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Edición digital realizada por los autoresDistribución libre y gratuita,prohibida su venta.©Franco Cignoni©Claudia Isabel Lonfat©Gonzalo Montenegro©Juan Carlos Cobreros©Stella M. Gallero©Ricardo Mega©Julio César Azzimonti©Marcelo Collazo©Julieta Van de Velde©Fernando Javier Sánchez Burgos©Carla Godoy©Marta Ballester©Cristina Fuentes©Silvia Acevedo©Sylvia Ferreira Servián©Elsa Patricio©Cristian Sánchez©Daniel Mora©María del Carmen Moreno©Fabiana Duarte©Carlos Liendro©Pablo Kernot©Patricia Ramírez©Violeta Gerez©Fidel Heredia©Hugo Alberto Rossi©Martín Morón©David Rodriguez

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A Fidel Heredia,por los encuentros en la biblioteca con mate y

literatura, vaya esta antología en memoria de tus

charlas de bueyes perdidos y sobre todo de tus letras.

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Desde este pequeño lugar del mundo al que bautizaron“Malvinas Argentinas”, anclado en la zona norte del Gran BuenosAires, un grupo de escritores decidió convocar al resto de los es­critores de esta aldea, para compartir historias. Sabiéndonos inmer­sos en vivencias desconocidas, en el marco de una pandemia quegolpea al mundo, pero entendiendo también, que el arte, en todassus formas, hace más resistible la situación que nos toca vivir.

Entre mateadas virtuales compartimos sueños. Algunos sefueron gestando antes, durante “El primer encuentro de escritoresbonaerenses” realizado en La Plata, y ahora concluimos que es posi­ble realizarlos, que nuestras historias, parecidas a tantas y a la vezúnicas, pintan los lugares que conocemos. Relatos, poemas, parte delorigen de la historia local, con un color común, hermanados por es­pacios, vivencias, sentires, que sucedieron y suceden, en sus plazas,edificios, clubes, calles y estaciones de tren.

Es una antología de entidad suburbana bonaerense, que ex­presa con simpleza, como somos, lo que somos como pueblo, connuestras peculiaridades, y queremos conectar con el lector a través deplataformas digitales gratuitas y páginas que todos podemos visitar.

Prólogo

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Es nuestro deseo que se encuentren en esas historias, y que almenos, durante esos momentos, el mundo, nuestro mundo, vuelva aser bello y sano como esos instantes adónde nos lleva el recuerdo.Gracias por estar.

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Una tarde mi perro se escapó de casa una vez más. Salí cor­riendo tras él. Lo perseguí como veinte cuadras hasta que finalmenteparamos en la plaza de la estación de Tortuguitas. Cruzamos elandén. Entramos por lo que sería el fondo de la plaza, allí se encon­traba un grupo de chicos jugando a la pelota. Sobre esa tierra dondeno crece más pasto, no crece porque siempre hay un grupito ocu­pando el lugar para el fútbol. Más allá de este lugar, reservado parafieles jugadores del fútbol de todas las edades, la plaza continúa conjuegos, tierra con pasto, un antiguo “escenario” de concreto con tresmástiles para banderas. Caminé siguiendo a mi perro hacía donde élquería ir.

Paseamos por el costado del caminito que forma la vereda, porel pasto verde y algo crecido, el sol pegaba mucho para ser las cincode la tarde. Recorrimos la plaza de arriba hasta abajo, para finalizarnuestro camino en lo que yo llamo el “frente” de la plaza. La puntaque da justo en el cruce de Juan Francisco Seguí y la calle ahora lla­mada Luis María Drago. Mi perro se echó ahí, como si fuera el lugarmás cómodo del mundo. Yo sólo estaba concentrado en mi perro, enver qué hacía o qué quería ahí.

Ahora que noté que mi perro estaba tranquilo me di la vuelta.La plaza que usualmente ignoro cuando vengo en colectivo ahoraestá llena de personas. Adultos mayores charlando en unos bancos,

Amiga del “NO” clubFranco Cignoni

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familias sentadas en los escalones del escenario y por último ungrupo de adolescentes jugando con una pelota. No es fútbol lo quejuegan, es Vóley, lo que me llamó más la atención. Por sus gritos es­taban jugando bastante en serio, sin tener red siquiera. Llamé a miperro por su nombre y me acerqué con él. Vi un banco vacío y mesenté. Mi perro se subió y ocupó la mitad del espacio que sobraba enel asiento.

Juegan bien, equilibran seriedad y diversión. Son todos ado­lescentes, a excepción de un hombre adulto, no mayor por poco, queestá funcionando como árbitro del partido. Son un grupo grande,mientras dos equipos de cuatro personas cada uno están jugando, to­dos los otros se sientan alrededor en pequeños grupos formando unrectángulo, dejando claro los límites de la cancha.

Mi perro parecía dormirse y yo seguía observando cómo juga­ban, un poco aburrido. Iba a quedarme un poco más mirando, sólopara matar el tiempo. Se escuchó una risa bastante fuerte. Mi perrolevantó la cabeza al momento y corrió hacia uno de los grupos degente sentada. Sólo lo miré, me pareció rara esa actitud, no fuegruñendo como si fuera a lastimar a alguien. Lo perdí de vista entrelos grupos, para después verlo saltar de felicidad al encontrarse conalguien. Una chica adolescente estaba jugando con él.

Cuando otra chica del mismo grupo intentó tocar al perro, estegruñó de tal forma que todos los otros grupos voltearon a verlo. Melevanté rápido y lo llamé. Mi perro volvió, ahora cabizbajo, parasubirse una vez más al banco en el cual estábamos antes. Me sentétambién y empecé a acariciarlo diciéndole que no pasa nada, que nolo hiciera otra vez. No sé si me entiende, pero sabe que su actitudestuvo mal.

La chica que antes lo hacía jugar me miró, se levantó delgrupo para caminar en mi dirección. Es una chica de piel clara, es­belta y de pelo castaño y rizado. Al llegar a la banca me preguntó siel perro era mío. Respondí que sí, que lo es. Ella dice que de vez encuando se aparece por su casa, le da de comer. Cosa que me pareciórara, mi perro no se ausenta tanto de mi casa. Se escapará sin que medé cuenta. Bueno, ignorando temas secundarios. Hablamos sobreesta reunión y juego que se había dado en la plaza, la respuesta fue“Es un NO club”. Algo que armaron por redes sociales de a poco,hace un par de años y ahora es lo que es.

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No solo hay acá, cada ciudad tiene su plaza que sirve comosede. Se acepta gente de toda edad, siempre y cuando no busquengenerar problemas entre los participantes de estas reuniones. Searmó con el fin de pasar un rato divertido los fines de semana y notener que entrar a un club de barrio, esto último porque son muy“formales”. Ahora están jugando muy en serio porque apostaron. Elequipo que pierda tiene que llegar antes para levantar toda la basuraque haya en la plaza y tirarla donde se debe. Me invitó a venir la se­mana que viene. Cosa que hice. Acepté la invitación de María.

La semana siguiente a esa hablamos más. Y la que le siguió, yla otra, y la otra. En algún momento perdí la cuenta de las veces quevine a participar acá. Conocí gente nueva. De barrios vecinos, iba yvenía junto con los que vivían cerca de mi casa. Y obviamente conmi fiel perro. Pasaron semanas y semanas, disfrutaba los fines de se­mana más que nunca con mis nuevos amigos. Pero una semana fuediferente, María dejó de venir. No asistía a las reuniones. Alcomienzo pensé que se le había pasado o estaría enferma. Pero a lacuarta semana que no se apareció me preocupé.

Pregunté a otros del grupo sí sabían que había pasado. Muchos“Ni idea” hasta que obtuve una respuesta diferente de una chica: Semudó. Pregunté sí sabían a adónde, nadie sabía más. Las semanassiguieron pasando, el club era divertido aunque se sentía un pocodiferente. Tres encuentros después de enterarme que se mudó, lamisma chica que me había hecho saber eso, me avisa que sabedónde: Los Polvorines. Ella se enteró por unos amigos que tiene enel “No club” de ahí. Me alegré, debido al tiempo que pasó no sabía siestaba bien o mal en su nueva casa. Pero si asiste allá debe estarbien.

Dos semanas más y pregunté donde era la sede del “No club”de Los Polvorines. Para ir a verla y ponernos al día. Tenía cosas quecontarle y supongo que ella igual. Me dijeron que en las inmedia­ciones del palacio municipal o en El Batallón. Agarré mi bici y miperro, lo metí a él a una mochila y pedaleé hasta allá. Encontré el“No club” en las inmediaciones del palacio municipal. Conversé yfui bien aceptado en el lugar. María no estaba. Esperé, a lo mejorllegaba tarde. Mi espera fue en vano, nunca llegó.

En el siguiente encuentro, ahora en Tortuguitas, me enteré queella había venido para acá y me estaba buscando. Que suerte la mía.

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Imagino que ahora mismo María está en Los Polvorines enterándoseque yo estuve ahí. Bueno, podría venir la semana que viene, metragué las ganas de ir corriendo al palacio municipal la semana si­guiente. Esperé un mes hasta volver a Los Polvorines. Allí me di­jeron que se había mudado una vez más.

Pasaron un par de meses más, ella no apareció por acá. Lachica que me dijo que María se mudó se acercó a hablarme una vezmás, para ver si pude saber algo de ella. “Seguro está bien” le co­menté. Entonces volvió a preguntarme un par de semanas después,cada vez que llegaba, me preguntaba.

El encuentro pasado hicimos un partido de fútbol y perdí, asíque fui más temprano con mi equipo para juntar la basura que estabatirada. Yo iba de acá para allá cubriendo una parte de la plaza mien­tras mi perro me seguía. Noté que estaba inquieto, me mordía lapierna de manera suave para que le preste atención. Una vez que ter­miné de juntar toda la basura y dejarla en el tacho, lo seguí. Se metióen la estación y yo saqué un boleto. Parecía cronometrado, mi perroesperaba el tren. Lo abordamos los dos. Íbamos quietos, cerca de lapuerta, con todas las miradas puestas en él. Tierras Altas, GrandBourg, Ing. Pablo Nogués, Los Polvorines y finalmente Villa deMayo. Fue donde nos bajamos, yo siempre siguiéndolo a él.

No conocía nada acá, siempre que tomaba el tren pasaba, peronunca me bajé. Hicimos varias cuadras rectas y después en zigzag.Mi perro seguía inquieto, me ladraba cada vez que me detenía a mi­rar algo. Terminamos en San Pedro y José Malabia. Una plaza bas­tante grande. No tardé mucho tiempo en encontrar a los integrantesdel “No club”. Una vez más por los gritos, como aquella primera vezque los encontré. Lo que me sorprendió es que en este grupo habíamás mayores de edad. Señores con cabeza blanca pateando la pelotay corriendo de izquierda a derecha. Riéndose más que compitiendo.Escuché una vez más esa risa fuerte y mi amigo reaccionó comoaquella vez. Corrió en dirección a la risa. Ahora con ladridos bas­tantes fuertes, pero no molestos.

Ahí estaba María. Al ver al perro se levantó y me buscó con lamirada. Se acercó caminando hasta donde yo me encontraba, talcomo la primera vez. “¡Espera, espera, me falta un banco!” le gritéantes de que llegara a estar bastante cerca. Soltó otra vez su singularrisa, seguido de un: ¡Te estuve buscando!

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Siempre sentí temor a las aves. No soy de analizarme, nimucho menos volver al pasado para entender mis miedos actuales.Algo de esta maldita cuarentena me hizo reparar en esta peculiaridadde mi persona, por llamarlo de alguna manera.

Las aves, casi todas, me provocan escalofríos. No cuandovuelan en libertad, solo si se encuentran en jaulas o sometidas acualquier forma de domesticación. La mayoría de ellas me llevandesde la infancia hasta la adolescencia, que es cuando las cosas sontomadas con más naturalidad, y todo es un constante descubrir.Después, los años, te muestran otros escenarios más concretos, y eseconstante “descubrir”, no es más que una sucesión de tonterías, sinsentido. Pero no me quiero ir por las ramas, así que vuelvo a lahistoria.

La primera que recuerdo, fue el tero de una vecina. En miinocencia infantil no entendía que eso era un ave; no solo por sutamaño, sino porque no podía volar.

El tero habitaba un pequeño jardín de dalias color borravino.Digo borravino y me doy cuenta que los recuerdos tienen la mismamedida de su antigüedad, porque hoy, para describirlas, no utilizaríauna palabra tan compleja, y hasta ordinaria; quizás bordó, o violetaintenso. La cuestión es que el tero me miraba raro y se movíanervioso cada vez que pasaba, y para mí, esa actitud, era algo

AvesClaudia Isabel Lonfat

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personal. El tero actuaba como un perro y cuidaba la casa, y no mequería cerca. Pero yo tenía que vender rifas, así que golpeé lasmanos bien cerca del portón para que la anciana me pudieraescuchar. En ese momento fue cuando conocí a la verdadera bestiaque estaba bajo ese saco de plumas. El bicho me picoteó las manos atraición, como si hubiese estado esperándome agazapado detrás delas plantas, y luego emitió un chirrido indescriptible, que me dejócasi paralizada, hasta que reaccioné y salí corriendo. Nunca más pasépor esa casa.

La segunda ave, fue un loro desplumado que trajo mihermano. Vaya uno a saber de dónde lo había sacado, además notenía sentido preguntárselo, porque mi hermano empezaba con lasanata; hablaba mucho y nunca decía nada. La cotorra me pareció lacriatura más horrenda y destartalada. Nadie pensó que pudierasobrevivir más de unas horas, tal vez un día, sin embargo, nosequivocamos todos, porque Pepe (bautizado así por mi hermanocuando yo le había elegido Isósceles, ya que en el colegio estábamosviendo clasificación de ángulos y me había encantado ese nombre)mejoró con rapidez, y pronto se llenó de hermosas plumas verdes,–verde cotorra­ y también desarrolló sus habilidades.

Cada vez que mi mamá nos llamaba, Pepe nos llamabarepitiendo nuestros nombres. Si ella estaba enojada y nos gritaba,Pepe emitía un chirrido similar al grito. Cuando nos reíamos acarcajadas, nos imitaba, incluso con nuestras respectivasparticularidades, por ejemplo: Mí risa siempre fue un “jajaaa” conespacios entre las sucesivas “a” y Pepe hasta respetaba esosespacios. Mi amiga Chechela se reía igual al cacareo de una gallina,y Pepe lo hacía igual. Para todos era un fenómeno, más que el lorode la kiosquera, también llamado Pepe, que era famoso en el barrioporque cantaba la marcha peronista, pero desafinaba, y a veces seolvidaba la letra ó cambiaba de lugar las estrofas. Sin lugar a dudas,nuestro Pepe fue muy especial; de alguna manera nos habíacompletado como familia.

Todo fue felicidad durante mi infancia en Tortuguitas, hastaque llegó ese fatídico día. Pepe se estaba dando su acostumbradobaño matinal en el fuentón de cinc del patio, después se retiraba a sujaulón de puertas abiertas donde dormitaba en su palito. Pero larutina cambió, y en lugar de escuchar a Pepe cantar, en su lugar,

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escuchamos un grito que nos heló la sangre. Todos corrimos hacía elpatio.

Jamás podré olvidar la última mirada de Pepe, atrapado en laboca de un gato desconocido, que saltó la medianera y huyó connuestro tierno amiguito. Salimos desesperados, buscando a ciegas,sin saber a dónde ir, golpeando las puertas de los vecinos, que seapiadaron de nuestra desesperación y ayudaron en la búsqueda. Todofue inútil, nadie vio nada. Solo una pluma quedó flotando en elfuentón de cinc, y el recuerdo de sus ojos vidriosos, en esa miradaindefinida que tienen las aves, pero que yo interpreté comoresignación.

La tercer ave que recuerdo, quizás eran dos o tres quehabitaban la misma jaula, colgaban de un gancho incrustado en lapared del baño de los caseros del club barrial. Yo era amiga deVanina, la nieta de los caseros, y amaba ese club, porque podíamosescaparnos de las miradas de los adultos entre sus laberínticospasillos. La casa se comunicaba con el club desde varios puntos,pero había uno muy interesante; el baño, que tenía dos puertas, y unade ellas con doble llave. Esa segunda puerta iba directo al escenarioque estaba al final del salón, donde se realizaban las actividadesprincipales. Dos escalones y salías justo detrás del escenario, lugarde espera para los que debían ingresar a realizar su acto.

La mayoría de las actividades del club terminaban a las nuevede la noche, y solo seguían hasta tarde los que alquilaban las canchasde futbol; bien alejadas de la casa de los caseros y sin acceso alsalón.

Desde el baño entrábamos al único lugar que nos interesaba,usando la segunda puerta, esa que el abuelo de Vanina tenía cerradacon doble llave. El turco las guardaba en su mesita de luz. Despuésde que los viejos se retiraban a dormir, Vanina esperaba hastaescuchar los ronquidos y entraba. Por alguna razón desconocida,cada vez que abríamos la puerta del baño, los pájaros no paraban dehacer ruido, emitiendo una especie de canto lastimero, cuando veíana Vanina aproximarse con una toalla. Según ella, si las tapaba secalmaban, así que les tiraba la toalla encima. Del otro lado de lapared se escuchaba la voz de la abuela preguntando qué pasaba:­Nada abuela, estoy en el baño ­le contestaba­. Nunca me voy aolvidar del llavero. Tenía el escudo deportivo del club San Lorenzo y

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una campanita de bronce chiquita, pero que hacía bastante ruido.Vanina decía que el turco la había puesto a propósito paraescracharla, porque estaba convencido que ella se robaba las fichasde metegol; nada más lejos de la realidad.

Vanina era tanto o más astuta que el turco, así que habíapracticado mucho para lograr extraer las llaves sin hacer sonar lacampanita. Ese día entramos como siempre. Vanina fue a buscar el“Winco” que usaba el profesor de guitarra, porque el equipo del clubestaba conectado a los altoparlantes y todavía no sabíamos comodesconectarlos. Luego sacaba de su escondite el disco del recital deWoodstock, y un faso prolijamente armado que fumábamos mientrasla voz tremenda de Joplin nos volaba la cabeza. Ojalá pudierarecordar con exactitud todas esas sensaciones y sentires deadolescente, y saber con qué palabras describirlas.

Esa ceremonia se repetía cada semana, hasta que la puertadoble del salón se abrió de manera estrepitosa y el señor Pérez,presidente del club, entró como una tromba, diciendo que uno de losafiliados lo había sacado de su cama cuando se encontrabadurmiendo plácidamente, para informarle que alguien estaba dejarana en el club con la música a todo volumen. Cabe aclarar, quetanto el señor Pérez como los miembros de la comisión, e incluso lamayoría de los socios, vivíamos en un radio de no más de diezmanzanas a la redonda, por lo tanto nos conocíamos bastante. Noentendimos porque ese día nos escuchó alguien, cuando hacía mesesque cada semana repetíamos la misma ceremonia. Tal vez fue poruna ventanita que quedó abierta, o por algo relativo al viento, que sellevó alguno de los gritos de Janís hasta la ventana del buchón, quiénsabe. Sin embargo los abuelos de Vanina siguieron durmiendo hastaque escucharon los gritos, pero de Pérez, y entraron al salón enpiyama, muy alterados. Se agarraban la cabeza, como si estas se lesfueran a caer y rodar por el salón. Nosotras tratábamos de mantenerdistancia de todos ellos, pero a medida que se arrimaban alescenario, del cual nunca bajamos, Pérez empezó a fruncir la nariz,como si estuviera oliendo algo podrido, y se puso rojo de ira cuandose dio cuenta de qué se trataba. Lo que siguió fue un escándalomayúsculo que no vale la pena recordar ni contar, solo decir quetodos se enteraron por el vecino buchón. Pérez era demasiado careta,y contrariamente a lo que hizo el vecino, trató de desmentir y sacarle

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gravedad al asunto, pero no para cuidar nuestra reputación de niñasadorables, sino para cuidarse él, por miedo a ser removido de sucargo. Algunos le creyeron a Pérez, otros al buchón. Con el tiempotodo quedó en el olvido.

Vanina estaba muy enojada, pero no con los actores de estahistoria, ni siquiera por nuestra negligencia. Estaba enojada con lospájaros, y no paraba de insultarlos diciendo que eran unas mierdas,que había dejado la jaula destapada, y que no fueron capaces deavisarle que se venía un desastre, adjudicándole a las avescaracterísticas esotéricas o cualidades sobrehumanas, o sea, sentidosque las personas no pudimos desarrollar.

Con Vanina nos seguimos viendo cada tanto durante esetiempo, pero los días de Woodstock y faso se habían terminado, y laadolescencia también. Pocas semanas después del desastre, meencontré al turco en el almacén, él no me vio. Le contaba a alguienque sus pájaros habían dejado de cantar.

