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alieron Susana y Juan Patricio del rancho y caminaron largo rato en silencio, atravesando los sombrados. Clareaba el día, entre una modorra

de niebla y de vaho húmedo y tibio. El valle, cuadriculado en campos de cañas y en maizales, descendía con leve inclinación al río. Subiendo la rampa, guiaban hacia los edificios y corrales de la finca por una senda estrecha, trazada como una línea de tiza en el verdor obscuro de las sementeras. Cerca de ellos, a un lado del camino, gorgoteaba el hilo de agua de una acequia, gargajeaban los pájaros saltando entre las ramas de los árboles crecidos en medio de los canteros, y lagrimeaban las hojas y las altas hierbas claras gotas de rocío. La brisa traía, intermitente, el rubio de máquinas funcionando, rugidos de vacas, gritos de jayanes, multiplicados raídos que anunciaban el despertar.

Juan Patricio miró el horizonte: el cielo invernizo de color ceniciento se aclaraba lentamente; el sol, oculto por un espeso celaje, pintaba un rebordo rojizo en la crestería redonda de los montes de Cubiro; las brumas bajas ocultaban las copas de los árboles en las cercanas colinas; brillaba la estrella de una hoguera. El hombre, señalándole, dijo a su compañera: - La casa de Juan - La casa de Juan — repitió ella con voz lenta y cantarina.

Continuaron andando sin hablarse. Se acentuaban los rumores, cobrando vida plena, precisándose unos de otros. Los jornaleros llegados empezaban a remover la tierra, a cortar la caña, al escarbar en los plantíos se oía el traqueteo de carros en marcha, el tintineo metálico de las azadas, el desyerbarse de las raíces, y sonaba el golpe rítmico de los machetes tronchando los morados talles medulosos, llenos de licor azucarado.

Terminaba la estrecha senda, enfilando por un callejón sombroso orillado de camburales; caminaban presurosos, saltando pequeños baches, evitando el barro negro de los anchos carriles. Se cruzaron con las carretas que bajaban en busca de carga, una yunta de bueyes barrosa, obscuro y conalón el uno, sardo con greñas el otro, tiraba del primer carro. Un zambo viejo de cerdosa pelambrera gris, saludó: - Adiós Patricio; te cogió el sol. - Adiós Michú, ¿y el amo? - Todavía no se ha levantao

Una mueca de satisfacción conmovió el rostro del hombre, mestizo lampiño, de ojos indios, tristes y hondos. Alargó más el paso, deseoso de llegar pronto. Susana le seguía, remangadas la falda roja y la blanca enagua, exhibiendo morena y apetecible la carne henchida de la pantorrilla. Tenía la piel del rostro atezada por el sol, manchada con diminutos racimos de pecas, pero era una cara fina, en la cual abrían sobre las hileras de menudos dientes unos labios rojos y sensuales; el cabello negro y las pupilas de un claro matiz verde hacían contraste. Al saltar, vibraban los pechos, y turgentes, y el recogido traje se ajustaba a la curva briosa de las caderas.

Hijo de una antigua criada de Don Rómulo Ibarra el dueño de la finca, parecía Juan Patricio un hombre gestado entre dolores. Huérfano de pocos años, sólo conoció a su madre, y socialmente no tuvo quien lo educase y le diera un apellido. Aprendió a trabajar para comer; primero fue pastor de ovejas; luego, mandadero de la hacienda al pueblo, ayudante en el trapiche, caporal de peones; ahora, ordeñador de vacas. Notarlo eximido ahora de las más rudas faenas del cultivo, lo consideraban los místicos era prueba de ciertas afinidad consanguínea. Sin embargo, cuando chico no le habían faltado, como a todos los pilluelos sus compañeros, los golpes y privaciones; en veces anduvo errante, alimentándose de frutas y de sobras de comidas en las vecinas propiedades, durmiendo en caballerizas y bagacoras, o bajo los soportales, en las pulperías de los caminos, aterido de frío y de congojo, en promiscuidad con malas mujeres, arrieros y jayanes, olientes a chimó y aguardiente, que le maltrataban e injuriaban con frecuencia.

Encogido y laborioso, no se alejó nunca del lugar nativo, temeroso de abandonarse completamente a su suerte, y creció indiferente a las sugestiones de la ambición, acogido a la creencia estoica y fatalista de que había nacido para ser pobre.

Únicamente Brígida Pérez pudo saber cómo fue engendrado y parida su hija; las torpes lenguas malicientes no hallaron a quien acomodarle la paternidad de Susana. Las pupilas color de mar parecían denunciar a un castillo: ¿pero cuál? Eran cinco y todos usaban para sus hijos el mismo tinte marino, e igual Macías Goyo y otros muchos, como que eran productos de los numerosos cruzamientos realizados en las indígenas del caserío por Musiú Guillermo, el holandés de origen judío maquinista de Don Rómulo en El Caujaral.

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No se parecía Susana, ni a la madre, una cuarentona de carnes fofas ni a las hermanas, mulatas cerradas, de pelos recios, labios abultados y senos exuberantes, hechas a los trabajos duros y a los concubinatos con carreteros y gañanes. Chicuela de seis años entregándola a una señora del pueblo interesada por ella para dedicarla a distraer a los chiquitines de la casa, que se sucedían unos tras otros. Hizo más tarde oficio de doncellas en un hogar numeroso en hombres, donde a diario cada cual intentaba acariciarla o decirle piropos indecente; en sucesivas colocaciones obtenidas sufrió ataques de señores libidinosos, defensores heroicos de la moral afuera de castos esposos y padres de señoritas casaderas, o fue expulsada por disgustos de la señora, ojeriza de viejas criadas, roturas de platos y copas. Cansada de servir regresó junto a la madre, para la fecha mujer convencional de Rafael Urrieta, un jornalero vicioso y holgazán.

Se sentía aislada en su hogar; Brígida y su amante, frecuentemente ebrios le infundían miedo, asco la sordidez inmunda del rancho; vergüenza el descaro de la familia. Ayudaba mecánicamente en los caseros menesteres, fatigada por la monotonía de los mismos hechos, repetidos a diario. Al pretender buscarse nuevo acomodo de sirvienta, la vieja se opuso; tenía el oculto designio de explotar su juventud.

Vivió así por unos meses los más amargos de su existencia hasta entonces, alegrados apenas por los triunfos de su belleza y su coquetería ciudadana en los bailes y fiestas del lugarejo y de los comarcanos, victoria de vanidad cobradas por las hermanas y mozuelas con riñas y desdenes. Criticaban de ella, pero era la preferida de los bailadores, atraídos por su figura airosa, su risa franca y su actitud avispada, que los engañaba ilusionándoles.

No habían logrado interesar su corazón, ni los jóvenes del pueblo chicoleándola en las calles, ni los mozos campesinos enamorándola con toscas frases, y apenas si Juan Patricio por su trato comedido y por el gran cariño que le manifestaba, obtenía sus simpatías. Pensaba siempre en una vida distinta, en una casa humilde, cómoda y alegre, como los sanos interiores burgueses de empleados e industriados, conocidos durante su permanencia en el Tocuyo, se amaba bastante a sí misma viéndose superior a la mayoría de las muchachas del contorno y de un espíritu más cultivado que el de los labriegos. Ella estaba cierta, cualquiera de aquellos rústicos pretendientes se casaba al insinuárselo, y esto era una honra en el lugar, donde el amancebamiento era cosa natural, pero la

Futura convivencia le horrorizaba; veía un porvenir de miserias, indecencia y malos tratos.

