Una vez más, Ortega pretende ir más allá de ambas teorías,
y encontrar un punto intermedio, que no es otro que el
perspectivismo. Según éste, el sujeto no puede salir de su punto
de vista particular, de su perspectiva. Pero no debe considerarse
por ello, que se da la razón a los escépticos. Frente a esto, Ortega defiende que el punto de vista individual
puede también ser objetivo y verdadero. El racionalismo espera demasiado del sujeto cognoscente, que
no puede abandonar su punto de vista, su circunstancia, su perspectiva. Pero el escepticismo se olvida de
que este punto de vista puede también constituirse como verdad. Parafraseando al propio Ortega,
podemos decir que cada ser humano captará la parte de verdad correspondiente. Lo que uno ve, no
puede verlo otro. Ningún sujeto será capaz de ver el todo en su conjunto. Cada individuo, pueblo o época es
un órgano insustituible para la conquista de la verdad. Lejos de oponerse, los distintos puntos de vista
se complementan. Las visiones distintas no se excluyen, han de integrarse; ninguna consigue asimilar de
una vez por todas la realidad y cada una de ellas es insustituible.
La verdad de la realidad es el punto de vista, la particularidad. Así crítica también la visión
racionalista de una verdad absoluta, única, universal y necesaria. En la medida en que cada individuo ocupa
un lugar en el mundo, una perspectiva o un punto de vista, no es posible lograr este tipo de verdades. No
existe una supuesta realidad inmutable y única... hay tantas realidades como puntos de vista. Nadie
puede ni debe convertir su propio punto de vista en algo absoluto.
Frente al escepticismo se afirma la verdad de la perspectiva. Frente al racionalismo se afirma la
perspectiva de toda verdad. Ni verdad absoluta, ni verdad relativa: la verdad es perspectiva:
Cada hombre tiene una misión de verdad. Donde está mi pupila no está otra; lo que de la realidad ve mi
pupila no lo ve otra. Somos insustituibles. Somos necesarios.
(José ORTEGA Y GASSET. Verdad y perspectiva)
ImagendelaportadadeEspañainvertebradayotrosescritos,deORTEGA,enlaeditorialAlianza
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ANEXO I
Texto Para la P.A.U.
— JOSÉ ORTEGA Y GASSET
«La Doctrina del Punto de Vista» en EL
TEMA DE NUESTRO TIEMPO
Contraponer la cultura a la vida y reclamar para
ésta la plenitud de sus derechos frente a aquélla
no es hacer profesión de fe anticultural. Si se
interpreta así lo dicho anteriormente, se practica
una perfecta tergiversación. Quedan intactos los
valores de la cultura; únicamente se niega su
exclusivismo. Durante siglos se viene hablando
exclusivamente de la necesidad que la vida tiene
de la cultura. Sin desvirtuar lo más mínimo esta
necesidad, se sostiene aquí que la cultura no
necesita menos de la vida. Ambos poderes el
inmanente de lo biológico y el trascendente de la
cultura quedan de esta suerte cara a cara, con
iguales títulos, sin supeditación del uno al otro.
Este trato leal de ambos permite plantear de una
manera clara el problema de sus relaciones y
preparar una síntesis más franca y sólida. Por
consiguiente, lo dicho hasta aquí es sólo
preparación para esa síntesis en que culturalismo
y vitalismo, al fundirse, desaparecen.
Recuérdese el comienzo de este estudio. La
tradición moderna nos ofrece dos maneras
opuestas de hacer frente a la antinomia entre vida
y cultura. Una de ellas, el racionalismo, para
salvar la cultura niega todo sentido a la vida. La
otra, el relativismo, ensaya la operación inversa:
desvanece el valor objetivo de la cultura para
dejar paso a la vida. Ambas soluciones, que a las
generaciones anteriores parecían suficientes, no
encuentran eco en nuestra sensibilidad. Una y
otra viven a costa de cegueras complementarias.
Como nuestro tiempo no padece esas
obnubilaciones, como se ve con toda claridad en
el sentido de ambas potencias litigantes, ni se
aviene a aceptar que la verdad, que la justicia,
que la belleza no existen, ni a olvidarse de que
para existir necesitan el soporte de la vitalidad.
Aclaremos este punto concretándonos a la
porción mejor definible de la cultura: el
conocimiento.
El conocimiento es la adquisición de verdades, y
en las verdades se nos manifiesta el universo
trascendente (transubjetivo) de la realidad. Las
verdades son eternas, únicas e invariables.
¿Cómo es posible su insaculación dentro del
sujeto? La respuesta del Racionalismo es
taxativa: sólo es posible el conocimiento si la
realidad puede penetrar en él sin la menor
deformación. El sujeto tiene, pues, que ser un
medio transparente, sin peculiaridad o color
alguno, ayer igual a hoy y mañana por tanto,
ultravital y extrahistórico. Vida es peculiaridad,
cambio, desarrollo; en una palabra: historia.
