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OCTAVIO PAZ “¡No pasarán!”, 1936 Como pájaros ciegos, prisioneros, como temblantes alas detenidas o cánticos sujetos, suben amargamente hasta la luz aguda de los ojos y el desgarrado gesto de la boca, los latidos febriles de la sangre, petrificada ya, e irrevocable: No pasarán. Como la seca espera de un revólver o el silencio que precede a los partos, escuchamos el grito; habita en las entrañas, se detiene en el pulso, asciende de las venas a los labios: No pasarán. Yo veo las manos frutos y los vientres feraces oponiendo a las balas su ternura caliente y su ceguera. Yo veo los cuellos naves y los pechos océanos naciendo de las plazas y los campos en reflujos de sangre respirada, en poderosos vahos, chocando ante las cruces y el destino en marejadas lentas y terribles. No pasarán. Hay una joven mano contraída, un latir de paloma endurecido y labios implacables cerrados a los besos; un son de muerte invade toda España y llora en toda España un llanto interminable. En Badajoz los muertos, camaradas, revueltos en las sombras sus sollozos, os gritan que no pasen; de toda Extremadura, de las plazas de toros andaluzas la sangre encadenada, de Irún, árbol sin brazos, silencioso, insepulto, calcinado; de toda España, carne, rama y piedra, un viento funeral, un largo grito, os pide que no pasen. Hay inválidos campos y cuerpos mutilados; vides secas y cenizas dispersas; cielos duros llorando los huesos olvidados; hay un terrible grito en toda España, un ademán, un puño insobornable, gritando que no pasen. No pasarán. No, jamás podrán pasar. De todas las orillas del planeta, en todos los idiomas de los hombres, un tenso cinturón de voluntades os pide que no pasen. En todas las ciudades, coléricos y tiernos, los hombres gritan, lloran por vosotros. No pasarán. Amigos, camaradas, que no roce la muerte en otros labios, que otros árboles dulces no se sequen, que otros tiernos latidos no se apaguen, que no pasen, hermanos. Detened a la muerte. A esos muros siniestros, sanguinarios, oponed otros muros; reconquistad la vida detenida, el correr de los ríos paralizados, el crecer de los campos prisioneros, reconquistad a España de la muerte. No pasarán. ¡Cómo llena ese grito todo el aire y lo vuelve una eléctrica muralla! Detened al terror y a las mazmorras, para que crezca, joven, en España, la vida verdadera, la sangre jubilosa, la ternura feraz del mundo libre. ¡Detened a la muerte, camaradas! “Elegía a un joven muerto en el frente” (Hora de España, 9/1937) I Has muerto, camarada, en el ardiente amanecer del mundo. Has muerto. Irremediablemente has [muerto. Parada está tu voz, tu sangre en tierra. Has muerto. No lo olvido. ¿Qué tierra crecerá que no te alce? ¿Qué sangre correrá que no te nombre? ¿Qué voz madurará de nuestros labios que no diga tu muerte, tu silencio, el callado dolor de no tenerte? Y brotan de tu muerte, horrendamente vivos, tu mirada, tu traje azul de héroe, tu rostro sorprendido entre la pólvora, tus manos, sin violines ni fusiles, desnudamente quietas. Y alzándote, llorándote, nombrándote, dando voz a tu cuerpo desgarrado, sangre a tus venas rotas, labios y libertad a tu silencio, crecen dentro de mí, me lloran y me nombran, furiosamente me alzan, otros cuerpos y venas, otros abandonados ojos campesinos, otros negros, anónimos silencios. II Yo recuerdo tu voz. La luz del Valle nos tocaba las sienes, hiriéndonos espadas resplandores, trocando en luces sombras, paso en danza, quietud en escultura, y la violencia tímida del aire en cabelleras, nubes, torsos, nada. Olas de luz, clarísimas, vacías, que nuestra sed quemaban, como vidrio, hundiéndonos, sin voces, fuego puro, en lentos torbellinos resonantes. Yo recuerdo tu voz, tu duro gesto, el ademán severo de tus manos; yo recuerdo tu voz, voz adversaria, tu palabra enemiga, tu pura voz de odio, tu tierno, fértil odio, que hizo a la tierra arder, crecer al hombre en puños como frutos, puños de combatiente y camarada. Tu voz, tu corazón, tu puño vivo, detenidos, y rotos por la muerte. III Has muerto, camarada, en el ardiente amanecer del mundo. Has muerto cuando apenas tu mundo, nuestro mundo, amanecía. Llevabas en los ojos, en el pecho, tras el gesto implacable de la boca, un claro sonreír, un alba pura.

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OCTAVIO PAZ “¡No pasarán!”, 1936 Como pájaros ciegos, prisioneros, como temblantes alas detenidas o cánticos sujetos, suben amargamente hasta la luz aguda de los ojos y el desgarrado gesto de la boca, los latidos febriles de la sangre, petrificada ya, e irrevocable: No pasarán. Como la seca espera de un revólver o el silencio que precede a los partos, escuchamos el grito; habita en las entrañas, se detiene en el pulso, asciende de las venas a los labios: No pasarán. Yo veo las manos frutos y los vientres feraces oponiendo a las balas su ternura caliente y su ceguera. Yo veo los cuellos naves y los pechos océanos naciendo de las plazas y los campos en reflujos de sangre respirada, en poderosos vahos, chocando ante las cruces y el destino en marejadas lentas y terribles. No pasarán. Hay una joven mano contraída, un latir de paloma endurecido y labios implacables cerrados a los besos; un son de muerte invade toda España y llora en toda España un llanto interminable.

En Badajoz los muertos, camaradas, revueltos en las sombras sus sollozos, os gritan que no pasen; de toda Extremadura, de las plazas de toros andaluzas la sangre encadenada, de Irún, árbol sin brazos, silencioso, insepulto, calcinado; de toda España, carne, rama y piedra, un viento funeral, un largo grito, os pide que no pasen. Hay inválidos campos y cuerpos mutilados; vides secas y cenizas dispersas; cielos duros llorando los huesos olvidados; hay un terrible grito en toda España, un ademán, un puño insobornable, gritando que no pasen. No pasarán. No, jamás podrán pasar. De todas las orillas del planeta, en todos los idiomas de los hombres, un tenso cinturón de voluntades os pide que no pasen. En todas las ciudades, coléricos y tiernos, los hombres gritan, lloran por vosotros. No pasarán. Amigos, camaradas, que no roce la muerte en otros labios, que otros árboles dulces no se sequen, que otros tiernos latidos no se apaguen, que no pasen, hermanos. Detened a la muerte. A esos muros siniestros, sanguinarios, oponed otros muros; reconquistad la vida detenida, el correr de los ríos paralizados,

el crecer de los campos prisioneros, reconquistad a España de la muerte. No pasarán. ¡Cómo llena ese grito todo el aire y lo vuelve una eléctrica muralla! Detened al terror y a las mazmorras, para que crezca, joven, en España, la vida verdadera, la sangre jubilosa, la ternura feraz del mundo libre. ¡Detened a la muerte, camaradas!

“Elegía a un joven muerto en el frente” (Hora de España, 9/1937) I Has muerto, camarada, en el ardiente amanecer del mundo. Has muerto. Irremediablemente has

[muerto. Parada está tu voz, tu sangre en tierra. Has muerto. No lo olvido. ¿Qué tierra crecerá que no te alce? ¿Qué sangre correrá que no te nombre? ¿Qué voz madurará de nuestros labios que no diga tu muerte, tu silencio, el callado dolor de no tenerte? Y brotan de tu muerte, horrendamente vivos, tu mirada, tu traje azul de héroe, tu rostro sorprendido entre la pólvora, tus manos, sin violines ni fusiles, desnudamente quietas. Y alzándote, llorándote, nombrándote, dando voz a tu cuerpo desgarrado,

sangre a tus venas rotas, labios y libertad a tu silencio, crecen dentro de mí, me lloran y me nombran, furiosamente me alzan, otros cuerpos y venas, otros abandonados ojos campesinos, otros negros, anónimos silencios. II Yo recuerdo tu voz. La luz del Valle nos tocaba las sienes, hiriéndonos espadas resplandores, trocando en luces sombras, paso en danza, quietud en escultura, y la violencia tímida del aire en cabelleras, nubes, torsos, nada. Olas de luz, clarísimas, vacías, que nuestra sed quemaban, como vidrio, hundiéndonos, sin voces, fuego puro, en lentos torbellinos resonantes. Yo recuerdo tu voz, tu duro gesto, el ademán severo de tus manos; yo recuerdo tu voz, voz adversaria, tu palabra enemiga, tu pura voz de odio, tu tierno, fértil odio, que hizo a la tierra arder, crecer al hombre en puños como frutos, puños de combatiente y camarada. Tu voz, tu corazón, tu puño vivo, detenidos, y rotos por la muerte. III

Has muerto, camarada, en el ardiente amanecer del mundo. Has muerto cuando apenas tu mundo, nuestro mundo, amanecía. Llevabas en los ojos, en el pecho, tras el gesto implacable de la boca, un claro sonreír, un alba pura.

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Te imagino, cercado por las balas, por la rabia y el odio pantanoso, como tenso relámpago caído, como la blanda presunción del agua prisionera de rocas y negrura. Te imagino, tirado en lodazales, caído para siempre, sin máscara, sonriente, tocando, ya sin tacto, las manos de otros muertos, las manos camaradas que soñabas. Has muerto entre los tuyos, por los tuyos.