Más bien por instinto o propensión natural a la honradez, que por un propósito deliberado, había rechazado en todo tiempo las proporciones indecorosas de los galanteadores pueblerinos, y su sensualidad adormecida aguardaba el sujeto capaz de despertarla, cuando un día, marcó el rumbo de su incierto porvenir un suceso inesperado.

Fue una tarde de sábado: Rafael Urrieta, cobrado el jornal de la semana regresó alcohólico y rabioso, trabando al llegar una disputa con la querida y las dos mulatas. La voz aguardentosa de hombre y la chillona de las mujeres se mezclaron en alboroto de procacidades, ¡Hubo gritos, patadas e interjecciones tremendas! Finalmente las mujeres huyeron, llorando, mientras el borracho las insultaba, amenazándolas desde la puerta.

Susana estaba ausente y tornó al anochecer seguida de Juan Patricio con quien se encontró en un callejón de la hacienda, al hacer un haz de ramas secas que el mozo se ofreció a llevarle.

Bajaron distraídos, con lento caminar, enamorándola él con ingenuas y cálidas frases. La muchacha se entretenía en coquetear con su adorador, sintiéndose complacida con aquel cariño bien manifestado. Le encontraba menos bruto, más delicado, afectuoso y atento que los otros aldeanos, y le agradaban los ojos negros, de mirar triste, el cabello siempre peinado y la voz imploradora de Juan Patricio.

Les extrañó hallar cerrada la puerta del rancho y no oír la canturía lánguida de las hermanas tendiendo el pan; cedió la hoja al primer empuje, se despidieron, llevándose, él, la dulce impresión del calor de las manos de ella.

Poco había andado cuando un grito angustioso, demandado auxilio, le sobresaltó. Corrió desalando hacia la casa, asentada lejos de toda otra habitación en una vega baja, oyendo antes de entrar estrepito de lucha; voces, gemidos y cacharros rotos.

En la sala, una pieza penumbrosa, roto el traje, temblando mercuriales, los pechos eréctiles, Susana se defendía con uñas, pies y manos de la torpe acometida de Rafael Urrieta, empeñado en hacerla suya. Decidido avanzó entre las sombras Juan Patricio, y propinando al forzador un certero garrotazo en la cabeza, le hizo caer rodando al suelo; tomó en sus brazos a Susana, que pasado el peligro rompió a llorar nerviosamente y escapó con ella al patio.

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Estuvo solicito en tranquilizarla, y quitándole importancia al atentado del borracho, ofreciéndole su protección, su amor, pintándole la felicidad de sus vidas, unidos en mutuo querer. Trabajaría, "pa’ preséntala siempre bien vestía, olorosa a lociones, dándole envidia a las otras por el mutuo cariño que se iban a tené "...Le haría "un ranchito mui bonita, too blanquito de cal, con dos cuartos y una cocinita" donde él tocaría el cuatro toas las tardes "y ella" cantaría esas canciones mui alegres aprendías en la siudá"...

Se sentaron en musgosos troncos a pocos pasos de la choza. Cerraba la noche y las estrellas florecían. Al hablarle, Juan Patricio estrechaba la mano pequeña y con hoyuelos de Susana que había cesado de llorar concluyendo por oírle enternecida, a la vez que él experimentaba vivo placer al palpar la morbidez voluptuosa de las carnes, y al advertir el lánguido abandono con que eran aceptadas sus caricias.

Dentro, en la sala, Rafael Urrieta se movió, pronunciando voces inarticuladas, confusas maldiciones degeneradas en un ronco estertor. Temerosa se apretó Susana contra su protector, que al sentir palpitar estremecido el cuerpo esbelto y nervioso de la moza se alejó, apartándola de la casa, estrechándola entre los brazos.

Ella se dejaba guiar perdida toda voluntad, obscura angustia la embargó al encontrarse en el sendero orillado de árboles inmóviles, camino del albergue de Juan Patricio. Allí, vencida, enamorada a medias, cansada por la lucha anterior, forcejeó débilmente cuando él, enlazándola, buscó sus labios besándolos ansiosamente, de dolor y de gozo, y mientras cedía, el hombre suspiraba con reconcentrada pasión: - Te quiero, mi negra! ¡Mi vida! ¡Mi mamita! ¡Te quiero!

Eso fue un sábado, cosa de cinco o seis meses. Empezaban los rayos del sol a vencer las pardas nubes lluviosas y rodaba

en el aura mañanera el trinar de los pájaros, cuando Susana y Juan Patricio se entraron al corral, donde mugían los becerrillos y las vacas aguardaban el ordeño.

II

n poderoso soplo de alegría había surgido de las sombras y paseaban las tierra, bañándola en oleadas de brisa fresca y bienhechora. Se oían

ruidos de carreteras, rodar isócrono de máquinas, risas retozonas y voces de mando. Olía a mieles cocinadas, al guarapo fermentado de los bagazos aplicados y a estiércol húmedo.

Don Rómulo Ibarra, luego de distribuido el peonaje, reconocía acucioso los trabajos, haciendo requisa personal, cazurro y desconfiado, como todo propietario envejecido en el campo.

Viejo, gordo, alto, de escaso bigote, ojos dormidos de corneas amarillas, adiposa papada y pómulos redondos, vestía blusa y pantalón de recio dril, se ceñía la cintura con ancha faja de cuero negro de la cual pendía siempre un cuchillo envainado y se cubría con un sombrero de "pelo de guama", asegurado por un barboquejo de guaral. Era escaso de palabras y las arrastraba, apocopándolas, y aunque el rostro carecía de expresión enérgica a todos constaba su carácter bien templado y regañón.

Juan Patricio ordeñaba La Maravilla, una vaquita negra con manchas blancas, productos del cruzamiento de yérsey y criolla, merecedora del apodo por el grueso manantial que brotaba la ubre generosa; era su preferencia y con ella terminaba la diaria faena.

Con atenta mirada escudriñó el hacendado para enterarse de la cantidad de leche depositada en los baldes; le disgustó por lo escasa, y al girar la vista observó a Susana Pérez limpiándose con el dorso de la mano blancas señales dejada por la espuma en sus labios; avinagró el gesto, le relampaguearon iracundos los ojos e interrogó, avanzando al centro del corral:

- Patricio, ¿Por qué se está bebiendo mi leche esa mujer? Se levantó el ordeñador con la redonda totuma rebosante, y marchó

callada hacia los tobos con intención de vaciarla. El amo le atajó, furioso;

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- Por qué... ¿vamos a ver? - Es que... Susana anda enferma... y la médica me dijo que le diera una

lechita toas las mañanas. El estar haciendo aquello desde varios días ignorándolo él, le indignó más,

predispuesto por el movimiento de ocultación de Susana; parado antes el rústico, moviendo sus brazos amenazadores con ademanes violentos, desahogó su rabia de avaro en un largo regaño.