La respuesta del relativismo no es menos
taxativa. El conocimiento es imposible; no hay
una realidad trascendente, porque todo sujeto
real es un recinto peculiarmente modelado. Al
entrar en él la realidad se deformaría, y esta
deformación individual sería lo que cada ser
tomase por la pretendida realidad.
Es interesante advertir cómo en estos últimos
tiempos, sin común acuerdo ni premeditación,
psicología, «biología» y teoría del conocimiento,
al revisar los hechos de que ambas actitudes
partían, han tenido que rectificarlos, coincidiendo
en una nueva manera de plantear la cuestión.
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El sujeto, ni es un medio transparente, un yo puro
idéntico e invariable, ni su recepción de la
realidad produce en ésta deformaciones. Los
hechos imponen una tercera opinión, síntesis
ejemplar de ambas. Cuando se interpone un
cedazo o retícula en una corriente, deja pasar
unas cosas y detiene otras; se dirá que las
selecciona, pero no que las deforma. Esta es la
función del sujeto, del ser viviente ante la realidad
cósmica que le circunda. Ni se deja traspasar sin
más ni más por ella, como acontecería al
imaginario ente racional creado por las
definiciones racionalistas, ni finge él una realidad
ilusoria. Su función es claramente selectiva. De la
infinidad de los elementos que integran la
realidad, el individuo, aparato receptor, deja pasar
un cierto número de ellos, cuya forma y contenido
coinciden con las mallas de su retícula sensible.
Las demás cosas —fenómenos, hechos,
verdades quedan fueran, ignoradas, no
percibidas.
Un ejemplo elemental y puramente fisiológico se
encuentra en la visión y en la audición. El aparato
ocular y el auditivo de la especie humana reciben
ondas vibratorias desde cierta velocidad mínima
hasta cierta velocidad máxima. Los colores y
sonidos que queden más allá o más acá de
ambos límites le son desconocidos. Por tanto, su
estructura vital influye en la recepción de la
realidad; pero esto no quiere decir que su
influencia o intervención traiga consigo una
deformación. Todo un amplio repertorio de
colores y sonidos reales, perfectamente reales,
llega a su interior y sabe de ellos.
Como son los colores y sonidos acontece con las
verdades. La estructura psíquica de cada
individuo viene a ser un órgano perceptor, dotado
de una forma determinada que permite la
comprensión de ciertas verdades y está
condenado a inexorable ceguera para otras. Así
mismo, para cada pueblo y cada época tienen su
alma típica, es decir, una retícula con mallas de
amplitud y perfil definidos que le prestan rigorosa
afinidad con ciertas verdades e incorregible
ineptitud para llegar a ciertas otras. Esto significa
que todas las épocas y todos los pueblos han
gozado su congrua porción de verdad, y no tiene
sentido que pueblo ni época algunos pretendan
oponerse a los demás, como si a ellos les
hubiese cabido en el reparto la verdad entera.
Todos tienen su puesto determinado en la serie
histórica; ninguno puede aspirar a salirse de ella,
porque esto equivaldría a convertirse en un ente
abstracto, con integra renuncia a la existencia.
Desde distintos puntos de vista, dos hombres
miran el mismo paisaje. Sin embargo, no ven lo
mismo. La distinta situación hace que el paisaje
se organice ante ambos de distinta manera. Lo
que para uno ocupa el primer término y acusa
con vigor todos sus detalles, para el otro se halla
en el último, y queda oscuro y borroso. Además,
como las cosas puestas unas detrás se ocultan
en todo o en parte, cada uno de ellos percibirá
porciones del paisaje que al otro no llegan.
¿Tendría sentido que cada cual declarase falso el
paisaje ajeno? Evidentemente, no; tan real es el
uno como el otro. Pero tampoco tendría sentido
que puestos de acuerdo, en vista de no coincidir
sus paisajes, los juzgasen ilusorios. Esto
supondría que hay un tercer paisaje auténtico, el
cual no se halla sometido a las mismas
condiciones que los otros dos. Ahora bien, ese
paisaje arquetipo no existe ni puede existir. La
realidad cósmica es tal, que sólo puede ser vista
bajo una determinada perspectiva. La perspectiva
es uno de los componentes de la realidad. Lejos
de ser su deformación, es su organización. Una
realidad que vista desde cualquier punto
resultase siempre idéntica es un concepto
absurdo.