Hoy miro por la ventana, veo la calle desierta debido a lacuarentena, un silencio que duele, y me doy cuenta, que ahora,tampoco cantan los pájaros.

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A villa Palmira,el barrio donde vivo.

Hoy me propuse verte, Palmacon los ojos de Aynaraque duerme panza arribasobre el pasto de mi patio y con la patapedalea el aire en sueños de perritosrescatados de la calle

Con sus ojos color ambarte veo, Palma de cielo limpio y basuraldonde la vida pareceun tiempo de domingo eternouna historia de inmigrantes en barcazadescubriendo cada día la isla del tesoro

Palmira de pasadode presente y de futuro

que hace treinta añosa mis padres rescataste

Carcajadas CumbiasGonzalo Montenegro

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como a tus perritos de la calley les diste sin chistar una porciónde tu piel y tu manera de ver las cosas

Que alberga carcajadas cumbiasen cada paredón de las esquinasdonde todo prende en rituales de amory donde todo muere en la refulgenciade una luz azul y blancaalgo así como la luz mala de los barrios de trabajadores

Que entre pozos y pasillospermite que Rita sueñey sueñe fuerte, a lo grandecon que sus hijos emigren como falcosy puedan ser más que solo pibesmirando la vida pasarcon los corazones rotosy la desconfianza en la cinturaPorque todos sueñan un pocopero distintoentonces

Palmira se maquilla en la mirada de Rita,en la mirada del tiempo o en la mirada de mi perra

Trincherita austera de todas nuestras soledadesen la palma de tu manonos acurrucamos tus perritos, esperandoel día en que te canses de nosotrosesperando que haga mella lo real de cada sueñoy todo cambie

Menos vosMenos tu amor

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La última noche de carnaval el Cara de Palo se disfrazó debailarina rusa. Se fabricó una corona con papel de alfajor, unaremera musculosa con algunos agujeros; unas zapatillas de danzaroídas y un tutú de tul que encontramos en el baúl de mi madre.

Mi madre tenía habilidades artísticas insospechadas y mipadre siempre decía ¡Qué artista se perdió la Lumington! Claro queel Cara de Palo debajo del tutú llevaba todo al natural y sin envasar.Al llegar al corso lo siguió toda la noche un séquito improvisado queno quería perder ninguna de sus travesuras. El muy pícaro se la pasómostrando su trasero a cuanta vieja encontró en su camino haciendoestallar de risa a sus seguidores.

Por más que insistí, mi madre no me dejó mover de su lado.Me pasé media noche viéndola bostezar para curarle el mal de ojo alhijo del Entrerriano. Cosa a la que éste puso fin al arrojarle un kilode papel picado justo cuando ella bostezaba. Mientras llorábamos derisa, nadie se percató que mi madre cambiaba de color y caíadesmayada sobre la vereda. Alguien dijo está más cerca del arpa quede la guitarra. Mi padre desesperado le sacaba puñados de papelpicado de la boca. Abrió sus ojos exorbitados entre pronunciadasarcadas y algún que otro escupitajo sólido que casi deja tuerto al curaque llegaba en ese momento alertado por una voz anónima.

Ya repuesta y con colores en la cara nos retirábamos del corso

Carnaval en Los PolvorinesJuan Carlos Cobreros

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cuando desde una mesa de un barcito improvisado el Entrerriano,sonriente y desconocedor del peligro, la invitó a tomar una cerveza.El desbarajuste fue total volaron vasos, botellas; sillas y mesas.

Para detener a mi madre debieron intervenir los bomberos yun grupo del bajo disfrazados de indios en posesión de una cautivadesnutrida necesitada de casorio inminente.

El que llevó las de perder fue el Entrerriano y mi madre comotoda actriz que se precie culminó la escena con un desmayo del cualno salió en una semana. Dado que no había ambulancia los indios seofrecieron a llevarla en la angarilla en que transportaban a la cautiva.

La vi marcharse entre un cortejo de plumas y taparrabos que lapenumbra y el humo de los chorizos de un puesto transformó enespectros informes.

El griterío y los bombos anunciaban la llegada de una nuevamurga. Regresé sobre mis pasos habido de la alegría, del brillo de lostrajes; de los cuerpos en movimiento; de mi libertad y del miedo.

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El Río de los PájarosImpregnó mi infancia,las venas de mi puebloy el chamamé dulzón.

Agua dulceRiverasArroyoIlusiónsapos y crecientes,grillocaracol.

Uva chinche, duraznosRosales en floramarillas retamassobre el veredónEl tambo de la Juanaboyerito y vacaspotros familierospatio y girasol.El Arroyo Claro,

Colores de infancia(Fragmento)

Stella M. Gallero

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las viejas del agualas siestaslos niños desnudosallá en la laguna­a nosotros prohibida­entre patos y garzasverano. Caloramenaza de Pomberosi andábamos al sol.

Grand Bourg y las siestasHermanas y risasHermanas y llantos.Varita de mimbre marcando las piernassi hacer gusto propioa los ojos de Ella, era rebelión.Y entonces, de nuevo,varita de mimbrellanto amargo y mi gatopeludo y tibio abrazo...

Las hierbas hablabany me hablaba el árboly la madreselva,los pichones, los patos,las calandrias que el viejome trajo del trabajo.Y la voz de Ella en el aire claroOlor caliente en el hornoy en la batea amiga:masa blanca, salada,masa dulce: amarilla.Yo esperando su horaconvertida en pan.

Matecocido, locro,mandioca, pucherola huerta regada

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y el olor a tierra:Semilla dormidaSemilla despierta./............................... .../Y después, la escuela:palotes, colores,la mano de la Memetinta de zapatos,olor fuerte, mañanasguardapolvos blancosalmidón, escarchasobre los charquitosque en la calle de tierra dejabanlas huellas de las vacas.

La hierba me hablaba,y me hablaba el sol.Mil soles pasaronpasaron mil lunasy en la espesuradel silencio sin nombrede un dolor sin nombreque yo no entendía,mi país sangraba...

Y en los horizontes negadospor las sucias techumbresY en el aire prohibido,la humedad y el barroaún están los gritossilenciosos, calladosa punto de explotary romper la espesurade un silencio sin nombre,de un dolor sin nombrede un ya no va más.../........................................./

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Pasaron mil solespasaron mil lunas.Llegaron los otrosahogaron las orillas.El Arroyo Claroganó en pesadumbre:ya no está tan claroSe acabaron los grillossapos, caracoles.Ganó la basurael cauce, la calle:Se apagó mi madre...por ella y el viejopor la vida y por míintento lapachosintento rosales,limpio las orillasmi casa, glicinasque intentan robarmeno importa:No habrá oscuridadcapaz de apagarme.Bajo el Jacarandá,ceniza hecha raízascenderá en azul:allí está mi padre.

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Del Polvorines venimos ...Geografía exigua en mis ilusiones,se repetían escenarios para un sin fin de historias;una cuadra hacia cada punto,dos más hasta la escuela, era nuestro mundo.La Rivadavia de flujo incesante,sugería otros mundos;los autos y colectivos mostraban rostros,y era fácil imaginar sus vidas;habitualmente no coincidían con los personajes delbarrio.Por el boliche del viejo desfilaban cuentos, novelas devarios capítulos y hasta los ensayos más inverosímiles,y él asentía casi sin escucharlos.La calesita barajaba los destinos.Por Hernandarias se nos abrían otras familias;el tránsito espasmódico permitía cultivar amigos;los arcos en el pavimento nos delimitaban el territorio;la caída del sol marcaba el final de la jornada;la compostura al entrar a casa intentaba sortear el baño.Más allá del tránsito, con temor primero y luego conasombro,

De Polvorines venimosRicardo Mega

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el fútbol nos seguía mostrando que aquella cuadra delos primeros todos,iba a ser puesta en cuestión.Y nos fuimos a otros barrios,y los rivales, al final no lo eran tanto;y las puertas cada vez tenían menos trabas,y desde las ventanas podíamos ver más lejos.El centro de Polvorines lleno de luces y de gente sin ir aningún lado.¿Había más cosas que tomar helados tres veces enverano?El polvorín lleno de misterios; eran quizá clandestinos,por eso.Y llegó la cancha, y el balón atravesaba las vidas.Y el ir más lejos hacía más dulce el regreso.Y me cuestioné la religión, los lazos, la vocación, elmundo.Y sigo pasando por esa esquina que me recuerda que enla sangre llevo barrio.

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El cuento del Buen Amoren este suburbio del Surfue para vos Morenajuego de arcanos en los ojosfue madrugada de olores tibioscon amargor en el pecho

Los corvos desodorados de la nocherumiaron en tus oídoshotelería y salvaciónmientras la cervezales encendía el picoy todas las promesasde Buen Amorsólo se apropiaronde tu carne mansahasta el hartazgo vacíodel vaso lleno

María – como son las cosas –sos un fuego que nadie apagay en la madrugada

El cuento del Buen AmorJulio César Azzimonti

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con la escarcha en la pieldesde el suburbio de zanjassalís a servirel opaco ritual del Buen Señorque te espera con la ordencolgando de los dedos

Morenano acertás ni siquierael Buen Trabajopor las tardes te veodebajo del níspero mutantemirando tus manos vacíasfundiéndose entre los cardos secos

Vas arrancando lentalas páginas del cuentodel Buen Amorque van a caer sobre la costamugrienta del zanjón

En tus ojos Maríaentrecerradosva apareciendoun destello del infiernoque inflama el airehasta que los cardosse brotan en llamaradasen tu cabeza

Las mujeres de la villadetienen sus laborestapándose los oídos y los ojosEl Buen Señor de buena conductade buena mujer y buena casase acalambra en la buena piscinacuando tu imagen inconfesablese le mete en el vientre

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y el olor de tu recuerdole llena los buenos pulmonesde cardos calientes

El cura sermón en manoen la penumbrade la iglesia torcidate imagina desnudametiendo su miradaen el astrakán de tu vientrey en la sombra de las sombrasempieza a temblarlanzando por su boca­ lo que son las cosas –plegarias como pelosy el ruido rítmicode las campanas de su sexo

Y vos Maríaarrancás con tu mano Morenala última páginadel Cuento del Buen Amory ante el estupor violentode tus ojoste quedás mirandocómo se quema entre tus dedos.

Fragmento de “La Canciòn de Marìa Morena”,libro del mismo autorcon musicalización de Oscar Peretto.

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Quiero contarles algo que pertenece a las tierras de miinfancia. Pido disculpas las imprecisiones propias de mi memoria ylos caprichos del tiempo y de la imaginación.

Monteagudo se llamaba la calle: “Si te bajás del tren que vienede Retiro y le das derecho por la calle Villa de Mayo, te chocás conmi casa. Cinco cuadras son. Pero ojo, mirá que no es Villa de Mayo,de ese lado ya es Km 30, porque Monteagudo divide”.

Ahí levantó la casa mi viejo. Una casa “Tarzán”. Con eltiempo descubrí que aquel nombre fascinante no era más que elmodelo de la premoldeada que sus ahorros le permitieron adquirirluego de comprar el lote. De a poco, aquella modesta casa se fuevistiendo de ladrillos, se amplió la cocina, una piecita más y elgalpón. Todo rodeado de frutales y pinos, todo a la sombra de unviejo molino del terreno lindero que parecía estar allí desde antes delos tiempos.

Desde donde vinieras, el molino era faro y custodia. Erareferencia inevitable para los ocasionales visitantes de aquel páramocasi perdido en las llanuras de incipientes alambrados y calles queapenas asomaban entre los pastizales. Y era custodia, porque en lacabeza del gigante había un pararrayos que nos protegía de la furiaeléctrica que de vez en cuando no visitaba desde el sudoeste.

A la sombra de aquella estructura de hierro vivían don Jaime y

El molinoMacelo Collazo

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doña María, inmigrantes españoles forjados en la sequedad y elinfortunio de la península, apoyo incondicional para elestablecimiento de mi familia en la escasez de los comienzos. A mirecuerdo sólo llegan solamente sus nombres a través de mencionesfamiliares, porque mis primeros pasos en los pastos frescos delnuevo hogar coincidieron con los últimos de aquellos viejos hechosde tierra y sudor. No recuerdo ni siquiera sus adioses, solo laescalofriante referencia de la resistencia de don Jaime para partir,con sus dedos clavados a lo único que le pertenecía. La tristeza de lapérdida de su compañera lo había arrastrado por los laberintos de lademencia. Y así se fue, gritando que nadie le quitaría lo suyo (en sudelirante recuento de bienes siempre figuraba la construcción de“su” molino).

Luego de su partida se dijo por ahí que gracias a su mano elmolino seguía proveyendo agua, hasta en los veranos más flacos deviento, y que por las noches los brazos de don Jaime seguíanprendidos a la manivela de la bomba para sorber en cada esfuerzo elagua que las flores de doña María necesitaba para seguir tan vivascomo siempre. Muchos juraban sentir en las noches sofocantes ysilenciosas de enero el chirrido de los hierros ya oxidados y elresoplar del viejo testarudo que blasfemaba pidiéndole a Dios losvientos de la vida.

Pero en realidad la muerte de los viejos trajo el abandono de latierra vecina y puso sobre los hombros de mi padre el cuidado de lacasa para que aquello se mantuviera al menos con algo de ladignidad y alejado de los curiosos y advenedizos. Hasta el arribo delos nuevos dueños, aquel terreno repleto de frutales se convirtió paramis escasos años en tierra de exploración y aventura. Había quemirar en soledad aquella casa solitaria de tejas rojas que aparecíamisteriosa entre los árboles. Pero sobre todo necesitaba ver el reinodel gigante desde sus propios ojos. Sólo debía esperar. Había vistocómo mi hermano y sus amigos trepaban hasta los más alto cuandopapá no estaba, y yo era guardián de aquel secreto. Pero tambiénsabía que él no me permitiría compartir su aventura, entonces debíahacerlo solo, para que aquello fuese mi propio y único tesoro.Observando, llegué a conocer a la perfección cómo funcionaba elgigante. Sabía que sólo se podía subir en los días calmos, sin viento,y que debía sobre todo prestar mucha atención a que el seguro de la

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gran rueda estuviese firme.La siesta ideal llegó. El calor agobiante puso a todos a

resguardo de los ventiladores y la sombra. Era el momento deponerse en marcha. Atravesé la pequeña puerta de alambre que uníalos dos terrenos por los fondos, justo detrás del galpón, y caminéfirme entre los árboles, mientras aquella figura de metal crecía comonunca ante mis ojos. Ya a sus pies, revisé como todo un experto losseguros, dí una vuelta completa a su alrededor y me paré frente a laescalera construida en una de sus cuatro patas, justo de espaldas a lavieja casa. Respiré hondo y comencé la escalada. No era unaescalera comun y corriente. Cada escalón era una letra c de hierrosoldada a la pata en forma alternada; cuando la mano izquierda seencaramaba en un peldaño el pie derecho se afirmaba del ladocontrario. Subí resuelto, sabía cómo hacerlo. Lo que nunca habíaestado en mis cálculos fue descubrir lo lejos que quedaba el suelodesde cierta altura. Mis piernas se cubrieron pronto de un hielo quetrepó por la espalda y atenazó mis brazos al hierro. Busqué algo decalma con los ojos apretados y cuando estuve listo seguí cuestaarriba, prometiéndo no mirar hacia abajo hasta alcanzar la seguridadde la plataforma de madera.

Al fin estuve allí, a centímetros de aquellas aspas gigantes quesiempre veía bailar con el viento. Pude al fin ver la cabeza delgigante desde su mismo nacimiento, los engranajes ocultos por ladistancia que permitían toda aquella magia hasta ahora inexplicable.Y mejor aún fue descubrir cómo era mi mundo visto desde allíarriba: un mundo todavía pintado de mucho verde, teñido depequeñas manchas rojas y surcado por las venas polvorientas de suscalles, profundas huellas intransitables en los tiempos de lluvia. Eraotro mundo, un afuera que alguna vez exploraría también. Hastapude ver sobre las copas de los árboles la estación y la franjaplomiza de unas nubes secretas todavía para el suelo de los mortales.Era hora de bajar.

Por sobre mi hombro observé de reojo la vieja casa desdearriba. Desde allí parecía más tenebrosa, como si aquel techo rojofuese la caparazón de un gran animal dormido, que guardaba en suinterior una vida latente. Afirmé mi pie derecho en el primer escalóny empecé a bajar. Pero un viento caliente y repentino me pegó confuerza en la espalda. Frené mi andar. Las nubes estaban lejos como

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para ser una amenaza. Una nueva ráfaga golpeó algo allí abajo, en lacasa, como una puerta que resistía el movimiento aferrada a susbisagras oxidadas. Y el molino que quería despertar ante el susurrodel viento. A partir de allí todo ocurrió en un tiempo impreciso, en eltiempo del miedo, que es bruma y desconcierto.

Algo se aferró a mi mano y me impedía bajar. Tiré para tratarde zafarme de aquello que no me animaba a ver, hasta pensé coninocencia en algún alambre a cadena suelta que se había enredado enmi antebrazo, pero aquello aumentaba su fuerza como buscando midolor. Al fin levanté la vista. Una mano descarnada me atenazabacon fuerza, y más arriba, asomandose apenas de la plataforma, unrostro viejo, con una sonrisa sin fondo me pedía silencio. Preso delterror miré hacia abajo en busca de ayuda, pero estaba solo, ydescubrí que mis pies estaban en el vacío. Lo único que me sosteníade una muerte segura era el brazo de ese ser que me atraía hacia surostro con una fuerza increíble hasta ponerme cara a cara.

­Mío­ dijo, obligándome a mirar a través de sus cuencasnegras. Un aliento indescriptible, caliente, rodeó mi cara con aquellapalabra. Creí que aquello era el final. Tomó mi mano que buscaba lasalvación en el aire y la colocó a tiro de uno de los escalones, lomismo hizo con el brazo que aferraba y con la mirada me indicódónde debía colocar mis pies para estar a salvo. Una vez que estuvefirme me soltó. Cuando volví a mirar hacia arriba su rostrodesaparecía repitiendo una y otra vez aquella palabra.

No recuerdo nada del trayecto de vuelta al piso, ni siquiera elalivio de mis pies sobre el pasto, mucho menos mi apurado regreso acasa. Ya a salvo, mi carrera se detuvo ante el cuerpo de mi hermano,que notó rápido la sangre en mi brazo. Creo que le dije “un alambre”y seguí rápido hacia el baño, donde limpié mi herida y mis lágrimasque no pedían permiso para soltarse una tras otra. En el aturdimientode la huida creí escuchar la voz de papá ordenando a mi hermanoque destrabara el molino, para aprovechar aquel viento que crecíacon las nubes. La sola mención del gigante me llenó de pavor, sobretodo ante la respuesta de mi hermano, anunciando que alguien yahabía hecho ese trabajo. No sé por cuánto tiempo estuve encerradoen mi cuarto, solo pensando en la presencia monstruosa ahí, a metrosde mi casa, solo separado por una pared y algunos árboles.

Mucho tiempo pasó hasta que pude volver a levantar la vista y

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ver aquella silueta antigua recortada contra el cielo. Pasaron losaños. Las manchas verdes y los grandes árboles se ahogaron en elcemento. Los surcos profundos murieron bajo el asfalto. Aun visito ami padre en aquella casa silenciosa y triste. Intento acompañarlo enlos últimos recodos del camino, siempre bajo la custodia del viejomolino que duerme en el olvido oxidado de sus nuevos dueños.

Días atrás, de regreso de una de mis visitas a mi padre, medetuve un momento a mirar qué poco había quedado de aquel barriode mi infancia. Abrigado un poco en la nostalgia, abrí la puerta delauto y acomodé mi bolso en el asiento del acompañante. Mientrasdaba la vuelta en dirección al asiento del conductor un vientocaliente del sudoeste comenzaba a mover los viejos árboles, y unsonido a metal viejo que intenta despertar llevó mis ojos distraídoshacia lo que quedaba del viejo molino. Alguien, desde arriba,ensayaba un tímido saludo...

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paleta anacrónicalas casas del barrio lindoson de ladrillo que sangraa la vistaárbolesse dejan caer comohojas de eucaliptoque mata lentamenteel pasto verdese retraeel otoño es un lugarlleno de barroespeso impenetrableconfundo las bolsas de basuracon el cuerpo de un difunto

*

Hace un par de años, leí en internet un cuento que me cambióla vida.