Juan Patricio le oía sin moverse, mirando indeciso a un lado y otro, temblándole en la mano hasta derramarse un tanto la colmada escudilla. Le Invadía un hondo sentimiento de vergüenza, al recibir aquella represión, la primera ante su querida.

- ¡Cogerse lo mío sin mi permiso!... ¡Si no ganan con que jartar una mujer no la tengan!... Yo pago mi trabajo y no aguanto que me roben, y tú y todos ¡son un jato e’ ladrones!

Rujió el otro en un despertar de su hombría: - No...¡eso no! - Sí, tú, zambo desagradecido. ¡Ladrón! Se le inyectaron en sangre los ojos al insulto, retrocedió, baja la frente, y de

pronto, barbotando una blasfemia, lanzando la totuma que vació sobre el estiércol la blancura de su contenido, coyó sobre el viejo que vaciló al choque y se desplomó, rastrándole consigo. Se oyó un grito femenino de terror. Dos o tres jornaleros espectadores de la discuta acudieron, y un instante, permanecieron irresolutos. Uno se atrevió a murmurar:

- Dale duro, Patricio. Por un acuerdo tácito, los otros pretendieron ir en socorro del amo, pero y

Juan Patricio se levantaba, desaparecida la rabia que le impulsara; no era un ejecutivo y al ver caído al señor, se aterró de su proceder rebelde.

El hacendado se levantó, ayudado por los peones. Se había congregado un grupo de hombres; estallaban exclamaciones y se hacían comentarios. El agresor; cohibido, falto de voluntad se acercó a Susana cuyos ojos brillaban con relámpagos de fiereza, estaba tranquila y le insinuaba la necesidad de huir.

Al oírla venció su indecisión y le entró un incontratable deseo de escapar. Ya era tarde para hacerlo, le cerraron el paso, y ante la jauría presta a acosarle, él se entregó dócilmente. Le amarraron, los codos contra el cuerpo, sacándole a empellones de la corraliza. Don Rómulo mandó por la policía del campo que llegó a poco; formaban dos negros armados de fusiles cortos y un comisario mulato, falto de un ojo.

Al salir entre sus guardianes por el ancho portalón de la finca, una multitud de mujeres descalzas, mostrando el pecho, las espaldas y los brazos desnudos, y de chiquillos harapientos o en cueros se agolpaba para verle partir. A gritos, Don Rómulo encargó al mal encarado rural: - Decile a mi compadre el General que esta noche voy por allá. Después, la penosa marcha bajo un sol dorado, por un camino barriloso cruzado, de hondos carriles y huellas de cascos, hasta entrar en el pueblo, de empedradas calles llenas de luz, a las puertas de cuyos negocios, clientes y comerciantes se asomaban al verle pasar.

Con el sombrero caído sobre los ojos, y el pantalón, aquel pantalón comprado a costa de tantos sudores, roto en las rodillas; amoratadas las manos por la presión de los cordeles. y en aflicción el ánimo al pensamiento del abandono de Susana embarazada, recorrió la vía principal, entrando al mediodía en la "Cárcel Pública", un caserón de dos pisos al frente, dividido interiormente en dos apartamentos generales y varios calabozos. Las celdas, para los asesinos o los prisioneros políticos detenidos provisionalmente hasta su conducción a los presidios centrales, los patios y corredores para los borrachos, ladrones y camorristas. Chico o seis rostros abotargados asomaron a la reja del zaguán a la entrega del preso al alcalde, hombrecillo rebolludo de grandes mostachos. Le encerraron en una pieza baja, hedionda, con piso de ladrillo y desnuda de todo mueble.

El carcelero, habiéndole hecho algunas preguntas para satisfacción de su curiosidad, corrió el cerrojo, alejándose. Juan Patricio se sentó en el suelo, apoyando la cabeza en las palmas ahuecadas de las manos. En el patio reían y bromeaban los vagabundos caídos en el cepo la noche anterior; un burro rebuznó distante, roncaban persistentes y amortiguadas, las aguas del río Tocuyo, recrecido por las lluvias de diciembre.

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III

los ochos días, transcurridos en soledad espantosa, recibió una visita para consuelo de su espíritu. Susana venía a verlo, obtenido

el permiso ayudaba en sus gestiones por un señor a quien sirviera otrora. Le estrechó emocional las manos a través de la reja, inquiriendo ansioso por su salud. Se hallaba bien; habían vivido desde la fecha del suceso en casa de una vecina caritativa, donde se ayudaban tendiendo arepas para la venta; Don Rómulo la hiciera salir del rancho, y aseguraba estar de acuerdo con los hacendados vecinos para impedir que Juan Patricio encontrase colocación al salir; además ella sabía que le enviarían a trabajar en la carretera.

Siguiendo hablando largo rato, preguntándose con intuitiva noción de socialismo porqué había ricos haciendo vida regalona llevando una existencia miserable y desgraciada, siendo hijos de un mismo Dios.

- Dicen que el Padre Eterno — dijo él, destinista - hace a los ricos con la mano derecha y nos hace a nosotros con la zurda, y por eso nunca tenemos plata y vivimos tal mal y adolecidos.

- Pues ¡que le corten una mano a Dios! — replicó ella, en estallido o de inconformidad.

Se despidieron, prometiéndole Susana verle a diario si le destinaban al trabajo en un camino vecinal. Juan Patricio se estuvo meditando largamente en una casta de hombres que viviría unida y venturosa, gozando de los mismos privilegios, creados por un Dios de una sola mano.

Llegada la noche se durmió regocijado con la interna visión de su intelecto rudo, en el cual se plasmaba una humanidad futura, donde nadie esperaba pronto para todas las bocas, y los niños, ancianos y mujeres tenían a toda hora albergue y sustento.

Y en el suelo duro y frío reposo feliz, olvidadizo del hambre y del maltrato, embaucada la mente por una vaguedad desacertada de esperanzas e ilusiones.

IV

n mes más tarde, ya en libertad, recorría en inverso sentido el camino que hiciera, amarrado y enlodada, aquella mañana de clara luz, en

castigo de haber olvidado todos sus deberes de proletario y haber obedecido a todos sus rebeldes instintos de primitivo.

Se ocultaba el sol; por la amplia carretera, envuelto en polvo se acercaba rápidamente un automóvil haciendo estruendo; pasó, entre un ruido de motor, de risas y cantares, y por un momento sintió Juan Patricio la mordedura del contraste.

Después, un convoy de carros se alargó en la vía; golpeaban los garrotes en las muías, rechinaban las ruedas encauzadas en los carriles, sonajeaban las cadenas de las colleras, juraban los carreteros.

Despertó en su alma el deseo de unirse al tren en marcha; vio abierto ante él, el camino de Barquisimeto, y dilatándose al horizonte creyó contemplar allá en la raya, extendido el llano, ofreciéndole la sugestión de su historia de riquezas fácilmente logradas y de una vida libre y nómada. Siguió un buen rato las carreteras rumiando su inquietud, pero de repente se detuvo acordándose de Susana y del hijo que había de nacer. Sonrió tristemente oyendo alejarse el trabajoso rodar, movió la cabeza con dolorosa expresión contemplando los carros que huían llevándole un ensueño, sintió una languidez tan grande, que en ahíle, y desolado, se dejó caer sobre un ribazo y rompió a llorar.