“A la juventud española”, El Mono Azul, 9-IX-1937 Hace dos meses que vivo en España; puedo aseguraros que durante todo este tiempo mi corazón y mi espíritu han sido sacudidos diariamente por todos los aspectos de esa vida española de ahora, tensa y fuera de sí, vida que deja ver al hombre español, a los trabajadores en sus rasgos más verdaderos y definitivos. Aquí en Madrid esto se ha hecho más intenso y vivo, algunos camaradas se han lamentado de que nosotros no hayamos conocido el antiguo Madrid, la antigua España, antes del movimiento; pero nada, ni la belleza de la arquitectura, ni la tranquilidad de una hermosa ciudad en paz, ni el esplendor de toda España en tiempos normales es comparable a lo de ahora. Si hay algo que no olvidaré jamás es justamente la vida de la guerra, la vida que los españoles ganan a la guerra y a la muerte. Y hoy, a través de Madrid,

saludo a toda España, a la España leal que lucha y triunfa, y a la otra, a la triste España que espera la libertad, esclavizada, amordazada y envilecida por los militares y los invasores extranjeros. Y al saludar a España, a los trabajadores españoles, soldados de la libertad, saludo también a todos aquellos camaradas antifascistas que en todo el Mundo trabajan, sufren y vencen con los trabajadores españoles. Como joven y como joven mejicano, algo me ha sorprendido y maravillado en España sobre todas las cosas: su juventud. España, la vieja España, es ahora uno de los países de más juvenil aliento, escenario y ámbito de la actividad y del heroísmo de una juventud. Los jóvenes españoles influyen poderosa y alegremente en toda la vida nacional. Eso da a los actos y a los espíritus de las gentes un aire nuevo, a la vez ligero y apasionado. La juventud española está en todas partes; pero fundamentalmente está en aquellos sitios más difíciles, más increíblemente propios para jóvenes: en el corazón de España. La Aviación, las brigadas motorizadas, los cuadros todos del Ejército, son cuadros juveniles. A este precio, el precio de su sangre, la juventud española impulsa y salva a España. Quizá en ningún país de la tierra dura ahora tan poco la juventud como en España. Cuando yo pienso en esto recuerdo a la Unión Soviética, el otro país en donde la juventud lo es realmente, el otro viejo país rejuvenecido por los trabajadores. Allí, la juventud me decía un compañero, dura más que en cualquier otra parte.

Que eso se cumpla aquí en España, que la vida humana joven y creadora dure cada vez más, que el hombre sea sin cesar cada vez más íntegramente joven y más ardientemente hombre es lo que pretende y por lo que lucha el pueblo español. Por esto da la vida España y éste es el sentido hondo de su combate. Yo estoy cierto de que lo logrará y de que la lucha no es inútil. El vivo y hermoso ejemplo de los trabajadores soviéticos nos dice que lo que esperamos y soñamos es una realidad, un hecho que ellos nos muestran. En nombre de los jóvenes mejicanos antifascistas, y especialmente en el de mis compañeros de las Juventudes Socialistas Unificadas, saludo a los jóvenes héroes de la libertad, que luchan por todos nosotros, y les aseguro su triunfo cierto, su victoria definitiva. de El laberinto de la soledad (1950) Es posible que lo que llamamos pecado no sea sino la expresión mítica de la conciencia de nosotros mismos, de nuestra soledad. Recuerdo que en España, durante la guerra, tuve la revelación de ‘otro hombre’ y de otra clase de soledad: ni cerrada ni maquinal, sino abierta a la trascendencia. Sin duda la cercanía de la muerte y la fraternidad de las armas producen, en todos los tiempos y en todos los países, una atmósfera propicia a lo extraordinario, a todo aquello que sobrepasa la condición humana y rompe el círculo de soledad que rodea a cada

hombre. Pero en aquellos rostros –rostros obtusos y obstinados, brutales y groseros, semejantes a los que, sin complacencia y con un realismo, acaso encarnizado, nos ha dejado la pintura española– había algo como una desesperación esperanzada, algo muy concreto y al mismo tiempo muy universal. No he visto después rostros parecidos. Mi testimonio puede ser tachado de ilusorio. Considero inútil detenerme en esa objeción: esa evidencia ya forma parte de mi ser. Pensé entonces –y lo sigo pensando– que en aquellos hombres amanecía ‘otro hombre’. El sueño español –no por español, sino por universal y, al mismo tiempo, por concreto, porque era un sueño de carne y hueso y ojos atónitos– fue luego roto y manchado. Y los rostros que vi han vuelto a ser lo que eran antes de que se apoderase de ellos aquella alborozada seguridad (¿en qué: en la vida o en la muerte?): rostros de gente humilde y ruda. Pero su recuerdo no me abandona. Quien ha visto la Esperanza, no la olvida. La busca bajo todos los cielos y entre todos los hombres. Y sueña que un día va a encontrarla de nuevo, no sabe dónde, acaso entre los suyos. En cada hombre late la posibilidad de ser o, más exactamente, de volver a ser, otro hombre. “Aniversario español” (1951) La fecha que hoy reúne a los amigos de los pueblos hispánicos preside, como un astro fijo, la vida de mi generación. Luz y sangre. Así, permitidme que recuerde lo que fe para mí, y para muchos hombres de mi edad, el 19 de julio de 1936. Nada más distinto de tener veinte

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años en 1951 que haberlos tenido en 1936. Yo era estudiante y vivía en México. En aquella época todo nos parecía claro y neto. No era difícil escoger. Bastaba con abrir los ojos: de un lado, el viejo mundo de la violencia y la mentira con sus símbolos: el Casco, la Cruz, el Paraguas; del otro, un rostro de hombre, alucinante a fuerza de esculpida verdad, un pecho desnudo y sin insignias. Un rostro, miles de rostros y pechos y puños. El 19 de julio de 1936 el pueblo español apareció en la historia como una milagrosa explosión de salud. La imagen no podía ser más pura: el pueblo en armas y todavía sin uniforme. Algo tan increíble e inaudito y, al mismo tiempo, tan evidente como la súbita irrupción de la primavera en un desierto. Como la marcha triunfal del incendio. El pueblo –vulnerable y mortal, pero seguro de sí y de la vida. La muerte había sido vencida. Se podía morir porque morir era dar vida. Cuerpo mortal: cuerpo inmortal. Durante unos meses vertiginosos las palabras, gangrenadas desde hacía siglos, volvieron a brillar, intactas, duras, sin dobleces. Los viejos vocablos –bien y mal, justo e injusto, traición y lealtad– habían arrojado al fin sus disfraces históricos. Sabíamos cuál era el significado de cada uno. Tanta era nuestra certidumbre que casi podíamos palpar el contenido, hoy inasible, de palabras como libertad y pueblo, esperanza y revolución. El 19 de julio de 1936 los obreros y campesinos españoles devolvieron al mundo el sabor solar de la palabra fraternidad. Desde México veíamos arder la inmensa hoguera. Y las llamas nos parecían un signo: el hombre tomaba posesión de su herencia. El

hombre empezaba a reconquistar al hombre. El rasgo original del 19 de julio reside en la espontaneidad fulminante con que se produjo la respuesta popular. La sublevación militar había dislocado toda la estructura del Estado español. Despojado de sus medios naturales de defensa –el ejército y la policía– el gobierno se convirtió en un simple fantasma: el del orden jurídico frente a la rebelión de una realidad que la República se había obstinado en ignorar. El gobierno no tenía nada que oponer a sus enemigos. Y en este momento aparece un personaje que nadie había invitado: el pueblo. La violencia de su irrupción y la rapidez con que se apoderó de la escena no sólo sorprendió a sus adversarios sino también a sus dirigentes. Las organizaciones populares, los sindicatos, los partidos y eso que la jerga política llama el ‘aparato’ fueron desbordados por la marea. En lugar de que otros, en su nombre y con su sangre, hicieran la historia, el pueblo español se puso a hacerla, directamente, con sus manos y su instinto creador. Desapareció el coro: todos habían conquistado el rango de héroes. En unas cuantas horas volaron en añicos muchos esquemas intelectuales y mostraron su verdadera faz todas esas teorías, más o menos maquiavélicos y jesuíticas, acerca ‘de la técnica del golpe de Estado’ y la ‘ciencia de la Revolución’. De nuevo la historia reveló que poseía más imaginación y recursos que las filosofías que pretenden encerrarla en sus prisiones dialécticas. Lo que ocurrió en España el 19 de julio de 1936 fue algo que después no se ha

visto en Europa: el pueblo, sin jefes, representantes e intermediarios, asumió el poder. No es éste el momento de relatar cómo lo perdió, en doble batalla. La espontaneidad de la acción revolucionaria, la naturalidad con que el pueblo asumió su papel director durante esas jornadas y la eficacia de su lucha, muestran las lagunas de esas ideologías que pretenden dirigir y conducir una revolución. Pero la insuficiencia no es el único peligro de esas construcciones. Ellas engendran escuelas. Los doctores y los intérpretes forman inmediatamente una clerecía y una aristocracia, que asumen la dirección de la historia. Ahora bien, toda dirección tiende fatalmente a corromperse. Los ‘estados mayores’ de la Revolución se transforman con facilidad en orgullosas, cerradas burocracias. Los actuales regímenes policiacos hunden sus raíces en la prehistoria de partidos que ayer fueron revolucionarios. Basta una simple vuelta de la historia para que el antiguo conspirador se convierta en policía, como lo enseña la experiencia soviética. La nueva casta de los jefes es tan funesta como la de los príncipes. Ellos prefiguran la nueva sociedad totalitaria, que espera en un recodo del tiempo el derrumbe final del mundo burgués. Contra esos peligros sólo hay un remedio: la intervención directa y diaria del pueblo. Informe y fragmentaria, la experiencia del 19 de julio nos enseña que esto no es imposible. El pueblo puede luchar y vencer a sus enemigos sin necesidad de someterse a esas castas que, como una excrecencia, engendra todo organismo colectivo. El pueblo

puede salvarse, eliminando en primer término a los salvadores de profesión. No es ésta la única lección del combate de los pueblos hispánicos. Quisiera destacar otro rasgo, precioso y original entre todos, capital para un hispanoamericano: la defensa de la culturas y nacionalidades hispánicas. La lucha por la autonomía de Cataluña y Vasconia posee en nuestro tiempo un valor ejemplar y polémico. Contra lo que predican las modernas supersticiones políticas, la verdadera cultura se alimenta de la fatal y necesaria diversidad de pueblos y regiones. Suprimir esas diferencias es cegar la fuente misma de la cultura. Nada más estéril que el ‘orden’ que postulan las ideologías; se trata de una visión parcial del hombre, de una camisa de fuerza que ahoga o degrada la libre espontaneidad de las naciones. Frente a la abstracta ‘unidad’ de los imperios, los pueblos españoles rescataron la noción de anfictionía. Ésta es la única solución fecunda al problema de las nacionalidades hispánicas, dentro del cuadro de una nueva sociedad. No fue otro el sueño de Bolívar en América. No fue otro el sueño griego. Las grandes épocas son épocas de diálogo. Grecia fue coloquio. El Renacimiento coincide con el esplendor de las repúblicas. Cuando desaparecen las autonomías regionales y nacionales, la cultura se degrada. El arte imperial es siempre arte oficial. Ilustrado o bárbaro, burocrático o financiero, todo imperio tiende a erigir como modelo universal una sola y exclusiva imagen del hombre. El jefe o la casta dominante aspira a repetirse en esa imagen. Una sola lengua, un solo señor, una sola