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Lo que acontece con la visión corpórea se cumple
igualmente en todo lo demás. Todo conocimiento
es desde un punto de vista determinado. La
species aeternitatis, de Spinoza, el punto de vista
ubicuo, absoluto, no existe propiamente: es un
punto de vista ficticio y abstracto. No dudamos de
su utilidad instrumental para ciertos menesteres
del conocimiento; pero es preciso no olvidar que
desde él no se ve lo real. El punto de vista
abstracto sólo proporciona abstracciones.
Esta manera de pensar lleva a una reforma
radical de la filosofía y, lo que importa más, de
nuestra sensación cósmica.
La individualidad de cada sujeto era el
indominable estorbo que la tradición intelectual de
los últimos tiempos encontraba para que el
conocimiento pudiese justificar su pretensión de
conseguir la verdad. Dos sujetos diferentes se
pensaba llegarán a verdades divergentes. Ahora
vemos que la divergencia entre los mundos de
dos sujetos no implica la falsedad de uno de
ellos. Al contrario, precisamente porque lo que
cada cual ve es una realidad y no una ficción,
tiene que ser su aspecto distinto del que otro
percibe. Esa divergencia no es contradicción, sino
complemento. Si el universo hubiese presentado
una faz idéntica a los ojos de un griego socrático
que a los de un yanqui, deberíamos pensar que el
universo no tiene verdadera realidad, in-
dependiente de los sujetos. Porque esa
coincidencia de aspecto ante dos hombres
colocados en puntos tan diversos como son la
Atenas del siglo V y la Nueva York del XX
indicaría que no se trataba de una realidad
externa a ellos, sino de una imaginación que por
azar se producía idénticamente en dos sujetos.
Cada vida es un punto de vista sobre el universo.
En rigor, lo que ella ve no lo puede ver otra. Cada
individuo persona, pueblo, época es un órgano
insustituible para la conquista de la verdad. He
aquí cómo ésta, que por sí misma es ajena a las
variaciones históricas, adquiere un dimensión
vital. Sin el desarrollo, el cambio perpetuo y la
inagotable aventura que constituyen la vida, el
universo, la omnímoda verdad, quedaría
ignorada.
El error inveterado consistía en suponer que la
realidad tenía por sí misma, e independiente-
mente del punto de vista que sobre ella se
tomara, una fisonomía propia. Pensando así,
claro está, toda visión de ella desde un punto
determinado no coincidiría con ese su aspecto
absoluto y, por tanto, sería falsa. Pero es el caso
que la realidad, como un paisaje, tienen infinitas
perspectivas, todas ellas igualmente verídicas y
auténticas. La sola perspectiva falsa es esa que
pretende ser la única. Dicho de otra manera: lo
falso es la utopía, la verdad no localizada, vista
desde «lugar ninguno». El utopista y esto ha sido
en esencia el racionalismo es el que más yerra,
porque es el hombre que no se conserva fiel a su
punto de vista, que deserta de su puesto.
Hasta ahora la filosofía ha sido siempre utópica.
Por eso pretendía cada sistema valer para todos
los tiempos y para todos los hombres. Exenta de
la dimensión vital, histórica, perspectivista, hacía
una y otra vez vanamente su gesto definitivo. La
doctrina del punto de vista exige, en cambio, que
dentro del sistema vaya articulada la perspectiva
vital de que ha emanado, permitiendo así su
articulación con otros sistemas futuros o exóticos.
La razón pura tiene que ser sustituida por una
razón vital, donde aquélla se localice y adquiera
movilidad y fuerza de transformación.
Cuando hoy miramos las filosofías del pasado,
incluyendo las del último siglo, notamos en ellas
ciertos rasgos de primitivismo. Empleo esta
palabra en el estricto sentido que tiene cuando es
referida a los pintores del quattrocento. ¿Por qué
llamamos a éstos primitivos? ¿En qué consiste su
2015/2016 Prof. Alberto Herrera Historia de la Filosofía. Unidad 9 177
primitivismo? En su ingenuidad, en su candor se
dice. Pero ¿cuál es la razón del candor y de la
ingenuidad, cuál su esencia? Sin duda, es el
olvido de sí mismo. El pintor primitivo pinta el
mundo desde su punto de vista bajo el imperio de
las ideas, valoraciones, sentimientos que le son
privados, pero cree que lo pinta según él es. Por
lo mismo, olvida introducir en su obra su
personalidad; nos ofrece aquélla como si se
hubiera fabricado a sí misma, sin intervención de
un sujeto determinado, fijo en un lugar del
espacio y en un instante del tiempo. Nosotros,
naturalmente, vemos en el cuadro el reflejo de su
individualidad y vemos, a la par, que él no la veía,
que se ignoraba a si mismo y se creía una pupila
anónima abierta sobre el universo. Esta
ignorancia de sí mismo es la fuente encantadora
de la ingenuidad.