Desaparecía envuelto en sombras el paisaje, se encendían en el cielo los faros de las almas, y la brisa enredaba remolinos de polvo en la carretera.

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V

n vano solicitó empleo Juan Patricio en las haciendas vecinas a "El Caujaral", advertidos los dueños por Don Rómulo no le quisieron aceptar,

el ataque al viejo le daba fama de díscolo, y esto que era un nefasto punto negro entre los propietarios, aureolaba su fama ante los rústicos; frecuentemente le brindaban grandes tragos de aguardiente y así, bebía más que comía.

Susana estaba a su vez descontenta y desmejorada; el continuo pilar y moler maíz para ganar el sustento le extenuaba; era terrible aquel bregar desde las altas horas de la madrugada hasta el anochecido; quebrar el grano, soplarlo, hervirlo, pasarlo y repasarlo bajo la piedra hasta tornarlo en masa fina, modelar las arepas, bien redondas, grandes y apetitosas, y cocerlas hasta dorarlas los cantos, -como que endurecidas en tal labor las mujerucas de la vecindad, eran hábiles en ella y se hacían tenaz competencia-, y luego llevarlas a los ventorrillos, a cambiarlas por un nuevo almud del cereal y las caraotas, dulce y café apenas suficiente para el cotidiano yantar.

Tornaba Juan Patricio de sus correrías desalentado, trayendo en ocasiones un conejo o una perdiz cazados al paso y siempre malas noticias. Algunos Hacendados le ofrecían colocarle más tarde, cuando el precio del producto mejorase, por el momento realizaban obra caritativa sosteniendo los peones propios de las fincas.

La vida holgona y vagabunda comenzaba a gustarle; despertaba en él la indolencia nativa, esa modorra melancólica de los campesinos venezolanos que les distrae de la acción y les hace holgazanes y viciosos, le gustaba pasar luengos ratos pespunteando el cuatro, adormecido por el bochorno de las horas de sol, entonando canciones de un dejo somnoliento y uniforme.

Por las tardes, sentado en los mostradores de las pulperías, míseros negocios establecidos a la vera de los caminos, jugaba el tute y el siete y medio, copas de cocuy; empezaba a ser fullero con los principiantes ganándoles pequeñas cantidades; encintaba el garrote, y usaba el sombrero a la pedrada.

VI

n día, su natural horrado y laboriosa se rebeló. Recordando que fuera a la cárcel por no permitir que se le llamara impunemente ladrón,

concluyó por decirle que hacía esa vía encaminaba y resolvió buscar trabajo a toda costa.

Salió a caminar a la ventura, sin derrotero fijo, preocupado con su propósito noble. La niebla subía del valle empujada por el sol, y la alegría de las montañitas frescas reía en los tendidos agros de cañamelar.

Por la carretera de tierra amarillenta, ennegrecida a ratos y en trechos colorada, transitaban los jornaleros de las fincas vecinas que acudían a la diaria faena; vestían algunas blusas y calzón de dril, camisa larga de liencillo y pantaloncillo a la rodilla lo más.

Juan Patricio sintió el antojo de orientarse; algo así como ver una gran extensión de tierras y designar un punto de lontananza, y hacerlo estrella del norte para dirigírsela a él. Subió un talud y desde la cima de la colina oteo el paisaje. El hermoso espectáculo que la Naturaleza le ofrecía fue para su ánimo una revelación; nunca se había percatado de la belleza del campo, acostumbrado a verlo desde pequeño a verlo con ojos indiferentes; sentía ahora un religioso temor, un asombro inexplicable; escudó con su diestra el corazón que le palpitaba, presintiendo cosas ignoradas, tal vez una suave dicha, quizá un triste desencanto.

Después, miró atentamente: A sus espaldas ascendía un rubio sol de primavera, dorando las verdes montañas en donde asienta Sanare, el pueblecito de los dulces duraznos y las mocitas de rosadas mejillas; al frente, lejano, guardando en sus barrancas y gargantas el recuerdo de las sombras y en la cumbre nimbada de luz, el sortilegio de una historia de encantamiento, alzaba el Alto de La Laguna; al Sur a muchas leguas de distancias, escondidos en la bruma de la remota lejanía, los altos montes de la cordillera andina se dibujaban débilmente, trayendo una sensación de espigas áureas, trigos maduros y cafetos en flor.

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Deseaba hacer su nido en algunas de aquellas cimas, para vivir aislado, sólo con Susana, queriéndose mucho, guarecidos en una casita imaginada blanca y de tejas rojas, trabajando ambos en el empeño de dejar al hijo rico. Para ello necesitaba primero abandonar a su mujer, y le aterraba todavía la idea de la separación.

Contempló entonces el valle, profundo y estrecho, donde la brisa agitaba los campos de cañas y maizales sembrados de grupos de árboles. Parecían en los prados y rastrojos numerosas vacas de pintadas pieles; hombres diminutos se curvaban sobre la tierra labrada adornada con la verde lozanía de los recientes brotes; detrás de las yuntas, una mano en la marcera del arado, en la otra el puyón, iban los gañanes, soterrando la esteva en las barbecheras, abriendo el suelo en surcos de húmedos bordes; brotaba en contorsionadas columnas el humo negro, ocre, gris, de los esparcidos torreones y chimeneas, y al pie de las colinas fronteras, cortando la vega con desiguales trazos, se alargaba la sanguijuela plateaba del río.

En la mañana luminosa e infinita, se destacaba rejuvenecida la vieja villa de Nuestra Señora, solar de conquistadores en predio de los Tocuyos. Se paseaba la mirada por las rectas calles trazadas con una armonía de cordel, sorprendido diversos aspectos tradicionales; humilde confundido con el azul de lejanía, se distinguía, piedra jerarca del poblado, el agudo campanario de San Francisco; vanidosa; como monumento de su historia actual, la roja torre de la Concepción, y en un barrio extremo se diseñaba, desmantelada y rota, la silueta del templo de Belén.

Arden los rojos tejados de las casas nuevas o dormitan en calma blasonados de musgo los de las viejas mansiones solariegas, amplias y clausúrales; abre sus bocas el balconaje del Palacio de Gobierno, refugio antaño de religiosos; se agrupan parduscos techos pequeñitos empinados en un collado de rapadas lomas y hoscos funerales; crecen en los patios árboles frondosos, muéstrense los parques lozanos y tupidos, y en las cercadas huertas ofrece la hierba su frescura saludable.

Acariciado Juan Patricio por la claridad y el viento suave, sentía un grato bienestar que le adormecía, impulsándose a no andar, a no pensar. Por un momento abrió los brazos y la boca, bebiendo aire, atajando luz, luego, dio algunos pasos, indeciso, y se paró de nuevo, atentos los sentidos.

Se diluían en el ambiente perfumes de flores y yerbas, mezclándose al cálido aroma del melado que hervía en las pailas de un trapiche cercano; se

aspiraba una tibia humedad, y en vaivenes de brisas se mecía un hálito de lotes de estierco y de raíces quemadas.