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verdad, una sola ley. La unidad es el primer paso en el camino de la repetición mecánica: una misma muerte para todos. Pero la vida es diversidad. Ante las propagandas que luchan por la ‘supremacía cultural’ de éstos o de aquéllos, nosotros proclamamos que cultura quiere decir espontaneidad creadora, diversidad nacional, libre invención. Afirmamos el genio individual de cada pueblo y el valor irremplazable de cada creador. No creemos en una lengua mundial sino en la universalidad de las lenguas vivas. No se puede cantar en esperanto. La poesía moderna nace al mismo tiempo que los idiomas modernos. No nos oponemos a que la ciencia, la técnica y las otras formas de la cultura inventen su lenguaje. En realidad así ha ocurrido. Hace muchos siglos que las matemáticas constituyen un lenguaje que entienden todos los especialistas. Y otro tanto sucede con la mayoría de las ciencias. Pero no son los sabios los que quieren borrar las lenguas nacionales, ni son ellos los que desean acabar con las culturas locales. Son los comerciantes y los políticos. Y los servidores de las nuevas abstracciones: los profesionales de la propaganda, los expertos en la llamada educación de las masas. Sólo que no hay masas. Hay pueblos. Afirmar que las diferencias nacionales o regionales deben desaparecer, en provecho de una idea universal del hombre o de las necesidades de la técnica moderna, es uno de los lugares comunes de nuestro tiempo. Muchos de los partidarios de esta idea ignoran que postulan una abstracción. Al imponer a pueblos y

naciones un esquema unilateral del hombre, mutilan al hombre mismo. Porque no hay una sola idea del hombre. Uno de los rasgos específicos de la humanidad consiste, precisamente, en la diversidad de imágenes del hombre que cada pueblo nos entrega. Sólo las sociedades animales son idénticas entre sí. Y en esa pluralidad de concepciones el hombre se reconoce. Gracias a ella es posible afirmar nuestra unidad. El hombre es los hombres. La abstracción que los poderes modernos nos proponen no es sino una nueva máscara de una vieja soberbia. El primer gesto del hombre ante su semejante es reducirlo, suprimir las diferencias, abolir esa radical ‘otredad’. Pero el otro resiste. No se resigna a ser espejo. Reconocer la existencia irreductible del otro, es el principio de la cultura, del diálogo y del amor. Reducirlo a nuestra subjetividad, es iniciar la árida, infinita dialéctica del esclavo y del señor. Porque el esclavo jamás se resigna a ser objeto. La realidad humillada acaba por hacer saltar esas prisiones. Aun en la esfera del pensamiento puro se manifiesta esa tenaz resistencia de la realidad. Machado nos enseña que el principio de identidad, sobre el cual se ha edificado nuestra cultura, se rompe los dientes frente a la ‘otredad’ del ser. Acaso en esto radique la insuficiencia de nuestra cultura. Todo imperialismo filosófico o político se funda en esta fatal y empobrecedora soberbia. No en vano Nietzsche llamó a Parménides ‘araña que chupa la sangre del devenir’. Y algo semejante ocurre en el mundo de la historia: los imperios chupan la sangre de los pueblos. La

unidad que imponen oculta un horror vacío. No nos dejemos engañar por la grandeza de sus monumentos: la vida ha huido de esas inmensas piedras. Esos monumentos son tumbas. Resulta escandaloso recordar estas verdades. Vivimos en la época de la ‘planificación’ y del paternalismo estatal. En ciertas bocas y en ciertos sitios estas frases encubren apenas otros designios. En nombre de la abstracción se pretende reducir al hombre a la pasividad del objeto. Unos utilizan el mito de la historia, otros el de la libertad; pero nosotros nos rehusamos a ser mercancías tanto como a convertirnos en instrumentos o herramientas. Sabemos a dónde conducen esos programas: al campo de concentración. Toda concepción mecanicista y utilitaria –así se ampare en la llamada ‘edificación socialista’– tiende a degradar al hombre. Frente a esos poderes nosotros afirmamos la espontaneidad creadora y revolucionaria de los pueblos y el valor de cada cultura nacional. Y volvemos los ojos hacia el 19 de julio de 1936. Allí empezó algo que no morirá.

París, a 18 de julio de 1951

de Piedra de sol (1957) ¡caer, volver, soñarme y que me sueñen otros ojos futuros, otra vida, otras nubes, morirme de otra muerte! –esta noche me basta, y este instante que no acaba de abrirse y revelarme dónde estuve, quién fui, cómo te llamas, cómo me llamo yo: ¿hacía planes

para el verano –y todos los veranos– en Christopher Street, hace diez años, con Filis que tenía dos hoyuelos donde bebían luz los gorriones?, ¿por la Reforma Carmen me decía “no pesa el aire, aquí siempre es octubre”, o se lo dijo a otro que he perdido o yo lo invento y nadie me lo ha dicho?, ¿caminé por la noche de Oaxaca, inmensa y verdinegra como un árbol, hablando solo como el viento loco y al llegar a mi cuarto –siempre un cuarto– no me reconocieron los espejos?, ¿desde el hotel Vernet vimos al alba bailar con los castaños –“ya es muy tarde” decías al peinarte y yo veía manchas en la pared, sin decir nada?, ¿subimos juntos a la torre, vimos caer la tarde desde el arrecife?, ¿comimos uvas en Bidart?, ¿compramos gardenias en Perote?, nombres, sitios, calles y calles, rostros, plazas, calles, estaciones, un parque, cuartos solos, manchas en la pared, alguien se peina, alguien canta a mi lado, alguien se viste, cuartos, lugares, calles, nombres, cuartos,

Madrid, 1937, en la Plaza del Ángel las mujeres cosían y cantaban con sus hijos, después sonó la alarma y hubo gritos, casas arrodilladas en el polvo, torres hendidas, frentes esculpidas y el huracán de los motores, fijo: los dos se desnudaron y se amaron por defender nuestra porción eterna, nuestra ración de tiempo y paraíso, tocar nuestra raíz y recobrarnos,

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recobrar nuestra herencia arrebatada por ladrones de vida hace mil siglos, los dos se desnudaron y besaron porque las desnudeces enlazadas saltan el tiempo y son invulnerables, nada las toca, vuelven al principio, no hay tú ni yo, mañana, ayer ni nombres, verdad de dos en sólo un cuerpo y alma, oh ser total... cuartos a la deriva entre ciudades que se van a pique, cuartos y calles, nombres como heridas, el cuarto con ventanas a otros cuartos con el mismo papel descolorido donde un hombre en camisa lee el periódico o plancha una mujer; el cuarto claro que visitan las ramas del durazno; el otro cuarto: afuera siempre llueve y hay un patio y tres niños oxidados; cuartos que son navíos que se mecen en un golfo de luz; o submarinos: el silencio se esparce en olas verdes, todo lo que tocamos fosforece; mausoleos del lujo, ya roídos los retratos, raídos los tapetes; trampas, celdas, cavernas encantadas, pajareras y cuartos numerados, todos se transfiguran, todos vuelan, cada moldura es nube, cada puerta da al mar, al campo, al aire, cada mesa es un festín; cerrados como conchas el tiempo inútilmente los asedia, no hay tiempo ya, ni muro: ¡espacio, espacio, abre la mano, coge esta riqueza, corta los frutos, come de la vida, tiéndete al pie del árbol, bebe el agua!,

todo se transfigura y es sagrado, es el centro del mundo cada cuarto, es la primera noche, el primer día,

el mundo nace cuando dos se besan, gota de luz de entrañas transparentes el cuarto como un fruto se entreabre o estalla como un astro taciturno y las leyes comidas de ratones, las rejas de los bancos y las cárceles, las rejas de papel, las alambradas, los timbres y las púas y los pinchos, el sermón monocorde de las armas, el escorpión meloso y con bonete, el tigre con chistera, presidente del Club Vegetariano y la Cruz Roja, el burro pedagogo, el cocodrilo metido a redentor, padre de pueblos, el Jefe, el tiburón, el arquitecto del porvenir, el cerdo uniformado, el hijo predilecto de la Iglesia que se lava la negra dentadura con el agua bendita y toma clases de inglés y democracia, las paredes invisibles, las máscaras podridas que dividen al hombre de los hombres, al hombre de sí mismo, se derrumban por un instante inmenso y vislumbramos nuestra unidad perdida, el desamparo que es ser hombres, la gloria que es ser hombres y compartir el pan, el sol, la muerte, el olvidado asombro de estar vivos;

Nota a “Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón”

(4ª ed. de Libertad bajo palabra, 1979) Entre los poemas suprimidos en la edición corregida y disminuida de Libertad bajo palabra (1968), se encuentra la “Elegía a un compañero

muerto en el frente de Aragón”. Lo recojo ahora no porque haya cambiado de opinión –me sigue pareciendo tributario de una retórica que repruebo– sino por ser el doble testimonio de una convicción y una amistad. La convicción se llamó España –la leal, la popular–; la amistad se llamó José Bosch. Conocí a Bosch en 1929, en la Escuela Secundaria Número 3, un colegio que se encontraba en las calles de Marsella, en la Colonia Juárez. En aquella época ese barrio todavía conservaba su fisonomía afrancesada de principios de siglo: pequeños “hoteles particulares” con torrecillas y “mansardas”, altas verjas de hierro y jardinillos geométricos. El colegio era una vieja casa que parecía salida de una novela de Henry James. El Gobierno la había comprado hacía poco y, sin adaptarla, la había convertido en escuela pública. Los salones eran pequeños, las escaleras estrechas y nosotros nos amontonábamos en los pasillos y en una “cour” –en realidad: la antigua cochera– en la que habían instalado tableros y cestas de basket-ball. En la clase de Álgebra mi compañero de pupitre era un muchacho tres años mayor que yo, de pantalón largo de campana y un saco azul que le quedaba chico. No muy alto, frágil pero huesudo, las manos grandes y rojas, tenso siempre como a punto de saltar, el pelo rubio y lacio, pálido y ya con unos cuantos pelos en la barba, los ojos vivos y biliosos, la nariz grande, los labios delgados y despectivos, la mandíbula potente, la frente amplia. Era levemente prognato y él acentuaba ese defecto al hablar con la cabeza echada hacia atrás en perenne gesto de desafío.