Mas la complacencia que el candor nos
proporciona incluye y supone la desestima del
candoroso. Se trata de un benévolo menosprecio.
Gozamos del pintor primitivo, como gozamos del
alma infantil, precisamente, porque nos sentimos
superiores a ellos. Nuestra visión del mundo es
mucho más amplia, más compleja, más llena de
reservas, encrucijadas, escotillones. Al movernos
en nuestro ámbito vital sentimos éste como algo
ilimitado, indomable, peligroso y difícil. En cambio
al asomarnos al universo del niño o del pintor
primitivo vemos que es un pequeño círculo,
perfectamente concluso y dominable, con un
repertorio reducido de objetos y peripecias. La
vida imaginaria que llevamos durante el rato de
esa contemplación nos parece un juego fácil que
momentáneamente nos liberta de nuestra grave y
problemática existencia. La gracia del candor es,
pues, la delectación del fuerte en la flaqueza del
débil.
El atractivo que sobre nosotros tienen las
filosofías pretéritas es del mismo tipo. Su claro y
sencillo esquematismo, su ingenua ilusión de
haber descubierto toda la verdad, la seguridad
con que se asientan en fórmulas que suponen
inconmovibles nos dan la impresión de un orbe
concluso, definido y definitivo, donde ya no hay
problemas, donde todo está ya resuelto. Nada
más grato que pasear unas horas por mundos tan
claros y tan mansos. Pero cuando tornamos a
nosotros mismos y volvemos a sentir el universo
con nuestra propia sensibilidad, vemos que el
mundo definido por esas filosofías no era, en
verdad el mundo, sino el horizonte de sus
autores. Lo que ellos interpretaban como limite
del universo, tras el cual no había nada más, era
sólo la línea curva con que su perspectiva
cerraba su paisaje. Toda filosofía que quiera
curarse de ese inveterado primitivismo, de esa
pertinaz utopía, necesita corregir ese error,
evitando que lo que es blando y dilatable
horizonte se anquilose en mundo.
Ahora bien; la reducción o conversión del mundo
a horizonte no resta lo más mínimo de realidad a
aquél; simplemente lo refiere al sujeto viviente,
cuyo mundo es, lo dota de una dimensión vital, lo
localiza en la corriente de la vida, que va de
pueblo en pueblo, de generación en generación,
de individuo en individuo, apoderándose de la
realidad universal.
De esta manera, la peculiaridad de cada ser, su
diferencia individual, lejos de estorbarle para
captar la verdad, es precisamente el órgano por
el cual puede ver la porción de realidad que le
corresponde. De esta manera, aparece cada
individuo, cada generación, cada época como un
aparato de conocimiento insustituible. La verdad
integral sólo se obtiene articulando lo que el
prójimo ve con lo que yo veo, y así sucesiva-
mente. Cada individuo es un punto de vista
esencial. Yuxtaponiendo las visiones parciales de
todos se lograría tejer la verdad omnímoda y
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absoluta. Ahora bien: esta suma de las
perspectivas individuales, este conocimiento de lo
que todos y cada uno han visto y saben, esta
omnisciencia, esta verdadera «razón absoluta» es
el sublime oficio que atribuimos a Dios. Dios es
también un punto de vista; pero no porque posea
un mirador fuera del área humana que le haga
ver directamente la realidad universal, como si
fuera un viejo racionalista. Dios no es racionalista.
Su punto de vista es el de cada uno de nosotros;
nuestra verdad parcial es también verdad para
Dios. ¡De tal modo es verídica nuestra
perspectiva y auténtica nuestra realidad! Sólo que
Dios, como dice el catecismo, está en todas
partes y por eso goza de todos los puntos de
vista y en su ilimitada vitalidad recoge y armoniza
todos nuestros horizontes. Dios es el símbolo del
torrente vital, al través de cuyas infinitas retículas
va pasando poco a poco el universo, que queda
así impregnado de vida, consagrado, es decir,
visto, amado, odiado, sufrido y gozado.
Sostenía Malebranche que si nosotros
conocemos, alguna verdad es porque vemos las
cosas en Dios, desde el punto de vista de Dios.
Más verosímil me parece lo inverso: que Dios ve
las cosas al través de los hombres, que los
hombres son los órganos visuales de la divinidad.
Por eso conviene no defraudar la sublime
necesidad que de nosotros tiene, e hincándonos
bien en el lugar que nos hallamos, con una
profunda fidelidad a nuestro organismo, a lo que
vitalmente somos, abrir bien los ojos sobre el
contorno y aceptar la faena que nos propone el
destino: el tema de nuestro tiempo.
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ANEXO II
Modelo de P.A.U. Hª de la Filosofía: Ortega y Rawls (2014-2015)