Desgarraban la paz de la mañana, los resoplidos roncos de un motor, al fiero ladrar de perros cazadores, el traquear de las carretas. Sobre los montes, en los sembrados, en los barbechos mustios, vibraba el cantar estremecido de la menuda fauna, rodaba el rumor cristalino de las acequias, y se oían las voces de los ladrones y el trotar de cascos de las bestias en faena.

Débilmente llegaba hasta el hombre el rápido tañido de una campana; era un débil sonido que se perdía en el azul del cielo ilimitado, pero que prendió en su espíritu poquito, una inefable y mística emoción.

Le acudió un gran deseo de bajar al pueblo e ir a la iglesia, a rezarle a Dios y a sus santos y pedirles les deparasen pronto y provechosa ocupación. Descendió del montículo y ganó la parda vía, espejeante y polvorienta. Camino a su encuentro avanzaban dos viajeros, cargado con un pesado equipaje al hombro uno, joven y delgada el otro; venían entretenidos en plástica de tal importancia, que no le saludaron; al vuelo atrapó unas palabras:

- En la tierra fría tan pagando cinco ríales y comía; yo vengo pa’ goléeme...

Una recua de burros se interpuso; a horcajadas en el último, el arriero esgrimiendo la tralla maldecía; se apagaba distante la bronca tos de los motores y de nuevo el argentino son de la campana tremolaba en lejano repicar.

Dos horas más tarde hincaba sus rodillas en las anchas baldosas de arcilla cocida, gastado por el continuo trajinar de muchas generaciones de creyentes. Estaba el templo casi silencioso; una viejecita se daba golpes de pecho ante el altar de las Ánimas, infelices pecadoras de cara mofletudas y una gran semejanzas familiar, que se asaban beatíficamente; el Sacristán, calvo, de aspecto ascético, mejillas consumidas, palidez enfermiza — atravesó haciendo tres genuflexiones, la nave principal. Colmando el altar se cruzaban exhibiendo las rojas flores de sus llagas, el brazo desnudo de Cristo y el cubierto de tosca estameña del buen Francisco de Asís; brazos que se habían alzado en las milenarias tierras de Galilea, en los agrestes caminos paganos de la Umbría y la Romaña, derramando bendiciones sobre la miseria de los pobres, adormeciéndola en una espera larga y confiada.

Después de la polvareda y el ardor de sol ya en meridiano, de la carretera, era de una deleitosa beatitud acogerse un rato bajo la estática frescura del viejo templo, Juan Patricio oró largo tiempo, desgranando preces confusas e infantiles, y al alejarse esperanzadamente confortado oreada el alma

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y sahumado el cuerpo en humos de cristiano incienso, llevaba aferrada a la conciencia una decisión irrevocable, inspirada por Dios mismo: Irse a la tierra fría.

VII

egistrando las malezas con los ojos, en un pueril afán de encontrar cosas nunca pérdidas, marchaba arrimándose a los bordes de la senda,

derrengada por el peso de la canasta llena de arepas y del hijo embutido en el vientre.

Empezaba a perder, al influjo del clima, del mal vivir y de un interno descontento, su lozanía juvenil; rápidamente, como sólo sucede en el trópico, se le alejaban las carnes, tornándose blanduchas, tenía la piel terrosa, manchada por la clorosis, torpe el ademán y marchita la rosa de los labios.

Frente a una casuca miserable preguntó a un muchacho que enmarcaba en la puerta su cuerpo bronceado.

- ¿Cómo sigue tu mamá, tiene la calentura? - Ella tá acostá — fue la repuesta infantil. Entró apartándole a un lado, sobre un jergón de enea agonizaba una

negra consumida por la fiebre; hipada, pasándose la lengua por la boca seca de labios agrietados, destilaban lagrimas los ojos vidriosos y toda ella se estremecía a ratos, escalofriada. Hacía calor; en el cuarto penumbroso se respiraba un aire enrarecido a infecto; humeaba en el fogón un leño resinoso; bateas rotas, ollas de barro, andrajos sucios, se encontraban esparcidos por la pieza. Un chiquillo de meses comía tierra arañando el piso.

Susana se acercó a la enferme y puesta en cuchillas le preguntó: - ¿Te tomaste la purga Petra? ... ¿No te diste el unto de manteca? La calenturienta balbuceó silabeando las palabras; nada se hiciera

carente de lo necesario para comprar las medicinas. Susana le dio agua incorporándola ligeramente; ofreció traerle una infusión de hojas, y al alejarse se secaba con el índice el sudor de la frente. Comenzó a ascender un caminejo pedregoso, orillado de cardos, ortigas y cujíes. Dos lagartijas se perseguían corriendo por el centro del sendero, al oír ruido levantaron sus cabezas chatas, permanecieron inmóviles un instante y huyeron luego, a carreritas, removiendo las hojarasca con restallar de fósforos que se raspan.

Callaba el campo amodorrado en pereza de siesta; en las calcáreas cimas, tenía el horizonte reverberaciones cegadoras.

R

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Llegó al ventorrillo; una guarapera con cuatro litros de aguardiente, varios panes de jabón, latas de sardinas y paquetes de velas y tabaco enfilados en cajones clavados a la pared. Pendiente del techo, un salón de ovejas desangraban formando charco en el suelo terroso. Sentados en el mostrador conversaban el dueño del negocio y dos caminantes. Susana entregó el pan, cobró su valor, y se detuvo apoyándose en el tabique interesado con la charla.

Llevaba la palabra uno de los viajeros, viejo alto, seco de carnes, no ligero temblor de alcohólico en las manos; tenía el hablar rápido, extraño en el lugar donde se arrastran tanto las palabras, y monologaba más para oírse a si mimo, desosó de aturdirse con su propio decir que para sus oyentes:

- Soy un desecho de la vida por no haberla sabido dominar; y un repudiado de la muerte por haberla amado mal; una sola cosa me consuela aún no he necesitado tenerme asco. Gocé mis momentos de prestigio y bienestar; pero a que contarlos; es la riqueza atesorada para burlarme de mi penuria actual. Amé, luché, fui engañado y perseguido, y no quise igualarme a mis enemigos vengándome de ellos. Hoy voy de maestro de escuela y me duele comprender que no podré infiltrar en los espíritus infantiles de mis discípulos el optimismo di-námico necesario para abrirse pero y asumir actitud de triunfador. La niñez de nuestras ciudades se trasforma en generaciones de abúlicos, de tristes y de enfermos de odio, envidias y fracasos, porque su educación se nos confía a nosotros los vencidos, los que cobramos míseros salarios, acogidos al ejercicio de la enseñanza después de no haber logrado satisfacer nuestros anhelos de pan, de amor y de justicia; la de nuestros campos, palúdica, mal nutrida, crece entre dos miserias, la del ejemplo paterno y la de su analfabetismo absoluto. x4mbas, por estos dos motivos, colaboradores de los factores raciales y climatéricos, degeneran en hombres miedosos, con toda la enorme acepción que tiene este vocablo, comidos de vicios, de holganza y de egoísmo, con el agravante de que la desgraciada condición en que vegetan los labriegos es gestora del bienestar de los mangoneros. En este país, todas las cargas del fisco gravitan a la postre sobre los labradores, la agricultura no progresa, es apenas productiva y la mejora material del jornalero, base imprescindible para iniciar la regeneración espiritual, no podrá venir nunca de manos del agricultor propietario, que sólo se enriquece a costa de privaciones y tacañerías.