Tenía unos 17 años. Su edad, su aplomo y su acento catalán provocaban entre nosotros una reacción ligeramente defensiva, mezcla de asombro y de irritación. Un día, al salir de la clase, mi compañero me puso entre las manos un folleto y se alejó de prisa. En la portada, con letras rojas, un nombre: Kropotkin. Lo leí esa misma mañana, en el tranvía, durante los cuarenta y cinco minutos del trayecto entre la estación de la calle de Nápoles y Mixcoac. Nos hicimos amigos. Me dio más folletos: Eliseo Reclus, Ferrer, Proudhon y otros. Yo le prestaba libros de literatura –novelas, poesía– y unas cuantas obras de autores socialistas que había encontrado entre los libros de mi padre. Unos meses después intentamos sublevar a nuestros compañeros y los incitamos a que se declarasen en huelga. El Director llamó a la fuerza pública, cerraron la escuela por dos días y a nosotros nos llevaron a los separos de la Inspección de Policía. Pasamos dos noches en una celda. Una mañana nos liberaron y un alto funcionario de la Secretaría de Educación Pública nos citó en su despacho. Acudimos con temor. El funcionario nos recibió con un regaño elocuente; nos amenazó con la expulsión de todos los colegios de la República e insinuó que la suerte de Bosch podía ser peor, ya que era extranjero. Después, paseándose a lo largo de su oficina, mientras nosotros lo contemplábamos muy quietos en nuestras sillas, varió de tono y nos dijo que comprendía nuestra rebelión: él también había sido joven. Se perdió entonces en una disquisición acerca de las enseñanzas de la vida y de

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cómo, sin renunciar a sus ideales, él había buscado una vía más razonable para realizarlos. El verdadero idealista es siempre realista y lo que nosotros necesitábamos era una mejor preparación. Acabó ofreciéndonos un viaje a Europa y unas becas... si cambiábamos de actitud. Bosch pasó de la palidez al rubor y del rubor a la ira violenta. Se levantó y le contestó; no recuerdo sus palabras, sí sus gestos y ademanes de molino de viento enloquecido. El alto funcionario llamó a un ujier y nos echó. En la calle nos esperaba un viejecito muy pequeño y arrugado. Era el padre de Bosch. Cuando le contamos lo que acababa de ocurrir, nos abrazó. Era un antiguo militante de la Federación Anarquista Ibérica. Aquellos días eran los de la campaña electoral de José Vasconcelos, candidato a la Presidencia de la República. Vasconcelos y sus amigos habían encendido a los jóvenes y Bosch dejó la escuela para participar en el movimiento. Yo era demasiado chico y continué mis estudios. En cambio, sí tomé parte en la gran huelga de estudiantes que paralizó durante varios meses los colegios y facultades de la ciudad de México. Bosch se convirtió en el centro de nuestro grupo. No fue nuestro jefe ni tampoco nuestro guía: fue nuestra conciencia. Nos enseñó a desconfiar de la autoridad y del poder; nos hizo ver que la libertad es el eje de la justicia. Su influencia fue perdurable: ahí comenzó la repugnancia que todavía siento por los jefes, las burocracias y las ideologías autoritarias. Desde entonces ni el Uno mismo de Plotino escapa a mi

animadversión: siempre estoy con el Otro y los otros. Al año siguiente pasamos a la Escuela Nacional Preparatoria (San Ildefonso). Bosch no pudo ingresar porque la campaña política le hizo perder los cursos. Pero no nos dejó: se instaló en un cuartito que el director de la escuela –antiguo amigo y compañero de López Velarde– nos había cedido para que sirviese como local a una agrupación fundada por un amigo nuestro de origen inglés. La sociedad se llamaba Unión de Estudiantes Pro Obreros y Campesinos. Había sido creada en memoria de tres víctimas del vasconcelismo –un estudiante, un obrero y un campesino– asesinados el año anterior por el gobierno “revolucionario”. La UEPOC estableció por toda la ciudad escuelas nocturnas para trabajadores. Nosotros éramos los profesores y con frecuencia nuestras clases se transformaban en reuniones políticas. Trabajos perdidos: ¿cómo encender el ánimo poco belicoso de nuestros alumnos, la mayoría compuesta por artesanos, criadas, obreros sin trabajo y gente que acababa de llegar del campo para conseguir empleo? Nuestros oyentes no buscaban una doctrina para cambiar al mundo sino unos pocos conocimientos que les abriesen las puertas de la ciudad. Para consolarnos nos decíamos que la UEPOC era “una base de operaciones”. Bosch discutía incansablemente con las dos corrientes que empezaban a surgir del derrotado vasconcelismo: la marxista y la que después se expresaría en Acción Nacional, el Sinarquismo y otras

tendencias más o menos influidas por Maurras y Primo de Rivera. A mediados de 1930 la Escuela Nacional Preparatoria recibió la visita de una delegación de estudiantes de la Universidad de Oklahoma. Medio centenar de muchachas y muchachos norteamericanos. Las autoridades universitarias organizaron una ceremonia en su honor, en el paraninfo de San Ildefonso. Muy temprano ocupamos los asientos de ese salón, en cuyos muros Diego Rivera pintó sus primeras obras, que nosotros comparábamos con los de Giotto pero que son en realidad imitaciones de Puvis de Chavannes. El programa comprendía varios números de bailes folklóricos a cargo de las muchachas y muchachos de la Escuela de Danza, recitación de poemas de Díaz Mirón y López Velarde, canciones de Ponce y un discurso. El encargado de pronunciarlo, en español y en inglés, era un estudiante bilingüe más o menos al servicio del gobierno y que después hizo carrera como “intelectual progresista”. Aplaudimos los cantos, los bailes y los poemas pero, ante el asombro de nuestros visitantes, interrumpimos al orador a poco de comenzar. No nos habíamos puesto de acuerdo; nuestra cólera era espontánea y no obedecía a ninguna táctica ni consigna. La gritería creció y creció. Bosch, encaramado en una silla, se agitaba y pronunciaba un discurso que nadie oía. Al fin, en un momento de silencio, uno de nosotros, que también hablaba inglés, pudo hablar y explicar a los norteamericanos la razón del escándalo: los habían engañado, México

vivía bajo una dictadura que se decía revolucionaria y democrática pero que había hipotecado y ensangrentado al país. (Más allá de su programa –o mejor dicho: de su ausencia de programa–, el vasconcelismo fue sano porque llamaba a las cosas por su nombre: los crímenes eran crímenes y los robos, robos. Después vino la era de las ideologías; los criminales y los tiranos se evaporaron, convertidos en conceptos: estructuras, superestructuras y otras entelequias.) El discurso de nuestro amigo calmó un poco los ánimos. Un poco más tarde la reunión se disolvió y la gente empezó a salir. En la calle, confundidos entre la multitud para no despertar sospechas, nos esperaban muchos agentes secretos que seguían a los que suponían ser los cabecillas y discretamente los aprehendían. Así nos pescaron a una veintena. Nos llevaron de nuevo a las celdas de la Inspección de Policía pero a las veinticuatro horas, gracias a una gestión del Rector de la Universidad, nos soltaron a todos... menos a Bosch. No era estudiante universitario ni era mexicano. Unos días después, sin que pudiésemos siquiera verlo, con fundamento en el infame artículo 33 de la Constitución de México, que da poder al gobierno para expulsar sin juicio a los extranjeros, Bosch fue conducido al puerto de Veracruz y embarcado en un vapor español que regresaba a Europa. De tiempo en tiempo nos llegaban noticias suyas. Uno de nosotros recibió una carta en la que contaba que había padecido penalidades en Barcelona y que no lograba ni proseguir sus estudios ni encontrar trabajo. Más tarde

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supimos que había hecho un viaje a París. Allá quiso ver a Vasconcelos, desterrado en aquellos años, sin conseguir que lo recibiera; desanimado y sin dinero, no había tenido más remedio que regresar a Barcelona. Después hubo un silencio de años. Estalló la guerra en España y todos sus amigos lo imaginamos combatiendo con los milicianos de la FAI. Uno de nosotros, al leer en un diario una lista de caídos en el frente de Aragón, encontró su nombre. La noticia de su muerte nos consternó y nos exaltó. Nació su leyenda: ya teníamos un héroe y un mártir. En 1937 escribí un poema: “Elegía a José Bosch, muerto en el frente de Aragón”. En 1937 estuve en España: Barcelona, Valencia, Madrid, el frente del Sur, donde mandaba una brigada un pintoresco mexicano: Juan B. Gómez. Al final de mi estancia, en Barcelona, unos días antes de mi salida, la Sociedad de Amigos de México me invitó a participar en una reunión pública. En casi todas las ciudades dominadas por la República había una Sociedad de Amigos de México. La mayoría habían sido fundadas por los anarquistas para contrarrestar la influencia de las Sociedades de Amigos de la URSS, de inspiración comunista. Creo que la de Barcelona estaba manejada por republicanos catalanes. Pensé que nada podía ser más apropiado que leer en aquel acto el poema que había escrito en memoria de mi amigo. El día indicado, a las seis de la tarde, me presenté en el lugar de la reunión. El auditorio estaba lleno. Música revolucionaria, banderas, himnos, discursos. Llegó mi turno: me