Se trataba de unos nenes de piel carbónica, que bailabandentro de una bola de fuego. Cuando me imaginé a mí misma

El umbral de un barrioen llamasJulieta Van de Velde

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bailando como se lee en la narración, me gustó mucho. Quisefestejar el hallazgo prendiendo fuego todo, como en la historia. Optépor quemar el pueblo y pulverizar los libros. Me pareció que lomejor era, también, quemarme a mí misma, así que me prendí.

Pasó así, en serio. Desde mi más profunda oscuridad, quieroreconocer públicamente que yo desaté la catástrofe, y lo digo sinculpa. Además, ¿quién no peca de curioso? En general, soy unapersona tranquila –dentro de los parámetros donde se nos permiteserlo. De vez en cuando, los libros me despiertan un nosequé, y mesiento obligada a explorar el deseo de romper cosas, patear muebleso pasear desnuda por Lavallol, que tiene una casa de pasto en lapared y me encanta acariciarla con todo el cuerpo. Por eso mismo,no me dejo martirizar por la culpa. Sé que algunos transeúntesgozaron del caos tanto como yo, mientras que otros lo padecieronhasta el último pelito de su ser. Sea como sea, a todos nos dolió unpoco sentir el cuerpo incendiándose en cámara lenta, en mayor omenor medida.

Retomando con el incendio: primero tiré un fósforo en elnacimiento de las cortinas, y después, prendí un poco de mi trenzacon la hornalla. Al principio sentí pánico, después, alegría. Nuncahabía jugado con algo tan rojo. Las paredes se comían a sí mismas, ylas luces dibujaban formas filosas que sugerían ser palpadas con lasmanos. Los colores de mi trenza se fueron achicharrando de apoquito, hasta volverse un espacio vacío, mientras que el fuegollegaba a las raíces de mi pelo.

Hace poco me acordé de una película, donde un hombre asnotocaba la flauta cerca de la estufa, como si la música pudieradespertar a las criaturas de una dimensión intangible que no aparecenen el silencio. En el momento que mi cuerpo se quemaba, mehubiera gustado que mis criaturas salgan de los rincones y bailen,pero estaban quietas. Me miraban, sí, y yo creía que era porque meestaba quedando sin oxígeno: sin oxígeno, las bestias no bailan. Derepente se apagaron, y yo me apagué con ellas.

*

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En una calle llena de gente, pude leer un cartel que decíaÁlvarez Jonte, pero si lo leía al revés decía: “cuidado con losperros”. Si estaba en la plaza, y no estaba en mi habitación,mirándome en el fuego del espejo, ¿cómo había salido del incendio?No reconocí si era de día o era de noche, supongo que por el humo,aunque me gusta decir que es porque se cortó la luz y el aire se tornódifuso. Me acuerdo bien de los gritos y el ruido natural de laatmósfera; lo que se escucha al cerrar los ojos cerca del fogón de uncampamento. Imaginé que en lugar de gente triste y alterada, habíadoscientos boy scout preparándose para salir a la batalla, conparrillas y medallas. Al final, me alejé del caos caminando y atraveséun par de paredes negras, grumosas y palpables. No parecía humo, nimoléculas de plástico derretido. Yo miraba las formas de esa paredinmensa y veía nubes limpias, traslúcidas, ¡qué ironía!

Sé que tengo que contar lo que pasó cuando intenté volver acasa, por más que no quiera ­preferiría evitar las explicaciones, sinembargo, resultan ser indispensables para dejar en claro laverosimilitud de mi anécdota. Este es un relato directamente extraídode mi memoria, por más dudoso que parezca, y no quiero que secuestione el origen de mis palabras. Las cosas me pasaron por culpadel destino, y punto­. La cuestión es que volví a casa por el mismocamino de siempre elijo cuando salgo de la plaza de Alvear: salí aDirectorio, o Drago, o no sé cómo carajo le llaman a la calleprincipal, pero salí para ese lado. Me topé con la estación deservicio, y vi bolsas de tierra que parecían difuntos. O podían serdifuntos que parecían bolsas de tierra, y yo quise cambiar elsignificado de lo que estaba viendo porque me daba terror. Al fin y alcabo, lo mismo da: Lo único que tenía que hacer era seguircaminando, derechito, que por ese camino iba a poder volver a casa.

Caminé un par de cuadras y me acordé que por ese barriovivía, o vive, o vivió en algún momento mi tía. Me disculpo deantemano por lo desarticulada que está mi alineación temporal, yprosigo; se me ocurrió ir a visitarla, pero no encontré su casa.Tampoco encontré la calle de regreso ni las huellas de mis pisadas.Había un horizonte de hormigón y brasas calientes, que se extendíahasta muy lejos, como el campo de batalla de un ejército decarpinteros. Ni árboles, ni hamacas, ni señoras regando las plantas dela vereda a la vista.

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Después del desarraigo, me dejé llevar entre la vida, la muerte,el limbo y el fuego. Quise elegir la opción más fácil, pero todopareció sumamente imposible, y no encontré forma de escaparle a lapésima decisión de festejar un libro prendiendo fuego cada parte demis pagos. Estoy parada en el umbral de un barrio en llamas,escribiendo con mis manos manchadas de pus y leña. No tengomucho que perder con el intento de redimirme. Me duele el incendiopor la sed de mi garganta, por no saber a dónde ir a pedir agua.

El cartel de la estación de trenes se partió a la mitad en unanoche de tormenta: un pedazo de chapa lo atravesó justo en elcentro. Una grieta se formó, dejando caer sangre y sangre y óxido dechapa. Me hubiera gustado conocer el ADN de ese líquido rojísimo,que manchaba todo, que no era fuego y tampoco era persona, parasentirme menos sola. Me gustaría, también, poder mirarme al charcorojo y reconocer en mi cara un último gesto de humanidad, unaexplicación a la ausencia de mis huellas.

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Antes del ocasoTú solíasCorrer por el campoEse campo llenoDe juegosDe risasDe ansiedadEra allíDonde abríamosSenderos imposiblesMundos imaginariosEntre la neblinaQue cubría todoHasta la fragilidadDe tus ojosTus ojosQue miran mudosEntoncesTe tomaba de la mano

En la estancia delos Álzaga UnzuéJuan Carlos Cobreros

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Y regresábamos a casaCon prisaY al saltar el alambradoDe ese campo cruelY misteriosoNos decíamos adiósLatiendo al unísonoComo una luciérnagaGiganteEn medio de la oscuridad

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El asiento de la parada de colectivo es helado, carcomido porel bordó del óxido; cuyas aberturas son semejantes a gruesos labiosmetálicos. Todavía conserva diversos crucigramas tatuados conalgún tipo de material punzante: “Yamila te amo” ¿A quién leinteresa? Pareciera que en el posmodernismo, tallamos nuestraprosperidad en los objetos comunitarios. Nunca entendí esa manía dedestruir lo ajeno. En fin… ¡El 176 no viene más y debo cumplir conun horario de cursada! Miro el horizonte. La curvatura de ruta 8llega hasta el arco de Parque Alvear 2. Voy a encender un cigarrillo,que por ley de Murphy, llamará a la desgraciada Fortuna. A vecespienso en las cuatro generaciones familiares que habitaronTortuguitas: en mis bisabuelos, abuelos, madre y ahora yo. ¿Cuál esla memoria más lejana de esperar el colectivo? Fue cuando tenía 12años de edad. Aún recuerdo las didácticas palabras de mi madre:"Fer, acordate! El cartel con los colores de River, tiene su terminalen Fonavi. El de Boca, Pilar. Por último, el de colores blanco conamarillo: Escobar". Muy didáctico. Hay cierta sabiduría popular queno se encuentra en los libros. Del mismo modo, la forma deconcebir la existencia humana. Mi madre siempre me decía quenacemos con un libro y una vela. Sobre el libro, anotamos nuestraexperiencia hasta que cese el brillo de la vela…

El colectivo azulado de techo amarillento finalmente se

Esbozo sobreMalvinas ArgentinasFernando Javier Sánchez Burgos

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dignó a venir. Luego de subir y de saludar al conductor, apoyo mitarjeta en el lector de la Sube hasta oír el “bip”. No está demasiadolleno. El término medio, diría Aristóteles. Voy a sentarme detrás detodo para no tener que ceder el asiento por mera educación. Elacolchado es cómodo… observo diferentes paisajes, Dana, la fábricadónde se jubiló finalmente mi viejo después de haber trabajado 47años de su vida. ¿Para qué tanto trabajo? ¿Existe algún tipo deascenso social para los hijos de la clase obrera? Supongo que larespuesta sería la educación… o ganar el Quini 6. El azar nunca fuemi fuerte ni la poesía tampoco. Ya me lo hicieron saber en aquelbendito concurso literario. Tengo 14 minutos hasta abordar elpróximo colectivo. Dos poemas. Tal vez si hubiese hecho una breveintroducción, quizá el jurado lo hubiese considerado. Por ejemplo:

Me llamo Fernando, mi nombre es honor al rey de España.Mi familia materna de apellido Burgos, lleva cuatro generaciones enTortuguitas. Vivimos cerca de Ruta 8. Los poemas 1947 y 1963,buscan retratar la dura vida de campo. 1947, cuenta la desapariciónfísica de mi bisabuela, quien emigró de Trieste junto a su esposopara llevar la vida de campesinos en la tierra donde habitamos. 1963,inicia con el conflicto de “Azules VS Colorados” quienes seacuartelaron en “Trasporte Vidal” y retrata la dura vida del campopor aquellos años. >>

Es sabido: siempre debemos contextualizar. Una frasequitada de contexto, produce estragos. Es similar a lo que decíaRousseau: “Existe algo peor que la censura y es recortar la realidad.”No me quiero explayar en ello. Leeré los dos poemas en voz para mímismo.

1947Perlas en lenguas verdes

Se doblan, en cada pisada desnudaEl frío descampado

Amenaza con su hadoMelodías de grillos con su arpada.

Bella muerte, que huyes por el campo.Mi faro se ha ido con ese hombre.

El lirio de mi carne, es podredumbre.Siquiera pobreza amamanto.

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Cortan los grises cabellos, la luz de la luna.Chorrea la pulmonía, por la ventana.El barro la entierra, con su quijada.

La muerte unió los cuerpos.En la tierra que hoy piso.Su nieta nació aquel año.

1963Azules contra colorados

En grupo se alzanY un cuartel requisa

Bien armados y preparadosAjeno a ello, el rostro del campesinado.

Las ruedas del arado graznaránLuego de consumir el alquitrán,

El sol es el brillo de un girasol marchitado.Las huellas del anclado

Arrastran el premio que el mercado pagaráMaíz, zapallo sagrado, alimento proveerá

Nacida de los rezos del descamisadoLa piel colorada, chorrea lavas de sal.

Sal líquida que riega el campo.Clorofila y sangre, en su prenda de harapoSus manos de escarcha, recorren el maizal.

La vida de los fundadores, limpiaban el quintalDe algún patrón perfumado.

Quién no le cumplía lo acordado,E iba a misa para donar lo mezquinadoMientras que el destino del jardinero,Era permanecer pisado como sapo.

Arrastrado por la voluntad de sus costillas.

¡Nada mal para un principiante! El colectivo dobla en elcruce: debo bajar para interceptar el 448. Al pensar en el poema, merecuerdo en lo privilegiado que soy en tener la oportunidad deestudiar. Al cruzar ruta 8, veo un montón de chicos vendiendomedias. ¿Ellos gozan de los mismos derechos que yo? Puede ser queno. Tal vez, quienes hablan de meritocracia, deberían pensar en que

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no todos empezamos en el mismo punto de ascenso social. Essabido: cuando más abajo está ubicada la escalera, cuesta ascender.Para muchos, siquiera existe… Por mi parte, pude tomar el siguientecolectivo.

En la entrada de la universidad, me cruzo con diferentestipos de estudiantes. Algunos, caminan alterados como si seterminase el mundo, otros con cierta altanería. Al mirar en direccióndel costado, veo el árbol de antaño en donde arrojaron las cenizas demi amigo Nicolás Brousse. Nico fue un chico como otros tantos,lleno de sueños, de mirada penetrante y risa generosa. Un serhumano increíble que tuvo un terrible final por culpa de laimprudencia de un camionero en un accidente de tránsito. En launiversidad, le hicieron varios homenajes: creo que el grupo humanosupera la calidad académica.

Si me preguntasen: ¿Cuál es el mejor lugar de MalvinasArgentinas? Sin tener en cuenta mi hogar, afirmaría que la UNGS.Para mí significa un espacio de crecimiento intelectual, humano,personal y sentimental. De hecho, por ser "nieto de jardineros" e hijode clase obrera, el impacto es todavía mayor. Los estudios mecambiaron... Estudiar cambia a la gente para bien o para mal. Laformación universitaria produce que a uno no lo engañen tanfácilmente. No me refiero a que exista una “gran verdad” que nostrasmitan, sino a tener argumentos sobre nuestras hipótesissubjetivas.

Después de egresar, uno va conociendo diferentes escuelas,lugares y personas de Malvinas Argentinas. Historias de vida,realidades. Malvinas es un lugar desigual y complejo. Y allí nosdamos cuenta de lo protegidos que estuvimos en la universidad... Yuno siente cierta melancolía, de la misma manera que cuandotermina la secundaria. Lo cierto es que se notó la ruptura de laburbuja… y también me duele.

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¿Y no aumentaron los suicidios de beso?¿y qué del vapor de sudores?¿qué del síndrome de poeta que está en aumento?Nadie sabe el índice¿los cigarrillos no fumados no se quejan?¿los síndromes de pavor a ambientes abiertos?¿no hacen huelga por exceso de producción?¿qué de las miradas de deseo?¿no se quejan?¿la convivencia, no se va a tomar vacaciones?¿la soledad cuántas tardes de abril ya se tomó?¿los trajes brillosos para la noche no se suicidan deaburrimiento?¿y los toboganes sin raspones, no lloran?¿las flores en los jardines no suplican ser arrancadas?¿no mueren de abstinencia de agua de frascosimprovisados floreros?¿qué de las estadísticas de simulacros?¿los ensayos de cuándo no esté la abuela?¿qué de las sonrisas de papá sacadas con sacacorcho...¿quién como, cuánto ?ese trabajo quedó vacante

Estadísticas de Mayo 2020Carla Godoy

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¿quién lo contabiliza?¿qué dicen las estadísticas de mi búsqueda de amorera un trabajo segurocontínuo, estable...¿quién espera y cuenta cada gota de lluvia para hacer elamor?¿los mensajes furtivos en decadencia, quién llevaregistro de ellos?¿qué no mueren de rubor?¿los hoteles alojamiento no mueren de sequía de vapor?¿y yo cómo hago para tomarte la mano, si el alchoĺ engel escasea?¿quién tomará nota numérica de ello?

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En cada rincón encuentropedazos de piel, escamas,

pelo negro, uñas descascaradas,de un cuerpo que me dejó.En cada una de mis grietas

habita una sustancia desconocidaque me corroe,

como el ácido azul de la nieblaen este confín del norte.

No encuentro ya mis ojos,prisioneros de viejas historias,

porque el pasado feliz, duele másque este presente inexacto.

Ni siquiera encuentro las ranurasque se perdieron en el nuevo tiempo,

donde me hallaba con el poema.Por momentos creo que

casi te encuentro, casi te invento,casi te entrego, casi te pierdo

InventarioClaudia Isabel Lonfat

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Entre muros te escuchoy tu voz es lejana, oquizás más ausente;

como el amorcomo la lucha

como la erecta florque ya se extinguió.

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Almendra tenía apenas catorce años. Viajaría en “El lechero”,ese que paraba en todas las estaciones pero que hacía las delicias dela jovencita. Sobre todo porque era el primer viaje que realizaríacompletamente sola. Esta situación la hacía sentir bien, segura,¡habían confiando en ella! La formación contaba con una máquina,un vagón de carga, dos coches de pasajeros y un furgón.

Almendra estaba viviendo en Grand Bourg, un pueblopequeño pero que crecía demográficamente más rápido que suurbanidad. Un pueblo donde nadie se saludaba porque no seconocían. Muy distinto al pueblito donde se dirigiría. Habíaaprendido qué era una parada de trenes, sólo boleterías y una terceravía para las formaciones que regresaban a Buenos Aires. Seguía sinadaptarse, el pueblo se le antojaba triste, sin vida. Se habían mudadobuscando un porvenir más prometedor para ella y sus hermanos. Sumadre deseaba que sus tres adolescentes pudieran estudiar... Con esteviaje se iba a reencontrar con sus afectos. ¡La habían dejado ir avisitar a sus amigos del pueblito que la vio crecer! Repasaba en sumente los nombres Ana, Olga, Raquel, Roberto, Oscar, Titi, Araceliy Mónica… ¡eran muchos!

Sacó el pasaje con descuento desde Grand Bourg hasta DelViso porque su padre era ferroviario. Nerviosa se sentó en lacomodidad del asiento tapizado. Por la ventanilla vio su casa ubicada

Juego sicodélicoMarta Ballester

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en Camino a Tortuguitas 73; la escuela 47 casi un rancho; el tambode “La Juanita” y el final del pueblo apenas pasado el arroyo Claro.Campo sembrado con alguna que otra casa. Llegó a Tortuguitas ydespués de más campo apareció Del Viso. Esperó a “El Lechero” unrato mientras visitó a su padre que trabajaba en la estación.Anhelante subió al tren. A partir de ese momento las estacionesestaban bastante distanciadas unas de otras.

Miraba el campo desde la ventanilla del coche de maderalustrada, que vibraba y se sacudía por la trocha angosta. No leimportaba la incomodidad de los asientos de madera, ni el largotiempo para llegar a destino. La emoción la enajenaba.

Entre Santa Gobernador Andonaegui y Colonia Vélez losacompañó la lluvia. Las ventanillas cerradas tamizaban un olor atierra mojada que era propia de ese paraje. Desde que se habíamudado no había vuelto a percibir ese olor… quiso adueñarse delmismo, experimentó, también, el perfume de la alfalfa florecida, ellino en su celeste esplendoroso, y los campos de trigo maduro. Queplacer para sus ojos. ¡Cuántos recuerdos! ¡Cortar alfalfa para losconejos! ¡Jugar a la mancha entre la mies madura! ¡Cuántas veceshabía imaginado que el mar producía olas como los camposflorecidos de lino! Los campos llenos de soles. Sentía vivencias queparecían tan lejanas y sin embargo, sólo hacía unos meses quehabían dejado el pueblo.

Su carita apoyada sobre sus brazos cruzados en el alfeizar dela ventanilla del coche le permitía ver ese paisaje amado. De pronto,vio que un rayo de luz se filtró por la ventana y cayó un diminutoarco iris sobre el dorso de su mano. Buscó el origen y descubrió quelas últimas gotas que quedaban aún prendidas del vidrio lo habíanprovocado. Tomó unos centímetros de distancia, entrecerró los ojos yun abanico de matices se presentó ante ella. Haces que ostentabandesde los amarillos a los púrpuras, desde el celeste al violeta pasandopor el añil, un millar de diminutos arco iris jugueteaban entre suslargas pestañas negras. En ese momento, el abanico transmutaba endiminutos lagos con divertidas amebas policromos.

Al tanto que el tren paraba en Colonia Vélez abrió los ojos yregresó a la realidad. Pasado quince minutos la formación reanudósu desplazamiento. Almendra quiso reanudar su juego sicodélicopero el sol estaba tras una nube ¡Qué pena! Además, sólo quedaba

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una gota que con bravura se aferrada al cristal pero a pesar de todoresbaló lentamente por acción de viento. Parecía que quería seguirjugando con la adolescente. Cayó sobre una matita de verbena quesobrevivía en el terraplén y desapareció. Almendra esbozó unasonrisa, la gota había caído en el lugar perfecto. Preparó sus cosasporque el tren lechero llegaba a Pérez Millán. Una hermosa estaciónde estilo inglés con una galería con pisos brillantes… limpios, y unapuntilla de chapa verde que caía desde el techo. Había llegado,ahora…

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A mí me dieron una casa de silencio. Era la más extraña de lacuadra, lo sé. Estaba ubicada (sigue estando) sobre la calle MarianoBoedo, entre Eustaquio Frías y Hernandarias (hoy Carola Lorenzini).

En la casa había recovecos que hacía que las personas queen ella habitaban se volvieran invisibles, excepto yo, o al menosnunca pude saber si alguna vez me había vuelto invisible, porquecuando creí hacerlo, mi madre siempre me encontraba para retarme.Al principio esta característica de los recovecos me pareciódivertida, hasta que reparé en que algunos de los habitantes jamásvolvieron a aparecer.

Sin embargo, una vez apareció un libro. Allí descubrí comoAfrodita le regaló tres manzanas doradas a Melanión para poderconquistar a Atalanta, de quién se había enamorado. Ahí mismodecidí que yo también tendría mis tres manzanas que concederíanmis deseos.