Le escuchaban asombrados, incapacitados para seguir el desarrollo un poco saltarían de sus ideas. El pulpero mirando a Susana, se llevó un dedo a la sien, moviéndolo en atornillamiento; observó el otro la maniobra y exclamó:

- No... Yo no estoy loco...o mejor... Sí. Pujó una risita dolorosa y grotesca y pidió:

- Sírvame ahí un traguito para seguir mi camino. Limpiase resbalando la mano por la barba, se le olvidó pagar, y al partir

se miró los zapatos empolvados. El pulpero no le cobró considerándose cancelado con la charla, y curioso se asomaron para verle marchar. Antes de ocultarse en un recodo de la senda, nimbó el sol su silueta alta y delgada, se movieron los brazos en actitud de predica y la figura escorzada adquirió un recuerdo romántico y varonil.

En los cerebros de los rústicos se agitaban confusamente los conceptos del caminante. El otro viajero, amo de dos bestias atadas al pie de una Úbeda, comentó:

- Ese es un hombre muy sabido, pero de nada le ha servido ¿Cómo no está rico, comento:

- ¡Pobrecito, como que ha pasado muchos trabajos! - ¿Y quién no los pasa mi hija? - Si, ¡decime qué Don Rómulo ha sentido hambre alguna vez! — rebatió

Susana, cuya actitud contra el hacendado se manifestaba frecuentemente. - ¿Ese? ... Ese y ha sentido siempre y la seguirá sintiendo... Por estas

tierras, tós los que trabajamos vivimos con jambre... Los dos modos de ponerse mantecoso y quedar con plata, mi vieja, son meterse a vagabundo o a gobiernero, y esos son dos negocios que no se pueden conseguí ahora...

- ¡Este Mano Rufo tiene unas cosas! — río con gruesa risa cárdena el ventorillero.

- Verdades aprendías sin necesidá de libros; yo los tengo sin letras y leo en ellos corríamente: Son las caras de las personas...

- Bajó! - Yerdá... Yo 110 soy del lugar y te diré como es Don Rómulo que en una

de mis venias lo conocí... Es pichirre, porque le ha costado mucha machaca ganase lo que tiene, le gusta sáciale to el sudor al lomo de sus peones, porque a él se lo sacaron cuando pujaba con el jierro agarrao, no es malo y es hasta condolido, pero le gusta mandar, como nos gusta a tos nosotros los de abajo, así subimos aunque sea un dedo más arriba que los demás...

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- ¡Este Mano Rujo es brujo! — Volvió a reír el mulato. - Que soy "observador "me han dicho en la suidá. - Así será. -1 ahora, echa el traguito del preparao, que yo también me voy. Susana fue la última en salir. Había cambiado de ritmo la danza de las

sombras; alineadas bajo los árboles, bajo las cosas, iniciaban su huida a Oriente. Un leñador dejaba caer su hacha sobre la madera dura y verdinegro de una vera, cuya enramada se estremecía al chocar del hierro; chillaba una bandada de pericos alejándose de los sequedales hacia los verdes maizales adornadas de espigas, y una esparcida tropa de rapaces zanganeaba hartándose de semerucos.

Abandonó el pedregoso deshecho tomando la carretera, ganosa de caminar. Preocupada por las palabras del viejo peregrino, maestro de escuela y de desilusiones, bordaba pensamientos en su lenguaje tosco, hondamente rebuscados.

Pensaba en las tantas cosas tristes de su vida, en las amargas penas de los pobres, y en las de los ricos... Que también ellos sufren, con un dolor distinto que les está destinado... Pensaba en esas existencias de esclavitud y sin amores de las campesinas sus iguales, víctimas de la brutalidad de los padres y del querido, más grosera aún en el marido por saberla eternamente uncida al yugo; seres a quienes está prohibida la holganza tan habitual en el hombre del trópico. Pensaba en sus compañeras aniquiladas por la falta de alimentos, perseguidas por la concupiscencia aldeana, cuando niñas, destrozadas de mujeres por una copiosa maternidad cuyos frutos casi siempre mueren o se desarrollan raquíticos, escrofulosos, anquilósanos por la sífilis, mordidos del paludismo que nunca les abandona. Pensaba en las leñadoras descalzas, cubiertas de harapos; en las quemadoras de cal, de rostros y manos desolladas; en las panaderas quebradas sobre la piedra y el pilón, eternamente enfermas de los riñones; en las criadas, ganando irrisorios salarios, mantenidas con las sobras de la cocina del amo.

Memoraba las envidias mezquinas; las airadas disputas por el amante, en las cuales se interesaba más el instinto y el estómago que el corazón; las afrentas soportadas en los yernos descampados o en las umbraladas soleadas, de las cuales iban luego a jactarse los violadores; repasando los múltiples dolores más que les ofrecía la vida, sin compensarlas con la obligada leí del trueque. Menos mal concluía, que para el pobre, como decían todas, "hasta las penas por grandes que sean se achican".

Cuando llegó al rancho donde se albergaba, acogida a la protección de la panadera amiga, encontró en él a Juan Patricio haciendo un lío de ropas. A sus preguntas le habló de la visita al templo, de la inspiración divina, y del ya decidido viaje para el amanecer.

Sintiendo en la garganta angustiosa congoja, que le ponía un emocionado temblor en la voz, le confió Juan Patricio la necesidad de separarse, y al inquirir ella el nombre del lugar elegido:

- Me voy — contestó- pá la Montaña... Dicen que en la tierra fría hay trabajo en este tiempo de cosecha... Allá con la comía tengo, te mando los cobres que gane, entre vengo a búscate... Me voy pa’ arriba... pa’ la tierra fría...

Y Juan Patricio señalando desde la puerta, la lejana cordillera, movió el brazo en un vago además que apresaba todo el horizonte. En el cerrado anfiteatro, desprovisto de salida al mirarlo de la vega baja, parecía imprescindible escalar siempre abruptas cimas, indecisas en nieblas y distancias. La mano tosca, de palma blanquecina rayada en negro, templaba. Los ojos indios, tristes y hondos se humedecieron, cegados en dolor crecientes, al posar la mirada en los de la mujer, aquellos de verdes pupilas de un claro matiz.

Ni una palabra contestó ella, permaneciendo inmóvil; la luz le daba de bello rostro moreno, de labios como una flor marchita y grandes cejas negras, y el sol vesperal rutilaba en la profundidad marina de los ojos glaucos, donde un alma enigmática asombraba.

En la gris pared de bahareque, se movió la sombra alargada del hombre. Sin quererlo ella, ambas bocas se juntaron, y estalló un beso seguido de un sollozo.

Desde los árboles, lanzaba el turpial la flecha del silbo y allá en la playa el río rimaba su cantar.

A partir de la pulpería de El Caujaral, hasta la salida Sur del pueblo, marchó sin detenerse, atravesando las dormidas calles, envuelta en la turbia claridad de la alborada. En el empedrado patio de la ranchería los arrieros cargaban sus recuas, o enjalmaban las bestias los que partían vacíos en busca del café de las serranías de Humocaro y Anzoátegui. Se sostenía una conversación bulliciosa, murmurándose del mal tiempo, de un reciente robo con fractura en uno de los villerios del tránsito, del peligro de viajar sin armas cuando los desocupados empezaban a abundar. Alguno preguntó:

-¿Cómo está el camino pá los Andes? -Pegajoso -contestó una voz. -¡Guá! A mí no me pega, yo lo que llevo es un burro.