levanté, saqué el poema de mi carpeta, avancé unos pasos hacia el proscenio y dirigí la vista hacia el público: allí, en primera fila, estaba José Bosch. No sé si la gente se dio cuenta de mi turbación. Durante unos segundos no pude hablar; después mascullé algo que nadie entendió, ni siquiera yo mismo; bebí un poco de agua pensando que el incidente era más bien grotesco y comencé a leer mi poema, aunque omitiendo, en el título, el nombre de José Bosch. Leí dos o tres poemas más y regresé a mi sitio. Confusión y abatimiento. A la salida, en la puerta del auditorio, en la calle totalmente a obscuras –no había alumbrado por los bombardeos aéreos– vi caminar hacia mí un bulto negro que me dejó un papel entre las manos y desapareció corriendo. Lo leí al llegar a mi hotel. Eran unas líneas garrapateadas por Bosch: quería verme para hablar a solas –subrayaba a solas– y me pedía que lo viese al día siguiente, en tal lugar y a tal hora. Me suplicaba reserva absoluta y me recomendaba que destruyese su mensaje. A las cinco de la tarde del día siguiente lo encontré en una de las Ramblas. Había llegado antes y me esperaba caminando de un lado para otro. Era el fin del otoño y hacía ya frío. Estaba vestido con modestia; parecía un pequeño burgués, un oficinista. Como en sus años de estudiante el traje parecía quedarle chico. Su nerviosidad se había exacerbado. Sus ojos todavía despedían reflejos vivaces pero ahora también había angustia en su mirada. Esa mirada del que teme la mirada ajena. Al cabo de un rato de conversación me di cuenta de

que, aunque seguía siendo colérico, había dejado de ser desdeñoso. Ya no tenía la seguridad de antes. Nos echamos a andar. Anduvimos durante más de dos horas, como en los tiempos de México, sólo que no hablamos ni del Anticristo nietzscheano, que él admiraba, ni de las novelas de Lawrence, que lo escandalizaban. Otro fue nuestro tema; mejor dicho: el suyo, pues él habló casi todo el tiempo. Hablaba de prisa y de manera atropellada, se comía las palabras, saltaba de un tema a otro, se repetía, daba largos rodeos, sus frases se estrellaban contra muros invisibles, recomenzaba, se hundía en olvidos como pantanos. Un animal perseguido. Adiviné en la confusión de su relato que había participado en la sublevación de los anarquistas y del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) del primero de mayo de 1937 y que por un milagro había escapado con vida. “Ya sé que tu y mis amigos mexicanos han creído en las mentiras de ellos. No somos agentes de Franco. Fuera de España no se sabe lo que ha pasado y sigue pasando aquí. Os han engañado, se burlan de vosotros. Nuestro levantamiento era justo... un acto de autodefensa. Era la revolución. Ellos han aplastado a la revolución y asesinan a los revolucionarios. Son como los otros. Los otros nos han vendido a Mussolini y ellos a Stalin. ¿Las democracias? Son las alcahuetas de Stalin. Ellos dicen que primero hay que ganar la guerra y después hacer la revolución. Pero estamos perdiendo la guerra porque hemos perdido la revolución. Ellos le

están abriendo las puertas a Franco... que los matará y nos matará a nosotros.” Atacó al gobierno del Centro con saña. Me sorprendió la viveza de su catalanismo. En su mente el nacionalismo catalán no se oponía al internacionalismo anarquista. Me dijo que lo buscaba el SIM, el temido Servicio de Información Militar. “Si me encuentran, me matarán como a los otros. ¿Sabes dónde estoy escondido? En la casa del Presidente de la Generalidad, Luis Companys”. No pude saber si estaba ahí con el conocimiento y el consentimiento de Companys o por la intercesión de algún camarada con relaciones entre los ayudantes y servidores del político catalán. “Vivo con los criados. Ellos no saben quién soy. Debo cuidarme. No se te ocurra buscarme allí. Sería peligroso. Estoy con otro nombre. Tengo miedo. Hay una criada que me odia. Podría denunciarme... o envenenarme. Sí, han querido envenenarme”. Ante mi gesto de asombro continuó con vehemencia: “Digo la verdad. Hay una criada que no me puede ver. Hay agentes de ellos en todas partes. Pueden envenenarme. No sería el primer caso... Debo buscar otro escondite”. Volvió a contarme como, después del primero de mayo, había estado escondido, sin salir a la calle durante muchos meses, no en la residencia de Companys sino en otro lugar. Insistió en los detalles triviales de su vida con los criados del Presidente de la Generalidad. A ratos era lúcido y otros se perdía en delirios sombríos. Quise hablarle de México pero el tema no le interesó. Pasaba de la cólera al terror y regresaba continuamente a la historia de

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sus persecuciones. Su insistencia en lo del envenenamiento y en el odio de aquella criada me turbaba y acongojaba. Intenté que me aclarase algunos puntos que me parecían confusos. Imposible: su conversación era espasmódica y errabunda. Sentí que no hablaba conmigo sino con sus fantasmas. Nos detuvimos en una esquina, no muy lejos de mi hotel. Le dije que esa misma semana me iría de España. Me contestó: “Dame el número de tu teléfono. Te llamaré mañana por la mañana. No con mi nombre. Diré que soy R. D.” (Uno de nuestros amigos mexicanos.) Se quedó callado, viéndome fijamente, otra vez con angustia. Caminamos unos pasos y volvimos a detenernos. Dijo: “Tengo que irme. Ya es tarde. Si me retraso, no me darán de comer, Esa criada me odia. Debe sospechar algo...” Se golpeó el flanco derecho con el puño. Volvió a decir: “Tengo que irme. Me voy, me voy...” Nos dimos un abrazo y se fue caminando a saltos. De pronto se detuvo, se volvió y me gritó: “Te llamaré sin falta, por la mañana”. Me saludó con la mano derecha y se echó a correr. No me llamó. Nunca más volví a verlo. “El lugar de la prueba (Valencia 1937-1987)”

Discurso inaugural del Congreso Internacional de Escritores

(Valencia, 15 de junio de 1987) Hace cincuenta años, el 4 de julio de 1937, en esta ciudad de Valencia –para la que parece haber sido escrita la línea

de Apollinaire: bello fruto de la luz– inició sus trabajos el Segundo Congreso Internacional de Escritores Antifascistas. La guerra civil que desgarraba a los campos y las ciudades de España se había convertido en guerra mundial de las conciencias. En el Congreso que hoy recordamos participaron escritores venidos de los cuatro puntos cardinales. Muchos eran notables y algunos verdaderamente grandes; dos fueron mis maestros en el arte de la poesía, otros fueron mis amigos y todos, en esos días encendidos, mis camaradas. Compartí con ellos esperanzas y convicciones, engaños y quimeras. Estábamos unidos por el sentimiento de la justicia ultrajada y la adhesión a los oprimidos. Fraternidad de la indignación pero también fraternidad de los enamorados de la violencia. La mayoría ha muerto. Al evocarlos, trazo el gesto que aparece en las estatuas de Harpócrates, en el que los antiguos veían el signo del silencio. Callar ante sus nombres no es olvido sino recogimiento: momento de concentración interior durante el cual, sin palabras, conversamos con los desaparecidos y comulgamos con su memoria. Casi todos los sobrevivientes, dispersos en el mundo, a veces separados por ideas diferentes, hemos acudido al llamado que nos ha hecho el grupo de escritores españoles que ha organizado este Congreso. No se nos ha invitado a una celebración; este acto perdería su sentido más vivo y hondo si no logramos que sea también un acto de reflexión y un examen de conciencia. La fecha que nos convoca es, simultáneamente, luminosa y sombría.

Esos días del verano de 1937 dibujan en nuestras memorias una sucesión de figuras intensas, apasionadas y contradictorias, afirmaciones que se convierten en negaciones, heroísmo y crueldad, lucidez y obcecación, lealtad y perfidia, ansia de libertad y culto a un déspota, independencia de espíritu y clericalismo – todo resuelto en una interrogación. Sería presuntuoso pensar que podemos responder a esa pregunta. Es la misma que se hacen los hombres desde el comienzo de la historia, sin que nunca nadie haya podido contestarla del todo. Sin embargo, tenemos el deber de formularla con claridad y tratar de contestarla con valentía. No buscamos una respuesta total, definitiva: buscamos luces, vislumbres, indicios, sugerencias. Queremos comprender y para comprender se requieren intrepidez y claridad de espíritu. Además y esencialmente: piedad e ironía. Son las formas gemelas y supremas de la comprensión. La sonrisa no aprueba ni condena: simpatiza, participa; la piedad no es lástima ni conmiseración: es fraternidad. La pregunta a que nos enfrentamos puede formularse de varias maneras. Una de ellas es la siguiente: ¿conmemoramos una victoria o una derrota? En otros términos: ¿quién ganó realmente la guerra? No es fácil que la respuesta que demos, cualquiera que sea, conquiste el asentimiento general. Sin embargo, algo podemos y debemos decir. En primer lugar: no ganaron la guerra los agentes activos externos, es decir, Hitler, Mussolini, Stalin. Tampoco los pasivos: las democracias de Occidente que abandonaron a la

República española y así precipitaron la Segunda Guerra y su propia pérdida. ¿Ganaron la guerra Franco y sus partidarios? Aunque triunfaron en los campos de batalla, conquistaron el poder y rigieron a España durante muchos años, su victoria se ha transformado en derrota. La España de hoy no se reconoce en la que intentaron edificar Franco y sus partidarios; incluso puede decirse que es su negación. El Frente Popular, por su parte, no sólo perdió la guerra sino que muchas de sus ideas, concepciones y proyectos tienen hoy poca vigencia histórica. Entonces, ¿nadie ganó? La respuesta es sorprendente: los verdaderos vencedores fueron otros. En 1937 dos instituciones parecían heridas de muerte, aniquiladas primero por la violencia ideológica de unos y otros, después por la fuerza bruta: las dos resucitaron y son hoy el fundamento de la vida política y social de los pueblos de España. Me refiero a la Democracia y a la Monarquía constitucional. ¿Quiénes entre nosotros, los escritores que nos reunimos en Valencia hace medio siglo, habrían podido adivinar cuál sería el régimen constitucional de España en 1987 y cuál sería su Gobierno? No debe extrañarnos esta ceguera: el porvenir es impenetrable para los hombres. Pero en todas las épocas hay unos cuantos clarividentes. Después de la Segunda Guerra Mundial viví en París por una larga temporada. En 1946 conocí al líder socialista español Indalecio Prieto. Aunque lo había oído varias veces en España y en México, sólo hasta entonces tuve ocasión de hablar con él, a solas, en dos ocasiones. Prieto estaba en París, como