En los jardines de atrás había grandes arboladas de alcanfory eucaliptos que perfumaban todo el aire del hogar. ¿Por qué no eranmanzanos? ­me lamentaba. ¿Por dónde emergería Afrodita si en elfondo de mi casa no había ningún espejo de agua? Cada vez quellovía salía corriendo a poner algún balde o palangana, cualquiercacharro en donde pudiera juntarse la suficiente agua para quesucediera la aparición tan esperada. ¿Pero qué anhelaba yo? ¿Qué

La casa del silencioCristina Fuentes

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pediría cuando Afrodita emergiera del río? Algo me decía que elagua juntada nunca era suficiente. Ni suficientes mis lágrimas deruego. Qué maravilloso fue descubrir ese enorme río rodeado demontañas de arena y rocas que se veía por la calle 25 de Mayo, porencima del tapial del fondo, desde el alcanfor en que me habíasubido. Me invadía la primavera. Ese mismo día me invadió elinvierno cuando me dijeron que toda esa arena y piedras estaban allíporque estaban por construir el asfalto.

Así crecí, entre imágenes oníricas y sonidos que venían deotros tiempos. “La niñita extraña” me decían en el barrio. Pero minombre es Cristal, y no estaba sola, con Jade y Rubí, éramos lasdistintas que jugábamos a las muñecas –que no teníamos­ vistiendo aunos sifones que encontramos tirados con ropa confeccionada pornosotras. No nos importaba que se rieran de nosotras los otros chicosde la cuadra. Ni tampoco que nos abuchearan cuando bailábamos ycantábamos frente a la ventana de mi casa que daba a la vereda,imaginando que una sala llena de público nos aplaudía llenos deadmiración.

Una de esas tardes coreográficas escuchamos el sonido de unacampana en la calle. Las tres miramos hacia allí. No lo podía creer.Ví a mis tres manzanas doradas. Salté por la ventana y salí corriendoy me quedé extasiada observando su extraordinaria belleza…“¿Manzana, higos o pochoclo?” –me dijo el hombre de gorritoblanco que sostenía la bicicleta mientras un montón de chicos salíana su encuentro con sus monedas en la mano. Me puse a llorardesconsoladamente. “No llores nena” –me dijo­ “te regalo unabolsita”. Pero me fui corriendo hasta el fondo del jardín de mi casa,que desde esa tarde se volvió acromático. Juré nunca más asomarmea la ventana ni leer libros encontrados en los rincones. Sin embargouna mañana, alguien abrió la ventana, me desperté, y ellos estabanahí, no los vi venir, pero ahí estaban todos esos pájaros, paraescucharme. Les conté muchas cosas. Y ellos a mí. Despuéscantamos juntos una hermosa canción que me enseñaron. “Estacanción es tuya, la hicimos sólo para vos, nunca la olvides” ­medijeron­ y emprendieron su vuelo mágico.

Los siguientes semanas (o meses) fueron transcurriendomás lento que de costumbre. Su monotonía era interrumpida de vezen cuando por alguna pelea de vecinos, o de perros, por el ruido de

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las máquinas de cortar el pasto que se mezclaban con las radiostransmitiendo los partidos de fútbol de los domingos, o por algunavisita de algún pariente lejano. Como la de aquél tío, que durante lasiesta de mi madre, insistió en jugar a que yo fuera su muñeca, parapoder desvestirme.

Aquélla niña extraviada que fui, que sigo siendo, creciópródiga de adversidades. Pero pudo salir de su caverna, emerger,como Afrodita, desde las oscuridades de su océano. Las heridascicatrizan pero nunca se olvidan. Pero tampoco se olvida ese cantode pájaros que fue hecho sólo para nosotros.

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Cuarenta y cinco metros de fondo, dijo el vendedor, unapiscina chica pero se cotiza, dijo.

Miré los árboles que plantamos con Meli, el ceibo ya crecido,la acacia

­Este árbol es un problema, justo arriba de la pileta, con esaflorcita que tiene. ¿Le da trabajo, no señora?

­Sí, sí­le respondí­me levanto a la mañana y con una paleta detul le quito las hojas,…

­y sí… todas las mañanas.­Así es, desde hace dieciséis años que da flor. El árbol ya

tiene veinte.El hombre me miró decidido:­Bueno, piense que ahora se libra de todo este trabajo.­Sí, claro.El departamento­le pregunté­tiene un jacarandá.El hombre frunció el seño, luego sonrió.­Ah, sí, en la vereda y da al balcón. Da mucha sombra y no le

miento, el balcón le va a quedar tapizado de flores.­Será cuestión de barrerlo todas las mañanas.El trato era mano a mano, la casa de Los Polvorines por un

departamento en Caballito. Faltaba la firma y era sólo la mía.Porque de alguna manera él quiso resarcir el daño y la escrituró a mi

La casaSilvia Acevedo

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nombre. No hacía falta, yo igual lo había perdonado.Mirar hacia el futuro, eso tenía que hacer, deshacerme de todo

lo que esta casa me recordaba, matar el fantasma de una felicidadmuerta.

Cuando los años más jóvenes ya se cumplieron. ¿Cuáles sonlos sueños que se inventan para el último tramo de la vida?

Una casa nueva, pequeña, sin perros, sin una acacia, sin unceibo.

Recordé las pequeñas manitos de Meli abriendo las vainaspara quitar las semillas, y luego enterrarlas, ansiosa con elguardapolvo a cuadrillé del jardín.

Ya no nos vemos tan seguido, sólo por skype. Desde Europame manda un mensaje: Hiciste bien, ma, esa casa es muy grandepara vos, mucho trabajo.

Seguro habrá visto las fotos del departamento de capital que leenvié. Tiene dos habitaciones, una tendré que amoblarla paracuando Meli cruce el océano que nos separa desde que sus sueños secumplieron y se fue tan lejos.

Miré por la ventana. El jardín, la vieja hortensia, loslangostinos que me había regalado mi abuela. El limonero y laretama, más recientes. Mi perro corría alrededor de la pileta lospájaros que nunca pudo alcanzar.

El vendedor dijo;­Prolijo el jardín, cuánta vida, cuánto verde. Buena jardinera

es usted.Entonces vi la sombra de Meli tirándose a la pileta y la

sombra de él cortando el pasto. La sombra de una mesa y una familiaque ya no está.

­Aquí sólo viven las plantas­le dije. Todo lo demás se va.­No vaya a ser que se arrepienta. Mire, uno se apega a las

cosas materiales, sólo por temor a los cambios. Se va a sentir mejoren el departamento, es cálido y luminoso. Pero si quieredesaprovechar la oportunidad, está en su derecho y puede desistir.Aunque le diré que.

Lo interrumpí…­Gracias, deje que lo piense.­ Cuando lo decida, me llama. Ojalá, no se haya vendido.­ Adiós, estoy segura de que conseguirá uno mejor si se vende

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el que me ofrece.

Era una mañana fresca y tranquila. Salí a pasear, como adespedirme del barrio, de la Plaza Lemos. Dos zorzales buscabansemillas en el barro. Sobre el fresno, el nido de horneros. Elmurmullo de los autos sobre la ruta 8 siempre lejano amenazando latranquilidad que nunca pudo perturbar.

No quería dejarme seducir por la nostalgia. Las hojas deotoño empezaban a construir su alfombra, lenta y pertinazmente.Era el momento de abandonar la casa. El verano se había ido y elfrío me empujaría hacia el interior del living. Por unos cuantosmeses no disfrutaría el jardín. En el departamento nuevo noextrañaría mis plantas. Y esos meses servirían para acostumbrarme aun lugar más reducido, “que es más práctico”, había dicho elvendedor, “que estaba sobre una calle transitada donde podría ver lagente pasar”. La vida pasar.

Me daba pena volver con tanto sol.Así que me senté en un banco de la plaza. Los horneros

trabajaban tenazmente reparando el nido que los albergaba todos losinviernos.

Y no sé por qué rompí la tarjeta de la inmobiliaria.

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La estación de Los Polvorines tiene y es, como un tango triste a lolejos de una chacarera, una zamba musical y nostálgica y ese…quésé yo, mezcla rara de penúltimo linyera… como “Balada para un

loco”.Cuando llegué a Los Polvorines, allá por 1976, me enamoré de esanostalgia que emanaban sus bancos de madera roídos por el tiempo,

y sus perros abandonados, ladrándoles al tren.Ya por entonces la llamé: la estación de mi nostalgia.

Hoy han pasado cuarenta y cuatro años, me pregunto ¿por quénostalgia? Si ella y yo aún estamos. Si a lo largo de estos años, hasido siempre boleto de ida y vuelta, con algunas cancelaciones sin

aviso, como las inesperadas ausencias que la muerte enamoró.En este relato descriptivo, soy testigo y partícipe de su

transformación. Testigo de cómo el pincel del tiempo alteró el lienzode su paisaje: ya no vienen el circo ni el parque de diversiones, como

en los años 80.Y en los andenes de la espera, el tren como la vida o el tiempo ha

sido la permanente metáfora de adioses y despedidas. Pero tambiénla apuesta irrenunciable a la alegría, y a la esperanza.

Y arriba del tren, un viaje en dos tiempos: paisaje repetido en elrecuerdo y encuadrado en sus ventanillas que pasan rápidamente,

como fotos viejas, de colores deslucidos, desteñidos por el viento y

La estación de Los PolvorinesSylvia Ferreira Servián

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una que otra lágrima al oír “Naranjo en flor… toda mi vida es el ayerque me detiene en el pasado.”

Y el otro tiempo se desdobla en los pasillos del tren, agobiado debostezos, de obreros y estudiantes. Y la necesidad que vende

estampitas, y la niñez que se envejece pidiendo una moneda…Alguien, quizá muchos llegaron a destino sin proponérselo. Yo, con

absoluta seguridad, y enfrentándome a la suspicacia del tiempo,blandí mi corazón como bandera y elegí mi destino: mi amada

estación Los Polvorines.

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A Sebastián Ramírez y a sus“poetas trashumantes del pincel”

Hubo al menos dos, que no pudieron dormir en la víspera.La noche del 30 de abril pesaba la atmósfera, promediando un

otoño más cálido de lo esperable.Uno de los insomnes tictaqueó en el teclado melodías breves o

inconclusas. Intentó dormitar en el sofá, pero la cerrazón del pechole recordó que Grand Bourg también es húmedo en esta época.Descorrió la cortina varias veces y ensayó unos amargos antes de lamadrugada.

Al amanecer, celebró que sólo hubiera bruma y no lluvia.Preparó las cosas de siempre, y se conectó por celular con suscómplices.

Cerca, alguien más cabeceaba en una estática vigilia. La nochele había empolvado la cara y la ansiedad la mantenía en vela.

Desde hacía un tiempo lo veía pasar, mirándola casi en ungesto de contemplación.

Esa noche soñó despierta, o imaginó que algo trascendentepasaría en su vida.

Percibió movimientos en la casa de al lado, apenas surgieronlas luces incipientes del 1º.de mayo. Ruido de ollas y olor a comida.

La ParedElsa Patricio

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Llegaron dos pibes con una escalera, otros con latas y trapos.Escuchaba desde hacía un tiempo, en silencio, las

conversaciones de los que iban y venían por la vereda, decían de“Los tres músicos”, de Picasso…de “El Nacimiento de Venus” …de“Noche estrellada “de Van Gogh, de calles…de plazas…

El viento le había acercado desde la otra cuadra, un mes antes,ese penetrante aroma que le provocó una evocación, algún rocelejano. Y los comentarios del reconocimiento a un vecino ex­combatiente, en “Homenaje a los grandes héroes de Malvinas”. Y laspalabras de admiración hacia un hombre.

Ese día, el 2 de abril, lo vio pasar por primera vez. El pelonegro, la tez cetrina y un gesto de satisfacción. La conmovió laexpresión de sus ojos al recorrerla entera. Se sintió única, más allá desu ignota realidad. Y no pudo olvidarlo.

¡Todo listo o casi! Juntar los pinceles, cerrar la casa, yencontrarse con el resto.

El feriado adormilaba las calles. Eso es bueno, en algúnsentido, pensó él. Ya nos van a encontrar con la tarea comenzada.

Y llegó el momento de la cita. El hombre extendió su manosensible, de a tramos, por toda la superficie de su cuerpo liso yblanco. Ella sintió brotar de su interior ansias olvidadas, matices,amores y desapegos. Se estremeció.

No hubo demasiados preámbulos, sí manos, y trazos, yjóvenes moviendo un caballete, alistando una escalera, preparandocolores.

Él tarareaba, mientras tanto. Su obsesión: la músicainspiradora, la que se hace tobogán entre el boceto y equilibrista enlos peldaños. En su cabeza, ese viernes, “El Círculo de la Vida”, paradelinearla entera, sin dejar un sólo tramo desierto.

Iban y venían, el mate compañero y la gente. Pasaban yparaban madres con niños, unos de la mano, otros en cochecito. Losadolescentes copaban la vereda, con hipótesis acerca de las formasque aparecían, mágicas.

Varios vecinos alternaban entre la curiosidad de las persianasy salir a la puerta.

La cuadra se sentía viva, latía, gozaba. Ella más aún.Se cantaron fragmentos rítmicos, temas de otros tiempos. Y

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circularon locro, pastelitos y otras delicias autóctonas paraacompañar las horas de quienes pintaban y de quienes admiraban.

Y allí, él, a diez centímetros de ella, derramando cariciasmulticolores, invitando a sumarse a los demás. Se adivinaba que erael maestro, el que había soñado ese encuentro. El que sufría con“Los Desocupados” de Berni; al recrear la emblemática obra,pensando en los desocupados de hoy.

Y se desgajaban los obreros de aquel tiempo en la paredenamorada, en ocres, en sepias, en azulinos, en morados.

Volaba la mano del artista y su palabra incitaba a los otros aredoblar el ritmo y la audacia en cada pincelada. Daba cátedramientras pintaba, a los noveles compañeros de aventura. Inducía atodos, a colocar su impronta de color, a sentir la alegría de ser y deunirse en el arte, que es la vida.

La tormenta aguijoneaba con las últimas luces y tanto aún porhacer.

La pared lucía trémula, con sectores inconclusos y la noche alacecho. Él percibió sus miedos.

Y ante las tribulaciones del equipo, por la inminencia de lalluvia, vociferó:

­ ¡Seguimos, muchachos!Entonces, en una epifanía de torsos empapados, de celulares

dando luz a los rincones, de voluntad y capricho, concluyen lopropuesto.

Día del Trabajador. Feriado.Es casi medianoche. Están sucios y exhaustos, los muralistas.Una ventisca de amor dobla la esquina de San Lorenzo y

Ricardo Rojas.La pared duerme en silenciosa fiesta.

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Si, ahí donde termina el partido de Malvinas, donde antes nose sabía si comenzaba José c. Paz o Grand Bourg, “los chicos delotro lado de la ruta” eran sus amigos, venían en Bicicleta ocaminando, vivian en la Iparragúirre o en la rotonda hasta el Callao,bailaban rock, tocaban la guitarra… y se reunían con las chicas de lacalle Bacacay y Velázquez.

Ellas eran “las chicas del colegio”, todas estudiaban, lamayoría íban al “colegio de las monjas” y otras a escuelas públicaspero estudiaban (tiempo en que el secundario no era obligatorio) delotro lado del Cruce. Todo era territorio del Gral. Sarmiento, por eseentonces un solo partido grande que incluía San Miguel, José C. Pazy lo que hoy es Malvinas Argentinas.

Se habían formado algunas parejitas de novios, de esa mezclamisteriosa y salvaje, cándida y callejera. Ella no sabía del poderafrodisíaco de las polleras tableadas y escocesas del colegio demonjas por esos tiempos. Era muy ingenua para darse cuenta.

Viviana intentó, eso de tener novio… pero no encajabademasiado, muy cándida decían algunos, muy frágil decían otros,muy chica de su casa era la Vivi y hermana del Scooby.

­Ojo, con la hermana del Scooby, no se toca.(por el dibujo animado Scooby Doo. Que se daban por canal

once en los 80)

Lady Di vive en elCruce de José C PazCarla Godoy

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­ Ves, es él, decía uno de sus amigos.(bajo algún interés oculto de amigo del Scooby e interés no

declarado por la Vivi), la cosa es que ella no pegó ningún noviohasta que se fue a estudiar a otro partido, Pilar para ser precisos.Pasado el secundario. Ya cuando estudiaba magisterio. Después delaño 1.990.

En la adolescencia entre sus 16 y 20 años se juntaba en la casade Vivi y Scooby, era el único lugar de donde no los echaban, eraépoca de la crisis de Alfonsín, la caja PAN, en casa de Vivi siemprehabía mate, pan duro, y margarina que el padre de ellos traía de lafábrica de papas fritas.

Eso era un manjar para los chicos del otro lado de la ruta ypara todos, con eso alcanzaba, más un grabador gigante en el quesiempre sonaba Rock.

La mamá de ellos trabajaba en un taller de costura por lamañana y por la tarde terminaba el secundario y después elmagisterio. Se decía de todo de la mamá de los chicos, nada bueno,claro, se decía que era una mujer con demasiadas pretensiones, lodecían y pensaban las mujeres del barrio, algunas de sus hermanasllegaron a decir que lo hacía solo por no estar en su casa y no cuidara sus hijos.

Vivi se enteró mucho después que le decían “Lady di”en elbarrio, ­a pesar de lo bien morocha que era su madre, sus rasgosentre indígenas y de raza negra, mestiza, de la monarquía si pero másbien como una princesa Inca.

Eso le dio mucha risa a Viviana y un poco de vergüenza, perose lo contó igual a su mamá como para exorcizar demonios…comentario al cual respondió Amelia, de la misma forma despectivacomo de las que venía el sobrenombre no buscado­

Amelia siempre fue una mujer elegante, caminaba como unamodelo.

Recuerda Vivi acompañarla a la casa de su tía que vivía delotro lado del Cruce en José c. Paz .

Acompañar a su madre le daba una especie de vergüenza ycelos, cuando pasaban con su mamá caminando junto con los otrosdos hermanitos, los primeros de los seis hijos que fueron; todos enla terminal de la 176 se paraban a mirarla como pasaba, se quedabanmudos algunos y otros le silbaban y le decían cosas… ella jamás

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bajaba la mirada, ni los hombros, ni su caminata elegante y felina.Al llegar a la casa de su hermana comentaban el hecho y se

reían, la tía le decía a Viviana­Es que tu mamá pasa por el cruce y detienen el tráfico, más

con ese vaquero nuevo.y se reían.Vivi con apenas 7 u 8 años no entendía, o casi empezaba a

entender... Eso, en esos tiempos, no era acoso callejero, aunque Vivicon esa edad así lo sentía.

Amelia lo sobrellevaba con gallardía y no se dejabaamedrentar.

El papá de Vivi y Scooby los cuidaba cuando venía del trabajoy se encargaba de la casa, cuando Amelia comenzó a estudiar ­ yaeran 6 niños entonces­. La tarea que no le resultó fácil, estar depronto al cuidado de adolescentes y niños. Pero se la arreglaron.Antonio tuvo que guardarse su cantaleta machista y poner manos a laobra en la casa en las compras, en la comida, ayudar y hacer lalimpieza de la casa. Tareas de las que se empezó a ocupar despuésdel 1.999, año en los que las crisis económicas obligaron a cerrarfábricas, como las de las papas fritas, porque la habían comprado losyanquis de Pepsico.

Amelia se recibió de maestra y sólo al transcurrir el tiempo yver el progreso en la casa, las demás mujeres del barrio llegaron arespetarla, las mujeres más jóvenes que eran esas chicas que algunavez fueran “las chicas del colegio” comenzaron a imitarla y es poreso que en esas calles de Bacacay y Velázquez hay más maestras endensidad de población que en todo el partido de MalvinasArgentinas.

Hoy en día es normal que las mujeres tengan un oficio comolos de peluquera, comerciantes, vendedoras, casi todas las mujeresjóvenes del barrio tienen un oficio o forma de ganarse unos pesosademás de encargarse de los hijos y la casa pero antes… cuando seformó el barrio del Cruce la gente venía de las diferentes provinciascon costumbres muy conservadoras, las familias como la de Vivivenían del Chaco, otras familias de Entre Ríos, de Tucumán y así dediferentes provincias.

Las mujeres que vio crecer y envejecer, Vivi, fueron muytrabajadoras, de vida dura, su abuela vivía sola y trabajaba también

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en la fábrica de papas fritas hasta que se jubiló pero siempre ganómenos que su padre, el yerno de La Cruz del Rosario, así se llamabala abuela, también de razgos zambos.