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A poco andar, ya había hecho amistad Juan Patricio con el compañero encontrado en la venta, un hombrecito sanguíneo, limpio de barbas, de pies vivos, que se movía naneando acostumbrado a subir y bajar cuestas, y a quien de vista conociera antaño.

Al salir de El Tocuyo, emprendieron animosos la vía que conducía a las montañas. El valle, abierto en el regazo de las mismas, se prolongaba en una angosta línea, que desaparecía de pronto entre las gargantas de los diversos cerros:

Cuando llegaron a la reducida meseta de El Viso, una de las más altas de la jornada, el sol iluminaba con una luz rotunda, alejando el azul a profundidades infinitas. El horizonte, extenso de muchas leguas-al frente, se recataba a los lados por la crestería maciza y amontonada de los hilos de cordillera; a sus espaldas quedaban las vegas profundas, los verdes cañamelares rumorosos, la mancha roja y blanca de Villa Carmen, cerrada de chaguaramos, la loca algazara de las aguas de Goajira saltando entre piedras y peñascos.

Mediando el día entraron en Guárico, y atravesando el puente de sillería que une dos barrios del pueblecito, se dirigieron a la posada. Cruzando los saludos de bienvenida con el huésped y dos comensales que devoraban a toda mano sendos platos de requesón y migas, trataron de informarse respecto a los hacendados necesitados de brazos para cosechar el fruto. Comenzaban a darles detalles al hacer su entrada un agente de policía, armado de máuser, recortado y viejo kepis de infante francés. Callaron todos cuando se aproximó.

El, bruscamente, con esa inflexión de voz que obliga a contestar a los polizontes o atemorizados o rabiosos, averiguó los nombres y profesiones de los presentes. Dieron los suyos Juan Patricio y José Mendoza su compañero. — Eran tocuyanos, de Boro, de El Palmar... Iban a coger café...

No les permitió continuar, ordeñándoles autoritario: - Vénganse conmigo.

Vacilaron sorprendidos mirando a todos lados con ojos interroga-dores; los que comían fruncieron hocicos y narices con mueca ratonil y también preguntadora. El policía mandó impaciente:

- ¡Arza pues, andando! Le siguieron sumisos, con esa pasividad obediente del campesino cuando

no está ebrio ni rabioso; iban aponzados y en sus caras se leía el miedo a ingratas cosas desconocidas. José Mendoza, más impaciente o más inquieto, se atrevió a preguntar:

- Oiga compañero, ¿Pa’ onde nos llevan? - El coronel les dirá. - Nosotros no hemos hecho náa... - ¿a mi qué? ... Soy mandao Enfrente a la plaza, en una silla de cuero apoyada contra la pared de la

casa de Gobierno estaba el mandatario del Municipio. - Coronel- saludo el conductor- aquí están los hombres. - ¡Ah sí!... Anda con ellos, llama al oficial y salgan ahorita mismo con los

presos. Ya en el interior del local se tranquilizaron un tanto; iban a conducir dos

pobres diablos, sindicados autores del robo a que aludieran los arrieros en la ranchería aquella mañana.

Emprendió Juan Patricio el camino de regreso mudo y acongojada, sintiendo achicársele el corazón en un derrumbamiento de esperanzas. Le agitó una rabia sorda, un deseo de rebelarse, de matar, de imprecar a Dios; pero prontamente la resignación fatalista, del indio lo acudió, concluyendo por decirse que seguramente lo sucedió era lo mejor y quizá la voluntad de '¡o alto.

Golpeaba la medianoche el viejo reloj sonoro cuando entraron a El Tocuyo; por primera vez las calles le parecieron tétricas y hostiles; las luces de los faroles de querosén eran sangrientos ojos de buey parpadeante; al paso del grupo un perro noctívago ladró y desde los solares numerosos ladridos hicieron coro, prolongándose en aullidos lamentables. El robusto portón de la cárcel se abrió, tragándoselos a todos; conductores y ladrones confundidos eran prisioneros hasta el próximo día, y Juan Patricio, acostado junto a unos vagabundos hediondos, con el olor de quienes pasan muchos días sin lavarse, oyó de nuevo rodar el sordo rumor de las aguas del río.

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IX

ran las diez de la mañana cuando les hicieron ir, como custodios de los precios a Juzgado del Distrito. En una de las grandes salas del piso bajo de aquel antiguo convento de Franciscanos estaba instalado. El

juez usaba saco de casimir negro, brillante en las bocamangas, y anteojos de cristal obscuro hundidos en los pliegues de los párpados; tenía la cabeza de cabellos canos y el bigote chamuscado por el uso del cigarrillo.

Durante el interrogatorio, los reos miraban recelosos, con temor de hablar, comprendiéndose enredados en la red del ladino preguntar; balbuceaban, clavados en sus sitios y tartamudeaban más cuando decían mentira. Casi convictos salieron del despacho y dos policías se encargaron de ellos.Juan Patricio respiraba; le libertaban de aquel servicio forzado. Volvería al lado de Susana a esperar el nacimiento de su hijo. Su afán de rodar tierras se apagaban fieramente azotado por un viento de malaventura.

- ¿Y qué hacer? ... Pescaría peces, toletearía conejos, de algo sacaba el pan, así la prevención contra él se extinguiera, pues allí donde los brazos no abundan a pesar del mismo jornal, necesariamente suena la hora de encontrar empleo; el asunto era saber ser oportuno y no hacerle ascos a ningún trabajo.

En el zaguán le detuvo el cabo de guardias: Había orden de esperar al general, antes de salir.

- Puedo irme, -alegó- yo no soy preso. - El general dejó esa orden cuando subió pa’ arriba. Se resignó. Sentado en un banco en compañía de José Mendoza, aguardó,

dejando vagar la vista por las hermosas galerías del edificio; ocho crujías de anchas arcadas y robustas columnas de estilo románticos, de una austera y limpia edificación, desprovista de archivoltas y de toda ornamentación en los intercolumnios y capiteles. Dos horas transcurridas, vio bajar la escalera al jefe Civil acompañado de su Secretario. De facciones angulosas, enjuto, de un sobrio color moreno, tenía el Secretario ojos negros y negrísimas cejas, y el sombrero de fieltro gris ladeado sobre la sien izquierda; gran conversador, parlaba frecuentemente, narrando historias muy largas de triunfantes aventuras accidentadas; a la sazón traía la voz cantante de la plástica iniciada en el piso alto.