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muchos otros dirigentes desterrados, en espera de un cambio en la política internacional de las potencias democráticas que favoreciese a su causa. Yo trabajaba en la Embajada de México. Se me ocurrió que esa extraordinaria concentración de personalidades, pertenecientes a los distintos partidos políticos enemigos de Franco, era propicia para tener una idea más clara de los proyectos de la oposición y de las distintas fuerzas que, en su interior, buscaban la supremacía. Conversé con varios dirigentes pero en sus palabras –cautas o apasionadas, inteligentes o retóricas– no encontré nada nuevo: sus ideas y posiciones eran las que todos conocíamos. No así Prieto. Durante dos horas –era prolijo y le gustaba remachar sus ideas– me expuso sus puntos de vista: el único régimen viable y civilizado para España era una Monarquía constitucional con un Primer Ministro Socialista. Las otras soluciones desembocaban, unas, en el caos civil y, otras, en la prolongación de la dictadura reaccionaria. Su solución, en cambio, no sólo aseguraba el tránsito hacia un régimen democrático estable sino que abría las puertas a la reconciliación nacional. En aquellos años la “democracia formal”, como se decía entonces, me parecía una trampa; en cuanto a la monarquía: era una reliquia o una excentricidad británica. Las palabras de Prieto me abrieron los ojos y vislumbré realidades que me habían ocultado las anteojeras ideológicas. Hice un resumen de mi conversación con el líder socialista, agregué una imprudente sugerencia personal: tal vez el Gobierno

de México debería orientar su política española en la dirección apuntada por Prieto y presenté mi escrito a uno de mis superiores. Era un hombre inteligente aunque demasiado seguro de sus opiniones. Leyó mis páginas entre asombrado y divertido. Tras un momento de silencio me las devolvió murmurando: curioso pero superfluo ejercicio literario. La historia es un teatro fantástico: las derrotas se vuelven victorias, derrotas las victorias, los fantasmas ganan batallas, los decretos del filósofo coronado son más despóticos y crueles que los caprichos del príncipe disoluto. En el caso de la guerra civil española, la. victoria de nuestros enemigos se volvió ceniza pero muchas de nuestras ideas y proyectos se convirtieron en humo. Nuestra visión de la historia universal, quiero decir: la idea de una Revolución de los oprimidos destinada a instaurar un régimen mundial de concordia entre los pueblos y de libertad e igualdad entre los hombres, fue quebrantada gravemente. La idea revolucionaria ha sufrido golpes mortales; los más duros y devastadores no han sido los de sus adversarios sino los de los revolucionarios mismos: allí donde han conquistado el poder han amordazado a los pueblos. No me extenderé sobre este tema: se ha convertido en un tópico de predicadores, evangelistas y nigromantes. En cambio, sí deseo subrayar que el predicamento del Congreso de 1937 no es esencialmente distinto al nuestro. Sobre esto vale la pena detenerse un momento. Hoy como ayer las circunstancias son cambiantes, las ideas

relativas, impura la realidad. Pero no podemos cerrar los ojos ante lo que ocurre: la amenaza de la llamarada atómica, las devastaciones del ámbito natural, el galope suicida de la demografía, las convulsiones de los pueblos empobrecidos de la periferia del mundo industrial, la guerra transhumante en los cinco continentes, las resurrecciones aquí y allá del despotismo, la proliferación de la violencia de los de arriba y los de abajo... Además, los estragos en las almas, la sequía de las fuentes de la solidaridad, la degradación del erotismo, la esterilidad de la imaginación. Nuestras conciencias son también el teatro de los conflictos y desastres de este fin de siglo. La realidad que vemos no está afuera sino adentro: estamos en ella y ella está en nosotros. Somos ella. Por esto no es posible desoír su llamado y por esto la historia no es sólo el dominio de la contingencia y el accidente: es el lugar de la prueba. Es la piedra de toque. La historia no es otra cosa que nuestro diario vivir con, frente y entre nuestros semejantes. Vivir con nosotros mismos es convivir con los otros. Los poderes despóticos mutilan nuestro ser cada vez que suprimen nuestra dimensión política. No somos plenamente sino en los otros y con los otros: en la historia. Al mismo tiempo, vivir nada más en y para la historia no es vivir realmente. Aparte de nuestra vida íntima –que es intransferible y, me atrevo a decir, sagrada– para que la historia se cumpla debe desplegarse en un dominio más allá de ella misma. La historia es sed de totalidad, hambre de más allá. Llamad como queráis a ese

más allá: la historia acepta todos los nombres pero no retiene ninguno. Esta es su paradoja mayor: sus absolutos son cambiantes, sus eternidades duran un parpadeo. No importa: sin ese más allá, el instante no es instante ni la historia es historia. Desde el principio vivimos en dos órdenes paralelos y separados por un precipicio: el aquí y el allá, la contingencia y la necesidad. O como decían los escolásticos: el accidente y la substancia. En el pasado los dos órdenes estaban en perpetua comunicación. Las decisiones que pedía el ahora relativo se inspiraban en los principios y los preceptos de un más allá invulnerable a la erosión de la historia. El río del tiempo reflejaba la escritura del cielo. Una escritura de signos eternos, legibles para todos a pesar de la turbulencia de la corriente. La Edad Moderna sometió los signos a una operación radical. Los signos se desangraron y el sentido se dispersó: dejó de ser uno y se volvió plural. Ambigüedad, ambivalencia, multiplicidad de sentidos, todos válidos y contradictorios, todos temporales. El hombre descubrió que la eternidad era la máscara de la nada. Pero el descrédito del más allá no anuló su necesidad. El hueco fue ocupado por otros sucedáneos y cada nuevo sistema se convirtió, transitoriamente, en un principio suficiente, un fundamento. Las doctrinas más disímbolas –incluso aquellas que explícitamente declararon ser no una filosofía sino un método– inspiraron y justificaron toda suerte de actos y decisiones temporales como si fuesen verdades intemporales.

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Los dos órdenes subsisten, aunque uno de ellos, el principio rector, periódicamente es destronado por un principio rival. Los puentes entre los dos órdenes se han vuelto apenas transitables; no sólo son demasiado frágiles sino que con frecuencia se derrumban. Ante la situación contemporánea podríamos exclamar como Baudelaire en Rêve Parisien: “¡terrible novedad!” Él lo dijo ante un paisaje geométrico en el que se habían desvanecido todas las formas vivas, incluso las del “vegetal irregular”, mientras que para nosotros la novedad es terrible porque el paisaje histórico, el teatro de nuestros actos y pensamientos, se desmorona continuamente: no tiene fondo, no tiene fundamento. Estamos condenados a saltar de un orden a otro y ese salto es siempre mortal. Estamos condenados a equivocarnos. Quisimos ser los hermanos de las víctimas y nos descubrimos cómplices de los verdugos, nuestras victorias se volvieron derrotas y nuestra gran derrota quizá es la semilla de una victoria que no verán nuestros ojos. Nuestra condenación es la marca de la modernidad. Y más: es el estigma del intelectual moderno. Estigma en el doble sentido de la palabra: marca de santidad y marca de infamia. Mientras reflexionaba sobre este enigma, que habría apasionado a Calderón y a Tirso de Molina pues no es otro que el misterio de la libertad, recordé las páginas indignadas que dedica Schopenhauer a Dante y al Canto XXXIII del Infierno. Es el canto que describe el Cocito, el círculo noveno, donde penan los traidores. Es la parte más profunda del averno, la región del

hielo. Los traidores a la hospitalidad sufren un tormento atroz: el frío cristaliza sus lágrimas y así su pena misma les impide dar rienda suelta a su sufrimiento. Llorar es un alivio y no poder llorar es una pena doble. Uno de los condenados le pide a Dante que limpie sus ojos; el poeta consiente, a cambio de conocer su nombre y su historia. Una vez terminado su relato, el desdichado le dice: “y ahora tiéndeme la mano y abre mis ojos”. Pero Dante se niega: la moral –o como él dice: la cortesía–, le exige ser villano con el pecador. Schopenhauer no se contiene: “Dante no cumple con la palabra que ha dado porque le parece inadmisible aliviar, así sea levemente, una pena impuesta por Dios... Ignoro si esas acciones son frecuentes en el cielo y si allá son consideradas meritorias; aquí en la tierra a cualquiera que se porte así lo llamamos un truhán.” Y agrega: “Esto demuestra qué difícil es fundar una ética en la voluntad de Dios: el bien se vuelve mal y el mal se vuelve bien en un cerrar de ojos.” No se equivocaba Schopenhauer pero una ética fundada en otros principios, por ejemplo: en los suyos, está expuesta a las mismas dificultades. La incongruencia nos acompaña como el gusano al fruto enfermo. Una y otra vez los filósofos han intentado descubrir un principio inmune al cambio. Creo que ninguno lo ha logrado. De otro modo lo sabríamos: sería incomprensible que un descubrimiento de esta magnitud no hubiese sido compartido por el resto de los hombres. Si las construcciones de la Metafísica han probado ser no más sino