Rosario, digamos, que sería “la Reina Madre” en estamonarquía de mentira, pagó muy caro el ser mujer, el vivir sola, eltener los valores de gente del interior, ser buena y solidaria con otrasmujeres, el tener una edad de abuela…

…un día entraron en su casa a robar porque sabían que estaríasola. Su corazón no lo pudo resistir y no se sabe bien cómo, pero esedía se murió. Los que entraron eran hombres. Y a los que llamaronpara hacer de remis esa noche que la desvalijaron, también eranhombres.

Eso ocurrió en la calle Cerrito. Quizás algunos todavía lorecuerden porque salió en los diarios.

La ingenuidad de la pollera colegial de Viviana, fuedesapareciendo… pero no tanto.

Ahora Vivi se va a hablar con su hija porque tiene unproblema con su marido el Yhoni, que vive del otro lado del Crucede ruta 8 y 197.

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Facundo tiene cuarenta y dos años. Como cada mañana,camina las calles de siempre hasta la estación de su Pablo Nogués.Cuando tenga la posibilidad de leer todo esto en un futuro aceptarágustoso ese posesivo que lo incluye. Ha caminado como nadie esascalles. En otros tiempos en donde “la calle” era el punto en comúndonde los chicos se reunían hasta que el sol se iba o el hambreapremiaba. Facundo espera el tren, apoyado contra los barrotesamarillos que se extienden a lo largo del andén. En cuestión deminutos estará dando clases en el colegio en el que hace añostrabaja, en Grand Bourg. Y ya dejará de flotar en las aguas mansasde sus recuerdos. Sonríe. La figura le abre un gajo de dientes sobresu rostro, tapado por una barba espesa que él se ha encargado dedejar crecer y que ha aprendido a tapar con la palma de su mano enpresencia de extraños cada vez que ríe. “Dar clases es como crear aun personaje” piensa, mientras superpone una imagen sobre otra. Elsalón durante un par de horas se convierte en las tablas de su propioescenario y los alumnos en sus espectadores. Ese es un precepto enel que cree. Por eso, cada vez que entra al salón adopta esa posturaque atribuye, en su fascinación cinéfila, copia de otra que ha vistouna decena de veces. La del capitán Keating en la sociedad de lospoetas muertos. Espera, jugando un juego al que los chicos seprestan, que hagan silencio para saludarlo. “Cosas del oficio” se dice

Las bestiasCristian Sánchez

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mientras mira el andén de enfrente, el de los pasajeros que van parael lado de Retiro. Ve la entrada del medio clausurada desde haceaños y no puede evitar retrotraerse. Es un agujero negro que rompeel tiempo y el espacio en el que se encuentra. Entra, inevitable. Y yano tiene las responsabilidades que lo hacen moverse e ir de uncolegio a otro. Tal vez otras que no recuerda pero que él atribuye asu maestra de séptimo grado y un cuerpo flaco, lleno de magullonespor correr tras una pelota en el potrero. Había abierto los ojos. La luzde su habitación estaba apagada sin embargo los brazos desplegadosdel sol ya entraban por la galería hasta la ventana de su cuarto. Sucuerpo abierto de luces ocupaba todos los espacios y bañaba con unacapa cándida y traslúcida todos los muebles de su habitación. Por esola vio a su lado. Hermosa. Roja. La casaca del club de sus amores.Se levantó contento y sin decir palabra abrazó a su mamá mientraslavaba los platos de la cena de la noche anterior. Sintió los dedosgruesos de su papá revolviéndole el pelo y su voz preguntándole si lehabía gustado. Dormido, siempre le había costado despertarse, diríaque sí con la cabeza. Facundo cree que era su cumpleaños aunque noestá seguro. Eso lo piensa el otro, que espera apoyado sobre losbarrotes amarillos del andén. Tiene la sensación que alguien semueve cerca de él. Una madre con su hijo se levantan del asiento enel que hasta hace un momento estaban sentadas y caminan como sihubiesen perdido algo, mirando el piso, en dirección contraria.Piensa que le esperan dos horas de pie sin interrupciones hablandode mitos griegos y sabe que no está mal darle un poco de descanso asus piernas. Se sienta. Pone el maletín encima de sus rodillas y desdeallí observa. No viene. El tren. “Es temprano” se dice sabiendo quenunca le gustó llegar tarde a ningún lado. No era su cumpleaños. No.Su papá había cobrado un trabajo grande el día anterior y antes devolver a su casa había decidido comprarle la casaca de los amoresdel hijo. Se lavó la cara y se calzó la remera. Cuello redondo. Mangacorta. “Mita” dictaba la publicidad en el pecho. No había terminadode desayunar cuando sonó el timbre. Sergio o Fede o los dos. Agarrómedia galleta de grasa y se puso de pie. María Luisa, su mamá, ledijo que se abrigue y él agarró la campera azul de siempre, quependía de la silla de la cocina y poniéndosela salió. A los empujonesllegaron a la esquina donde lo esperaban Mauro y el chino, sus otrosdos compinches. Las “Arcade” eran furor. Todos los sábados

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tomaban el tren para ir hasta Polvorines. Subían al vagón que estabamás cerca de la locomotora. Bajaban antes de que el tren sedetuviese y corrían para pasar por delante y no perder tiempo.Cruzaban el viejo cine e iban hasta “la esquina”, el local más grandede videos juegos de la zona. Facundo siempre jugaba al “outrun”.Sus amigos preferían el “1942” o el “Snow”. Esa mañana Facundoles había mostrado la remera que el cierre de la campera ocultaba.Caminaron como siempre por Ejército de los andes hasta Seguí.Cruzaron la casa abandonada a la que temían, encapotada por unahilera de paraísos frondosos y con la que emparentaban a brujas yrituales nocturnos. Cruzaron la panadería “La perla” y la farmacia“Zorzoli”. Ahora que lo piensa bien, ingresaron por la entrada quedaba a la ruta 197, no por la entrada del medio, la que hoy veíaclausurada enfrente de él. Por ahí habían salido a las corridasdespués que el loquito ese de ojos grandes los persiguiera con unpalo en la mano. Todos con los bolsillos llenos de monedas. Él habíaaprendido que las chapitas de las cajas de electricidad por donde supapá ponía los caños corrugados le servía para ganar créditos en lasmáquinas. Entrados en la estación, Fede y Sergio lo habían paradopara preguntarle si las llevaba. Él les mostró la palma de su manoderecha donde una decena de chapitas y monedas se amontonaban.Mauro y el chino, más allá, hablaban con un tipo más grande. Teníatres o cuatro remeras de distintos equipos, una encima de la otra.Tenía los ojos grandes. Mientras guardaba las chapitas otra vez en subolsillo vio como el chino lo señalaba y el tipo se le acercaba. Sereía. “¿En serio tenés una remera del rojo? A ver… mostrame”.Facundo escuchó el bocinazo de la locomotora. Delante de él unofidio metálico se desplomaba. “Tren con destino a Retiro” dijo unavoz por los altoparlantes de la estación. Facundo se sintió abducido.Miró su reloj. Había tiempo todavía. Se había bajado el cierre de lacampera pensando que el tipo de los ojos grandes era un conocido desu amigo. Pero cuando desencajado lo empezó a zamarrear yamenazante lo empujó a las vías del tren comprobó su error. Miró asus amigos inertes sin saber qué hacer. Comprobando tristemente ladificultad de ejercer la heroicidad de la que muchas veces sejactaban. Recibió un golpe en el pecho y otro en la cara que nosintió. El tipo le pedía la remera. Un palo (¿salido de dónde?) flotabapor sobre su cabeza. Él trató de defenderse. Tiró un golpe a la cara y

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lanzó una patada pero el otro era más grande. Lo agarró del brazo ylo tiró al piso. Con el palo le decía que se saque la remera y que se ladé. Facundo no quiso que le estropearan la cara. Como pudo se sacóla remera que sus viejos le habían regalado y se la dio. El tipo sehizo un trecho hacia atrás para que se ponga de pie “Corre la conchatu madre” escuchó Facundo que le decía y vio el andén en declive,las piernas de sus amigos moviéndose y los ojos vidriosos de labestia, todo como en una última y trágica imagen. Un par de mujeresveían espantadas a lo lejos sin decir palabra. Cruzaron el kiosco dediarios al que iba a comprarle “crónica” a su papá cada domingo ysalieron de la estación corriendo y no pararon de correr hasta laesquina donde solían juntarse. Nueve y diez. Facundo va a hablar delos dioses y de los héroes. Leerá el mito de Teseo y Ariadna, lescontará la historia del Minotauro. Del porqué del Mar Egeo. “Mihistoria también es una de héroes” piensa. A Facundo le hubiesegustado ver el final de aquella película cuyo desenlace supo porterceros. Su papá había ido a hacer la denuncia y allí le contaron.Cuando salió del andén no vio al hombre del bolso. Tampoco sehabía dado cuenta de que el tipo de las cuatro remeras los habíaempezado a correr por detrás. El hombre del bolso y el tipo de lasremeras se cruzaron en el andén – así se lo contaron a su papá ­ y sindar aviso el hombre se deshizo de su carga y lo durmió de underechazo, despatarrando por el piso a la bestia de ojos grandes.“Alguna vez podría escribir algo de todo esto” se dice Facundo “Uncuento”. Lo piensa mientras el monstruo, injerto de engranajes ymetales, bufa por sus fauces rojas delante de él. Mientras mira lahora y se acomoda los pliegues de su camisa al ponerse de pie.Mientras sus dedos reconocen la aspereza de esa otra tela que pordebajo le ajusta su cuerpo y que mantiene la hidalguía de suspasiones en alto y sube...

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Hay una medialuna de barro que abraza –o amenaza, dependede cómo se lo quiera ver­ a la capital de nuestro país. En la porciónnorte de esa medialuna, existe una extensa parcela que hoy hacehonor, con su nombre, al suelo donde tantos de nuestros soldadosdejaron su vida cuando nacía la octava década del siglo pasado.Dentro de esa extensa parcela, que suelen llamar “Distrito” haylímites geográficos que separan –o unen, depende de cómo se loquiera ver­ a extensiones más pequeñas de diversas dimensiones, quese las conoce como “ciudades”. Dicen que una de esas ciudades,bautizada “Los Polvorines” (desde 1908) le debe su nombre a unpolvorín que el Ejército Argentino estableció en sus cercanías. Enesa ciudad, en la cual nací, hay una esquina en el cruce entre la calleSan Martín y la avenida presidente Perón. En esa esquina hubo unbar, el “Avenida”, pero entonces, el asfalto epónimo se llamaba“Maipú”.

Dentro de ese bar solía ser testigo de extensas discusionesentre artistas del lugar, cuando yo no sabía aún que estaba en midestino ser uno de ellos. Mi presencia en aquéllas veladas de aquélgrupo heterogéneo (yo era muy joven y el más chico del grupo), sehabía iniciado casi accidentalmente, de una forma tan extraña, queese evento merecería un relato aparte. Presencié innumerablesbatallas semánticas, cargadas de subjetividades caprichosas y

Los orígenesDaniel Mora

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sabiduría. Por momentos las situaciones tomaban tintes teatrales,acaso circenses. Y la mayoría de las veces no lograba distinguircuándo aquellos interlocutores intrépidos hablaban realmente enserio y cuando bromeaban, como si estuvieran más allá de la alegríay del espanto, como si hubieran traspasado, cada uno a su manera,cierto límite invisible que me obstinaba en querer entender,infructuosamente.

En uno de esos encuentros matinales, después de pedir loscafés con leche con medias lunas, cortados y tés correspondientes,Miguel, el mozo que nos atendía siempre, mostrándonos el diariozonal “La Hoja” que tenía en sus manos, señalaba un titular endonde se informaba sobre los festejos de otro aniversario de LosPolvorines que en los próximos días iba a celebrarse con diferenteseventos y el infaltable desfile cívico­militar que detestábamos tanto.Milagrosamente los sarcasmos fueron reemplazados por sonrisas ymiradas cómplices. Pablo Lucero, el “payador moreno” aprovechó laoportunidad para preguntarnos si sabíamos que en el lugar dondedegustaríamos nuestras infusiones, antaño hubo una estanciabautizada “La Polvareda”. Todos contestamos que no meneandonuestras cabezas. Efectivamente –siguió­ hubo una estancia “quellamaban” La Polvareda –se corrigió­ pues no tenía ningún cartel queacreditara su identidad, ni en la casa ni en la tranquera de la entrada,porque en realidad no tenía tranquera ni estaba alambrada lapropiedad. Algunos dicen que el dueño era Don Juan Manuel deRosas. Quizá esa estancia era una extensión de la que teníaManuelita, en el barrio que hoy lleva su nombre, cerca de SanMiguel. Se cuenta que el lugar era utilizado para reuniones secretas.Dicen que había galpones llenos de barriles de pólvora robado a losingleses y franceses cuando los fajamos en “La Vuelta de Obligado”.Algunos aseguran que cuando se hablaba de “la polvareda” entre losfederales del Restaurador, hacían alusión a la pólvora que estabaescondida en esos galpones y no al lugar mismo, como si hablaranen clave. Y por eso esta ciudad se llama así, por aquélla pólvora y nopor la pólvora que guardaban los milicos acá en el ex­batallón 601,actual Predio Municipal.

Miguel trajo su bandeja con nuestros pedidos. Los sobrecitosde azúcar comenzaron a abrirse y las cucharitas a girar.

Quise preguntarle a mi gauchesco compañero respecto de la

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fuente de dicho relato, pero antes de que emitiera palabra algunaJulio Montes, el “hiper­novelista”, dijo que él atesoraba una versióndistinta, y más lejana. Tomó un sorbo de café, se acomodó el bigote,y hablando pausadamente, nos contó que en el viaje anterior en elque Juan Díaz de Solís terminó siendo el almuerzo de los indios,cuando regresaba para España, uno de sus barcos naufragó. Unaveintena de hombres llegaron a nado hasta las costas de SantaCatarina (hoy Brasil) mientras el resto de sus compañeroscontinuaron su viaje al viejo mundo. Allí, en Santa Catarina,indios tupiguaraníes les informaron sobre la existencia de unamontaña rica en plata en el interior del continente, donde gobernabaun monarca al que llamaban Rey Blanco. Cuando Caboto pasó porallí en 1526 y recogió a los antiguos náufragos, éstos le relataron laleyenda. Se desató entonces una fiebre de avaricia en donde seexploró toda la región que rodeaba al delta del Paraná por décadas.En toda esta zona donde vivimos hoy, en aquéllos siglos seencontraba sembrada de esteros y lagunas, en cuyo barro algunoscreyeron hallar oro, que luego, probada su falsa identidad,despectivamente lo llamaron “polvo de orines” (no sólo por suinutilidad sino también por su color dorado­ambarino). También selo denominó “oro de los tontos” y “brillo del diablo” quizá por losataques de furia que despertaba en quienes se habían esforzado envano. La pequeña laguna que todos conocemos, que se encuentradentro del Predio Municipal tal vez haya sido una de las tantasescudriñadas por aquéllos alucinados.

Este relato –pensé­ es digno de una novela de Juan José Saer,autor que Julio tanto disfruta. Mientras revolvía mi café intentabaubicar en mi memoria alguna crónica, tanto española comoamericana, que avalara lo que acababa de contar Julio, pero una vozme sacó del ensimismamiento.

La tierra nos habla –dijo Stella Gallo, la “poetiza del alba”­algunos la escuchan, otros no. En una época, mucho antes quenosotros, mucho antes que los españoles, mucho antes que loshabitantes de esta tierra que la historia reconoce, antes que loshombres cazaran hippidions o melodones, se percibía el entorno demanera muy distinta a la nuestra. Seres móviles, clorofílicos opétreos eran como una unidad. Imaginémonos recorriendo nuestraciudad cuando no había ciudad: no hay edificios, ni calles, ni una

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maraña interminable de cables que entorpecen nuestra visión delcielo. Vamos deslizándonos (nuestro cuerpo es etéreo) y recorremoseste bosque que se abre ante nosotros. Elfos y Duendes se cruzandelante de nosotros y nos saludan (telepáticamente) y siguen sucamino. Sapos, caracoles y flores nos cuentan los secretos de lanaturaleza. Todo es un aprendizaje constante. Todo es armonía anuestro alrededor y estamos bien. Todas las cosas tienen música.Todo es como una canción que nos cala hondo, una melopea, quemientras nos hace entrar en un dulce sopor, a la vez nos despierta,haciéndonos recordar que venimos de otro lugar, que nuestroverdadero hogar es otro…

No me animé a hacer ninguna de las preguntas que habíaapilado en mi mente a medida que se sucedían los relatos, ni muchomenos sobre el cuento de hadas final, pues sus miradas hieráticas seposaban quizá sobre sus propios paisajes interiores, deteniéndosequién sabe en cuáles pliegues de sus historias personales, reales oimaginarias. Mientras los miraba, cierta ofuscación que sentí durantesus monólogos vernáculos fue dejando paso a la admiración y a laternura. Por un momento los percibí como a guerreros y guerreraslegendarios que por un extraño designio, aparecían en medio de undesfile cívico­militar celebrando el aniversario de una ciudad quepoco a poco iba sumando marañas de cables y bocinazos, peroconservando hábitos pueblerinos. Parecía como si hubiesen nacidoen épocas equivocadas. Aunque también –pensé­ el equivocadopodría ser yo.

Pero entonces… ­me escuché decir para desvanecer elencantamiento­ ¿Cuál es la verdad? Mi voz quedó reverberando en elaire como un eco milenario. La pregunta me pareció tan profundacomo estúpida.

Mirta Raími, la “pintora de atardeceres imposibles”, que hastael momento se había mantenido escuchando atentamente, me mirócon una tristeza tan esférica y celeste como sus enormes y bellosojos, y me dijo: Pero Danielito… ¡Cuántos la han buscado!¡Cuántoshan perecido por querer divulgarla! Este suelo, tan cercano y ajeno ala vez, esconde muchas más cosas de las que quisiéramos ver. Aveces oigo llantos, gritos desgarradores, siento ausencias muypresentes que nos quieren abrazar, encarnadas en esos árboles de esebosque recién nombrado, testigos silenciosos de nuestra pequeña y

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dramática historia. Se hizo un silencio pesado. Después agregó, parasacarme de la incomodidad –Si tu pregunta se refiere al origen delnombre de esta ciudad, voy a contestarte con una frase de HenriMatisse: “La exactitud no es la verdad”.

Es verdad –dijo Julio.Exacto –agregó Pablo­ y todos rieron mientras aplaudían.

Quise explicar que mi pregunta se refería a la veracidad de lasfuentes en las que se apoyaban las hipótesis de lo relatado. Pero yame pareció inútil.

Momentos después nos encontrábamos en la puerta del bar,despidiéndonos. Cuando pasaba por la boletería de la estación detren rumbo a mi casa, me encontré con Humberto Ribera, el“dramaturgo báquico”. Se disculpó por no haber llegado a tiempo al“Avenida”. Los dioses –dijo­ siguen castigándome con trámitesengorrosos y otras banalidades. Odio la cotidianeidaaaaad ­gritabamientras cerraba los puños y los elevaba hacia el cielo en forma dequeja antiburocrática. Una señora nos fusiló con la mirada, nosesquivó y siguió su camino. Le comenté minuciosamente sobre loque habíamos departido horas antes. Se quedó pensativo mirando lasbaldosas de la vereda. Luego sentenció: Estamos construidos depalabras, sean ciertas o no. Primero nuestros padres nos acunan conellas, nos repiten infinidad de veces esos sonidos que despuésfestejan a medida que los calcamos con mayor precisión. Después enla escuela, la iglesia, el club, los tíos, los vecinos, los gobiernos, todoun entorno omnipresente, nos dice cuáles son mejores, cuáles sonpeores, cuáles desechar y cuáles conservar. Comemos y cagamospalabras constantemente ­y se echó una de sus característicascarcajadas, festejando su ocurrencia. Las palabras construyen ununiverso y si no, por qué te pensás que Jehová, en esa semanitaagitada creó todas las cosas que existen, nombrándolas. Loimportante en realidad es qué relato querés construir vos para tuvida. Cuando usamos la palabra estamos creando, constantemente serealiza lo que proclamamos con énfasis, aunque la mayoría lo ignore.Por eso es importante ser conscientes de lo que deseamos para saberqué palabras usar en nuestro beneficio. Sin entender por qué, los ojosse me humedecieron y una tristeza insondable me invadió el alma.Humberto, apiadándose de mí, cambió repentinamente su máscaradel drama por la de la comedia, y agregó con voz impostada, como si

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estuviera declamando, “Por eso se me antoja pensar en que a estaciudad le pusieron “Los Polvorines” porque sus habitantes se lapasan echándose polvos unos con otros, en eternas nochesdionisíacas. Su carcajada estruendosa se fue mezclando con el ruidodel tren que se acercaba a la estación. Humberto salió corriendo parano perderlo. El guarda lo retó como a un colegial, porque se quedabaen el estribo con el tren ya en movimiento. Mientras me saludabacon la mano y seguía riéndose, lo escuché gritar “Odio lacotidianeidaaaaad”.