Trajeado de dril blanco, la pesada leontina cruzando el chaleco por un abdomen que se aburguesa, socarrón el gesto, cortado el iris verdinoso por la caída de los párpados superiores, blancos el cutis y castaño el pelo lustrado, ofrecía el Gobernador del Distrito la completa apariencia de un hombre feliz y satisfecho. Hablaba con toda la pausa y el aplomo con que pisaba y los ojos despedían desde su escondite, finas llamitas de incredulidad o de malicia al interrogar. Se detuvo frente a los dos mozos, analizándoles con una ojeada rápida, de hombre acostumbrado a seleccionar carne de cañón. Oye negrito... ¿Qué andabas haciendo por Guarico? ¿Yo?... Es que... andaba con Patricio...íbamos a coger café. Aja... ¿Y cómo te llamas tú? ¿Yo?... José Mendoza. Tu eres peón de Don Rómulo... ¿Verdad? Sí... pero... Vamos a ver... ¿Cuánto le debes? Es que... él no me quiso dar una ropita... y yo me iba pa’ la tierra fría a ganara.

Bueno... tú sabes, Don Rómulo nos regaló tu cuenta, cansado de mandarte a buscar cada vez que tú huyes... Ustedes después de comprometerse con un hacendado, no encuentran nada mejor que irse a engañar a otro... ¡Bonito sistema de ganar dinero!... ¿A ver tú?... ¡Ah, ya sé quién eres!... está bueno.

El secretario se atuzába el bigote a la inglesa escondido bajo la afilada nariz; su superior habló en voz baja con él; ambos rieron. Enseguida el Jefe se dirigió al oficial guiñando los ojos para detener la risa que bailaba aún en ellos; al mandar, recobró su actitud socarrona y tranquilla:

A estos dos hombres me los deja detenidos. Y antes de alejarse, dirigiéndose a su subalterno, comentó: - Saber economizar... Pasado mañana despachamos los ladrones... una

guardia hasta Barquisimeto cuesta caro... Hay que aprovechar la ocasión: en La Nacional necesitan gente.

Fue como un estallido dentro de su cabeza: - ¡Iba de recluta, Dios mío!... ¡De recluta!

E

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Sentado en el banco, enfrente a la arquería revocada de amarillo, Juan Patricio no pensaba, sentía, anonadado en un embrutecimiento completo, que podría ser de dicha por cuanto no razonaba, como era de dolor. La felicidad perseguida por los hombres sólo se logra el día de la muerte absoluta del pensamiento; mientras, ambiciones, luchas y angustias llenan la vida: Juan Patricio empezaría a sufrir cuando el cerebro reanudara sus funciones.

Susana recibió la noticia aquella tarde misma; arrieros de Don Rómulo que vinieron del pueblo la encontraron en la pulpería de El Caujaral se la comunicaron. Sintió una sacudida de rencor en el alma y un agudo estremecimiento en el vientre; seguido de vivos y espaciosos dolores. Las manos en puño, apretando los vacíos, se dirigió al rancho, triturando gritos para no dar motivo a la risa de burla o a la piedad; como se amaba a si misma era rabiosa y heroica.

Ayudados los músculos lanzadores por las manos de la panadera amiga, oficiosa de comadrona, vino al mundo desgarrando la materna entraña, frágil, amoratado por la incompleta formación del estoderma, el hijo de Juan Patricio.

En la noche, cuando la cabecita hidrocefálico, denunciadora de la ruptura del proceso fisiológico, posaba dormida sobre su brazo, agitado el cuerpecito por un débil respirar cortado a ratos por un vahído, para recaer en el mismo riquito de soplo de jeringuilla, Susana recordaba diversos episodios de su historia, y sentía en la negrura de .a estancia hundírsele el corazón en otra atroz negrura, mezcla de amor, de rabia y de dolor.

Comprendía que se hallaba atada a la miseria como un condenado a cadena perpetua; esto la desesperaba por el hijo, a quien deseaba ver rico y dichoso, en cuna dorada, entre almohadones y encajaos. Confusamente elaboraba planes de fortunas futuras, de prestigiados enlaces, de sacerdocios y generalatos, en donde aquel hijo se destacaba, triunfaba y era amado y victoreado por la greí o el pueblo obedientes, y cada vez, interminablemente, las mismas desesperaciones le acudían, al darse cuenta de la realidad, haciéndola sufrir; y en su alma iba creciendo un oído sordo, un sentimiento de rebelión contra la vida, que como con ella, se ofrecía al recién nacido desagradable y cruel, semejantes a una mala mujer de cuyo influjo era imposible sustraerse, y estas sensaciones se concentraban en un deseo homicida, aún indeterminado, en una palabra terrible, que sus labios no osaban todavía pronunciar ni sus manos aplicarla.

Monótono, golpeando contra las cañas y raíces de la orilla corría el río, y su ruido, entrando por las mil rendijas del tabuco y minando sordamente bajo el bajo piso, percutiendo en los oídos, asomaba a los ojos abiertos de Susana y ayudaba a ennegrecer la obscura sala. Una rata atravesó la pieza escalando la pared; desde arriba parecía mirar fijamente a la parturienta con sus dos actas de luna de un frío mal sano: Susana se asustó y gritó; la criaturita despertó llorando, y apresando instintivamente el pecho, empezó a chupar golosamente, golpeando el seno de la madre con un movimiento inconsciente de sus manitas, arrugadas y violáceas.

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XI

Llegó tundida de debilidad y de cansancio. Sentándose en el borde de una cuneta esperó con impaciencia el paso de Juan Patricio.

Puesta la vista en la lejanía, - el hijo envuelto en un viejo traje, dormido entre los barzes - la boca entreabiertas subrayando la ansiedad de la pupila, aguardaba, temerosa de haber llegado tarde.

Un mozo escotero que descendía al pueblo la tranquilizó: A nadie conducían camino adelante.

Cobró una actitud de resignada espera; totalmente su angustia se vació, las líneas del rostro se hicieron borrosas, encerrándose en un estólido gesto de indiferencia; los músculos del semblante revelaron la carencia de todos esfuerzos; de toda reflexión; los ojos verdosos miraban fijamente al cuchillo, con esa mirada que nada ve, tan contraria del otro mirar fijo, de rayo de sol recogido, capaz de quemar las carnes y de alumbrar en el interior de la conciencia ajena.

Corrida una hora, Susana oyó acercarse el eco de numerosos pasos; eran los presos y la escolta armada. A los reclutas se les dispensara de amarrarles y formaban fila india entre dos policías y un oficial, llevando en las manos los extremos de las cuerdas con que ataran a los ladrones. Al llegar, junto a la mujer, ésta se levantó, y desenvolviendo del lío de trapos la criaturita, gritó alzándola:

- Juan Patricio... ¡Tu hijo! Delirante fiebre de rencores, saliente la mandíbula, agrandadas en

salvaje dilatación las pupilas, le desprendió ferozmente de su pecho, y agarrotando las manos infanticidas en el cuello del pequeñuelo, rujió, temblándole la voz enronquecida:

- ¡Los pobres no debemos venir al mundo! — Y en tanto rugía, apretaba con furia de bestia acosada que se revuelve y mata, hundiendo las uñas en la carne suave y tierna hasta hacer saltar la sangre.

Las frágiles manitas se agitaron un momento; se abrieron los ojos, alucinados, estáticos. Y en la boquita amoratada fueron el último trago de leche y la sangrienta espuma, una láctea y roja exótica, un asfódelo de barbarie, de miseria y de dolor…

PÍO TAMAYO

El Tocuyo Junio – 1922

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Arreglos y digitalización: Rafael Yépez