menos sólidas que las revelaciones religiosas, ¿qué nos queda? Tal vez ese principio que es el origen de la Edad Moderna: la duda, la crítica, el examen. No sé si los filósofos encuentren pertinente mi respuesta pero sospecho que, por lo menos, Montaigne no la desaprobaría enteramente. No pretendo convertir a la crítica en un principio inmutable y autosuficiente; al contrario, el primer objeto de la crítica debe ser la crítica misma. Añado, además, que el ejercicio de la crítica nos incluye a nosotros mismos. Aunque la crítica no es un principio autosuficiente como pretendían serlo los de la Metafísica tradicional, su práctica tiene dos ventajas. La primera: restablece la circulación entre los dos órdenes pues examina cada uno de nuestros actos y los limpia de su fatal propensión a convertirse en absolutos o en deducciones de un principio absoluto. Una propensión casi siempre inadvertida por nosotros y que es la fuente principal de la iniquidad. La segunda: la crítica crea una distancia entre nosotros y nuestros actos; quiero decir: nos hace vernos y así nos convierte en otros – en los otros. Insertar a los otros en nuestra perspectiva es trastornar radicalmente la relación tradicional: lo que cuenta ya no es la voluntad de Dios, sea justa o injusta, sino la súplica del condenado que nos pide abrir sus ojos. Dejamos de ser los servidores de un principio absoluto sin convertirnos en los cómplices de un cínico relativismo. El Congreso de 1937 fue un acto de solidaridad con unos hombres empeñados en una lucha mortal contra un enemigo mejor armado y sostenido

por poderes injustos y malignos. Unos hombres abandonados por aquellos que deberían haber sido sus aliados y defensores: las democracias de Occidente. El Congreso estaba movido por una ola inmensa de generosidad y de auténtica fraternidad; entre los escritores participantes muchos eran combatientes, algunos habían sido heridos y otros morirían con las armas en la mano. Todo esto –el amor, la lealtad, el valor, el sacrificio– es inolvidable y en esto reside la grandeza moral del Congreso. ¿Y su flaqueza? En la perversión del espíritu revolucionario. Olvidamos que la Revolución había nacido del pensamiento crítico; no vimos o no quisimos ver que ese pensamiento se había degradado en dogma y que, por una transposición moral y política que fue también una regresión histórica, al amparo de las ideas revolucionarias se amordazaba a los opositores, se asesinaba a los revolucionarios y a los disidentes, se restauraba el culto supersticioso a la letra de la doctrina y se lisonjeaba de manera extravagante a un autócrata. Olvidamos a nuestros maestros, ignoramos a nuestros predecesores. Otras generaciones y otros hombres habían sostenido que el derecho a la crítica es el fundamento del espíritu revolucionario. En 1865, para defenderse de los ataques que había desatado su historia de la Revolución Francesa, Edgard Quinet escribía estas palabras que pueden aplicarse a nuestra actitud en 1937: “Se ha hecho la crítica del entendimiento y de la razón, ¿diréis que la hicieron los enemigos de la razón humana? Del mismo modo, si yo hago la crítica de la Revolución, señalando sus

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errores y sus limitaciones, ¿me acusaréis de ser un enemigo de la Revolución? Si el espíritu crítico hoy examina sin tapujos los dogmas religiosos y los Evangelios, ¿no es sorprendente que se pretenda suprimir el examen de los dogmas revolucionarios y el del gran libro del terrorismo? En nombre de la Revolución se quiere extirpar el espíritu crítico. Tened cuidado: así acabaréis también con la Revolución.” Unos días antes de la apertura del Congreso apareció en París un pequeño libro de André Gide: Retoques a mi regreso de la URSS. Era una reiteración y una justificación de un libro anterior, en el que expresaba su sobresalto ante lo que había visto y oído en Rusia. Las críticas de Gide eran moderadas; más que críticas eran reconvenciones de un amigo. Pero Gide fue maltratado y vilipendiado en el Congreso; incluso se le llamó “enemigo del pueblo español”. Aunque muchos estábamos convencidos de la injusticia de aquellos ataques y admirábamos a Gide, callamos. Justificamos nuestro silencio con los mismos especiosos argumentos que denunciaba Quinet en 1865. Así contribuimos a la petrificación de la Revolución. El caso de Gide no fue el único. Hubo otros ejemplos de independencia moral. En la memoria de todos ustedes están, sin duda, los nombres de George Orwell y de Simone Weil, que se atrevieron a denunciar, sin mengua de su lealtad, los horrores y los crímenes cometidos en la zona republicana. En el otro lado también fue admirable la reacción del católico Georges Bernanos, autor de un libro estremecedor: Los grandes cementerios

bajo la luna y, más tarde, la del poeta falangista Dionisio Ridruejo. En el Congreso apenas si se discutieron los temas propiamente literarios. Era natural: la guerra estaba en todas partes. Pero hubo excepciones. Algunos creíamos en la libertad del arte y nuestras opiniones nos enfrentaban a los partidarios del “realismo socialista”. Hace unos días, al hojear el número que Hora de España dedicó al Congreso, volví a leer la Ponencia que presentó Arturo Serrano Plaja, su autor principal, en nombre de un grupo de jóvenes escritores españoles. Ese texto fue para nosotros el punto de partida de una larga campaña en defensa de la libre imaginación. Lo recuerdo ahora porque la libertad de expresión está en peligro siempre. La amenazan no sólo los Gobiernos totalitarios y las dictaduras militares, sino también, en las democracias capitalistas, las fuerzas impersonales de la publicidad y el mercado. Someter las artes y la literatura a las leyes que rigen la circulación de mercancías es una forma de censura no menos nociva y bárbara que la censura ideológica. La tradición de nuestra literatura ha sido, desde el siglo XVIII, la tradición de la crítica, la disidencia y la ruptura; no necesito enumerar las sucesivas rebeliones artísticas, filosóficas y morales de los poetas y los escritores, del romanticismo a nuestros días. El arte que ha sufrido más por el mercantilismo actual ha sido la poesía, obligada a refugiarse en las catacumbas de la sociedad de consumo. Pero las otras formas literarias también han sido dañadas, especialmente la novela, objeto de una degradante especulación

publicitaria. Ante esta situación es saludable recordar que nuestra literatura comenzó con un No a los poderes sociales. La negación y la crítica fundaron a la Edad Moderna. Mis impresiones más profundas y duraderas de aquel verano de 1937 no nacieron del trato con los escritores ni de las discusiones con mis compañeros acerca de los temas literarios y políticos que nos desvelaban. Me conmovió el encuentro con España y con su pueblo: ver con mis ojos y tocar con mis manos los paisajes, los monumentos y las piedras que yo, desde la niñez, conocía por mis lecturas y por los relatos de mis abuelos; trabar amistad con los poetas españoles, sobre todo con aquellos que estaban cerca de la revista Hora de España –una amistad que no ha envejecido, aunque más de una vez haya sido rota por la muerte–; en fin y ante todo, el trato con los soldados, los campesinos, los obreros, los maestros de escuela, los periodistas, los muchachos y las muchachas, los viejos y las viejas. Con ellos y por ellos aprendí que la palabra fraternidad no es menos preciosa que la palabra libertad: es el pan de los hombres, el pan compartido. Esto que digo no es una figura literaria. Una noche tuve que refugiarme con unos amigos en una aldea vecina a Valencia mientras, la aviación enemiga, detenida por las baterías antiaéreas, descargaba sus bombas en la carretera. El campesino que nos dio albergue, al enterarse de que yo venía de México, un país que ayudaba a los republicanos, salió a su huerta a pesar del bombardeo, cortó un melón y, con un pedazo de pan y un jarro de vino, lo compartió con nosotros.

Podría relatar otros episodios pero prefiero, para terminar, evocar un incidente que me marcó hondamente. En una ocasión visité con un pequeño grupo –Stephen Spender, aquí presente, lo recordará pues era uno de nosotros– la Ciudad Universitaria de Madrid, que era parte del frente de guerra. Guiados por un oficial recorrimos aquellos edificios y salones que habían sido aulas y bibliotecas, transformados en trincheras y puestos militares. Al llegar a un amplio recinto, cubierto de sacos de arena, el oficial nos pidió, con un gesto, que guardásemos silencio. Oímos del otro lado del muro, claras y distintas, voces y risas. Pregunté en voz baja: ¿quiénes son? Son los otros, me dijo el oficial. Sus palabras me causaron estupor y, después, una pena inmensa. Había descubierto de pronto –y para siempre– que los enemigos también tienen voz humana. de Itinerario (1993) Mi experiencia española fue varia y vasta. Apenas si puedo detenerme en ella: no escribo un libro de memorias. La intención de estas páginas es trazar, rápidamente, los puntos principales de un itinerario político. En otros escritos he señalado lo que significaron para mí los días exaltados que pasé en España: el aprendizaje de la fraternidad ante la muerte y la derrota; el encuentro con mis orígenes mediterráneos; el darme cuenta de que nuestros enemigos también son seres humanos; el descubrimiento de la crítica en la esfera de la moral y la

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política. Descubrí que la revolución era hija de la crítica y que la ausencia de crítica había matado a la revolución. Pero ahora cuento la historia de una búsqueda y por esto, en lo que sigue, me referiré sobre todo a aquellos incidentes que despertaron en mí ciertas dudas. Aclaro: no dudas acerca de la justicia de nuestra causa sino de la moralidad de los métodos con los que se pretendía defenderla. Esas dudas fueron el comienzo de mi descubrimiento de la crítica, nuestra única brújula moral lo mismo en la vida privada que en la pública. A diferencia de los antiguos principios religiosos y metafísicos, la crítica no es un absoluto; al contrario, es el instrumento para desenmascarar a los falsos absolutos y denunciar sus atropellos... Antes de continuar debo repetir que mis dudas no me cerraron los ojos ante la terrible grandeza de aquellos días, mezcla de heroísmo y crueldad, ingenuidad y lucidez trágica, obtuso fanatismo y generosidad. Los comunistas fueron el más claro y acabado ejemplo de esa dualidad. Para ellos la fraternidad entre los militantes era el valor supremo, aunque supeditada a la disciplina. Sus batallones y sus milicias eran un modelo de organización y en sus acciones mostraron que sabían unir la decisión más valerosa a la inteligencia táctica. Hicieron de la eficacia su dios –un dios que exigía el sacrificio de cada conciencia. Pocas veces tantas buenas razones han llevado a tantas almas virtuosas a cometer tantas acciones inicuas. Misterio admirable y abominable.