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Se funde en su raíz el mestizaje,remonta el andamiaje obrero de sus años.Él es Mario Carmona.Es un hombre de oficio,Panadero de vida y alfarero de azúcar.Malagueño y charrúa…en su cara de cobre se insinúamás de flechas ser dueño,pero tiene en la piel un clavel bien trigueño;es morocho, moreno y en sus ojos tan buenos,dos caprichos hicieron, dos pedazos de cielo.Se le asoma la harina entre los dedosa este pájaro horneroy se le va la luna de las manosmientras se trepa madrugador el sol al cielo.

Vende… vende y despierta su pregón en la siestay ligeros sus pies giran la bicicletaque se ha hecho liviana como el pan en su cesta.

Gana un tranco redondo a la pobrezacon el sabroso pan que deja en otras mesas

A MarioCarmona…

un obrero del pany del silencio

Mario CarmonaMaría del Carmen Moreno

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y se mete al bolsillo unas pocas monedas.Es su vida callejera llevar panes y penas;Juntar hijos y hojas de historias y leyendas.Dulce sabor de siesta perfuma el aire a cada vuelta.Humea el pan caliente su olor en las veredasCuando silba y anuncia su presencia.No condena al destino ni a sus penas;él perdona y sonríe a su vida casera.

Vende… vende y despierta su pregón en la siestay ligeros sus pies giran la bicicletaQue se ha hecho liviana como el pan en su cesta.

Y se vuelve a la tarde, pensativo y alertacuando se va el día a girar por la tierra.Se detiene, conversa y sonríe a mi puerta,Quiere hablar de sus horas, de su historia y las ventas,trae la cesta vacía, ya sin trigo ni harina, mareadita devueltas;las espigas quedaron endulzando las mesas.Hoy me habló de los nueve, “de los trilli a los melli”y dice: “un ángel me subió el brillo de un pichón”;por eso saluda al Año Nuevo con los ojos prendidosde chispas y de cielo, del hijo, del amigo…Y se bebe las estrellas en un vaso de vino.Tiene un idioma de universo sencilloy de sabias palabras de gallos y de grillos.Conversa con la vida de la vida,él alegra su historia y su destino;él eleva su oficio.“Todo es hermoso si sabemos mirar…” –dice­como quien no dice nada, al pasar.

Vende… vende y despierta su pregón en la siestay ligeros sus pies giran la bicicletaque se ha hecho liviana como el pan en su cesta.

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Desde chica transité mi barrio intentando ser invisible.Necesitaba perderme en el paisaje, en sus calles de tierra, en esosrincones conocidos, seguros. En aquella época, todo estaba teñido deuna afabilidad inocente que no he dejado de añorar.

Hace cincuenta años, las ciudades nacían alrededor de laestación del ferrocarril. Tres familias: la nuestra y dos hermanos demi padre con sus esposas e hijos, nos instalamos a diez cuadras de laestación de Pablo Nogués. Una ruta nacional era el único asfalto quenos comunicaba con el mundo. Un mundo que nos era distante,ajeno, indiferente. En mi barrio había pocos vecinos, casas de finesde semana, inmensos viveros de familias japonesas, árboles frutalesy numerosos terrenos baldíos.

Nosotros vivíamos en la India, no literalmente, pero nuestracalle se llamaba igual que la capital de ese país. A media cuadra decasa había una rotonda. No era una plaza, ni un lugar parquizado conjuegos para niños como lo es hoy. Era un predio abierto y redondo depastos altos sin una identidad definida. De allí nacían cinco callesque nos llevaban a parajes diferentes. A medida que se alejaban de sucentro, se vislumbraban otros rasgos, otras historias.

Los vecinos que había cuando nosotros llegamos, ya eranresidentes añejos. La única casa con teléfono en el barrio era unchalet de tejas coloniales, donde vivía una profesora de música,

Mis días en Nueva DelhiFabiana Duarte

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cuando pasaba por las tardes, se la escuchaba practicando en supiano. A dos cuadras, el escobero tenía su galpón atestado de pajasamarillas.

Para hacer las compras, debíamos caminar hasta la estación.En el almacén de doña Paula comprábamos de fiado. Ella anotaba enuna libreta, con lápiz, el importe que se gastaba, sin ningún detalle.Al final de cada semana, le pagábamos. Tachaba la lista y vuelta aempezar.

Las verduras se compraban en una quinta a la vuelta de casa.Recuerdo que teníamos que aplaudir para anunciarnos. La propiedadera inmensa, tenía una tranquera de madera vencida y despintada enla entrada. Las verduras eran cortadas en el mismo momento de lacompra. Los rabanitos arrancados de la tierra se sacudían un poco yse envolvían en papel de diario. La lechuga cortada a nuestros pies,los zapallos arrancados de sus raíces. Si necesitábamos huevos,acompañábamos al verdulero hasta el gallinero. En vez de góndolasde supermercado, transitábamos por caminitos de tierra detrás delhombre, que usaba un delantal verde con un bolsillo gigante a laaltura de la barriga, donde guardaba el cambio en un caos de billetesarrugados. Me impresionaban sus manos: unas manos ásperassurcadas de arrugas y cubiertas de tierra.

Frente a donde nosotros vivíamos, había una casa de fin desemana. Los propietarios eran los Barroso. Venían de la Capital, queera como decir que venían de Europa, los viernes por la noche y seiban los domingos. La quinta de los Barroso tenía pileta. Para mí ypara mis primos era como tener la posibilidad de ir a Disney todoslos veranos. Por supuesto, nos hicimos amigos de los chicos Barroso,Walter y Marcelo. Andábamos en bicicleta, jugábamos a lasescondidas, o al poli­ladron en toda la cuadra. Los días de carnaval,eran una verdadera fiesta. Usábamos unos pomos alargados quellenábamos de agua. Los varones corrían a las chicas. Nosotras,pegando gritos histéricos, casi siempre terminábamos empapadas,salvo las que como yo corríamos más rápido que los varones.

El personaje de mi cuadra se llamaba Lidia. Era una mujermayor, flaca y alta como la novia de Popeye. Siempre iba abrigada.En pleno verano, con cuarenta grados de temperatura, ella vestíapulóver, una pollera tubo que le llegaba a los pies, medias y botas de

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goma. Sí, era igual que la flaca Olivia, salvo que mi vecinadescendía de alemanes. Canosa y con los ojos celestes más pálidosque vi en mi vida. Tenía la piel transparente. La voz chillona ygraciosa, como la de una caricatura. Vivía con su madre que eraigual a ella, solo que más anciana. Parecían hermanas. Las doscaminaban tomadas del brazo, a veces las veíamos portando unparaguas para apaciguar el sol del mediodía. Lidia y su madre vivíanen la esquina, en un antiguo chalet. La propiedad estaba cercada poruna pared de ligustrina bien alta. Tenían un molino oxidado que nofuncionaba, y una pequeña pileta siempre llena de agua estancada,donde se criaban sapos y renacuajos. Nunca tuvieron energíaeléctrica, en consecuencia el chalet era oscuro y frío. Yo no entendíapor qué no hacían el trámite de la luz. Lidia venía algunas tardes ami casa a tomar la merienda.

Una tarde de invierno en que ya había bajado el sol y el fríocongelaba la sangre, estábamos en casa, solas, mi mamá y yo. Mipadre aún no había llegado de trabajar. Lidia llamó a la puerta.Cuando la vi, se me paralizó el corazón. Parecía un espectro, con lospelos revueltos, la mirada vacía. Tenía la palidez de los difuntos.

—Mi mamá está muerta —dijo en un tono contenido,inexpresiva.

Se quedó ahí en la puerta, mirando al vacío. No lloró, no hizoninguna mueca. Mi madre la hizo pasar, le preguntó si estaba segurade lo que estaba diciendo. “Dijo que sí, que su mamá no se habíadespertado de la siesta, que la fue a ver y que para ella, estabamuerta”.

Mi madre me dijo que me quedara en casa, que se iba a lo deLidia. Le dije que no, que yo sola no me iba a quedar, así que mellevó.

El chalet estaba a oscuras. Dimos toda la vuelta, ingresamospor la cocina. Lidia tenía una linterna que encendió al entrar. Yo ibadetrás de mi madre agarrándome de su brazo. En la penumbra,podíamos ver el humito de nuestra respiración. Hacía más fríoadentro de la casa que afuera. La luz de la linterna rebotaba en losazulejos blancos de la cocina. Caminamos las tres en fila india hacíala habitación de la madre. La puerta de madera crujió al abrirse.Lidia avanzó hasta ubicarse al lado de la cama e iluminó nuestrospasos, después enfocó el cuerpo. Asomé mi cabeza para ver. Estaba

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tapada hasta el cuello. La luz de la linterna apuntó a su cara. Seguí elhaz de luz, que se llenó de partículas inquietas.

Tenía la boca abierta. No respiraba, podía notar los vellostransparentes de la cara y de los bigotes. Hasta ese momento, lamuerte había sido para mí, una idea abstracta. En ese momento pudesentir lo poderosa, silenciosa y fría que era.

Lidia siguió viviendo solita, muchos años. Seguía viniendo acasa a merendar, abrigada y con su bolsa de mandados. En los años´70 y ´80 el barrio se fue poblando. Los Barroso vendieron la casaquinta, llegaron nuevos vecinos, pero ya no era lo mismo. Me enteréde que antes de morir, Lidia le firmó un poder a uno de los vecinosnuevos, que se quedó con su chalet.

El tiempo pasó, inexorable, para todos. Hice la primaria en laEscuela Nº 26 a dos cuadras de casa, La secundaria en el InstitutoGeneral San Martin, en el cruce de Jose C Paz, que en esa época,formaba parte del partido de General Sarmiento.

Mi madre sigue viviendo en la India, no literalmente, porsupuesto. Aunque todavía no ha llegado el asfalto, la ruta provincialoscura y llena de baches se convirtió en un boulevard moderno yluminoso.

El ex batallón 601 “Sargento Cabral”, conocido por todosnosotros como “El Polvorín” fantasma de un pasado oscuro ytenebroso, había explotado misteriosamente en plena guerra deMalvinas. Hoy se ha convertido en el corazón del nuevo Partido. Esun pulmón verde, un lugar para correr, hacer deportes, llevar a losmás chicos a disfrutar del verde, o pasar un domingo en familia.

Este, sigue siendo, mí lugar. Dónde los recuerdos se tiñen denostalgia. Dicen que la felicidad plena no existe, que solo existenmomentos felices. A pesar de los fracasos, de los aciertos personales,de toda una vida de sacrificios, he aprendido que los recuerdos de lainfancia, son lo más parecido a la felicidad que una persona adultapuede llegar a tener.

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El tren siempre llegaba puntual. Era el de las 7 y 05. Con losotros llegábamos tarde o sobre la hora. Así que ese día fue unaalegría en la estación, porque la máquina se había roto. El guardacon cara de choborra aburrido, bajó y dijo: ‘No va más’; como sifuera la última bola que se tira en una ruleta. Habíamos subido en elvagón donde iban todos los de Grand Bourg. Éramos el comercial deprimero C. En otros vagones venían los de Villa de Mayo,Polvorines, Nogués. Más tarde entendí que el cura Roqueta noshabía organizado por pueblos, o estaciones a las divisiones delsecundario. Los de bachiller iban todos juntos en un solo año y eranmenos. Los de comercial estaban identificados por letras. La A eralos de Del Viso (que los llamaban ‘del vicio’), los del B, eran Villade Mayo, Polvorines, Nogués (tipos serios y con caras de nerds­aunque en ese tiempo no se usaba esa palabra) y los atorranteséramos los ‘juntados’ de Grand Bourg. Púberes de diferentesescuelas que no nos conocíamos entre nosotros. Hijos detrabajadores, cuyos padres en su gran mayoría no había hecho nuncala secundaria.

Lo del cura era­ y lo veo a la distancia­ un golazo de mediacancha. Un gran estudio de marketing. Había pasado por todas lasescuelas de los barrios el año anterior, invitando a los egresados deséptimo grado a un gran campeonato de fútbol entre escuelas. Entre

PepititoCarlos Liendro

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los premios, copas y medallas. Luego nos invitaba a solicitar unabeca o media beca para empezar en el colegio Parroquial. Uno debíapasar por unas pruebas, unos test y llenar planillas para ingresar.Pereyra, uno de nuestra barra ganó la beca. No era porque su test deinteligencia fuera alto, sino porque su viejo estaba sin laburo. Fuedespedido sin indemnización y el cura le facilitó la beca completa.Pero era el campeonato de fútbol lo que más nos había enganchado.Así que armamos el equipo y llegamos a la final. Llevamos parajugar esa final a dos que no eran de nuestro séptimo, porque losjugadores titulares no podían ir ese día. Uno era Paco y el otroHumberto. Años después el primero se hizo cana y el segundocantante de rock pesado. Perdimos esa final. El otro equipo tambiéntrajo sus jugadores pasados de edad, pero nos denunciaron primero.Se armó una trifulca­ como en las películas de Chaplin­: dar yrecibir. Sólo me acuerdo que a Paco lo estaban pateando en el piso yel gordo se apretujaba y resistía tanta patada como en un dibujitoanimado. Corrimos a separar a las hordas que le estaban pegandodebajo del pantalón. Los que miraban el partido se habían metidotambién a repartir. Fuimos descalificados y el campeonato se lo llevóla escuela que había salido tercera.

Los de Grand Bourg veníamos de diferentes tribus. Era comoconocer gente de otro planeta, aunque vinieran del otro lado de lavía. Cada uno tenía su grupete, pero parecían más inocentes. Apartemuchos de los desfasados en edad y repetidores, se terminabanjuntando con nosotros: la continuación del Parroquial de GrandBourg. Aquí estábamos los que tocábamos la guitarra, y cantábamosrock, salíamos a bailar y los ‘campeones morales’ de un campeonatoque ‘nos robaron’ como nos gustaba decir, jactándonos no sé de qué.Creo que ese primero C, fue irrepetible, tal vez por la edad, pordescubrir nuevas chicas que querían conocer otros chicos, o tal vez(como me pregunté mucho después, porque había ido a ese colegio)porque iban mis amigos; sólo que ellos dejaron en primer año. Ahícomenzaba a comprender que siempre lo que era lo inconmensurablede alegría y entusiasmo, en mis grupos, siempre duraba poco.

Entre los nuevos había uno que no estaba en ningún grupo.Andaba solari. Era como un pájaro mudo, que todo lo observaba:bajito, con flequillo y pantalones grises que no le llegaban a lostobillos. Se reía con una mueca dura, extraña, y creo que por su

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timidez no se animaba a acercarse. Pepitito lo habían apodado, y nosé si por el flequillo a lo Marrone, o por el derivado de su nombreJosé, Pepe. Vivía a la vuelta de la casa de un tío mío. Era el tiempoque con mi nueva bicicleta salía a andar bastante por los nuevosbarrios: Iparraguirre, Nuevo Devoto, Santa Lucía. Eran loteos deKanmar, que se hacían, donde antes pastaban vacas, caballos y noexistían calles. Los hermanos de mi padre, que venían del interiordel país a trabajar, luego de vivir un tiempo en casa, compraron susterrenos, se casaron y armaron su propia casa. Los iba a visitar opasaba por allí en bicicleta. Por ahí lo encontré una vez a Pepitito.No me había reconocido, sin el blazer bordó que llevábamos para laescuela. Después de aquel encuentro lo invité a juntarse connosotros: no había forma de integrarlo, seguía hosco, triste y concara de preocupado.

El día que el tren quedó parado en la estación, fue el día que lovi animarse un poco. Algo había pasado con la señal del ferrocarril.En esa hora oscura de la mañana de invierno, el tren que venía atráspor horario, iba a salir de la estación anterior. Pereyra, Villar,Rosales, otros que ahora no me acuerdo y yo, nos subimos al trenque iba para Retiro, en mano contraria. Queríamos ir a avisar que eltren no saliera de la otra estación para evitar un choque. Lascomunicaciones entre estaciones no andaban, escuchamos hablar almaquinista con el guarda que caminaban por el andén. Subimosapurados y veo que entre nosotros estaba Pepitito. Nos habíaseguido. Bromeamos un poco y bajamos apurados. El tren estaba porarrancar desde esa estación que era Pablo Nogués. Lo ubicamos alguarda y le avisamos que en la estación de Grand Bourg estabadetenido otro tren. El tipo dijo secamente: “a mí no me avisaronnada y no voy a detener el tren por ustedes”. Ahí nomás nos pidióboleto. Cuando vio el boleto de Pereyra dijo que era falso, de otrodía. Así que no lo dejaron subir y el tren comenzaba a arrancar connosotros arriba. Él quedó en el andén con otro guarda y parecía quelo hubiera detenido la Gestapo. Un tipo gordo, alto y rubión lo teníaagarrado de los hombros, por si quería subir al tren en movimiento.El tren ya había arrancado y creo que por primera vez lo escuché aPepitito hablar de corrido varias palabras. No sé si se daba cuentaque íbamos al choque con el otro tren, o decirnos que vayamos ahablar con el guarda. Ninguno de nosotros sabíamos que su viejo

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trabajaba de guarda de tren, y que conocía a la mayoría de los‘picaboletos’, del ferrocarril Belgrano. Tal vez si a él lo veía, loreconocería y nos tendrían en cuenta. Amanecía nublado y nosotrosal sacar la cabeza por las ventanillas veíamos el otro tren parado enla estación de Grand Bourg. Alguno del grupo dijo “vamos todospara el último vagón y vayamos avisando a la gente para que no sequede sentada: si lo vagones saltan, volamos todos juntos”, y largóuna risotada. Mucha gente iba dormitando, eran trabajadores quevenían para su merecido descanso. Sólo Pepitito se fue adelante y nosé qué pasó; si fue por él o el maquinista; la cuestión es que el trenaminoró la marcha y paró en medio del campo entre las dosestaciones. Uno de la barra, saltó a las vías del carril opuesto y veíaque todo estaba igual. Caminó entre las piedras y nos llamaba abajarnos. El guarda pasaba avisando que el viaje se terminaba aquí,y los que querían bajarse podían hacerlo. Volvimos caminando porlas vías cantando. Pepitito se sumó y sonreía. En el andén nosestaban esperando las chicas y los que quedaban de primero C.Contamos lo de Pereyra y que todos iríamos a buscarlo. Sería unanueva epopeya, con las chicas que se sumaban.

Pepitito ya se juntaba con nosotros, en las rondas dondecantábamos en las horas libres: ‘El oso’ y ‘Ayer nomás’; cuandoempezaba a mirar a las chicas de algún otro curso y nosotros leshablábamos para que después ellas se acercaran. En el fútbol eramedio lento, pero estaba incluido en el equipo. Cuando pasé por lacasa de mi tío, me contó tarde, sobre un suicidio en el barrio. Medijo que un tipo de a la vuelta se había pegado un tiro en la cabeza:“era guarda del tren Belgrano, y que el hijo gritaba pero nadie seacercó a ayudarlo”. Con la bicicleta pasé urgente por la casa. Estabatodo cerrado y abandonado. Un dolor seco me apretó la garganta yahora entendía, su ausencia esas semanas en la escuela. Creo que erala primera vez que la muerte me llegaba sobre alguien que habíaconocido. Al padre, lo había visto una vez que salió a la puerta,mientras pateábamos una pelota gastada. Le pedía que fuera acomprar; fue cuando dijo, como en confianza, que su madre muriódespués de una enfermedad prolongada, y Pepitito debía encargarsede la casa. En mi familia por ese tiempo aún no se había muertonadie, y creía que la vida entera estaba al alcance de la mano, porquetodos seríamos eternos.

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Temblando

Temblando de Pablo Nogues a Villa de Mayo; y no porfrío, ni por miedo; temblando por tu presencia.Ni mi organismo y ni mis detectores de sensibilidad,estaban preparados para semejante sismo emocional.Todo quedó revuelto por dentro, desordenado, pianta'ode todo orden natural.Pablo Nogues quedó atrás. Había que cruzar LosPolvorines y un semáforo fue testigo del beso másdesestabilizador que mi boca sintió en todo mi recorridopor esta vida.¿No sé si habrá una realidad paralela?Siempre creí que las localidades donde me críe sonmucho más lindas en invierno; tienen un color especialen esta estación; como el tono que me trajo a mi vida elconocerte.¿Qué se hace luego de que se cumple un deseo? ¿Sevuelve a cruzar los dedos?Una grieta en el asfalto llegando a la estación de Villade Mayo, una flor amarilla, una pintada en la pared que

Poemas MalvinensesPablo Kernot

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no me deja olvidar mi canción favorita y mis sueñosparados en las vías.¿Por qué era que estaba sufriendo?...Ya no me acuerdo.¿Habré dejado todo atrás? ¿Será el comienzo de algomágico? ¿Por qué son más lindas mis manos, cuandoestán con las tuyas? ¿Servirá de algo seguirpreguntando?Llegamos a destino y ninguno quiere bajar. ¿Será ese elanhelo de una relación sana? El no querer llegar nuncaal final del recorrido; por el solo hecho de andarviajando con quien hace temblar tu suelo con tan solouna mirada.Y vaya que lo hace temblar.

La ciudad de los sueños eternos

Difícil de transitar sin soñar.Se vuelve realidad el deseo de tenerte.Inalcanzable oportunidad de poder con un dedolocalizar cada punto cardinal que destine a un corazón alatir de más solo por el hecho de que sea de noche.Grand Bourg la ciudad de los sueños eternos.Guardas un secreto en la deteriorada estación.Conozco cada esquina donde lloré. También guardé enun frasco un poco del perfume que sentí la tarde que mepartí en mil pedazos.Tus cinco esquinas en realidad son seis. Pasé miadolescencia mirando tiraditas mis ilusiones.Grand Bourg la ciudad de los sueños eternos.Tendrás que revelar tu secreto. Algo me atrae de vos,todavía no lo encuentro.Será que muy cerca hay una especie de núcleo queguarda cada susto que nos da un perro ladrando enmedio de una distracción.Que haré sin tu eternidad...Grand Bourg ciudad de missueños eternos; no quiero verte lejos; siempre teencuentro cuando me acerco al espejo.

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Chica de Nogues

Pelo oscuro como la eternidad. Qué tendrá esa chica deNogues que a mí me hace transpirar.Intento escaparme de este sueño recorro el camino hastahoy y me encuentro analizando que nunca me sentí tancómodo siendo yo, ante los ojos de un amor.Pelo oscuro como la noche; la misma noche en la queme convencí; que quería viajar hasta donde nunca meanimé con ella.Esa chica de Nogues, guarda magia en un frasco y susojos delineados no hacen más que contribuir a misganas absolutas de ver correr el río entre sus piernas.Pelo oscuro alma clara, esperanza intacta.Si no lo supiera, no se le notaría nada la mochila tanpesada que carga. Y yo diagnosticado como loco desdeel día que la vi; solo por el hecho de que sea como es.Sin haber probado sus labios ya había hecho estallar micreatividad volviendo mediocre toda poesía escritaantes de ella.Si esa chica de Nogues supiera como estoy, si conocierami lado oscuro como su pelo; y aun así no se iría;volvería delicado cada detalle de nuestra relación,volvería una y otra vez al momento que mordió mislabios y que por error o mejor dicho por extremadaprecisión de mi subconsciente "llamé amor".

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El invierno en mi barrio tiene aroma...

a carbón encendido,a leña de eucaliptus,a madera húmeda.a álamos desvestidos.Tiene aroma a...niños jugando en la calle,a naranjas y limones,a zanja y vereda.Aroma a casas bajas, a paredes de ladrillo y madera.Aroma a fritura y matey a un tibio sol que calienta.El invierno huele...a gris, amarillo y ocre.Huele a almacén de barrio,a ropa humilde, casi abrigada.Huele a despojo, a lana, a guisoy a humo de leña quemada.En los patios huelea gorriones y benteveosal saludo de un picaflor

El invierno en mi barrioPatricia Ramírez

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y hasta el ladrido furioso de algún perro.El invierno en mi barrio...Huele a lluvia que se hace barro.Huele a viento que percute un rostro.Huele a frío que se escarcha.El invierno se aloja y se apoderasaboreando un pan casero hechoen un horno pequeño de barro.

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Infancia de dos

I

en un ahogo de esperanzanos veo en un resplandor de añosacurrucadxs en los sigilos,en el canto de los pájaros

entre las sombras de estos árbolessoñamos derribar los murosde las casas vecinaspensamos en comunidaden la plaza que no tenemosen las casitas de maderaque abundan en nuestro suelobarrio malvinense

crecimos sintiendo la libertady los gritos de lxs niñxsjugando en el fondo de casa,entre el piso de tierra

Textos del conurbanoVioleta Gerez

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y las rosas que alguiencuidaba por nosotrxs

nos imaginamos viejitxs,con nuevos años por delantenos quedamos mirando muchas horasla araucaria infinitasiempre nos pareciómajestuosa y perversa

¡cómo dolieron mis ojos y tu boca!la pelota recién estrenada colgóy cayó sin remedio

II

las hojas que juntábamoscada otoñodel sauce caprichosohoy apenas asoman

todavía se posanen el nogal entrado en añosesas aves ruidosas que interrumpíanmi sueño de desvelo.un cielo limpio se percibemás allá de las sombras del cedro azulsiempre me imaginé su cara de hombre bueno,con barba larga y mirada de abuelo

muchos amaneceresestallan en las florcitas blancasde la corona de noviasni una vez pude hacerme una.

III

tu pequeño jardín sigue intacto

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al mío no puedo encontrarlo ni acá,ni en la memoria perfumadade tantos soles

la higuera de la casa de al ladoya no estáhace años que miro ese espacio vacíome acuerdo de tu cara de sustoy de valiente trepador desafiantecomo te veo ahoraen tu séptimo piso ­apenas un trocito de otro cielo­

IV

nunca hablamosde tu árbol preferidoni de mi rincón más queridode este pequeño mundo

una emergencia de recuerdosme salpica las manosme interrumpopara ir a buscar un puchorecorro la casa por dentroal menos tres habitacionesconstruidascon descuidoy porque…¡andá a saber por qué!

el silencio me recuerdala hora de la siestay las ganas de salir corriendo

en la quietud siempre huboalguna urgencia de huída

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OSCURIDAD

Camino rápido para no perder tiempo. Es tarde y la nochegolpea los pies descalzos. No hay puchos en este kiosco. Cuando erachica mi vieja me contaba las hazañas de mi hermano más audaz: "alas tres de la tarde o a las tres de la mañana siempre traía lo que lepedíamos. Conseguía todo". Un sello para siempre.

No tengo dudas de lo que quiero pero un miedo conocido mehace un ruido en la espalda. Camino unas cuadras más. Necesitollegar al kiosco más cercano. No estoy en mi barrio de toda la vida.Pero estoy cerca. Tres cuadras y media atrás dejé el sonidoatormentado de las vacas, como si sintieran su destino inevitable.

En este sector del conurbano casi todos los barrios tienen elmismo olor a destiempo y desamparo. Me detengo y cruzo los dedos.Un pibe en bici me gana la parada. Siempre me pasa eso. Si hubieseapresurado el paso un poco más por un pelito le ganaba.

Espero para que me atiendan. No conozco la cara de la mujerque no sonríe pero escucha detrás de la ventana minúscula. Siempreson tan breves estos encuentros… se me antoja saber su nombre,cuántos sueños le quitaron las ganas, qué dolor le quedó marcado enla frente. Me trago las intrigas.

­ "Dos pesos el pañal descartable y cincuenta centavos elpapelillo suelto"­ se escucha como desde el fondo de algún lugarsubterráneo. No hay vuelto. El pibe de la bici agarra el pañaldesnudo de envoltorio y se lo pone debajo del brazo. Al papelillo lodobla chiquitito y se lo guarda en el bolsillo azul de la campera. Nome mira. En cambio yo no puedo dejar de hacerlo. Aprieto la rabiaunos segundos. Me imagino en ese lugar, hace algunos años, cuandoera chiquita y me mandaban a comprar a lo de Don Santiago, elalmacenero de la calle Palermo. Casi siempre le quedaba debiendo yal tipo se le dibujaba la sonrisa sin un diente mientras anotaba minombre sentenciado en el cuaderno gloria.

Miro al pibe irse. Pero lo hago con los ojos, con los labios,con los pies que no están descalzos como los suyos y como sicreyera en los milagros, lo imagino sentado a la sombra de unparaíso sin piso de tierra.

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Estiro la mano para agarrar el paquete de puchos que le pedí ala mujer, con cierta vergüenza. No me mira con reproche. Es unalivio ser ahora una desconocida. Me despido con una última mirada.Apenas digo un "gracias" que no sé por qué me sale tibio. Caminopara llegar rápido a mi calle, Horacio Quiroga, como el escritor; noes la más segura de estas tierras, pero su nombre siempre me salvóde la deriva. Un olor a torta fritas que proviene de alguna de lascasas que cruzo me lleva a la infancia; entonces prendo un pucho ysonrío. Una tremenda hoja en el desierto se olvida y desaparece. Untango oxidado y hermoso borra el sonido de una cumbia colorida.Aliviano la marcha mientras repito en voz baja: "dos pesos el pañalsuelto". Y pienso que acá, de este lado del mundo casi sin nombreconocido, un niño o una niña espera. Y nadie se imagina lo que dueleeste piso oscuro.

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Al lado de casa, yo vivo en Uriburu y Oncativo, en lalocalidad de Adolfo Sourdeaux (aunque muchos la conocen comoKilómetro 30), aparecieron dos personajitos. Una madre con su bebése estableció en la casa que perteneció a Don Mario. “Ellos llegaronanoche” –me decía la doña de enfrente­ “daba la impresión que seestaban escapando de alguien porque parece que se vinieron con lopuesto, porque ni un bolsito traían, pobre criatura…” Cada vez estoymás convencido –pensaba mientras me hablaba la doña­ que los ojosde los vecinos son mucho más eficientes que cualquier cámara quese quiera colocar en la cuadra, por más que sea de última generación.Me acerqué entonces a la raída casa para presentarme y preguntarle ala muchacha si necesitaba algo. Siempre hay que estar bien con losvecinos, uno nunca sabe de quién va a precisar ayuda algún día.Salió la joven mujer al escuchar mi llamado golpeando las manos.Dejó la puerta abierta y desde la vereda pude ver también al bebé (¿obeba?) acostado en el piso, sobre unos almohadones que se ve queencontró allí en la casa. Al verla de cerca se me antojó que era laVirgen María (su hermosa cara me hizo acordar a una estampita queme había regalado mi madre hace muchos años y que sigoconservando), acompañada de su Jesusito. Me agradeció de unamanera tan suave y modesta que me hizo sentir realmente unfilántropo. Me dieron ganas de abrazarla con verdadera ternura. Por

Un hallazgoFidel Heredia

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supuesto que no lo hice. La saludé y me volví a casa.Al día siguiente, a eso de las nueve de la mañana, apareció la

muchacha y me dijo que iba a aceptar mi ayuda si a la vez yo medejaba ayudar por ella y el bebé. Me quedé mirándola sin entender eltrato. En seguida se disculpó, se puso colorada y se quedó con lacabeza gacha. Su actitud me pareció muy autentica, entonces le dijeque no me había molestado lo que dijo, y mientras le hablabacomencé a especular en que quizá quiso decirme que quería “ganarsedecentemente” la ayuda que recibiera. Todavía quedan personas concierto orgullo bueno (por llamarlo de alguna manera), un amorpropio que las hacen sentir que no “viven de arriba”. Le dijeentonces que habían llegado en el momento justo, que me los “habíamandado Dios” (quizá exageré un poco, pero me encantó verlasonreír), porque estaba necesitando una señora que me diera unamano en la casa, porque yo ya estaba achacoso para esos menesteresy me haría un gran favor. Le dije que si quería poder empezar en esemismo momento. “Dios sabe lo que hace” ­me dijo­ y noté que suespañol tenía una cadencia sutilmente extraña, aunque para algúndistraído, bien podía pasar por criolla.

A partir de ese momento la tarea suya sería hacer de comer ylimpiar un poco la casa. Agradeció la señora y se puso a trabajarinmediatamente. Al bebé (¿o beba?) nunca lo escuché llorar.Pasábamos casi todo el día juntos pues hacía mucho más de lo que lepedía. Hasta que llegó un momento en que tenía que pedirle que sesentara a tomar unos mates o a descansar. Era una máquina de hacer.Y no quería recibir dinero, decían que con la comida y el abrigodurante la noche –le dije que podía usar la piecita del fondo­ erasuficiente paga. Me sentía muy cómodo con ellos. Eso era raroporque tantos años de vivir solo me habían vuelto reservado,ermitaño y con poca paciencia. Incluso sentía rejuvenecer mi cuerpo:mis articulaciones ya no rechinaban a cada paso y dormíarelajadamente durante toda la noche. Ni siquiera me levantaba parair al baño. Era como volver a tener una familia. Esa que me parecíatan lejana en el tiempo…

Eran muy silenciosos, ella casi no hablaba. La mayoría de laspreguntas las respondía con una mirada, una sonrisa o con muypocas palabras, y muy precisas. Al principio esto me parecía genial,porque yo tampoco hablaba mucho, pero pronto, al compararme con

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ella, me veía como a un loro parlanchín. Además empezó a ganarmela curiosidad. Quería saber algo de ellos. No sabía ni sus nombres.“Muchacha” y “Changuito” los llamaba. Y hasta el día de hoy nopuedo entender como no se me ocurrió preguntarle sus nombres.Cada vez que quería hacerlo me quedaba mirándola, la mente se meiba a cualquier parte, siempre pensaba cosas agradables. Y despuésme olvidaba que era lo que iba a preguntarle. Lo único que reparé enella era qué se sobresaltaba de una manera exagerada cuandoescuchaba una sirena, ya sea de policía, de ambulancia o de losbomberos. Su mirada se volvía opaca y apretaba al bebé contra supecho y balbuceaba algo, parecía un rezo, pero no lograba entenderlo que decía. “¿Se mudan seguido?” –le pregunté una mañana.“Vamos viajando de tiempo en tiempo” –me contestó. Entonces tomécoraje y le seguí preguntando –“¿Vienen de muy lejos?”. “Venimosde un lugar muy lejano” –dijo, mientras giraba su rostro comomirando hacia el pasado. Y no aguanté más y le tiré ahí nomás –“¿Seestán escapando de alguien?”. Se hizo un silencio que me pareció desiglos. “Si” –me dijo y se fue a barrer el patio.

Un día, en que me fui a hacer unas compras, cuando crucé porla Plaza Güemes, veo a la doña que salía de la DelegaciónMunicipal. “¿Pasó algo?” –me pregunta. “Algo como qué? “Vi aunos patrulleros en la puerta de su casa”. Nunca caminé tan rápido.Llegué a cruzarlos cuando pasaban por Pío XII, pero no vi a ningunapersona en los dos autos, salvo a los policías, claro. Aminoré lamarcha, respiré un poco más tranquilo. Quizás la doña vio mal. Entréya queriéndole contar a la muchacha lo que había pasado pero mequedé hablando sólo. No estaban.

Pasaron horas, todo un día. Cuando le pregunté a la doña silos había visto, me preguntaba “¿A quiénes?”. “A la muchacha y a subebé (¿o beba?)”. Me miraba como no entendiendo lo que lepreguntaba. “¿No se acuerda que me dijo de los patrulleros enfrentede casa?”. “¿Qué patrulleros?” –me contestó. “Me parece que se lechifló el moño” –mascullé con bronca.

Pasaron semanas, meses. Nadie sabía nada.Una tarde nublada, que me pareció interminablemente

aburrida, me acordé que una vez les había sacado una foto con el

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celular. Estaban en el patio, los dos se miraban embelesados. Era unaescena hermosa. Busqué la foto entre las tantas que tengo en elcelular (no sé para qué). Cuando la encontré se me ahuecó el pecho.Me levanté y me puse a buscar la estampita que me había regaladomi madre. Revolví todos los cajones hasta que di con ella. Esincreíble. La estampita y la foto son idénticas, salvo por los ropajes.

Coinciden exactamente las fisonomías y las posturas, lasmiradas, todo.

Se me antoja que es la Virgen María acompañada de suJesusito. De alguna manera me siento acompañado otra vez. Hoy lasrodillas me duelen menos.

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Volver a la fuente, es un emerger de monstruos verdes, desdela profundidad de abismos mejorados, en una Rivadavia atardecida,mojada y rumorosa.

Es un croar perpetuo y tenue, compañero de pasos inseguros,un animal de babas, franelas y eyecciones, más rápidas que lapalabra misma.

Inescrúpulo latente en cada pedaleo. Es una siesta de ojos bienabiertos, pergeñando, inevitables planes de actitud masturbatoria.

Volver a la fuente es retozar en una vastísima pradera deverdes impecables. Es un falo erecto y entizado, que se juega la vidaen cada carambola. Tres bandas riesgosas, flagrantes y exquisitas.

Es mentir y mentirse, jugándose la historia; falta envido yretruco; un quiero vale todo, hasta la misma muerte, con un cuatro decopas en el alma.

Volver, es Azucena repleta de castaños, es una lluvia larga ylacia, hasta más allá de lo pensado. Es la ondulación de aquellaespalda y la cadencia en la cintura quebradiza y mía. Es el amor y lasganas, la tímida fragancia, la recurrencia de las dudas y la preguntaeterna.

Volver a la fuente es retornar a las lides revolucionarias, esagotarse de los razonamientos; enancarse en los crecientes sueños detierra y de liberación. Es acostarse con las posibilidades, para

Volver a la fuenteHugo Alberto Rossi

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reponerse de tantos y tan maravillosos anocheceres de días agitados.Volver, es replantearse y replantarse en uno mismo hijo. Un

valsecito sin máculas ni estribo.Es el primer amor y la primera muerte, la vívida maestra de

tercero, la erótica estrellita, el desconsuelo. Es el Perón, el Astor, laSofía. Son los códigos, las rimas, la protesta; los carnavales de tangoy pasodoble, las noches de bohemia y borrachera.

Se me hace tiempo de volver, se me hace tiempo. En las tripashay ruidos de tranvías y en el Argos, el cubilete intenta y no resigna,hacerle generalas a la vida.

Se me hace tiempo de volver, se me hace tiempo. Son años decielo en la rayuela, los soldaditos quieren despanzurrar caminos,entre mecanos y autitos de carrera.

Se me hace tiempo de volver, porque no en vano, seachicharraron las manos en la espera.

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ConcursoMartín Morón

Se me cierran los ojos. Estoy escribiendo hace rato y esmágico, siento que cada letra que tipeo me convierte de a poquito enescritor y me acerca al sueño de mi vida, pero el cansancio quierecerrarme los ojos y obligarme a seguir soñando.

El plan era simple: salir de trabajar, llegar a casa y ponermea escribir. Terminar, imprimir, y mañana enviar el texto al concurso.Lo del concurso es sólo una excusa, pero me encantaría terminar elescrito sólo para poder enviarlo. Terminarlo y entregarlo, nada más,sólo para mantener viva la esperanza de poder ser escritor algún día.No es mucho, es sólo un cuento, hace rato que tengo ganas deescribirlo y hoy iba a ser el gran día. El plan era, de una buena vez,permitirme llegar después de trabajar, dejar a un costado todos losquehaceres de una casa a medio terminar, y ponerme a escribir. Yestaba todo listo, llegaba el final de mi horario de trabajo y habíadejado la góndola bien llena, todos los productos prolijos con la caraal frente, cada precio en su lugar, todo limpio y con los carteles deoferta. Estaba todo listo de verdad, pero el tipo tenía que ponerse enel medio otra vez. Sospecho que lo hizo solamente para amargarmela vida. Con todo su aire de jefe me dijo “no, todavía no te vas”.Creo que le dio bronca que haya estado contento todo el día. Sí,sabiendo que por un ratito iba a poder jugar a ser escritor, estuvecontento todo el día y toda la semana. “¿Me necesita para algo

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más?”, le pregunté. “Yo no te necesito para nada, pero todavía haytrabajo para hacer así que no te vas”, y me mandó a llenar laspunteras de ofertas especiales. “Pero hoy no me toca hacer eso, y yalo hice cuando me tocaba a mi”, respondí. Bueno, en realidad nollegué a responder todo porque me cortó la frase diciendo “a vos tetoca cuando yo lo digo. ¿Qué pasa? ¿Tenés algo más importante quehacer?”. “Sí – le dije­ Justo hoy tengo algo más importante quehacer”. Y no dudó ni pensó siquiera un segundo para contestarme“bueno, pensá si lo que tenés para hacer es más importante que tutrabajo.” Y cuando escuché esto me dieron ganas de agarrar bienfuerte una lata de arvejas y golpearle la cabeza con el filo circular,golpearlo hasta hundirle el cráneo, pero me tragué esa imagenamarga y venenosa, y me fui. Me fui a obedecerle y a odiarlo otravez, como siempre. Mi compañero se sorprendió de vermeayudándolo. Hicimos bastante rápido trabajando los dos, pero igualse me hizo tarde para agarrar el tres cuarenta y uno. Después de unbuen rato el colectivo llegó, y a mitad de viaje ya atardecía.“Mañana, al amanecer, también voy a estar en este colectivo pero ensentido opuesto: cruzando la barrera de Villa de Mayo, después la deLos Polvorines, Doblando por la Avenida El Olivo y yendo hasta laautopista, y todo para volver una y otra vez a ese mercado demierda”, pensé con bronca. Tenía bronca y estaba cansado, pero simiraba lo que me quedaba de la tarde se me encendía el entusiasmoporque iba a escribir y pensé que con esa chispa de entusiasmo lepodía ganar a la tardanza, al colectivo, al mercado y a mi jefe. Esome hizo cambiar el ánimo.