Mi primera duda comenzó en el tren que me llevó a Barcelona. Nosotros, los mexicanos y los cubanos (Juan Marinello y Nicolás Guillén), habíamos llegado un día más tarde a París. Allí se unieron al grupo Pablo Neruda, Stephen Spender, el escritor ruso Iliá Ehrenburg y otros. Al caer la tarde, cuando nos aproximábamos a Portbou, Pablo Neruda nos hizo una seña a Carlos Pellicer y a mí. Lo seguimos al salón-comedor; allí nos esperaba Ehrenburg. Nos sentamos a su mesa y, a los pocos minutos, se habló de México, un país que había interesado a Ehrenburg desde su juventud. Lo sabía y le recordé su famosa novela, Julio Jurenito, que contiene un retrato de Diego Rivera. Se rió de buena gana, refirió algunas anécdotas de sus años en Montparnasse y nos preguntó sobre el pintor y sus actividades. Habían convivido en París antes de la Revolución rusa. A Ehrenburg no le gustaba realmente la pintura de Diego aunque le divertía el personaje. Pellicer le contestó diciéndole que era muy amigo suyo y habló con admiración de la colección de arte precolombino que Diego había formado. Después relató con muchos detalles que un poco antes de salir hacia España había cenado con él, en su casa –una cena inolvidable–, y que, entre otras cosas, Diego le había contado que Trotski se interesaba mucho en el arte prehispánico. Neruda y yo alzamos las cejas. Pero Ehrenburg pareció no inmutarse y se quedó quieto, sin decir nada. Quise entrar al quite y comenté con timidez: “Sí, alguna vez dijo, si no recuerdo mal, que le habría gustado ser crítico de arte...” Ehrenburg sonrió levemente y asintió con un

movimiento de cabeza, seguido de un gesto indefinible (¿de curiosidad o de extrañeza?). De pronto, con voz ausente, murmuró: “Ah, Trotski...” Y dirigiéndose a Pellicer: “Usted, ¿qué opina?” Hubo una pausa. Neruda cambió conmigo una mirada de angustia mientras Pellicer decía, con aquella voz suya de bajo de ópera: “¿Trotski? Es el agitador político más grande de la historia... después, naturalmente, de San Pablo”. Nos reímos de dientes afuera. Ehrenburg se levantó y Neruda me dijo al oído: “El poeta católico hará que nos fusilen...” La chusca escena del tren debería haberme preparado para lo que vería después: ante ciertos temas y ciertas gentes lo más cuerdo es cerrar la boca. Pero no fui prudente y, sin proponérmelo, mis opiniones y parece- res despertaron recelos y suspicacias en los beatos, sobre todo entre los miembros de una delegación de la LEAR que llegó a España un poco después. Esas sospechas me causaron varias dificultades que, por fortuna, pude allanar: mis inconvenientes opiniones eran privadas y no ponían en peligro la seguridad pública. Fui objeto, eso sí, de advertencias y amonestaciones de unos cuantos jerarcas comunistas y de los reproches amistosos de Mancisidor. El escritor Ricardo Muñoz Suay, muy joven entonces, ha recordado que algún dirigente de la Alianza de Intelectuales de Valencia le había recomendado que me vigilase y tuviese cuidado conmigo, pues tenía inclinaciones trotskistas. La acusación era absurda. Cierto, yo me negaba a aceptar que Trotski fuese agente de Hitler, como lo proclamaba la

propaganda de Moscú, repetida por los comunistas en todo el mundo; en cambio, creía que la cuestión del día era ganar la guerra y derrotar a los fascistas. Ésa era, precisamente, la política de los comunistas, los socialistas y los republicanos; la tesis contraria –sostenida por muchos anarquistas, el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) y la Cuarta Internacional (trotskista)– consistía en afirmar que la única manera de ganar la guerra era, al mismo tiempo, “hacer la revolución”. Esta hipótesis me parecía condenada de antemano por la realidad. Pero en aquellos días la más leve desviación en materia de opiniones era vista como “trotskísmo”. Convertida en espantajo, la imagen de Trotski desvelaba a los devotos. La sospecha los volvía monomaniacos... Regreso a mi cuento. En Valencia y en Madrid fui testigo impotente de la condenación de André Gide. Se le acusó de ser enemigo del pueblo español, a pesar de que desde el principio del conflicto se había declarado fervoroso partidario de la causa republicana. Por ese perverso razonamiento que consiste en deducir de un hecho cierto otro falso, las críticas más bien tímidas que Gide había hecho al régimen soviético en su Retour de I’URSS lo convirtieron ipso facto en un traidor a los republicanos. No fui el único en reprobar estos ataques, aunque muy pocos se atrevieron a expresar en público su inconformidad. Entre los que compartían mis sentimientos se encontraba un grupo de escritores cercanos a la revista Hora de España: María Zambrano, Arturo Serrano Naja, Ramón Gaya, Juan Gil-Albert, Antonio

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Sánchez Barbudo y otros. Pronto fueron mis amigos. Me unía a ellos no sólo la edad sino los gustos literarios, las lecturas comunes y nuestra situación peculiar frente a los comunistas. Oscilábamos entre una adhesión ferviente y una reserva invencible. No tardaron en franquearse conmigo: todos resentían y temían la continua intervención del Partido Comunista en sus opiniones y en la marcha de la revista. Algunos de sus colaboradores –los casos más sonados habían sido los de Luis Cernuda y León Felipe– incluso habían sufrido interrogatorios. Los escritores y los artistas vivían bajo la mirada celosa de unos comisarios transformados en teólogos. Los censores vigilaban a los escritores pero las víctimas de la represión eran los adversarios ideológicos. Si era explicable y justificable el combate contra los agentes del enemigo, ¿también lo era aplicar el mismo tratamiento a los críticos y opositores de izquierda, fuesen anarquistas, socialistas o republicanos? La desaparición de Andreu Nin, el dirigente del POUM nos conmovió a muchos. Los cafés eran, corno siempre lo han sido, lugares de chismorreos pero también fuentes de noticias frescas. En uno de ellos pudimos saber lo que no decía la prensa: un grupo de socialistas y laboristas europeos había visitado España para averiguar, sin éxito, el paradero de Nin. Para mí era imposible que Nin y su partido fuesen aliados de Franco y agentes de Hitler. Un año antes había conocido, en México, a una delegación de jóvenes del POUM; sus puntos de vista, expuestos con lealtad

por ellos, no ganaron mi adhesión pero su actitud conquistó mi respeto. Estaba tan seguro de su inocencia que habría puesto por ellos las manos en el fuego. A pesar de la abundancia de espías e informadores, en los cafés y las tabernas se contaban, entre rumores y medias palabras, historias escalofriantes acerca de la represión. Algunas eran, claramente, fantasías pero otras eran reales, demasiado reales. Ya he referido en otro escrito mi única y dramática entrevista con José Bosch, en Barcelona. Vivía en la clandestinidad, perseguido por su participación en los sucesos de mayo de ese año. Su suerte era la de muchos cientos, tal vez miles, de antifascistas. El estallido de la guerra desató el terror en ambos bandos. En la zona de Franco el terror fue, desde el principio, obra de la autoridad y de sus instrumentos, la policía y el ejército. Fue una violencia institucional, por decirlo así, y que se prolongó largos años después de su victoria. El terror franquista no fue solamente un arma de combate durante la guerra sino una política en tiempo de paz. El terror en la zona republicana fue muy distinto. Primero fue popular y caótico; desarticulado el gobierno e impotentes los órganos encargados de mantener el orden, el pueblo se echó a la calle y comenzó a hacerse justicia por su mano. Esos improvisados y terribles tribunales populares fueron instrumentos tanto de venganzas privadas como de la liquidación de los enemigos del régimen republicano. El fúnebre ingenio popular llamó “paseos” a las ejecuciones sumarias. Las víctimas –los enemigos

reales o supuestos– eran sacadas cada noche de sus casas por bandas de fanáticos, sin órdenes judiciales; sentenciadas en un cerrar de ojos, las fusilaban en callejas y lugares apartados. La caminata al lugar de la ejecución era el “paseo”. El gobierno republicano logró restablecer el orden y en 1937 los “paseos” ya habían desaparecido. Pero los sucesivos gobiernos republicanos que, a la inversa de los franquistas, nunca tuvieron control completo de la situación, fueron otra vez desbordados. La violencia anárquica fue substituida por la violencia organizada del Partido Comunista y de sus agentes, casi todos infiltrados en el Servicio de Información Militar (SIM). Muchos de esos agentes eran extranjeros y todos pertenecían a la policía soviética. Entre ellos se encontraban, como después se supo, los asesinos de Nin. Los gobiernos republicanos, abandonados por las democracias occidentales en el exterior y, en el interior, víctimas de las luchas violentas entre los partidos que constituían el Frente Popular, dependían más y más de la ayuda soviética. A medida que la dependencia de la URSS aumentaba, crecía la influencia del Partido Comunista Español. Al amparo de esta situación, la policía soviética llevó a cabo en territorio español una cruel política de represión y de exterminio de los críticos y opositores de Stalin. Todo esto perturbó mi pequeño sistema ideológico pero no alteró mis sentimientos de adhesión a la causa de los “leales”, como se llamaba entonces a los republicanos. Mi caso no es insólito: es frecuente la oposición entre lo que

pensamos y lo que sentimos. Mis dudas no tocaban el fundamento de mis convicciones: la revolución me seguía pareciendo, a despecho de las desviaciones y rodeos de la historia, la única puerta de salida del impasse de nuestro siglo. Lo discutible eran los medios y los métodos. Como una respuesta inconsciente a mis incertidumbres ideológicas, se me ocurrió alistar en el ejército como comisario político. La idea me la había sugerido María Teresa León, la mujer de Alberti. Fue una aberración. Hice algunas gestiones pero la manera con que fui acogido me desanimó; me dijeron que carecía de antecedentes y, sobre todo, que me faltaba lo más importante: el aval de un partido político o de una organización revolucionaria. Era un hombre sin partido, un mero “simpatizante”. Alguien en una alta posición (Julio Alvarez del Vayo) me dijo con cordura: “Tú puedes ser más útil con una máquina de escribir que con una ametralladora”. Acepté el consejo. Regresé a México, realicé diversos trabajos de propaganda en favor de la República española y participé en la fundación de El Popular; un periódico que se convirtió en el órgano de la izquierda mexicana. Pero el hombre propone y Dios dispone. Un dios sin rostro y al que llamamos destino, historia o azar. ¿Cuál es su verdadero nombre?