Mi esposa me esperaba con el mate, había preparado todopara merendar juntos aunque sea tarde, y había puesto lacomputadora al lado para que mientras tanto aproveche e tiempo yempiece a escribir. Y así lo hice. Escribí todo el rato del mate, todo elresto de la tarde, comimos lo que quedaba en la heladera para que yono tenga que salir a comprar, y seguí escribiendo hasta ahora. Mishijos apenas vinieron a saludarme. La mesa de la cena también meencontró escribiendo. Creo que no comí. Mi esposa se llevó mi platolleno y me acarició la espalda dándome al final un suave apretónentre el cuello y el hombro, como un masaje, para comprobar queestaba tenso. Estaba tenso porque creí que el tiempo sería suficiente,y lo era, pero el cansancio empezaba a jugarme muy en contra. En

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contra y por detrás, como auténtico traidor. Estuve de cara a estaspáginas con mi entusiasmo encendido, pero por detrás estuvo elcansancio preparando su ataque mortal, un ataque que está llegandoexactamente ahora.

El cansancio traidor me lanzó dos terribles golpes a lamemoria. La primer trompada me recuerda que me levanté a lascuatro y media de la mañana y la segunda, muy seguida, me dice quemañana me tengo que levantar a la misma hora. Bostezo y se menubla la vista, pero voy a seguir escribiendo. Voy a terminar estahistoria, la voy a imprimir y la voy a enviar. Sí, la voy a enviar a unconcurso y no me importa no tener chances de ganar. Tampoco mevengan con correcciones ni nada de eso ahora, esto no se trata de unescrito excelso, se trata de mantener viva la esperanza, o sea quepara mi esperanza esto es una cuestión de vida o muerte; y si elcansancio me quiere pelear que venga, que acá lo voy a enfrentar,escribiendo.

No voy a parar. Me lo repito una y otra vez, pero de repentetodo se oscurece y mi cabeza cae. Me levanto rápido y abro los ojoshaciendo fuerza para abrirlos más de la cuenta y despabilarme, ysigo escribiendo. Me propongo escribir sólo un párrafo más.Empiezo. Las primeras palabras tienen fuerza pero la oscuridad delcansancio quiere volver a apagarme, y amenaza con no dejarmeterminar siquiera unas pocas líneas. Sigo tipeando, escribo y escriboy lo hago cada vez más rápido, y miles de ideas para seguirescribiendo fluyen en mi cabeza y parece que por un instante logréescapar. De repente mis ojos ya no están pesados, ¿Será puraexcitación, pura adrenalina? Ahora siento que puedo continuar, ycada palabra que escribo me hace prevalecer al monstruoso deseo dedormir, cada pequeño avance me hace más fuerte. Cada línea es unavictoria, y siento que puedo acumular muchas más. Siento que puedoterminar este cuento y seguir con otro, o quizá comenzar una novela.¿Por qué no? ¡Claro que sí! Si mis ojos ya no se cierran, puedoseguir con éste y muchos textos más, porque ganas de escribir mesobran. Lo importante es que no me detenga y siento que ya nadapuede detenerme. Me siento iluminado y liviano como nunca.

Pero… ¿Qué es esa oscuridad en el rincón de la habitación?No es normal. Es una oscuridad imposible, sin fundamento, sin luzni sombra que la sostenga. Y es cada vez más grande. No voy a dejar

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de escribir, no voy a mirarla, no me voy a distraer. Voy a seguirescribiendo, estoy acá, en este texto, en el sueño de mi vida. Semueve. La oscuridad se mueve. ¿Se mueve o se agranda? Se muevey se agranda, crece. Se estira. Es más que oscura, es negra, y lascosas desaparecen cuando las toca. Pasa por abajo de la computadoray llega hasta el otro rincón del comedor. No voy a rendirme, sigoescribiendo. Se levanta, se alza por la pared, tiene forma de algopero no quiero mirarla, quiero seguir escribiendo hasta terminar estecuento. Se alza cada vez más y se estira hacia los otros dos rinconesy ya me rodea. Me rodea y se levanta, pero no me importa porquesigo escribiendo y nada me va a detener. Desaparece la pared detrásde esta página y todo se hunde en un negro infinito, desaparecen loscostados del comedor, los muebles son devorados bruscamente poresta oscuridad que se come todo a su paso. Sigo escribiendo porquemi pantalla sigue iluminada, mi pantalla es la única luz que queda.Todo lo demás es negro pero sigo escribiendo porque mis manos yarecuerdan la anatomía del teclado a la perfección. Me invade unentusiasmo heróico, hasta que veo esto con horror: mi pantalla no estan luminosa como creía. Y yo mismo la estoy llenando deoscuridad, cada vez más. Cada letra que coloqué en este textoiluminando el sueño de mi vida no fue más que una pequeña puerta alas tinieblas. Sí, las letras son negras. Y parece que sólo necesitabadarme cuenta para que empiece a suceder. La oscuridad sale de lasletras desparramándose como tinta sobre papel mojado. El negro delas letras se expande y las desdibuja. Y lo cubre todo. Ya no sé dóndeestoy escribiendo, ya no veo nada. Tampoco se cómo ni porqué sigoescribiendo. Ya ni siquiera sé si soy yo el que sigue escribiendo.Ahora todo es oscuridad.

Una oscuridad... serena.Y amigable.No imaginaba que sería tan cálida, y acaso reconfortante.

Siento el silencio como nunca antes lo sentí. Siento el latidode mi corazón expandiendo su vibración a cada vena de mi cuerpo.Sigo escribiendo, sí, de alguna manera estoy escribiendo todo esto,ojalá que quede en algún sitio. Hay tanto para contar sobre este lugaren el que no hay nada… Es fascinante. Todo el mundo deberíaconocerlo. No hay nada. Ni siquiera hay vacío. Nada. Pero se puederespirar, y en esta “nada” la respiración se siente plena, como si

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galaxias enteras entraran y salieran de mi con cada respiro.La luz se enciende, suena una bocina y despierto. Pasa el

tren frente al colectivo, que espera casi pegado a la barrera de LosPolvorines. Estoy camino al trabajo. Debe ser tarde porque el solestá bastante alto, los negocios están abiertos y hay gente en la calle.Seguramente me quedé dormido intentando terminar este cuento.Acá está, lo tengo en mis manos. Seguramente me quedé hasta muytarde porque al parecer pude escribirlo todo, y hasta pudeimprimirlo. Lo tengo preparado para enviar, en el sobre con los datosdel concurso. Sólo tengo que pasar por el correo. Ahí mismo, en elshopping, antes de entrar, voy a enviarlo. Después ya sería tarde y nopuedo enviarlo mañana, hoy es el último día que tengo para entrar enel concurso.

Bajo del colectivo y preparo el sobre en mi mano. No meimporta llegar tarde al trabajo, no me importa la cara que ponga mijefe ni lo que me vaya a decir, no me importa que me eche, no meimporta nada. Este cuento escrito en mi mano es un sueño hechorealidad, es esperanza viva.

La puerta automática se abre y entro. Camino por el pasilloprincipal y voy directo al correo, ahí está, y parece que no hay nadie.Pero hay algo extraño. Un guardia de seguridad del shoppingacompaña mis pasos y susurra al radio que tiene cerca del hombro.Me doy vuelta y veo que otro se acerca por detrás. En el piso dearriba hay otro guardia más que desvía la mirada cuando lo veo, perotambién sigue caminando hacia donde voy mientras escucha algo ensu radio. Estoy cerca del correo, faltan sólo unos metros para llegar ala puerta vidriada. Aprieto el sobre en mi mano, no lo hago apropósito, estoy un poco nervioso. Siento que estoy a punto delograrlo pero algo hay algo que está muy mal. Sólo unos pasos meseparan de la puerta del correo y escucho “¿Vos no deberías estartrabajando?”. Sí, es mi jefe. “Ya voy”, le digo sin mirarlo, y pongo lamano en la puerta del correo cuando siento el tirón en el brazo. “Vosvenís ahora”, me dice mi jefe apretándome, y un guardia deseguridad viene directo a agarrarme del otro brazo, me lo retuerce yse me escapa una exclamación de dolor. La gente que sale de hacerlas compras se detiene ante la escena. Una señora se asusta y da unrepentino paso hacia atrás con las bolsas llenas de mercadería. Unseñor la abraza. Una madre le cubre los ojos al niño que lleva en

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brazos. Todos miran. “Vas a entrar a trabajar ahora, y te vas a quedarhasta que yo te diga, ¿entendiste?” me dice mi jefe, y todo explota enmi interior. Es inexplicable. Estoy tranquilo, pero no puedo detenerlo que se puso en movimiento adentro mío. Con unos movimientosme suelto de lo brazos que me sujetan, y lanzo una patada contra elempleado de seguridad, en el pecho. No es nada personal, sé que estátrabajando, pero no debería haberme torcido el brazo de esa manera.Mi jefe me mira estupefacto. El personal del correo se acerca amirar. Abro la puerta y le doy el sobre y dinero más que suficientepara el envío a un muchacho de anteojos que me mira fascinado.Salgo y vienen dos empleados de seguridad a la carrera directamentea reducirme. Otra vez, nada personal; pero un cabezazo en losdientes de uno y buen golpe de puño en el estómago del otro mepermiten seguir caminando hacia mi jefe. Él se mueve despaciohacia atrás pero me mira con la severidad de siempre, no estádispuesto a renunciar a su mirada de jefe, no entiende lo que estápasando en este pasillo principal del shopping frente a toda estagente. No entiende que no hay vuelta atrás, y no entiende que yo sílo entiendo. La gente está asustada, se escuchan muchos susurros ycada tanto algún grito. La música funcional sigue. Mi jefe me miradoblegando de a poco esa mirada omnipotente, y soltando su horrora medida que me acerco a él. Pero no quiere ceder, no va a hacerlo.Lucha por sostener esa mirada opresora, superior. Esa lucha tienealgo de heroico y me gusta, me gusta de verdad, y creo que se menota. Me parece que hasta le estoy sonriendo. No es mi intenciónasustarlo, pero parece que mi sonrisa lo asustó de verdad. Noquisiera hacerle daño, en fondo sé que es un pobre tipo, pero quizáya sea demasiado tarde. El caso es que no tengo mucho poder dedecisión en este estado, soy ante todo un observador, no puedo hacermucho más que observar lo que hago. Y me permito observarlo a él,me permito ver qué hace, o qué dice, porque quizá podamos salirentre los dos de esta escena tan terrible.

“Andá a tu casa” ­ me dice “Andá. Hoy estás loquito peromañana vas a volver arrastrándote, y podés volver tranquilo porqueno te voy a echar. Te vas pudrir acá, haciendo lo que yo te diga¡¿Entendiste?!” Esta última pregunta sale en un grito innecesario,que termina de asustar a la pobre señora de las bolsas cargadas. Lasbolsas caen al piso y la mercadería sale desparramada por todos

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lados. Y es así como llega rodando, hasta tocar mi pie, una oportunalata de arvejas.

Levanto la lata apretándola fuerte en mi mano, y doy losúltimos pasos hacia el final.

Ya no puedo detener lo que va a suceder. Es inevitable. Perolo importante es que el cuento está en el correo y eso quiere decirque todavía sigue viva mi esperanza de que alguien llegue a leerlo.

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El cuento tortuguenseDavid Rodriguez

El tango y el exiliado saben de estar lejos del hogar. Aquelsentido de pertenencia que se percibe a través de la distancia. Pues,uno puede recorrer diversas tierras a lo largo de la vida, pero jamáspodrá despegar ese pedacito de alma que se queda allí, en el aire dela primera casa, como el eterno primer amor. Ya lo decía el granPichuco, viejo conocedor de nostalgias: "Nunca me fui del barrio,siempre estoy llegando".

La ciudad donde uno nace lo marca indefectiblemente con lostintes de un aroma particular. Porque no sólo es el natalicio lo quetatúa la piel, sino el transcurrir de toda una vida llena de alegrías,tristezas, triunfos y derrotas que uno experimenta sin darse cuenta, amenos que mire hacia atrás. Y entran en juego los comercios, lospersonajes característicos y las historias que le dan apellido a cadalocalidad.

Tortuguitas no es la excepción a la regla. Su origen comocampo le da ese color pueblerino que se resiste más allá del pasovoraz del tiempo. Sin embargo, inmerso en la carrera tecnológica dehoy en día, donde nadie se detiene a admirar un árbol, la brisa o elamanecer porque se prefiere mirar detrás de la pantalla, por miedo auna gripe o a tropezarse con el cordón de la calle, esta zona tambiénsufre los bondadosos avances de la comunicación incomunicada.

La historia dice que allá por 1930, la famosa década infame a

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nivel nacional, año seguido de la caída de la bolsa de Nueva York yen el que Uruguay celebraría el primer Campeonato Mundial deFútbol, un español (Antonio Maura) fundaría el primer club decampo del país en las tierras de su suegro Wenceslao Escalante bajoel nombre de Tortugas Country Club. La palabra "tortuga" habia sidosugerida años antes por Sara Escalante, heredera de dichas tierras enalusión a la lentitud de los integrantes del club de polo, creado en1927 y bautizado Las Tortugas.

A partir de allí la ciudad comenzaría a erigirse en susalrededores, de a poco y sin apuro, cual su nombre lo indica. De estaforma 17 años después de haberse fundado el Country sus socioshicieron posible que la Parada Kilometro 40, como se la conocía poraquel entonces pase a transformarse en la flamante estaciónTortuguitas. El decreto que tiene como fecha el 9 de Julio de 1947lleva la firma de Juan Domingo Perón, por ese entonces PresidenteNacional, y Juan Pistarini, ministro de Obra Públicas.

Dos años después, la localidad que alguna vez perteneció alPartido Gral. Sarmiento (hoy reducido a Malvinas Argentinas), tuvosu primera escuela en el ya renombrado barrio El Chelito. Años mástarde la escuela N°13, cambiaría a N°2 y se le otorgaría el nombre deJosé Hernández, nada más y nada menos que el poeta y escritorcreador de la Biblia tradicional por excelencia: Martin Fierro, quecuenta las desventuras de un hombre fuera de la ley, atrapado bajolas injusticias de una vida trotamunda y desdichada.

Luego de mucho tiempo transcurrido, otro autor reconocido ycon un lunfardo particular en su escritura, padre de obras como ElJuguete Rabioso, Los Siete Locos y Lanzallamas, fue propuestocomo nombre para una de las escuelas más prestigiosas que salieronde Tortuguitas. Fue cuando la Escuela de Educación Media N°7 fuenombrada Roberto Arlt, justo en el mismo sitio donde conanterioridad la viuda de un Teniente Coronel había fundado unaescuela privada con el nombre de su difunto esposo, Terraf, de allí lacostumbre del nombre con que todo vecino la conoce.

Es increíble como las raíces hacen mella aún en el presente,porque las historias seguirán fluyendo de generación en generación,como un río de boca en boca. Los abuelos, los bisabuelos, losinmigrantes, los mestizos, todos son parte de un fragmento de unpaís, de una provincia, de un partido. Todos y cada uno forma parte

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del recuerdo colectivo que hace a una comunidad de costumbrescampiranas, hoy convertida en ciudad. Pero no tanto. Del sulky alremis y de las calles de tierra al pavimento.

Y si de tierra hablamos o de pavimento, es imposible nopensar en los juegos que de niño fomentaba la calle y la amistad.Porque es donde se jugaba a corretear compañeros para tocarlos ycambiar el nombre de la mancha o donde siempre había un postepara cerrar los ojos como en penitencia y contar, dándole tiempo alos demás para que se escondieran. La bolita, la payana, las figuritas,el frontón. La vereda de las casas en verano llena de chicos y lasonrisa el cuadro realista de una era que se fue.

Siguiendo por la vía del divertimento no puede faltar el fulbo.En 1950, año de la gran proeza uruguaya conocida como elMaracanazo, en la localidad tortuguense fue fundado nada más ynada menos que el Club Belgrano. Mítico lugar de reencuentro, depeñas, de eventos y claramente está: de fútbol. Imposible negar larivalidad con el otro club de la zona que se creara mucho tiempodespués en el predio conocido como El Bosque: El Club San Lucas.El Boca ­ River, el clásico de barrio.

Aquel mismo año, la tierra albiceleste fue anfitriona delprimer Mundial de Básquet, y Argentina saldría campeón por únicavez en su historia, dirigida, nada más y nada menos que por unvecino de Tortuguitas: el señor Jorge Canavesi (22 de Agosto de1920 ­ 02 de Diciembre de 2016). Gloria si los hay y orgullo de unpaís que sorprendió con uno de sus mayores logros a nivel deportivo.Definitivamente, una hazaña que pocas veces se puede disfrutar,pero el esfuerzo y el valor dan sus frutos.

El rugby también tiene lugar en la localidad y se llamaAlumni. El club de rayas horizontales rojas y blancas creado en 1951que hasta el momento colecciona 7 torneos de la URBA (Unión deRugby de Buenos Aires) y un Campeonato Nacional de Clubes.Tampoco podemos olvidarnos del polo, deporte fundador, y dosnombres que siempre están a tiro de campeonar, ya que cosechan lomejor del deporte a nivel mundial, La Dolfina y Ernerstina tambiénson de Tortuguitas.

Definitivamente, hay personajes que afloran las ciudades,formando parte del cuadro. Carisma o sencillez. Porque los lugarestambién son lo que son por sus integrantes. Apellidos que no pasan

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desaparecibidos y que quedan en esa memoria que no olvida, comoes el caso del actor Alberto Anchart (24 de Septiembre de 1931 ­ 31de Octubre de 2011), conocido por su papel en la serie televisiva Mifamiia es un Dibujo, en las postrimerías de los años 90. Allí dondesupo compartir elenco junto a Germán Krauss y MarcelaKloosterboer.

La historia hace a los pueblos, el tiempo, la memoria colectivay las fechas que siempre se recordarán. El barrio es eso de lo quemás allá de la distancia no se despegará de la esencia de cada vecino,de cada persona, sea donde sea que hayan crecido o sea donde seaque se encuentren. Tortuguitas no escapa a la regla y es al día de hoyque ha aumentado su zona comercial y sus caminos, extrañamenteincluso para los que vivimos aquí. Pasaje obligado desde Ruta 8 aPanamericana, la localidad sigue avanzando, con pasos lentos, peroseguros, haciendo honor a su nombre sin darse cuenta.

Sin embargo, hay un lugar que mantiene vivo el espíritu detodo barrio. Que mantiene sana la mente de los más pequeños y elamor en los más grandes. Ese punto de reunión que, con fuente deagua o sin ella, es el primer lugar a donde ir para pensar, paradistraerse, para compartir. La plaza, que sigue alegre de verse llenarcon la salida del sol. Esa plaza eterna donde todos los quepertenecemos no podemos obviar. Es esa parte que mantiene viva latradición, pero sobre todo donde se refleja la amistad. Porque endefinición eso es lo que Tortuguitas ofrece, con sus defectos,virtudes y más o menos nombres, un espacio orgulloso de buenagente y solidaridad.

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Prólogo / 7Amiga del “NO” club. / 11Aves / 15Carcajadas Cumbias / 21Carnaval en Los Polvorines / 23Colores de infancia / 25De Polvorines venimos / 29El cuento del Buen Amor / 31El molino / 35El umbral de un barrio en llamas / 41En la estancia de los Álzaga Unzué / 45Esbozo sobre Malvinas Argentinas / 47Estadísticas de Mayo 2020 / 51Inventario / 53Juego sicodélico / 55La casa del silencio / 59La casa / 63

Índice

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La estación de Los Polvorines / 67La Pared /69Lady Di vive en el Cruce de José C Paz / 73Las bestias / 77Los orígenes / 81Mario Carmona / 87Mis días en Nueva Delhi / 89Pepitito / 93Poemas Malvinenses / 97El invierno en mi barrio / 101Textos del conurbano / 103Un hallazgo / 109Volver a la fuente / 113Concurso / 115En cuento tortuguense / 123

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